La subsistencia de la legítima. Un caso de pereza legislativa

Nuestro Código civil impide que el testador con descendientes, ascendientes o cónyuge pueda disponer libremente de una parte importante de su patrimonio, y, por tanto, repartir sus bienes del modo que considere más equitativo y conveniente; atendiendo a merecimientos, afectos, necesidades, discapacidades, o para hacer posible la continuidad de su empresa o proyecto económico o social.

Tal restricción procede del tiempo de los visigodos. Después de algunos retoques y ajustes ha pasado al Código civil, a pesar de que los mejores juristas de la época codificadora defendieron su supresión.  Y perdura todavía hoy, no obstante haberse producido cambios sociales, económicos y en el propio funcionamiento de la familia, que dejan sin fundamento su subsistencia, como veremos.

El legislador estatal, tan prolífico a la hora de regular las relaciones de Derecho público, cuando se trata de relaciones privadas, especialmente en el ámbito sucesorio, ha dado muestra de una desidia y pereza rayanas en la negligencia. Más sensibilidad han mostrado las regiones forales, que han reducido en los últimos años las restricciones legitimarias; acercándose a la libertad de testar, que desde hace siglos existe en Navarra y en el territorio de Ayala en Álava.

Esta quietud o parálisis estatal afecta gravemente a la libertad de las personas, que ven restringida la facultad de disposición, esencial para el ejercicio de aquélla. Pese a lo cual pervive una regulación ancestral de la legítima, que provoca el rechazo generalizado de los testadores.

En efecto, los Notarios, que atienden la práctica totalidad de los otorgamientos testamentarios, comprueban a diario la sorpresa de las personas que pretenden disponer de sus bienes y se enteran de que la ley estatal les impide hacerlo libremente. La sorpresa y el rechazo son mayores cuando quieren dejar a su cónyuge o conviviente la vivienda familiar, que en la mayoría de los casos constituye su único patrimonio. Los testadores no pueden entender por qué la ley se interpone para impedir que lo que han obtenido con la colaboración de su cónyuge y el esfuerzo común pueda quedar íntegramente en propiedad del sobreviviente.

Incluso en los casos en los que la voluntad del testador no resulta afectada por la regulación del Código civil, considera aquél que se trata de una intromisión legal que deja en la penumbra la causa de afecto y generosidad que preside su decisión.

El testador se pregunta el porqué de tal limitación. Y el jurista deberá indagar si hay causa o fundamento que la justifique y proponer la solución más justa y equilibrada.

Existe un sector doctrinal favorable a la subsistencia de la legítima, utilizando una serie de argumentos cuya consistencia veremos a continuación.

Se dice que la supresión de la legítima supone una desprotección de la familia. Bien lejos está tal aseveración de la realidad vivida. En primer lugar, tenemos el ejemplo de Navarra, en donde nadie se queja de tal desprotección, a pesar de que rige, como hemos visto, el sistema de libertad absoluta de testar. Pero, además, una verdadera protección sólo se consigue con en el afecto, asistencia y cuidado de los hijos, cónyuge o padres, si lo necesitan.

Conviene recordar que hoy los padres no se sirven de los hijos, como en otras épocas, para que les ayuden en su actividad profesional. Por el contrario, se desviven por darles una formación integral y a ello dedican patrimonio y desvelos; y, en la mayoría de los casos, continúan asistiendo a sus hijos cuando éstos tienen autonomía profesional y económica, facilitándoles su descanso y cuidando de los nietos.

Si a los padres, después de las preocupaciones, horas de trabajo y de vida dedicadas a los hijos, para que sean útiles a la sociedad y adquieran formación que les permita autonomía económica, se les obliga, además, a dejarles una parte importante de sus bienes, se les está sometiendo a una limitación desproporcionada e injusta. Y más si se tiene en cuenta que en muchos casos gozan aquéllos de una situación más acomodada que la de los padres. No se puede olvidar que la esperanza de vida ha aumentado considerablemente y que la mayoría de las veces son los padres los que necesitan protección, a través del afecto, cercanía y atención. Y es precisamente la libertad de disposición la que les facilitará la tranquilidad que el poder disponer de los bienes proporciona, al hacer posible premiar el afecto, la dedicación y el mérito.

