Spanair o cuando la política no entiende de negocios

El pasado sábado 28 de enero, Spanair anunció el cese de sus operaciones. La mala situación económico financiera de la compañía era bien conocida por muchos si bien el cierre sin previo aviso alegando motivos de seguridad sí cogió por sorpresa a más de uno,  para empezar a los miles de pasajeros que se quedaron tirados con un billete que de repente no servía para nada y a los propios trabajadores de la compañía que se asoman ahora al precipicio del desempleo. Esta historia de indefensión del ciudadano de a pie nos resulta extrañamente familiar.

Dos días después del cese de la actividad, la compañía ha presentado un concurso voluntario de acreedores, con un pasivo de entre 300 y 474 millones de euros, según las diferentes cifras que están apareciendo en la prensa. También ha presentado un ERE que afectará a la totalidad de su plantilla, 2.075 empleados, a los cuales habrá que añadir los aproximadamente 2.000 empleos indirectos que se perderán igualmente. No obstante, cabe la posibilidad de que parte de la plantilla se recoloque en otras aerolíneas.

La historia reciente de Spanair está marcada por el cambio de accionariado experimentado en 2009, después del trágico accidente de Barajas de agosto de 2008. El hasta entonces máximo accionista, la escandinava SAS, diluyó notablemente su participación (en la actualidad era de un 10,9%) y la mayor parte del capital (85,6% actualmente) quedó en manos de Iniciatives Empresarials Aeronàutiques (IEASA) de la que forman parten la Generalitat de Cataluña y el Ayuntamiento de Barcelona (a través de de diferentes organismos) y empresarios catalanes agrupados en Volcat 2009.

En tres años, la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona han inyectado en la compañía 150 millones de euros. A pesar de esta inyección pública las cifras de Spanair seguían sin cuadrar y ha llegado un momento en el que las maltrechas arcas públicas catalanas no dan más de sí para seguir inyectando fondos en la aerolínea. En palabras del presidente Artur Mas (ver noticia), Spanair se había convertido en un pozo sin fondo. ¿Por qué?. El propio Sr Mas lo señalaba abiertamente: la aportación de la Generalitat a Spanair estaba ligada al objetivo de convertir El Prat en un “hub” de conexiones internacionales, es decir, conectar Cataluña con el resto del mundo sin pasar por Madrid. Al presidente de la Generalitat le parece que el fin es loable (es necesario para posicionar a Cataluña a nivel internacional) pero lo que ha fallado es el “instrumento”.

Este es el origen del problema, convertir una aerolínea en un instrumento político (independientemente de lo discutible o acertada que nos pueda parecer la finalidad política a la que sirve el instrumento). El sector del transporte aéreo se encuentra en un escenario competitivo muy complejo, con compañías “low cost” que arañan cada vez más cuota de mercado a las compañías llamadas tradicionales, con unos precios de carburante cada vez mayores y una guerra de precios cada vez más intensa. Para jugar en este mercado, hay que gestionar una compañía siguiendo criterios estrictamente empresariales y no como un instrumento para conseguir un fin político.

La compañía con accionariado público catalán ha buscado en los últimos meses un socio industrial que inyectase dinero en la aerolínea e intentase lograr la ansiada sostenibilidad mejorando la gestión y adaptándose a la situación turbulenta que atraviesa el sector. Pero las negociaciones fueron de fracaso en fracaso, la última con Qatar Airways y con el fin de la financiación por parte de la Generalitat se cerraron todas las puertas para la continuidad de la aerolínea.

“Se dice se comenta” que la aerolínea árabe rompió finalmente las negociaciones ante la amenaza de que la Comisión Europea reclamase en el futuro la devolución de las ayudas públicas recibidas por Spanair (más de 100 millones de euros). Y la verdad es que motivos para la duda tenían desde Qatar, porque a priori la actuación de la Generalitat y el Ayuntamiento de Barcelona en Spanair tenía todos los ingredientes para que la Comisión Europea reclamase el reintegro de la ayuda (para consultar el detalle la normativa europea en materia de ayudas de Estado, ver este enlace):

–      se trata indudablemente de una ayuda pública, a través de diferentes instrumentos (participación en accionariado, créditos, inyección de capital…),

–      la cuantía de la ayuda es demasiado elevada para poder acogerse al Régimen de minimis,

–      es selectiva, porque se concede a una empresa concreta de una región concreta,

–      podría falsear la competencia.

