Acerca de ciertas metáforas, de nuevo sobre los derechos de los animales, y también acerca de los dos tipos de veganos

Al parecer, sigue adelante la reforma del Código civil que, fruto de una Proposición no de ley de Ciudadanos y con el apoyo de todos los  Grupos Parlamentarios, obra  en estos momentos en manos los órganos competentes del Ministerio de Justicia. De ella hablé ya aquí y después de modo más desarrollado, aquí. En un tono que trataba de ser de pura metáfora irónica, concluía yo preguntándome si íbamos a acabar como en el célebre Proyecto Gran Simio, que abogaba por una ampliación del concepto de ciudadanía y de comunidad moral «incluyendo a todos los seres vivos», pretendía que olvidemos «la jerarquización excluyente entre los seres vivos» y clamaba por el reconocimiento de los derechos fundamentales «de chimpancés, gorilas, orangutanes y bonobos». Y también decía el pintoresco Decálogo que tales derechos fundamentales deberían poderse «hacer valer ante la ley».

Dos cosas, también al parecer, no han sentado muy bien a algún Diputado y han gustado mucho a otros. Como todo en la vida. Y ello me obliga, si no a matizarlas, sí a explicarme algo más.

La primera de esas dos cosas era un ejercicio con aire de cuchufleta: repasando la tabla de derechos fundamentales que contiene nuestra Constitución, podríamos preguntarnos (permita, querido lector, la autocita textual): «¿tendrá el mono araña derecho al honor y a la intimidad familiar? El tití común ¿podrá reivindicar que se le trate, para ser consecuentes con el principio de igualdad, con los mismos derechos que al tití emperador? ¿Se predicará del gorila la libertad ideológica, religiosa y de culto –debe tenerse en cuenta que “gorila” significa “persona peluda”–? ¿Deberá aplicarse el procedimiento de habeas corpus al babuino? Y por supuesto, ni pregunto ya por la libertad de cátedra del mandril, del macaco o del mono aullador, no sea que asome la cabeza algún colega». Y si esos derechos fundamentales se deberían poder hacer valer ante ley, y ya que íbamos a comenzar a ver los juzgados llenos de platirrinos ejerciendo su derecho a la tutela judicial efectiva, cabía preguntarse también: «a efectos judiciales, ¿estarían aforados también los querellados, o sólo los que tengan bien separadas las fosas nasales por un tabique membranoso suficientemente ancho?».

Y la segunda cosa que allí se decía, en un género de pura opinión, era ésta, a la vista de que la Proposición no de ley plantea que los animales no formen parte del patrimonio y no se puedan entonces embargar por terceros ni vender por sus dueños: «Y ya lo de calificarles como bienes extrapatrimoniales y, más aún, como sujetos de derechos, merecería que el legislador fuera condenado al ridículo perpetuo, y que pasase a ocupar la jaula él mismo».

Repito, no voy a matizar nada, pero sí a explicarme un poco más. A quienes se han sentido molestos, solamente les hago un ruego: por favor, lean más. Háganlo. En esas frases no hay información (que entonces, tendría que ser veraz para ser lícita), sino pura opinión. Y en el terreno de la opinión, lo que sea necesario o innecesario solamente depende de los gustos del autor, de su estado de ánimo ante un suceso sobre el que opina y de sus querencias hacia las figuras estilísticas. Que ningún compañero de Universidad, que ningún Diputado sienta que, tomada la comparación conforme a su contexto, ha podido existir vejación, ni difamación, ni ofensa, ni humillación. Los lingüistas definen la hipérbole, del griego ὑπερβολή (exceso), como una «figura retórica consistente en una alteración exagerada e intencional de la realidad que se quiere representar (situación, característica o actitud), ya sea por exceso (aúxesis) o por defecto (tapínosis). La hipérbole tiene como fin conseguir una mayor expresividad»: «El dictador era un hombre cuyo poder había sido tan grande que alguna vez preguntó qué horas son y le habían contestado: ¡las que usted ordene mi general!» (Gabriel García Márquez). «Tanto dolor se agrupa en mi costado que, por doler, me duele hasta el aliento» (Miguel Hernández). «Érase un hombre a una nariz pegado» (Francisco de Quevedo). «Por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero» (Federico García Lorca).

