Y a nosotros, ¿quién nos defiende de jueces y fiscales?

Hace unos días nos enteramos que el fiscal-jefe provincial de Madrid había presentado una querella criminal contra el periodista Jesús Cacho por sostener que existían sospechas de corrupción judicial en la Audiencia Provincial de Albacete y, concretamente, en el desarrollo de un conocido pleito de una no menos conocida familia que lleva décadas pleiteando, y en la que una de las partes siempre se lleva, valga la redundancia, la peor parte. La querella se presentó, obviamente, con el conocimiento de la Fiscal General del Estado. Pocos días antes el ministro de Justicia insinuó que quizás convendría abrir el debate sobre la libertad de expresión en la actuación de jueces, magistrados y fiscales. Debatamos, pues, señor ministro.

El asunto llueve sobre mojado. Cuando sale este tema a relucir aflora un arcaico corporativismo judicial que, a la vista de las sentencias más recientes, es el predominante entre los magistrados y, lo que resulta más preocupante, entre los magistrados del Tribunal Constitucional. El 13 –y no soy supersticioso- de abril de este año la Sala Primera del Tribunal Constitucional se pronunció de una forma decepcionante en una cuestión muy parecida a la que ha dado origen a la querella contra Cacho. La Sala Primera la componen los siguientes magistrados: Francisco Pérez de los Cobos (Presidente), Luis Ignacio Ortega Álvarez (fallecido el 15 de abril), Encarnación Roca Trias, Andrés Ollero Tasara, Santiago Martínez-Vares García y Juan Antonio XiolRios. Recuerden los siguientes datos: el Presidente Cobos fue cuestionado por parcial al principio de su mandato porque era miembro del PP. Y Martínez-Vares ha sido presidente de la APM (Asociación Profesional de la Magistratura), la más corporativista y conservadora de las asociaciones judiciales.

La sentencia que voy a comentar se negó a otorgar el amparo a una asociación ecologista que había criticado públicamente, con rigor y sin rubor, una sentencia del juzgado de lo contencioso-administrativo de Teruel. Dos magistrados del Tribunal Constitucional, Ollero y Xiol, así como en este caso el fiscal del Tribunal Constitucional, salvaron la lejana posibilidad de que no se termine de enterrar la libertad de expresión cuando de criticar las sentencias de jueces y magistrados se trate. Ollero y Xiol emitieron votos particulares y el fiscal solicitó que se estimase el amparo.

La jueza, cuyo nombre omito deliberadamente no vaya a ser que también me tome fila, dictó una sentencia de lo más discutible en un pleito interpuesto por la plataforma Aguilar Natural contra la empresa WBB-SIBELCO, que pretendía abrir una mina a cielo abierto en esa localidad. No entro en el fondo del asunto pero es preciso decir que el pleito se desarrolló de forma, digamos, poco ortodoxa. Terminado el litigio con resultado desfavorable para la plataforma, estos, que no tenían ánimo de lucro alguno, publicaron una carta en el Diario de Teruel en el que afirmaban que la jueza había demostrado parcialidad y falta de competencia, que desacreditaba el informe del Ayuntamiento que había sido redactado por un arquitecto por no ser ingeniero de minas, dando por buenos, en cambio, el informe de un aparejador salido de no se sabía dónde. Bueno, no sigo para no aburrirles. El resto de la carta era duro, muy duro, pero respetuoso. La jueza se sintió ofendida, remitió, como no, la carta al Ministerio Fiscal y este, dócilmente, formuló acusación penal. Los de la Asociación, para resumirles, fueron condenados por un delito de injurias graves hechas con publicidad, condena que fue ratificada por la Audiencia Provincial. La Sentencia de la Audiencia considera que los actores traspasaron los límites de la libertad de expresión al formular un ataque personal a quien desempeña la tarea jurisdiccional.

Los confiados miembros de la Asociación ecologista acudieron en amparo al Constitucional y vieron un trocito de cielo al saber que su recurso había sido admitido a trámite, cosa rara desde que la presidenta María Elisa Casas (2004-2011) decidió que los magistrados tenían demasiada carga de trabajo… Y ya ese pedacito de cielo se tornó en cielo resplandeciente cuando el fiscal del Tribunal Constitucional desmontó los débiles y corporativistas argumentos de la Sentencia condenatoria de la Audiencia turolense. Mas todo quedó en vana ilusión, pues detrás de esa luminosidad vino el diluvio. Veamos que fue lo que pasó.

El fiscal veía tan claro que debía estimarse el amparo que incluso, “obiter dicta” afirma que “ni en la sentencia de instancia ni en la de apelación se justifican las razones por las que se considera que las intromisiones en el honor sean graves y no hay que olvidar que esa circunstancia es necesaria para su calificación como delito, aunque ello no ha sido denunciado por los recurrentes en amparo y debe quedar fuera del cuestionamiento”. La Sentencia, en cambio, avala casi íntegramente los argumentos de la Audiencia de Teruel. Los otros tres magistrados que secundaron al ponente, dos de ellos eran magistrados, una de lo Civil del Tribunal Supremo; y el otro –Martínez-Vares de la misma jurisdicción (contencioso-administrativa) que la jueza denunciante.

Merece la pena detenerse en los contundentes argumentos de los dos magistrados del Tribunal Constitucional que salieron en defensa de la libertad de expresión consagrada en nuestra Constitución.  Xiol afirma que “los tipos penales no pueden interpretarse y aplicarse de forma contraria a los derechos fundamentales” o “en este último escenario la gravedad que representa la sanción penal supondría una vulneración del derecho”. Más adelante dice que: “la conducta enjuiciada estaba dentro del ámbito objetivo de protección del derecho a la libertad de expresión” y como consecuencia de ello “no hacía falta ni justificaba una respuesta penal” y concluye de forma aterradoramente alarmante: “En cualquier caso, incluso aceptando a efectos dialécticos la conclusión sustentada por la posición mayoritaria de que hubo un ejercicio abusivo de la libertad de expresión y que prevalecía el derecho al honor, me resisto a pensar que este es un supuesto en que resulte justificado y proporcionado acudir al derecho penal para reprimir una conducta. De imponerse visiones como las que sustenta la posición de la mayoría es más que probable que el efecto disuasorio que se vaya generando respecto de la posibilidad de crítica a las resoluciones judiciales convierta las decisiones de jueces y magistrados en un objeto excluido del debate público”. El remate lo hace Ollero con brillantez e ironía: “La Sentencia de la que discrepo parece insinuar la existencia de un novedoso canon de constitucionalidad adicional, que convertiría a los Jueces y Magistrados en peculiares ciudadanos que, lejos de gozar de menor protección (como miembros de un Poder Público) contarían con un amparo más exhaustivo”.  Y concluye: “Indudablemente no cabe exigir, a quien critica una resolución judicial que le afecta negativamente, grandes loas a la competencia de la autora”.

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La Sentencia de marras se votó el 13 de abril de este año. Las deliberaciones y votaciones del Tribunal son secretas, excepto los votos particulares obviamente. El magistrado Luis Ignacio Ortega Álvarez, de talante progresista y liberal, que figura como votante con la mayoría, falleció dos días después, concretamente el 15 de abril. Estoy convencido que anunció, también, voto particular que no pudo redactar por su muerte fulminante en el propio tribunal. O que votase en contra de la mayoría y la sentencia saliese adelante con el voto llamado “de calidad” del presidente. Si esto fue así como relato sería escandaloso. El Presidente debería explicar cómo salió adelante tan disparatada y corporativa Sentencia, en cualquier caso.

El extraño caso del ex ministro López Aguilar y la “violencia de género”.