Pero cuidado porque el Sr Mas ha declarado que el proyecto para hacer del aeropuerto de El Prat un “hub” de conexiones intercontinentales “continúa siendo necesario para posicionar Cataluña a nivel internacional”. Inmediatamente nos surge la duda: ¿cuál será el próximo “instrumento” después del cierre de Spanair? Nos aventuramos a lanzar una hipótesis que deseamos que no se cumpla.

En otro post analizamos la situación de muchos aeropuertos españoles que están muy lejos de alcanzar la rentabilidad. Una práctica detectada por la Comisión Nacional de la Competencia en su último informe publicado sobre ayudas públicas es la existencia de acuerdos onerosos de promoción turística entre gobiernos autonómicos y entes locales y aerolíneas (especialmente de las denominadas low cost). Como contrapartida, la aerolínea se compromete a mantener una determinada ruta en un cierto aeropuerto. Se trata de una ayuda pública más “fina”, no tan evidente para las autoridades europeas como el caso de Spanair.

Podemos empezar a leer en prensa que varias compañías low cost (Vueling, Ryanair…) han empezado a repartirse el hueco dejado por Spanair. Empezarán por las rutas rentables pero ¿tendrán algún incentivo para operar también las rutas más deficitarias?.  ¿En el siguiente informe que publique la Comisión empezaremos a ver acuerdos de promoción turística que ayuden a mantener las rutas internacionales menos rentables de el aeropuerto de El Prat (hasta ahora inexistentes gracias a la presencia de Spanair?.

Estaremos vigilantes y esperemos que la Comisión Nacional de Competencia también lo esté…

¿Para qué quiere Cataluña un nuevo pacto fiscal? Erre que Reus

(con Serafín Casamayor)

Artur Mas acaba de proponer a Rajoy que se avance en la aprobación de un pacto fiscal (es decir el eufemismo para reclamar un cupo catalán) y que lo vea como una oportunidad para restablecer una buena relación entre Cataluña y España (como si se hubieran unido ayer). Al parecer miembros del PSC también apoyarían esta propuesta.

A estas alturas tal vez haya muchas personas de bien que se crean esta argumentación del presidente catalán (¡esta vez sí, esta vez se van a conformar y no van a pedir nada más!), aunque personalmente me suscite muchas dudas. Pero lo que quiero plantear en este post es si realmente conviene a los ciudadanos catalanes tener un pacto fiscal y si que con éste se resolverían (mágicamente) todos sus problemas o si, por el contrario, se trata de otra treta de los políticos que han gobernado la Generalitat durante los últimos treinta años para escapar de su responsabilidad y seguir manipulando las emociones de sus electores. La pregunta que nos hacemos es ¿el problema de Cataluña es de falta de ingresos o de excesos de gastos? Claro que la pregunta se podría aplicar al resto de España, pero analizamos el caso catalán porque es quien está insistiendo más en una vía rápida para incrementar sus gastos rechazando paralelamente cualquier control de sus presupuestos por el Estado.