Sólo quien quiera entender literalmente las frases anteriores dejará de comprender su cabal sentido. Cuando a mí me demandaron (sin éxito, gracias a Dios y gracias al juez) por haber comparado a un profesor que plagiaba a su discípula con Curro Jiménez, aquello no podía ser percibido como comparación real de personas. Y es que de serlo, la conclusión sería justo la contraria a la que el articulista trataba de ofrecer comparando las especies de bandolerismo, porque ¿a dónde conduciría la literalidad? No se había tratado de una comparación vejatoria, si se tiene en cuenta que Curro Jiménez, que existió en la realidad, era el sobrenombre de Andrés López, alguien a quien le fue arrebatado su oficio de barquero de Cantillana, y que tuvo que abandonar su pueblo para echarse al monte. Se trata del prototipo de bandolero romántico que luchaba contra los terratenientes corruptos para, justo y bondadoso, entregar el botín a los pobres y oprimidos, que luchaba contra los franceses durante la Guerra de la Independencia, y de quien los productores de la exitosa serie televisiva contaban su vida y sus correrías, trufándolas de historias de amor y hasta de episodios cómicos, y no exentos de cierto contenido patriótico. Curro Jiménez es, en fin, en la Serranía de Ronda del siglo XIX, lo que Robin Hood fue en las fragosidades de los bosques de Sherwood del siglo XIV… En fin, lean más, por favor. Como dice un imán que tengo en mi frigorífico, «a book lover never goes to bed alone».

Pero ahora vayamos en serio. Sinceramente, creo que si los profesores de Derecho permanecemos en silencio ante tanta majadería, no nos lo podrán perdonar las generaciones venideras. ¿Nadie es capaz de percibir a dónde nos podría conducir el reconocimiento de los animales como sujetos de derechos? Les invito a que lean el simpático relato del Notario González Granado aquí acerca de aquella señora inglesa que se presentó, acompañada de su perro Cowi, en su Notaría para hacer testamento: «¿a que a ti te gusta más vivir en Formentera que en Inglaterra?», parece ser que preguntó al animal, que (perdón, quiero decir «quien») contestó con un ladrido que fue traducido por su dueña como respuesta afirmativa, por lo que entonces la disposición testamentaria pretendía ser: «quiero que Cowi herede una parte de mi dinero y viva en mi casa de Formentera hasta su muerte». Naturalmente, el Notario le explicó a la extravagante británica que eso no puede ser, y que los perros pueden ser heredados, pero no pueden ser herederos.

Y ¿qué haríamos con perros personificados? Como no tendrían capacidad de obrar, habría que nombrar un tutor, y graduar en el nombramiento la tutela según la mayor o menor capacidad del animal para celebrar contratos, otorgar testamentos o matricularse en una escuela canina. Vuelta al punto de partida, pues. Y, como los animales no se podrían vender ni embargar, podría un deudor escapar de la persecución de los acreedores criando caballos de carreras de alta gama y concentrando en su cuadra lo más mollar de su patrimonio. Y, al socaire de la libertad de testar, podría un testador navarro dejar toda su herencia a su periquito. Y así sucesivamente…

Y es que la moda que hace furor en estos momentos consiste en afirmar que si una asociación pretende pedir la libertad de una orangutana, lo debe poder hacer a través del procedimiento de habeas corpus, esto es, reconociendo  el derecho de la simia a no ser arrestada de modo arbitrario (sentencia de la Cámara Federal de Casación Penal de Buenos Aires de 18 de diciembre de 2014, ver aquí Consiste la moda en decir que es insuficiente si la ley prohíbe que a un perro se le abandone en un descampado, o que, como al pobre se le ocurra volver a la casa horas después, loco de contento por el regreso, no basta con que la ley castigue duramente al dueño que entonces le atropella repetidamente para darle muerte (tremenda historia contada por el Diputado Díaz Gómez aquí).  Es insuficiente porque, según esa moda, no se trata de que los hombres tengamos el deber de no maltratar a los animales, sino de que se reconozca a éstos su condición de persona y su derecho a no ser maltratado, como correlativo a aquel deber. No basta con que la ley castigue a quien contamina el río, sino que hay que reconocer el derecho del río a no ser contaminado, y por eso se convierte el río en persona jurídica, como lo es Iberdrola, el Real Madrid o el Ayuntamiento de Murcia (no es broma, ver aquí.