Entre las muchas noticias relativas a procesamientos de políticos o antiguos altos cargos, una de ellas, la del ex ministro López Aguilar, imputado por presuntos malos tratos a su ex mujer, destaca por una singular razón. Se da la paradoja de que se le podrían aplicar las previsiones de una ley de la que fue principal impulsor: la Ley Orgánica 1/2004 de 28 de diciembre de Protección Integral contra la Violencia de Género.

Su regulación fue en gran parte inspirada por la llamada “ideología de género”, que enmarca estos casos como manifiestaciones puntuales de una mítica “lucha de sexos” o de liberación del femenino respecto de la opresión masculina. Cuando una mujer es víctima de malos tratos por su marido o compañero, lo esencial para esa concepción no es tanto el abuso amparado en la superioridad física del agresor, en la sensación de impunidad que da la intimidad del hogar personal y, en demasiadas ocasiones, en un condenable sentido machista de superioridad que legitimaría al agresor frente a sí mismo. Sino que el agresor estaría siéndolo como hombre, y en contra de una víctima que lo sería esencialmente como mujer.

Las consecuencias de esta particular visión son, como poco, preocupantes. Una aureola de sospecha se extiende sobre los hombres, como partícipes del “género culpable”. Lo mismo que antiguas leyes la extendían en tiempos, por ejemplo, sobre los gitanos o sobre los conversos. La presunción de inocencia se difumina. Y el principio de igualdad ante la Ley, herencia venerable de las revoluciones que acabaron con el Antiguo Régimen, y principio esencial de nuestra Constitución, es arrumbado como trasto viejo e inservible. Las penas son agravadas por el hecho culpabilizador de que el agresor sea varón, aunque este “pecado original” ni siquiera dependa de su voluntad. Un tufo de arcaísmo se desprende así inevitablemente de este planteamiento, aunque se quiera disfrazar de progresista.

Las consecuencias son injustas y discriminatorias. Si en el seno de una pareja heterosexual el hombre comete violencia contra la mujer, surgen en favor de ésta toda una serie de derechos y salvaguardas, y en contra de aquél un severo agravamiento de las condenas penales previstas. Pero si tal violencia y abusos se producen en el seno de una pareja homosexual, ni lo uno ni lo otro. Esta víctima homosexual es para nuestro legislador una víctima de segunda.

Esa discriminación no sólo es injusta sino que es, también, innecesaria. Las medidas de protección deberían desplegarse en cualquier situación en la que una persona abusara sobre otra, la violentara y la aterrorizara con intención de dominarla con grave menoscabo de su dignidad humana. El que estadísticamente en esta situación incurran en más casos hombres actuando contra mujeres no es razón para excluir de la protección a los supuestos que no encajen en esa regla general. El dolor, el terror y la degradación de la persona se dan igual, y la misma debería ser la reacción de nuestro ordenamiento ante estas conductas aberrantes.

No puede dejar de sorprender que una Ley tan claramente contraria al principio de igualdad se aprobara en su día en las Cortes por cuasi-unanimidad. Lo que dice mucho de la calidad de nuestros representantes legislativos. O, más precisamente, del funcionamiento cuartelario de los grupos parlamentarios, es decir, de unos partidos políticos demasiadas veces alérgicos a la reflexión. El terror a la apariencia, a ser (injustamente) señalado como cómplice del terror machista, de ser visto como políticamente incorrecto, pesó entonces mucho más que cualquier consideración de justicia sustantiva.

Se han criticado también las medidas radicales previstas contra el agresor en la Ley. Pero esta crítica es probablemente injusta. La persecución de los malos tratos en muchas ocasiones no cuenta con la suficiente colaboración de las víctimas, a veces por razones socio-culturales y, en otras muchas, por estar aquéllas confusas o anuladas por el terror. Se han dado demasiados casos de mujeres que retiraron denuncias por malos tratos para acabar siendo asesinadas. Para compensar esta circunstancia la Ley prevé una especial proactividad de las autoridades y el despliegue de medidas drásticas con tal urgencia que no pueda comprobarse antes su proporcionalidad de forma exhaustiva.

Estas previsiones tienen, no obstante, un envés: el peligro de que mujeres no agredidas simulen haberlo sido con fines de venganza personal o, simplemente, para mejorar su capacidad negociadora respecto a sus cónyuges o convivientes en sus rupturas. Éstos pueden encontrarse de pronto con una sorpresiva detención, una noche en el calabozo, y con que caen sobre él medidas de alejamiento, restricciones de visita a sus hijos, y otras, que quebrarán por completo su vida y muy a menudo su salud psíquica y su patrimonio.

Las denuncias falsas suponen un abuso intolerable y un nuevo tipo de maltrato ejercido por esas falsas víctimas, en realidad victimarias. Sin embargo es conocido que demasiadas veces no se persiguen y tales conductas quedan impunes. E incluso que existen abogados que, amparados en esa impunidad de facto que también a ellos les ampara, recomiendan su interposición a sus clientes simplemente como mejor estrategia procesal. No sólo esos hombres inocentes, también las mujeres que son víctimas verdaderas salen perjudicadas por esa banalización irresponsable.

Tal vez la misma “corrección política”, el miedo de ciertas autoridades a aparecer como cómplices ante una opinión pública sensibilizada ante el fenómeno intolerable de la violencia machista, ha llevado a este cierto mirar hacia otro lado demasiadas veces cuando se dan estas abusivas denuncias falsas. Si la intimidad del hogar fue en su día una forma de encubrir la conducta aberrante del maltrato, el manto casi tan denso de esos nuevos prejuicios amparan hoy otras nuevas formas de injusticias y coacciones. Y ello ante el silencio casi universal de nuestra clase política.

Hacer un seguimiento a las leyes importantes, como se hace en otros países, para valorar su funcionamiento, mejorar su eficacia y corregir disfunciones, sería una práctica muy saludable de la que nuestros legisladores han abdicado. Se ha comprobado estadísticamente que la Ley no ha conseguido reducir sustancialmente la violencia doméstica. Pero eso no tiene que significar necesariamente un fracaso absoluto de la misma si ha habido para ello razones extrínsecas. El caso López Aguilar supone una oportunidad para el debate público de todas estas cuestiones. De plantear la desintoxicación ideológica de la norma, su perfeccionamiento y la exigencia de responsabilidades en caso de abusos, por puntuales que puedan éstos ser.

No somos, sin embargo, tan ingenuos como para pensar que el ex ministro va a sufrir los mismos rigores que un ciudadano de a pie. De hecho ya se ha hablado de tratos privilegiados o, al menos, de intentos de trafico de influencias por su entorno. No sabemos si hay alguna base para ello, ni si existe o no fundamento para esa imputación. Pero la ejemplaridad estaría especialmente justificada en este caso, dado el protagonismo del personaje en la génesis de esta Ley. No se entendería que los rigores, también en este ámbito, fueran solo para los ciudadanos que no son parte de la clase política. Pero esa ejemplaridad no es virtud a la que nuestros partitócratas nos tengan muy acostumbrados. Sería una pena que por esa vía, sea culpable o inocente López Aguilar, la clase política y nuestros legisladores desaprovecharan la ocasión para reflexionar sobre esta materia.

El coordinador de parentalidad: una figura a importar.

Hay que lamentar que las buenas ideas no se difundan con la misma rapidez, por ejemplo, que los móviles, los videojuegos o las series de televisión de éxito. Al menos en el ámbito jurídico, tan remiso demasiadas veces a la innovación. Ese lastre pesa sobre una variedad de instrumentos que permiten, en las sociedades más avanzadas, afrontar los conflictos o las situaciones conflictivas con mejores resultados que los logrados por la tradicional vía judicial, de pura autoridad, y cuyas limitaciones son manifiestas. Se trata de medios total o parcialmente autocompositivos, en los que un diálogo que favorezca la mutua comprensión y la colaboración tiene una importancia básica. Y que permiten satisfacer de mejor manera los intereses y necesidades de las partes implicadas.