Sabemos que la Agencia de calificación Moody’s ha incluido a Cataluña entre las CCAA peor gestionadas económica y financieramente de toda España, hasta el punto de que de ser una nación independiente hace tiempo que hubiera debido ser rescatada. Junto al gasto excesivo de la propia Generalitat, o el hecho de contar con el Parlamento más caro de España, habría que añadir la deuda de algunas entidades públicas catalanas destacadas por un Informe de la Cámara de Comercio de Barcelona, como el Instituto Catalán de Finanzas (una suerte de Banco público catalán que otrora diversas ayudas públicas), la Agencia Catalana del Agua con una deuda de 1400 millones o del Instituto Catalán del Suelo, con 900 millones de deuda. En otro post ya hicimos mención a la curiosa estrategia “nacionalista” de preferir eliminar camas de hospital antes que reducir el gasto en unas embajadas de escasa utilidad o la financiación del estudio del catalán en algunos países de Latinoamérica

No obstante, recientemente hemos conocido  un caso bastante singular: el del Ayuntamiento de Reus, declarado “el más opaco de Catalunya” según informe del propio Síndic de Greuges catalán del 2010, al que por supuesto nadie ha hecho ni caso (lo que lleva quizás a alguna reflexión sobre los efectos de la transparencia más allá de declarar su necesidad). Este Ayuntamiento regido durante 32 años por el PSC y ahora por CiU, pero del que se ha beneficiado casi todos los partidos que han tenido concejales (incluida ERC) creó un monstruo de empresa pública denominada Innova, que ha llegado a absorber el 70% del presupuesto del propio ayuntamiento, aunque sus empresas facturan por menos de ese 70%, con lo cual, lo que le cuesta al Ayuntamiento es que son los causantes de prácticamente el 80% del déficit presupuestario del mismo.

Nunca se informó del sueldo de los directivos de esa empresa, y solo a finales del mes pasado (enero) conocimos que recibían sueldos de más de 250.000 euros al año, en algún caso con un Audi A-6 de regalo. A su máximo responsable  por cierto se le ha premió tras tan exitosa gestión (para su bolsillo) con el nombramiento de presidente del Instituto Catalán de la Salud (ICS); ahora entendemos algo mejor cómo van las cosas en el sector sanitario catalán.

Al hacerse públicos sus salarios, de los cuatro principales afectados, uno se ha negado tajantemente a dimitir, aduciendo que tiene un contrato en vigor, y que si le despiden hará que se ejecuten las clausulas de rescisión, con lo cual ese 80% de déficit del Ayuntamiento a expensas de Innova se vería incrementado. Es el caso extremo en el que la empresa pública creada por una Administración “fagocita” al propio ente público que la creó.

Como consecuencia, ahora todo el equipo jurídico municipal está volcado en ver cómo pueden renegociar a la baja el contrato de Alta Dirección que tienen suscrito con alguno de estos directivos (al parecer con alguno ha conseguido dejarlo en los “simbólicos” 144.000 euros). Un fenómeno curioso en una situación de “emergencia económica” en que se encuentra España, tal y como la definió la vicepresidenta del Gobierno en su primera comparecencia tras el Consejo de Ministros.

Por otra parte, causa cierta perplejidad ver a una Administración constreñida por cláusulas “abusivas” de ciertos contratos que ella misma celebra con sus empleados, cuando a los funcionarios se les aplica el principio de que no tienen derechos frente a la Administración sino “meras expectativas de derechos”, con lo que pueden cambiarse sus condiciones de trabajo incluso sin oírles,

Pero en fin, a lo que íbamos, más allá de cuestiones sentimentales (todas muy respetables pero siempre fácilmente objeto de manipulación): ¿les interesa a los ciudadanos catalanes un pacto fiscal para poder gastar más y con menores controles todavía? ¿O realmente lo que es de su interés es que se mantengan los ingresos pero que alguien neutral controle que no se cometan desmanes en el gasto? Tal vez sobre esto sí que habría que convocar un referéndum en Cataluña, pero para ello “no hi ha collons”, políticamente hablando, se entiende.

 

¿Gato por liebre? La reducción de la responsabilidad de los gestores públicos al ámbito penal

 

Que no nos den gato por liebre. No podemos reducir la responsabilidad de nuestros gestores a responsabilidad penal.