Toni Cantó, actor y en aquel momento Diputado de UPyD, defendió en el Congreso en 2013 (ver aquí) algo tan elemental como que el Derecho no es una cualidad innata en todos los seres vivos, sino un proceso racional del que los animales carecen. Si el Derecho se compone de principios y normas que regulan las relaciones humanas como expresivos de una idea de justicia y de orden, ello conduce, no a que los hombres debamos respetar los derechos de los animales, sino nuestra propia condición humana, y es nuestra dignidad como personas la que nos exige cumplir el deber de no maltratar a los animales. Los animales ni tienen derechos ni pueden ejercerlos, y por eso tampoco una gacela puede exigir del león en la sabana que respete su derecho a la vida. El lector interesado, una vez pinchado el enlace anterior, puede comprobar las reacciones de los internautas, que resumo en una de ellas: «Basura especista. No has aportado ningún dato que demuestre que las personas somos superiores al resto de los animales. Un perro, un grillo, tú y yo tenemos el mismo derecho a vivir y ser libres».

Mis amigos de la organización Lado Oscuro me llenan de mensajes: ¿qué hago ahora con los sprays de insecticida que compré ayer?; ¿tengo que mirar al suelo cuando hago footing para no pisar hormigas?; ¿dejo que la cucaracha corra a sus anchas por el pasillo?; ¿me mirarán mal cuando chupe un bígaro? Y uno de ellos pregunta si se puede ser vegano sin ser idiota, a lo que mi respuesta es rotundamente afirmativa. Si el vegano lo es como señal de protesta hacia la lamentable manera de tratar a los pollos en determinadas granjas o a los peces en ciertas piscifactorías, pues entonces, un aplauso al vegano, que muestra su rechazo a que las especies animales sean hinchadas de antibióticos para engordarlas en tres días, sin importar que por ello se estén creando bacterias que van a ser imposibles de combatir y que en 2050 van a matar diez veces más personas que el cáncer (ver aquí )

Pero es que a veces el vegano lo es porque quiere dar la razón a la dueña del restaurante que expulsó a la madre que quería dar el biberón al bebé y que, cuando ésta se quejaba de haber sido humillada, le respondieron que «las madres verdaderamente humilladas son aquellas violadas durante toda su vida para tener bebés que son robados y descuartizados para que los humanos les arrebatemos la leche que era para ellos: estas madres son las vacas, ovejas y cabras, víctimas del biberón de su hijo» (ver aquí ). A veces el vegano lo es para combatir el denominado «lenguaje especista», ese que proclama sin rubor que no se puede decir «hijo de perra», ni «eres un burro», ni «estás un poco foca». Pero no porque con ello se insulte a la persona, sino porque con ello se degrada a las perras, a los burros o a las focas a la condición de insulto. Y éstos otros no son veganos, sino idiotas.

Por todo ello, me estremece que nuestros políticos no tengan otras cosas de qué preocuparse y en las que ocuparse. Lo que nuestro Código civil necesita más bien, y entre otras muchas cosas, es una reforma de las legítimas sucesorias, del contrato de obra y de servicios, una regulación integral de la asunción de deuda –también de la cumulativa–, de la edificación realizada en terreno ajeno, de las construcciones extralimitadas, del usufructo de fondos de inversión, de las servidumbres de oleoducto y gaseoducto, de las inmisiones y molestias vecinales, de la prescripción extintiva, de la usucapión, de la responsabilidad civil. Pero en el Congreso prefieren dedicarse a otras cosas. Se empieza diciendo que los animales no son bienes, se sigue diciendo que no se pueden vender, y se continúa llamándoles personas con derechos humanos porque ya está bien de tanto antropocentrismo. Por último –¡y hasta ahí podríamos llegar! – se acaba sin poder decirle al legislador que está como una cabra.

Perdón, es sólo metafórico…