En Norteamérica se detectó hace tiempo que las soluciones judiciales no lo eran en realidad en un cierto porcentaje, alrededor del 10%, de separaciones o divorcios con menores involucrados, que resultaban altamente conflictivos. Estas situaciones se caracterizan porque en ellas el conflicto se convierte en crónico, los padres se muestran incapaces de alcanzar acuerdos en relación con sus hijos, incluso en cuestiones nimias, y las demandas entre los ellos se vuelven cotidianas y recurrentes. A menudo se vuelven un medio más de agresión en su permanente batalla. Y las sentencias no resuelven las disputas e incluso las agravan, al ser recibidas por una parte como una humillación que incrementa la hostilidad y que acaba generando nuevas controversias en una interminable escalada.

Las consecuencias derivadas de estas relaciones familiares cuasi bélicas son devastadoras. Algunos estadísticas en aquel país calculaban hace años que esas pocas relaciones de alta conflictividad ocupaban un 90% del tiempo de los juzgados especializados de familia, con el colapso y el gasto público que ello significaba. Al que hay que añadir el de las propias familias, a menudo arruinadas por esa guerra sin cuartel. Pero las peores consecuencias son para los niños, obligados a crecer y educarse en medio de esa hostilidad y agresión continua entre sus progenitores, y que con frecuencia desarrollan graves secuelas de inadaptación.

La mediación tiene un gran potencial para prevenir este tipo de situaciones, desescalar el conflicto, llevar a los padres a un diálogo constructivo y transformar los divorcios contenciosos en acordados y colaborativos. Y también para ayudar a resolver estos conflictos posteriores de los ex cónyuges. Sin embargo no resulta suficiente en muchos de estos casos de alta conflictividad, por negarse los padres a intentar esta vía voluntariamente, o por faltar entre ellos la mínima voluntad de concordia. Para estas situaciones se fueron desarrollando en Estadios Unidos diversas experiencias que han consolidado allí la figura del llamado “coordinador de parentalidad”.

Esta figura supone un nuevo sistema alternativo de resolución un tanto híbrido, pues si por una parte el coordinador utiliza muchas de las técnicas de la mediación, también tiene, incluso por delegación del juez, ciertas facultades decisorias vinculantes.

Su implantación, donde se ha hecho, ha resultado muy beneficiosa al conseguir una brusca caída en la conflictividad de esas familias. Este éxito ha hecho que muy diversos países estén ya estudiando la figura para introducirla. Y debería ser seriamente considerada como alternativa en España, dado que también entre nosotros el problema existe. Muchos de nuestros lectores conocerán situaciones semejantes en las que nuestro sistema judicial sólo consigue ofrecer dolor, desesperanza y frustración.

El Coordinador es nombrado por resolución judicial, en la que se determina su misión y sus facultades, que pueden ser variadas. Pero se procura, cuando sea posible, y para darle mayor eficacia, que la persona que haya de desempeñar ese cargo sea elegida por los padres en conflicto, debidamente asesorados para ello.

Como figura híbrida, este coordinador suele desarrollar varias funciones, según los casos. Entre ellas podemos destacar:

-Ayudar a los padres a acordar un “plan de coordinación de parentalidad” y a desarrollarlo. En el mismo se procura que sean las propias partes las que atribuyan facultades decisorias al coordinador el los casos en los que no logren ponerse de acuerdo. O, en caso de que éste ya hubiera sido est ablecido (incluso por el juez), les ayuda a implementarlo y cumplirlo.

-Ayuda a resolver, con técnicas comunes con la mediación, las disputas que en el deselvolvimiento de ese plan van surgiendo entre ellos, para reducir así la conflictividad.

-Conciencia y forma a los padres para conseguir entre ellos, y también con respecto a sus hijos, una mejor comunicación, su corresponsabilización y relaciones más constructivas. Para ello puede contar también con la colaboración de otros profesionales.

-Colabora también, cuando es preciso, con los abogados de las partes en la búsqueda de las mejores soluciones legales.

-En caso de no ser posibles los acuerdos, puede decidir según las facultades que al efecto le hayan sido atribuidas por el plan de coordinación de la parentalidad, o en su caso por el juez.

-E informa del cumplimiento a los tribunales, a los que puede hacer diversas recomendaciones, incluso en materia de sanciones.

Para desempeñar su papel el coordinador ha de estar adecuadamente formado y dominar ciertas habilidades pedagógicas, de mediación, de comunicación, o incluso de terapias relacionales, entre otras. Para conseguir mejores resultados, a mi juicio, habrá de dar prioridad a las herramientas que fomenten la concordia entre las partes y su asunción de responsabilidad, como las de mediación, y a la persuasión. Sus facultades para imponer soluciones deben quedar como una reserva que se utilice lo menos posible. Éstas, al cabo, suponen una cierta delegación de la potestas del juez. Pero van a ser utilizadas de una forma más próxima e informal, y con un conocimiento de los problemas mucho más próximo que el que el puro proceso judicial permite.

Respecto a la posibilidad de implantar esta interesante figura en España, hemos tenido últimamente algunas buenas noticias. En esta noticia se nos informa de un proyecto piloto para su implantación en Cataluña. Y en este link comprobamos que la Audiencia provincial de Barcelona ya está respaldando el nombramiento de estos cargos.

Es de esperar que la figura se extienda lo antes posible al resto de España. Pero mientras tanto en estos casos ¿Tenemos que esperar necesariamente a que sea posible su nombramiento judicial? Así será en algunos casos. Pero en otros los progenitores, incapaces de solucionar por sí esta situación, podrían al tomar conciencia de ello al menos ser capaces de nombrar privadamente una persona en la que delegasen estas funciones. A este “coordinador privado” le faltarán las facultades de coacción que se reciben por la delegación de un tribunal. Pero aún con esta limitación, es mucho lo que se podría conseguir para ayudar a estas familias y a sus hijos menores. Y existen ya instituciones prestigiosas que podrían ofrecer estos servicios tan necesarios.

¡Ay, Derecho!: Vaya semanita…

Reconozco humildemente que, para aquellos que defienden enfáticamente que nuestro Estado de Derecho es casi normal y que por eso mismo este blog hace más daño que otra cosa, la semana ha sido reconfortante.

Comenzamos asistiendo al espectáculo “El mejor alcalde el juez”, clásico español donde los haya. La obra, protagonizada por Juan Alberto Belloch, cuenta el caso de un alcalde socialista y senador que, sin dejar de ser alcalde ni senador, toma posesión como juez de la Audiencia Provincial de Zaragoza, previa advertencia de que quizás renuncie tras las elecciones si el partido sigue necesitándole para un cargo significativo. (Pueden encontrar una breve sinopsis de la obra aquí). Pese a estar magníficamente interpretada, con absoluta fidelidad a los principios del verismo literario, tiene el lógico inconveniente de su excesiva previsibilidad: todo resulta tan conocido… uno puede imaginarse incluso la manera en que el protagonista decidirá los casos en el momento en que -actuando como juez en la misma ciudad en la que ha ejercido tantos años como alcalde- tenga que resolver los abundantes conflictos de intereses que se susciten entre antiguos clientes, amigos, enemigos, adversarios, financiadores, compañeros, etc. Aunque, sin duda, habría tenido menos adversarios y más compañeros si estos hubieran sabido que el alcalde iba a terminar resultando su juez natural (que es la moraleja de la obra y de ahí el título). Decididamente, le falta suspense.