Vaya por delante que comprendo y comparto la indignación de todos los lectores ante el panorama de corrupción, despilfarro y de falta de responsabilidad de que ha hecho gala durante estos últimos años nuestra clase política a todos los niveles, especialmente en el ámbito autonómico y en el local, que es donde han fallado más estrepitosamente los mecanismos de control que, teóricamente al menos, tenemos en nuestro Estado de Derecho para evitar este tipo de situaciones. Mecanismos que, por cierto, no están en el Código Penal, sino bastante antes, en un conjunto de normas de Derecho Público. Porque no debemos olvidar que en una sociedad civilizada el Derecho Penal es siempre “la última ratio”, es decir, la última instancia la que acudir cuando se trata de defender bienes o derechos jurídicamente protegidos. Y aunque a estas alturas nuestro Derecho positivo esté hipertrofiado y no sea un prodigio de claridad, lo cierto es que contiene bastantes normas sobre responsabilidad administrativa y patrimonial de los gestores públicos que han derrochado el dinero de los contribuyentes. Simplemente se trata de aplicarlas.

Estas normas están contenidas fundamentalmente en la Ley Orgánica del Tribunal de Cuentas, LO 2/1982, y en la Ley de Funcionamiento del Tribunal de Cuentas, que regulan la llamada “jurisdicción contable” que permite depurar y exigir responsabilidad a los gestores públicos cuya actuación haya producido perjuicios al erario público (vulgo, el dinero de nuestros impuestos) como parece que ha ocurrido en muchos casos que han llevado al Gobierno –aunque por ahora con poca concreción y menor claridad- a proponer algo así como un nuevo tipo penal para despilfarradores del dinero de todos.

Pues como ya adelanto en el título, no me parece que sea una buena idea. Y les intentaré explicar por qué. En primer lugar, porque supone que hay una serie de normas de Derecho positivo -las mencionadas más arriba, por ejemplo- a cuya inaplicación sistemática nos resignamos.  Eso, por no hablar de códigos éticos, de normas buen gobierno, de autorregulación o de declaraciones de intenciones de todo tipo de la que hacen gala tanto las organizaciones públicas (empezando por los partidos políticos) como las privadas (empezando por las empresas cotizadas) que no sirven para nada. Pero es ahí donde se recogen esos  valores de decencia, honestidad, rigor, justicia, buena gestión, etc, etc de los que habla la Sra Vicepresidenta del Gobierno, lamentándose de que no tengan fuerza de ley. Aunque no me los he leído todos, me imagino que entre los valores recogidos se encontrará el de no tirar el dinero ya sea el de los contribuyentes o el de los accionistas. Pero si el Derecho positivo se incumple y no pasa nada, difícil parece imponer el cumplimiento de estos valores, que por otro lado son los que inspiran todo nuestro sistema jurídico, conviene no olvidarlo.

En segundo lugar, porque establecemos unos estándares muy bajos para el cumplimiento de nuestro Derecho y de los valores que le sustentan. Si basta con no ser un delincuente para ser un buen gestor o un buen político, o simplemente para ser un gestor público o un político, o todavía más,  si el no delinquir te convierte en un gestor ejemplar, pues apaga y vámonos.

En tercer lugar, porque estamos judicializando hasta un extremo insoportable los principios básicos del funcionamiento de un Estado de derecho y de la responsabilidad de nuestros políticos y gestores. ¿Quién va a decidir si el derroche de dinero público es o no delito? Pues nos tememos que la colapsada Administración de Justicia española. Y nada menos que los jueces penales, con el trabajo que ya tienen, entre otras cosas persiguiendo la corrupción ligada a la política.

Porque se ve que, sin amenaza de cárcel de por medio, nuestros gobernantes piensan que no hay forma de que se cumplan una serie de principios básicos de una gestión por cuenta de otros (los ciudadanos) y de exigir las correspondientes responsabilidades si no se hace así. Muy interesante. Parece que cuando hayamos conseguido “legalizar” y dejar en manos de los jueces la aplicación de los valores esenciales para garantizar el funcionamiento de una democracia y de un Estado de Derecho digno de tal nombre,  ya podremos dormir todos más tranquilos. Porque para entonces habremos abdicado de todas nuestras responsabilidades, los políticos y responsables públicos de las suyas, y los ciudadanos y la sociedad civil de las nuestras.