Por otra parte, la legítima provoca desinterés de los hijos por atender a los padres necesitados, a la vez que les desincentiva para el esfuerzo. Por lo que la legítima se convierte en un elemento negativo, tanto desde el punto de vista familiar como social.

Algunos autores se apoyan en la tradición simplemente y en el carácter simbólico de la legítima para defender su subsistencia. Se dice que es muy fuerte suprimirla de golpe, después de tantos siglos, y que sería más prudente reducir poco a poco su cuantía. Pero no se puede comprender cómo la tradición, por sí sola, cuando se produce una restricción a un derecho fundamental, pueda ser causa de parálisis o de espera legislativa. Una norma distorsionada e injusta no puede validarse por el peso del tiempo que haya sido soportada, ni dejará de ser injusta por el hecho de reducir su ámbito de aplicación. Y menos consistencia tiene todavía el recurso al símbolo, que es tanto como dejar la norma vacía, al marginar su finalidad esencial, que es la realización de la justicia.

Algún autor defiende la pervivencia de la legítima en base a meras razones técnicas, señalando que constituye el núcleo duro del Derecho sucesorio. En efecto, es núcleo duro, pero no porque sea justa la legítima sino por su persistencia y dureza para ser arrumbada aunque carezca de justificación. Y es duro porque los problemas que plantea de colación, imputación reducción de donaciones, etc. son verdaderamente difíciles de solventar.

Sostienen otros que existe una moral social, la cual estaría recogida legalmente en el orden de suceder abintestato. Existe una tendencia natural a nombrar herederos por partes iguales a los hijos, sobre todo si están en edad de formación. Pero dicha tendencia, con base en el amor de los padres a sus hijos, aunque forzada por la ley a través de la legítima, no puede convertirse en una obligación bajo el manto inapropiado de la moral.

La moral no puede utilizarse para favorecer o hacer rica a una persona, por muy allegada que sea, sin deterioro de su esencia. La moral puede sí constituir la base para exigir atención y asistencia a los necesitados, pero en modo alguno para proteger el linaje y la perpetuación del patrimonio en la familia.

Por último, se dice que la legítima es un muro de contención frente a la captación de voluntad de las personas de edad avanzada. En primer lugar, no se puede limitar la libertad en perjuicio de todos los testadores, pensando en casos excepcionales. Además, el problema de captación de voluntad no se resuelve imponiendo una legítima “por si acaso”, sino acudiendo a las medidas que el Derecho tiene previstas para estos supuestos. Que son la preventiva y de amparo del testamento, a través de una actuación rigurosa de los Notarios, y la judicial, cuando pese al filtro notarial, se haya otorgado testamento con el consentimiento viciado.

Como se deduce de lo expuesto sintéticamente, no hay razón sólida para mantener una restricción de una facultad, la de disposición, ínsita al derecho fundamental de propiedad. Solo una función social justificaría tal limitación. Esta función social existe referida a los deberes de ayuda derivados de la convivencia y filiación, concretamente el de formación de los hijos, y de protección de hijos, conviviente o padres con discapacidades o necesitados de asistencia. Deberes de contenido y finalidad distintos a los de una cuota fija legitimaria. Deberes que dan lugar a la consecuente obligación de apoyo económico en tales casos, en la medida necesaria. Lo que tendrá lógica consecuencia en la sucesión, cuando las personas obligadas hayan fallecido.

Fuera de estos supuestos, ninguna ley justa puede limitar la libertad de disposición, necesaria para que la propiedad pueda cumplir su función de apoyo económico a la realización personal, y también familiar en los casos antes referidos.