A continuación el famoso blockbuster de la temporada: “La tapadera”, superproducción multimillonaria que narra las peripecias criminales del socio principal de uno de los bufetes más importantes del país (Emilio Cuatrecasas, interpretado por Emilio Cuatrecasas). Sinopsis aquí.  El ingenioso abogado, con inmejorables contactos con la gran empresa y con los políticos más influyentes, se dedica a urdir un entramado de negocios simulados con la finalidad de defraudar a Hacienda, delito por el que termina siendo condenado a dos años de cárcel. Ideado como un thriller, el filme termina convirtiéndose, quizás al margen de la intención de sus autores, en una agria denuncia del papel que han desempeñado y siguen desempeñando los grandes bufetes en nuestro país. Sabíamos que “la lucha por el Derecho” no se encuentra entre sus objetivos prioritarios, pero que algunos de sus miembros más destacados hayan entendido su responsabilidad de líderes sociales y de juristas de referencia  de esta manera, no deja de sorprender.  Muy recomendable.

Seguimos con el último drama del ciclo operístico, “El oro del Rato”, que como todos los aficionados conocen perfectamente, es un ciclo de cuatro óperas épicas de longitud interminable. Narra las luchas entre héroes y dioses (políticos y empresarios del IBEX) por el anillo mágico (sublimado en la posesión del BOE) que otorga la dominación sobre el mundo (más humildemente, España).  En esta concreta ópera, Rato (semidios convertido en enano a través de un largo proceso que cuentan los dramas anteriores) y que parece que ha blanqueado el oro en un pasado bastante pretérito, se ve sorprendido por Mariano Wotan (líder de los dioses) que le envía la cabalgata de las walkirias (bajo la forma de fiscales ordinarios y anticorrupción). En el momento álgido de la obra, estas le persiguen mientras cantan insistentemente: “siempre lo mismo, siempre lo mismo…”.  El montaje tiene sus aciertos, indudablemente, pero como todas las producciones modernas suscita la sospecha de haberlo visto ya antes. Quizás demasiado pronto para juzgar. Habrá que dejar que la compañía se ruede un poco.

Y terminamos con el capítulo inicial de la primera temporada de una de las series que más prometen para el futuro: “House of chaps”.  La serie cuenta la historia de un magistrado del Tribunal Supremo, con influencias políticas al más alto nivel, que, sorprendentemente, se ve relacionado con lo más turbio de la comunidad política y empresarial del país: ya sean los Albertos o Urdangarín. Todavía es pronto para saber si se trata de curiosas coincidencias o alguien va a morir en el metro. Atentos.

 

Plazos máximos para la instrucción penal. ¿Agilización procesal o aborto investigativo?

Echinus partus differt. Erasmo de Rotterdam (Adagia, 2, 4, 82)

(Tomado del libro “El Derecho en las paremias grecolatinas y españolas”, de Rafael Martínez Segura)

 

Quizás sea la lentitud la acusación más grave que recae sobre la Justicia española. La opinión pública no ve mayoritariamente a sus jueces como corruptos o venales, pero sí les reprocha su incapacidad para poner término a las causas penales (sobre durante la fase de instrucción) en un plazo razonable. El Gobierno, tomando buena nota de estas críticas, ha emprendido una reforma legislativa que, si se lleva a buen fin, supondrá un drástico cambio de nuestra praxis forense.

El Consejo de Ministros aprobó el 13 de marzo de 2015 el proyecto de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para “la agilización de la justicia penal y el fortalecimiento de las garantías procesales”. En espera de un código de nueva planta, el prelegislador remodela algunas instituciones esenciales de nuestra arquitectura criminal. Una de ellas, el artículo 324 de la norma rituaria.

Desconocemos cuál será la redacción última del texto legal, pues hasta la promulgación todavía falta un trecho. Pero, por ahora, el proyecto ha recogido buena parte de las sugerencias plasmadas en el informe que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) aprobó el doce de enero de este año. Sin embargo, y en lo atinente al artículo citado, ha hecho caso omiso al dictamen que el Consejo General de la Abogacía Española (CGAE) público el trece de ese mismo mes.

En las siguientes líneas se estudiará el espíritu de la norma, sin entrar en detalles legales. Con todo, recordemos que el nuevo artículo establece, como regla general, un tope máximo de seis meses para la conclusión de las denominadas “instrucciones “sencillas”; para las “complejas”, en cambio, lo extiende hasta los dieciocho, ampliables en dos prórrogas sucesivas de igual duración máxima. Son estas últimas las causas de mayor dificultad investigativa, tales como las relativas al crimen organizado, pluralidad de reos o terrorismo, entre otras previsiones. Tras el informe del CGPJ, los presupuestos de las prórrogas y la misma conceptuación de la “complejidad” han sido muy flexibilizados. En la mayoría de los casos suponen una neta mejora técnica. Pero, como se decía, el interés no está en los aspectos concretos de la normativa, sino en su sentido y finalidad últimos. A este respecto, reproduzcamos un párrafo del citado estudio de CGAE:

“La modificación prevista del artículo 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal establece unos plazos preclusivos para la práctica de las diligencias de instrucción. Tratándose de actuaciones que en muchos casos dependen de la mayor o menor disposición de diligencias de terceros, o en los casos de especial complejidad en los que por organizaciones criminales que disponen de recursos suficientes se implementan las barreras o artificios que dificultan sobremanera la investigación, el resultado de la aplicación del artículo será la impunidad y supondrá por tanto la convalidación del crimen organizado (…)”.

Llegados a este punto, preguntémonos, ¿cuál es la razón de la lentitud de nuestra justicia?

La Exposición de Motivos no responde a tal interrogante. Aun así, la doctrina baraja como razones, entre otras, la falta de medios materiales; o bien la deficiente estructura de los procedimientos. Empero, hay otra inquietud que no suele mencionarse en voz alta, pero que integra el argumentario de determinados sectores políticos e incluso académicos, a saber: la mentalidad de nuestros jueces que, lastrados por una inercia inquisitorial, se empecinarían en investigaciones exhaustivas, olvidando que la litis ha de ser resuelta en juicio oral.

Y, en efecto, leyendo entre líneas, parecen detectarse algunas huellas de este temor en el proyecto. Así, las prórrogas se acuerdan a instancias del Ministerio Público, no ex officio por el juez. Ni siquiera (desoyendo en este punto las sugerencias del CGPJ) se les otorga a las demás partes el derecho a solicitarla de su señoría. Además, se cuida el texto de advertir que la expiración del plazo máximo no supone el inmediato archivo de la causa. ¿Cuáles serían, pues, las consecuencias de la violación de dicho término? En ausencia de previsión legal, es de prever que el ejercicio de acciones disciplinarias contra el magistrado investigador aparezca como una opción más que plausible. Máxime cuando la disposición transitoria dota de carácter retroactivo al establecimiento de este límite temporal. Si la norma entra en vigor, un terremoto sacudirá nuestros tribunales, ya que habrá que apresurarse a dar salida a la acumulación de expedientes ahora en trámite según reglas que no estaban en vigor cuando se incoaron.

Tal vez haya que mudar el paradigma y, de una vez por todas, hacerles ver a nuestros jueces instructores que el eje del proceso gira en torno al plenario, no al sumario. Pero, incluso asumiendo este punto de vista, como muy acertadamente observa nuestra curia letrada, hay investigaciones muy difíciles (delitos económicos, tráfico de drogas y, no menos, corrupción de la clase política). Nada asegura que vayan a estar listas para el final de la última prórroga. El sistema de plazos, por definición, es rígido, arduo de acomodar a la fluida inestabilidad de nuestras sociedades post-modernas. Nadie sabe antemano cuánto durará una instrucción. Cualquier límite temporal, a la postre, constituye poco más que un ingenuo acto de adivinación. Las indagaciones criminales no han de ser largas ni cortas, sino ajustadas al caso concreto. Mas no se confía en la racionalidad de nuestros magistrados para marcar el ritmo procesal con justeza. Ergo, se les impone una línea roja con inquebrantable prohibición de traspasarla.

