Aprender de la victoria de Trump

De nuevo sucedió lo que parecía imposible, y Trump es Presidente de los EE.UU. Habrá tiempo para ver si el desastre que algunos auguran se consuma o si funcionan los controles y contrapesos de los que se hablaba aquí hace unos días. Entretanto, quizás habría que tratar de sacar alguna lección de este resultado sobre cuestiones jurídicas e institucionales, que son la razón de ser de este blog.

Se han publicado cientos de artículos y estudios explicando la causas del aumento del voto a opciones populistas. Todas parecen coincidir en que las motivaciones para votar a opciones tan heterogéneas como el Frente Nacional francés, Podemos, Trump, o el Brexit son en buena parte comunes. Es cierto que existen elementos emocionales que estos movimientos han sabido mover de manera muy eficaz -como ya señalé en este artículo– y que las opciones reformistas no encuentran un relato convincente con el que oponerse a ellos (como explica Alvaro Lario aquí). Pero también existen motivaciones racionales para ese voto, y sería bueno tratar de enfrentarse a ellas desde la razón y la reforma política e institucional.

En primer lugar, todos estos movimientos o personas se presentan como anti-establishment -o anti-casta- hasta tal punto que hay frases de discursos de Trump que podrían trasladarse a uno de Pablo Iglesias. Los partidos políticos tradicionales y sus representantes son percibidos como corruptos, endogámicos y alejados de la vida de las personas normales. Hillary Clinton, con su larga trayectoria en política y como mujer de un expresidente que mezcla política, fundación y negocio personal, era una representante perfecta de esa odiada casta. A su lado, hasta Trump -un hijo de papá con una carrera empresarial llena de sombras- ha podido presentarse como un outsider atacado por “el sistema”.  Pero la irritación popular con los políticos “de siempre” responde a una realidad: en las democracias occidentales los partidos se han convertido en los cotos cerrados de políticos profesionales, que viven alejados de la vida de un asalariado o un empresario. En España al menos, la financiación ilegal de los partidos ha sido la norma y las prácticas de tipo clientelar o directamente corruptas han sido tan frecuentes que no se pueden considerar como casos aislados.

El cambio de rumbo es no solo necesario sino perfectamente posible. Desde distintos ámbitos se han propuesto reformas en la Ley de Partidos y la Ley Electoral que van en este sentido, y también se ha insistido en la necesidad de reforzar la independencia de la justicia y de proteger a los denunciantes de casos de corrupción. Algunas de estas modificaciones están en las medidas pactadas por el PP con Ciudadanos, y habría que esperar que los partidos que claman contra la corrupción colaboren en su aprobación y propongan mejoras. Quizás haya que ir un poco más lejos para que entre aire fresco en el mundo político y limitar el tiempo que se puede estar en un cargo. Esto probablemente debería ir acompañado de una remuneración más alta de los cargos públicos –y un reducción de coches oficiales y privilegios- para favorecer la entrada de personas con más experiencia y conexión con la economía real, que podrían entrar y salir de la política con normalidad. Pero no creo que esto baste: al margen de la normativa, los partidos deben ser conscientes que en este momento la recuperación de la confianza exige una total ejemplaridad a los que ejercen cargos públicos. No es suficiente que hagan -como se ha dicho hace poco- lo que cualquiera, sino que su comportamiento sea intachable. También los votantes tenemos que superar las adhesiones incondicionales, pues mientras sigamos votando a Rajoy en las generales –o a Ramón Espinar en las primarias- hagan lo que hagan, poco vamos  a conseguir cambiar.

El segundo punto de en que coinciden Trump, Le Pen, Grillo, Sanders y muchos otros es en la crítica de la globalización, señalando que ha perjudicado a las clases medias y bajas. Quizás el mensaje más potente de Trump no haya sido su odio a la inmigración sino a las importaciones y a los Tratados de libre comercio. De nuevo, el que los extremistas estén de acuerdo no quiere decir que no tengan parte de razón. Lo cierto es que la libre circulación de bienes tiene efectos positivos, pero su combinación con la evolución tecnológica ha producido unos cambios enormes en perjuicio de las clases trabajadoras. Aunque se habla menos de ello, la libertad de circulación de capitales tiene beneficios menos claros y perjuicios evidentes: ha favorecido el crecimiento desmedido del sector financiero y la especulación que fueron el origen de la crisis de la que estamos tratando de salir. También ha facilitado la sistemática evasión de impuestos por las grandes multinacionales, de lo que también se ha hablado en  este blog (aquí y aquí), y la ocultación del patrimonio de los particulares a través de complejas estructuras societarias, de las que los Papeles de Panamá son solo un ejemplo.

El problema es en buena parte institucional y jurídico: se ha creado un mercado global de bienes y capitales mientras que la regulación sigue siendo nacional, lo que permite a las grandes Transnacionales elegir donde les conviene más instalarse, producir, contaminar y  (no) pagar impuestos. En consecuencia, la mayor parte de la población obtiene algunos beneficios de la globalización pero los más poderosos obtienen muchos más. Esto se refleja en el aumento de la desigualdad que se ha ido produciendo durante las últimas décadas en casi todos los países, y en concreto en EE.UU. como se ve en este gráfico.

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Lo grave es que ha aumentado tanto la desigualdad de ingresos como la de oportunidades, pues en los últimos decenios la movilidad social parece estar reduciéndose (como se sostiene aquí). Es necesario modificar esta tendencia. Las soluciones no son sencillas y no pueden consistir en construir muros o incumplir tratados, pero parece necesario tomar medidas para favorecer el empleo, aumentar las políticas de redistribución  y sobre todo mejorar el acceso de todos a una educación de calidad. Si no queremos que eso se traduzca -como de costumbre- en aumentos de la presión fiscal sobre la clase media, es necesario conseguir que las grandes multinacionales vuelvan a pagar impuestos, pero también reducir el tamaño y aumentar la eficiencia de una administración sobredimensionada y con fuertes tendencias clientelistas.

Es cierto que después de ver el desarrollo y el resultado de las elecciones en EE.UU. podemos pensar que nuestra situación política e institucional no es tan mala –nacionalismos aparte…- . Esto dice mucho del buen sentido de la sociedad, y probablemente obliga a mirar el diseño institucional nacido de nuestra Constitución con más respeto. Pero no nos debe llevar a confiarnos, pues hace un año las predicciones de un Trump presidente eran casi todas de broma. La actual situación política de nuestro país, además, es además de un reto una excelente oportunidad para que con la colaboración de todos se acometan las reformas que mejoren la calidad de nuestra democracia y eviten las tentaciones de ruptura del sistema.