La clave no radica los plazos, sino en la transparencia procesal. El artículo 324 de nuestra sabia ley decimonónica acotaba el sumario en un mes. El prelegislador considera semejante lapso temporal “exigió e inoperante”. Pero su concreta duración es lo de menos. Lo importante eran los mecanismos de control. Hemos olvidado que se imponía al órgano jurisdiccional la obligación de remitir un informe semanal a la Audiencia Provincial para dar cuenta del curso de las actuaciones; y que los señores fiscales tenían (y tienen) encomendada la misión de velar por la correcta tramitación de la causa, por lo que los magistrados debían transmitirles cuantas noticias les pidieren “sobre el estado y el adelanto de los sumarios”. Lástima que tan sensatas cautelas se convirtieran en papel mojado.

Pese a las apariencias, la solución a este problema es “sencilla”, nada “compleja”. Se halla en el texto original del artículo 324 de la ley de Alonso Martínez, cuando atribuía a los Presidentes de las Audiencias Provinciales la facultad de acordar “lo que consideren oportuno para la más pronta terminación del sumario” (sic). Bastaría con retocar este precepto y dotar dichos órganos colegiados de atribuciones suficientes para imponer a cualquier juez instructor la conclusión de sus investigaciones (insístase, “imponer” no “recomendar”, “exhortar” o cualquier otro verbo de blanda semántica coercitiva) y de este modo obligar a los magistrados ineficientes a zanjar sus interminables pesquisas. Es más, profundizando en esta línea, habría que pensar en la instauración una cámara judicial para la vigilancia de la instrucción, al estilo francés, distinta del tribunal de apelación.

Pero no van por ahí los tiros. Se tienen a desjudicializar la investigación criminal y a hacerla gravitar en la órbita del Ministerio Público. Eso sí, pasando por alto que tan responsables de los retrasos son los señores fiscales como los magistrados, pues sobre aquellos pesa un deber de supervisión susceptible de generar acciones disciplinarias contra los titulares de los órganos jurisdiccionales. Casi un siglo y medio llevamos esperando que, entre unos y otros, se decidan a aplicar las normas actualmente vigentes.

La idea de la lentitud de la Justicia es un tópico. No es crítica de ahora, sino que se remonta a la Antigüedad, cuando se la comparaba con un erizo en cinta que, por miedo a los dolores del parto, pospone soltar a su cría, pese a que ésta le va perforando con sus crecientes púas las entrañas. Peor el remedio que la enfermedad del cobarde animalillo. Dejemos a un lado los lugares comunes pues, tal como informaba el diario Expansión en un artículo fechado el siete de noviembre de 2014, España cuenta con una de las administraciones de Justicia más baratas y rápidas de Europa, midiéndose con la de los países nórdicos. Obviamente, no hay motivos para la autocomplacencia, ya que la demora es a menudo escandalosa. Pero eso es una cosa, y otra muy distinta, que se aprovechen los males estructurales para de rondón colar agendas ocultas, politizado abortivo de nuestra justicia penal.

Lo más grave no es la mayor o menor celeridad de los pleitos, son la lesión que implican para los derechos de los justiciables los intolerables retrasos con su efecto estigmatizador. Al fin y al cabo, una violación de los derechos constitucionales, o más llanamente, de los “derechos humanos”. Don Alfonso, el Rey sabio, ya era consciente de esta amenaza contra los naturales derechos del reo. Y para conjurarla se atrevió con un remedio radical, que acaso ningún tribunal jamás tuvo agallas de aplicar:

Otrosí mandamos que ningún pleito criminal non puede durar más de dos años, si en este medio no pudiere saber la verdad, tenemos por bien que sea sacado de la cárcel en que esté preso y dado por quito” (7, 29,7).

O sea, un plazo de caducidad para la investigación judicial tras el cual, si no se ha sabido o querido llevar al sospechoso a juicio, concluya la causa con un sobreseimiento libre (dar por “quito”, como acquital, en inglés). Menuda paradoja, un monarca medieval más progresista que la actual cohorte de nuestros políticos-togados  que parecen más atentos a la conveniencia de sus padrinos que a la excelencia procesal. Y es que hay mucho político corrupto que salvar.

 

¡Qué gane el mejor! La disputada presidencia del TSJ de Murcia: Reproducción del post en Lawyerpress de Jesús Villegas

La “desviación de poder” es la antesala de la corrupción. Tal expresión jurídica se reserva para las conductas de los responsables públicos que, en vez de atender al bien común, sirven a intereses particulares o a otros motivos bastardos. Algo muy grave en un Estado de Derecho. Pues bien, las recientes noticias de prensa imputan al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), máximo órgano de gobierno de la magistratura española, haber incurrido en tan feo vicio. ¿Por qué?El 29 de enero de este año 2015 el Pleno del CGPJ eligió al futuro presidente del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de Murcia, un magistrado destinado en un juzgado de lo penal. Pero no era el único candidato. Entre otros, concurría a la convocatoria doña Pilar Alonso, la cual resultó preterida. Y eso que aventajaba al agraciado en más de una década de antigüedad y algo así como millar de peldaños en el escalafón. Es más, contaba con experiencia en órganos colegiados, a diferencia de su rival, requisito este exigido expresamente en la convocatoria. Aparentemente, un escándalo mayúsculo.Cuesta trabajo entender una decisión como ésta. Acaso los señores vocales obraron por caridad cristiana y optaron, siguiendo el mandato evangélico, por aupar a los últimos al puesto de los primeros. O quizás, en efecto, incurrieron en la intolerable “desviación del poder”. Me resisto a crerlo. Las cosas no son tan sencillas. Analicemos con un poco más de calma el asunto.El acuerdo del Consejo fundamentaba su designación en el programa del candidato. Esto es, les convencieron más sus propuestas. Y, obviamente, poco importa la antigüedad si el paso de los años no se traduce en un proyecto atractivo de gobierno. Algo debió de haber, por tanto, en sus promesas electorales que los convenció. Acaso fue esta frase, tarjeta de visita del aspirante:

“Necesaria alineación de los órganos de la base del gobierno judicial con las directrices políticas emanadas de la cúspide”.

Roma locuta, causa finita. He aquí la clave del enigma. El cargo fue a parar a quien, de antemano, dejó bien claro que había interiorizado el funcionamiento de la cadena de mano. La “verticalidad del comando” como dicen por otros lares. Ante semejantes encantos, es de entender que los demás exigencias pasaran a un segundo plano…o a un tercero, o a un cuarto, o al que sea. El caso es comulgar con la doctrina del palo y de la zanahoria. El que manda manda. Y punto. Pero, ¿tenemos realmente derecho a indignarnos?

El CGPJ es un órgano político. Al menos eso proclaman los turiferarios de la doctrina dominante. Ergo, es de esperar que sus nombramientos obedezcan a criterios ideológicos. De ahí que en nada sería reprobable que, entre los méritos de los peticionarios, se barajase su orientación ideológica. No sólo eso, según la doctrina dominante, la alternativa abocaría a consecuencias indeseadas. Así, si la cobertura de plazas estuviera determinada estrictamente por baremos objetivos, se abriría la puerta a discriminaciones, por ejemplo, por razón de sexo. A menudo, por mera justicia distributiva, debe escogerse a una mujer, aunque no esté tan bien situada como sus contrincantes. Consecuentemente, una sana dosis de discrecionalidad funcionaría como eficaz antídoto contra el automatismo de una fría meritocracia.

Claro está que, en el caso que nos ocupa, la persona preterida resultó ser mujer. Detalle sin importancia. Y es que los criterios de género no son vinculantes, sino solamente un recordatorio que, en cada supuesto en particular, ponderarán sabiamente los señores vocales. Ese sería el auténtico sentido del “merito y capacidad”. Frente a la tiranía de la objetividad, la flexibilidad de la discrecionalidad. ¿De verdad nos lo creemos?

Hubo un tiempo en que el Consejo todavía conservaba una pátina, sino de prestigio, al menos de autoridad. Pero en la actualidad, su voz cada vez cuenta menos. Simplemente impone sus dictados en virtud de la fuerza que le han conferido la clase política. “Palo”, puro y duro. Surge una creciente contestación en el seno de la carrera judicial ante un órgano cuyas actuaciones se perciben como chocantes, cuando no estrictamente arbitrarias. Y no quedan las cosas dentro de los muros de la judicatura. Allende sus fronteras la prensa se atreve con acusaciones muy graves, como la severísima “desviación de poder”. Mientras tanto, la ciudadanía se distancia de esos políticos-togados que deben su cargo a los pactos entre los grupos parlamentarios. El sistema no aguanta, muestra ya signos de colapso institucional.

Mas no seamos pesimistas. Las cosas están cambiando. Por ejemplo, la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial ha creado un Observatorio para analizar los nombramientos discrecionales del CGPJ. Sus dictámenes, rigurosos y desapasionados, están calando en la opinión pública. Seguro que los señores vocales recogerán el guante y, se atendrán sin excepciones a criterios estrictamente jurídicos. Nada de preferencias ideológicas. Fin al intercambio de cromos. Confiamos en que, si se les ofrecen suficientes argumentos legales, modifiquen su criterio y revoquen tan polémico acuerdo para escoger al mejor, independientemente de que sea varón o mujer, progresista o conservador, galgo o podenco. Al fin y al cabo, la mayoría son jueces, por lo que, a buen seguro, no habrán olvidado su juramento. Así lo creemos. O al menos, lo queremos creer.

Comentario a la sentencia 648/2015 de la Sala de lo Militar del TS (o el “lenguaje cercano” del Ejército español)

La historia militar nos demuestra que los ejércitos más efectivos en el campo de batalla son aquellos que logran una mayor complicidad entre mandos y tropa. En este aspecto el ejército israelí es paradigmático. Según Raful Eitan, que participó en la guerra de la independencia y terminó como General en Jefe del Estado Mayor (A Soldier’s Story: The Life and Times of an Israeli War Hero) las relaciones entre oficiales y soldados en el ejército israelí han sido siempre especialmente estrechas. Señalaba que la mayor parte de los ejércitos modernos no fomentan esas relaciones de confianza mutua y respeto, lo que en su opinión constituía un grave error, al menos para los ejércitos que aspiran a ser operativos en el campo de batalla. El oficial debe escuchar a sus subordinados, comprenderles, asistirles y saber jugar el papel de educador y motivador. El resultado es una relación de camaradería informal que choca a cualquiera que proceda de otra tradición.

No es ni el primer ni el único caso. Por citar otro localizado en las antípodas (y creo que más en las antípodas no puede estar): el ejército nazi. William Shirer (¿ha existido alguna vez un cronista mejor?), en la entrada del 27 de junio de 1940 de su legendario Berlin Diary, destacaba que uno de los factores decisivos que explicaban el fulgurante triunfo alemán en el Oeste era el espíritu de camaradería entre soldados y oficiales y, especialmente, la sorprendente relación de igualdad y respeto entre unos y otros, única en los ejércitos de la época. Con sus propias palabras:

“There is a sort of equalitarianism. I felt it from the first day I came in contact with the army at the front. The German officer no longer represents — or at least is conscious of representing — a class or caste. And the men in the ranks feel this. They feel like members of one great family. Even the salute has a new meaning. German privates salute each other, thus making the gesture more of a comradely greeting than the mere recognition of superior rank. In cafes, restaurants, dining-cars, officers and men off duty sit at the same table and converse as men to men. (…) The respect of these ordinary soldiers for their colonel would be hard to exaggerate. Yet it was not for his rank, but for the man. Hitler himself has drawn up detailed instructions for German officers about taking an interest in the personal problems of their men.”

Hemos visto la opinión de Raful Eitan y de William Shirer sobre una de las razones principales que convirtieron esos ejércitos en leyenda (en cuanto a su eficacia militar, al menos, que es para lo que los países suelen tener ejércitos). Comprobemos ahora la opinión del Capitán Erasmo (o quizás mejor -sin exagerar prácticamente nada- la opinión de la Justicia Militar española).

El capitán Erasmo, según nos dice la sentencia del Tribunal Militar Territorial Quinto, “en la creencia de que al hacerlo así era más fácil la compresión de sus instrucciones, al utilizar un lenguaje más cercano a sus subordinados”, solía dirigirse a ellos, “con una finalidad pedagógica” y “sin distinción de empleo ni de sexo”, con expresiones del tipo: “deja de hacerte pajas”, “no te hagas pajas mentales”, “no tienes ni puta idea”, “inútil”, “espabila”, “ponte las pilas”, “solo sabes que la pieza está pintada de verde”, “no quiero gordos ni gordas en mi Batería”, “menos abrir la nevera”, “estás gordo”, “vergüenza os debería dar poner la mano al final de mes para cobrar”, “¿os gusta ir al cajero y tener dinerito por la cara?”

En el caso concretamente estudiado en la sentencia, originado en base a una denuncia de una sargento de su unidad, ante una pregunta formulada por esta, contesta: “deja de hacerte pajas; no, mejor, como tú eres mujer deja de hacerte dedillos y piensa”; en otro contexto: “inútil, no tienes ni puta idea, ponte las pilas, ¿para qué coño te quiero, si no sabes ni siquiera alinear una formación?”; tras sufrir la sargento un accidente con un camión en el resultó lesionada: “eres una inútil, no te da vergüenza lo que estás haciendo, eres peor que un soldado renegado de Infantería, no me importa que estés grabando”, “¡lo que faltaba, la Batería tiene una sargento que se cae de los camiones y que encima le dan ataques de ansiedad!”; al poco tiempo “volvió a preguntarle de nuevo si estaba rebajada, cuestionando ante el personal que estuviera lesionada, diciéndole que se dejase de inventar cosas y de traer papelillos del acupuntor”, y otra serie de lindezas semejantes que omito, durante un periodo prolongado de tiempo.

En cualquier caso, el Tribunal Militar absuelve al capitán Erasmo, con todos los pronunciamientos favorables, del delito de abuso de autoridad del art. 106 del Código Penal Militar, cuyo tenor es el siguiente:

“El superior que tratare a un inferior de manera degradante o inhumana será castigado con la pena de tres meses y un día a cinco años de prisión.”

Parece deducirse de la sentencia de instancia que la absolución se fundamenta en que la conducta enjuiciada no reviste el mínimo de gravedad necesario, pues el trato del capitán a sus subordinados es indiscriminado, “sin distinción de empleo ni de sexo”, lo que en definitiva prueba no tanto una voluntad de humillar a la sargento, sino su “creencia de que al hacerlo así era más fácil la compresión de sus instrucciones, al utilizar un lenguaje más cercano a sus subordinados”. En definitiva, que el que humilla a todos, no humilla realmente a ninguno.

La Sala de lo Militar del TS confirma la sentencia (aquí) después de dedicar tres cuartas partes de su contenido a explicar lo difícil que es, conforme a la jurisprudencia de TEDH, casar una sentencia absolutoria y condenar a continuación (pues exige revisar exhaustivamente las pruebas con audiencia al procesado y respeto de los principios de inmediación y contradicción). Dado que el Tribunal de instancia ha hecho una valoración en base a una extensa prueba testifical, no procede revisarla de nuevo, pese a reconocer que la citada doctrina jurisprudencial no es de aplicación a los casos en que, manteniéndose los hechos probados, se discute únicamente su subsunción en la norma a través de un debate meramente jurídico.

Precisamente sobre este último punto empieza el único voto particular discordante a triturar la opinión de la mayoría. Si hay un caso en que es posible condenar sin repetir las pruebas es precisamente este, en el que los hechos están suficientemente probados y se discute únicamente su subsunción en el tipo. Apunta seguidamente que la intención con la que se realiza el trato degradante es completamente irrelevante, como ha señalado el propio TEDH, por lo que no es necesario sobre este punto ninguna nueva valoración de prueba. En cuanto al argumento de que el capitán trataba a todo el mundo igual (de mal), es obvio que esa circunstancia no puede constituir una eximente. Lo que esa generalidad excluye es la discriminación por sexo, no el trato degradante. Termina señalando que si un comportamiento semejante no se puede admitir en el ámbito civil, menos aun en el militar, donde los principios de jerarquía y disciplina no exigen nada parecido.

Es terrible darse cuenta de que hasta Hitler (véase la cita de Shirer) hubiera estado de acuerdo en este punto (aunque fuese por motivos exclusivamente operativos). No, sin embargo, un Tribunal Militar de un país democrático.

Pero con independencia de este voto particular, hay un punto de la sentencia del TS que merece reflexión: si es tan difícil casar una sentencia absolutoria, resulta absolutamente prioritario reflexionar sobre el funcionamiento y composición de nuestros Tribunales Militares. Si los que juzgan ostentan una mayor proximidad con los mandos que con los suboficiales y soldados (por diferentes motivos) tenemos un problema muy serio a la hora de condenar los abusos de todo tipo cometidos por los primeros. ¿Qué opinaríamos si los conflictos entre las sociedades cotizadas y sus accionistas los juzgasen una clase de jueces insaculados entre los consejeros de las sociedades cotizadas? Pueden ser muy honestos, ¿pero no apreciaríamos cierto sesgo un tanto peligroso? (Véanse, en cuanto a la composición de estos tribunales, los arts. 46 y ss de la Ley Orgánica 4/1987 de competencia y organización de la jurisdicción militar).

Mientras tanto el capitán Erasmo regresa a su Batería. Aunque el TS de una manera un tanto huera termina afirmando que la absolución no excluye que su conducta pueda ser “objeto de valoración en la vía disciplinaria propia de las Fuerzas Armadas, por si hubiera lugar a extraer consecuencias sancionadoras de estos hechos”, sus subordinados ya saben a qué atenerse. Cabe imaginar la relación de camaradería, confianza y respeto mutuo que reinará en esa unidad. Ahora solo hay que esperar a la prueba del fuego real. Quizás Eitan y Shirer estén equivocados.

Jueces y corruptos

(Reproducimos a continuación el artículo publicado el viernes pasado por nuestro colaborador Jorge Trías en El País)

 

Si alguien no sólo tiene que ser honrado sino parecerlo más que nadie son los jueces. El espectáculo que están dando una buena porción de jueces madrileños, con el presidente del Tribunal Superior de Justicia de Madrid Francisco José Vieira al frente, al descubrirse que la empresa que debe modernizarles les paga dietas por asesorarles por cuenta de la Comunidad, es penoso. Lo más probable es que el llamado “promotor de acción disciplinaria” nombrado por el Consejo General del Poder Judicial para esclarecer los hechos concluya con un si es no es si, sino todo lo contrario. Es decir: nada. Corporativismo puro y duro.

Vieira, junto al singular Emilio Fernández Castro, se enfrentó al magistrado Suárez Robledano cuando se trataba de dilucidar si se anulaban o no del sumario de la Gürtel las escuchas ordenadas por Baltasar Garzón que, como se sabe, fue el juez que inició la instrucción del más escandaloso caso de corrupción política que ha habido en España, sin que los verdaderos responsables hayan dado explicación alguna. Suárez Robledano, un magistrado conservador, mantuvo la dignidad del poder judicial. Gracias a esa anulación que propiciaron esos otros dos magistrados del TSJM, el Tribunal Supremo terminó condenando a Garzón por un delito de prevaricación y le expulsaron de la carrera judicial. En cambio no se siguió actuación alguna contra Antonio Pedreira ni contra Suárez Robledano, el primero porque les dio pena debido a su enfermedad y el segundo porque les traía sin cuidado.

Así se escribe la justicia en España cuando la política, en sus estratos más altos, se interfiere en su camino. Si el lector coge el libro de Ernesto Ekaizer, “El caso Bárcenas”, en su página 119 se dice lo siguiente: “El 23 de marzo de 2010, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid anuncia que ha decidido anular por dos votos contra uno todas las grabaciones, excepto una, realizadas en la cárcel de Soto del Real por orden del juez Garzón y prorrogada por el juez Pedreira. Dos votos, el de Vieira y de Fernández Castro, contra uno, de Suárez Robledano, que presenta un voto particular en el que justifica la grabación de las conversaciones. Aunque los jueces no entran en la existencia del delito de prevaricación, Trillo está eufórico. Dice que es una prueba de lo que él sostiene”. ¿Y qué es lo que Trillo sostenía entonces? También lo cuenta Ekaizer un poco más adelante: “Yo creo –dice Trillo- que aquí el papel fundamental es el de la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. Lo tenemos bajo control. Tengo una relación personal con Vieira. El problema es la instrucción del juez Pedreira”. Efectivamente, el problema era el de unos jueces, Garzón o Pedreira, que se atrevieron a investigar las finanzas de un partido. En la cárcel acabó “el sargento Vázquez”.  Los oficiales y generales estaban a resguardo. Cuando los jueces se dejan tentar por prácticas corruptas o por corruptelas se pierde la confianza en ellos.

Reproducción del post de Elisa de la Nuez en Voz Populi: La transparencia de las instituciones: el caso del Consejo General del Poder Judicial

La transparencia es el nuevo paradigma, eso está claro. Y hay una cierta competencia para ser más transparente, aunque quizá sea mejor decir para parecer más transparente, que no es exactamente lo mismo. En todo caso, lo primero que hay que decir es que el flamante portal de transparencia estatal previsto en la Ley de Transparencia y buen Gobierno http://transparencia.gob.es/ deja bastante que desear, no tanto desde el punto de vista del contenido (está más o menos lo que la ley exige con carácter obligatorio) sino sobre todo desde el punto de vista de la usabilidad. Es muy complicado que alguien que no conozca bien el funcionamiento de las Administraciones Públicas se maneje bien con la información que allí se ofrece. En definitiva, es un portal que parece concebido por funcionarios y para funcionarios, y otra oportunidad perdida para facilitar de verdad el acceso a la información pública a los ciudadanos.

Pero en esta carrera nadie impide que otras instituciones especialmente las más afectadas por la desconfianza y la desafección ciudadana –que a estas alturas son prácticamente todas- hagan un esfuerzo para intentar mejorar el aprobado raspado del portal de transparencia estatal e intentar recuperar una parte de la legitimidad que se han ido dejando por el camino en estos últimos años. Es el caso de un órgano constitucional como el Consejo General del Poder Judicial, el órgano de gobierno de los jueces, que tiene probablemente el mejor portal de transparencia institucional que hay ahora mismo en España.     http://www.poderjudicial.es/cgpj/es/Temas/Transparencia  Está muy bien diseñado no solo por la información que proporciona sino por como la proporciona. Pueden encontrarse desde los gastos de viajes (la sombra del caso Divar es alargada) hasta la agenda del Presidente pasando por las remuneraciones de los Vocales, las contrataciones que hace y las subvenciones que otorga. Por encontrar, se puede encontrar hasta un informe de fiscalización del Tribunal de Cuentas del ejercicio 2010 realizado en julio del 2014; ya saben que el Tribunal de Cuentas muy rápido no es.

Pero la pregunta es ¿será suficiente tanta transparencia para recuperar la credibilidad del órgano de gobierno de los jueces? Porque ya saben que a estas alturas el Consejo General del Poder Judicial es sinónimo de de reparto de cromos partitocrático: unos cuantos vocales conservadores para ti, otros progresistas para mí, alguno para los nacionalistas y el Presidente para el partido que tenga la mayoría en el Parlamento. 

Quizás no esté de más recordar que, según el art. 122 de la la Constitución, la función esencial de este órgano es la de garantizar a los Jueces y Magistrados el ejercicio independiente de sus funciones. Pero creo que no es exagerado decir que en este momento y gracias a su ocupación por los partidos políticos el Consejo puede ser considerado como uno de los principales enemigos de la independencia judicial, por lo menos cuando puede afectar negativamente a los partidos políticos que son los auténticos “jefes”. Episodios como el de la decisión de no prorrogar la comisión de servicios del Juez Ruz, instructor del caso Gürtel sacando a concurso su plaza para ver si conseguían un juez más “cómodo” para el PP en pleno año electoral dejan bastante claro cual es la preocupación principal del Consejo General del Poder Judicial.

Y es que lo que nos enseña tanta transparencia o política de puertas abiertas es que algunas de las habitaciones de la casa, particularmente las traseras, están bastante sucias, aunque quizás sus ocupantes todavía no se hayan dado cuenta. La sensibilidad social ha cambiado mucho  y lo que antes pasaba desapercibido, o incluso se toleraba ahora resulta sencillamente insoportable.

En este sentido resulta muy ilustrativa la lectura del informe de fiscalización del Tribunal de Cuentas al que hemos hecho referencia.  Por decirlo suavemente, lo que pone de manifiesto es el poco control, tanto en materia de dietas, viajes, contrataciones públicas, contratación de personal o en otras cuestiones como las subvenciones a las Asociaciones Judiciales. Me interesa destacar que estas asociaciones llegaron a tener superávit gracias a la generosidad del Consejo, es decir, al dinero de los contribuyentes españoles. En el ejercicio auditado recibieron más dinero del que necesitaban para sus gastos corrientes, lo que está expresamente prohibido por la Ley de Subvenciones. Salta a la vista el mecanismo clientelar que une a las asociaciones judiciales con el Consejo y por tanto con los partidos políticos. No hace falta justificar nada, se pide el dinero y se consigue en base al número de afiliados de cada Asociación y a correr.

Por supuesto la cosa no acaba aquí. Conviene también destacar que el hecho de pertenecer a una Asociación judicial –“conservadora” “progresista” o “de centro”- parece ser un mérito importante a la hora de obtener un puesto de libre designación en la carrera judicial, como se desprende de los informes sobre nombramientos judiciales de carácter discrecional que elabora la Plataforma Cívica por la Independencia del Poder Judicial http://pcij.es/tercer-informe-del-observatorio-sobre-nombramientos-judiciales/  de manera que el número de jueces asociados que son promovidos a este tipo de puestos es proporcionalmente  mucho mayor que el de los no asociados.

Por supuesto en el portal de transparencia del CGPJ hay una completa información de los procedimientos seguidos para el nombramiento de los puestos de libre designación de la carrera judicial. Otra cosa es que el resultado sea conforme a los principios de mérito y capacidad, únicos a los que –según las normas vigentes- hay que atender dado que, por ahora, la normativa no contempla como” mérito” la pertenencia a una Asociación judicial “progresista” o “conservadora”. Claro que no faltarán las voces que defiendan que esto es  de lo más democrático” por aquello de que hay que manchar las togas con el polvo del camino, ya saben. Afortunadamente en los países más avanzados prefieren llevar las togas bien limpias, porque la independencia del Poder Judicial es un elemento fundamental del Estado democrático de Derecho.

En fin, que a veces la transparencia sirve para poner de manifiesto lo sucia que está la casa por dentro. Que no es poco.

¿Se ha iniciado una nueva era, la de la transparencia y claridad en el uso del lenguaje jurídico?

En las últimas semanas he recibido varios correos electrónicos de algunas de las grandes empresas de internet, como google o Facebook. Me explican en esos correos que están modificando sus términos y condiciones generales y me informan sobre ello. Lo que me sorprende es la cercanía que rezuma el mensaje y la claridad de lo que me explican. Y me sorprendo porque por fin entiendo sin tener que leer dos veces algunos textos, la totalidad de estos contratos de adhesión.

También en estos días nos informaban (ver noticia) de la firma por los presidentes del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, y el director de la Real Academia Española (RAE), José Manuel Blecua de un convenio de colaboración que tiene como objetivo la elaboración de un  diccionario de términos jurídicos y la preparación de un libro de estilo de la Justicia. Según señala la nota de prensa se “pretende ayudar a la mejora de la calidad expositiva y literaria de las resoluciones judiciales, ya que, si bien en España y en otros países europeos existen iniciativas dirigidas a lograr que el lenguaje de las leyes sea claro, el de la jurisprudencia, que también es decisivo para la claridad e interpretación del Derecho, ha sido objeto tradicionalmente de menor atención. En este sentido, se considera que uno de los instrumentos que podrían ayudar al buen uso del español por los jueces y tribunales es un libro de estilo de la Justicia que contenga normas de escritura; formas de manejar los nombres, las abreviaciones y los signos; reglas gramaticales; errores frecuentes; utilización de términos de otros idiomas extranjeros, etc.”. No es éste el primer libro de estilo sobre la materia, ya con anterioridad algunos colegios de abogados y al menos una de las grandes firmas de abogados han editado obras de similar alcance y objetivos.

¿Qué está pasando?, ¿es posible que por fin se esté produciendo un cambio en el registro escogido por los letrados de estas empresas a la hora de comunicar a los clientes las condiciones de contratación?; ¿se han dado por fin cuenta quienes dirigen las instituciones de los colectivos clave del sector legal,  de la importancia de formar y dotar a los profesionales que representan de herramientas adecuadas relacionadas con el uso del lenguaje?; ¿habrá la crisis y la influencia que en ella han tenido determinadas prácticas basadas en el oscurantismo y en la ofuscación lingüística, servido de lección a nuestras empresas e instituciones o al menos a algunas de ellas, y se tendrá a partir de ahora el objetivo de que el cliente entienda lo que contrata y el ciudadano lo que se le comunica? Mi opinión es que es bastante posible que así sea y, a los hechos, antes descritos, me remito.

La claridad en la comunicación no sirve sólo para que nos entiendan, sino sobre todo para generar confianza y la confianza es una de las razones que soportan el desarrollo económico. Sin confianza, no hay negocios. Sin confianza, el sistema jurídico se resiente y deja de funcionar. Además la claridad en la comunicación sirve para evitar conflictos y si algo sobra en nuestra sociedad es éste “género”.

Finalmente, la claridad en la comunicación sirve también para evitar errores y equivocaciones. Si entiendo lo que contrato y en qué condiciones, no habrá errores ni equivocaciones en mis expectativas o al menos, éstos serán limitados. Si entiendo mis derechos y obligaciones, porque soy capaz de comprender las normas y las sentencias, seguro que me resultará más fácil respetar su dictado.

En suma, escribir y hablar con claridad tiene enormes ventajas para la relación con nuestras audiencias y a la vista de que lo complicado que resulta hoy atraerlas y fidelizarlas (sean éstas meros lectores, clientes, ciudadanos, etc.), posiblemente ha llegado el momento de utilizar el lenguaje como herramienta para lograrlo.  Esperemos que éste sea el principio de un cambio a un nuevo ciclo, el de la transparencia y claridad de los mensajes, el de la comprensión mutua y el diálogo fluido. Posiblemente ha comenzado una nueva era.