Y esta es la razón fundamental de la que pienso  que permitir que nos cambien la responsabilidad que ya se puede exigir, tanto política como administrativa y patrimonial, por una responsabilidad penal futura es una muy mala idea, y equivale a dejar que nos den gato por liebre, aunque vaya por delante que no dudo de la buena voluntad de quien hace la propuesta, que sin duda cree atender así a una demanda ciudadana.

En mi opinión, lo que sencillamente ha pasado estos últimos años es que todas estas normas de Derecho positivo y códigos éticos que podrían haber evitado la proliferación de los casos de derroche de dinero público y hasta de corrupción no se han aplicado porque sencillamente no les ha interesado a quienes debían hacerlo. Son, como tantas cosas en nuestro maltrecho ordenamiento jurídico y lo que es peor, de nuestro sistema de valores democráticos, papel mojado. Y al no aplicarse hemos hecho dejación de nuestras responsabilidades. Todos.

Ha habido, desde luego, una irresponsabilidad política, pero en una doble dirección: la que incumbe a una clase política que mantiene en nómina no sólo a despilfarradores impenitentes sino también a imputados por casos de corrupción en listas electorales y en cargos importantes pero también la de una ciudadanía que les ha seguido votando. Y aunque en algunos casos es verdad que los ciudadanos no tienen toda la información, o prefieren agarrarse como clavo ardiendo a la tan traída y llevada “presunción de inocencia”, o creen sencillamente que la alternativa es todavía peor, lo cierto es que los ciudadanos somos corresponsables, porque muchos de estos personajes han ganado las elecciones con mayoría absoluta. El que estas personas terminen finalmente, como acaba de ocurrirle al sr. Camps, absueltas (aunque sea por los pelos merced a un jurado popular en un juicio cuanto menos pintoresco y con un veredicto recogido en un acta que contiene faltas de ortografía), o con los delitos declarados prescritos, o incluso indultados como le ocurre últimamente a la gente importante de este país, no acaba, ni mucho menos, con sus responsabilidades políticas. Y por supuesto, tampoco con las otras responsabilidades jurídicas que no son de carácter penal.

Lo triste es que estos señores que despilfarraban a diestro y siniestro nuestro dinero estaban haciendo “política”. Es verdad que algunos, además de política, han hecho dinero. Pero lo que es importante es que hacían una política que les daba muchos votos, porque se ve que a los ciudadanos hasta hace dos días no les ha preocupado saber de donde salía el dinero que pagaba tanto aeropuerto, ave, palacio de congresos, empresas y organismos públicos,  embajadas, aerolíneas “nacionales”, circuitos de Fórmula 1, séquitos institucionales, y demás bombos y platillos a los que tenía derecho cualquier núcleo de población. Y con la ventaja de que, a cambio de hacer todas esas cosas, nadie se fijaba mucho en cómo se obtenían estos grandiosos logros, es decir, como se gastaba el dinero. No había ninguna rendición de cuentas, ninguna ”accountability”. Sencillamente no nos hacía falta. Conviene no olvidarlo. Así que todos somos responsables del desaguisado, aunque ciertamente los gestores públicos lo son más que nosotros.

En conclusión, más allá de los casos de corrupción tipificados penalmente, lo cierto es que la responsabilidad por mala gestión de los recursos públicos no es ni puede ser coincidente con la responsabilidad penal, como nos quieren hacer creer ahora. Confundir responsabilidad política por mala gestión o despilfarro con la responsabilidad penal es propio de repúblicas bananeras, donde se pasa de Presidente del Gobierno o Ministro (o Consejero) en activo al banquillo y a la cárcel sin solución de continuidad. Esto no pasa en las democracias avanzadas. No debe de pasar en España porque supondría declarar inservibles todos los mecanismos previos de control. Es, sencillamente, una mala idea, aunque tranquilice los encrespados ánimos de la ciudadanía.

Porque, a riesgo de ser reiterativa, hay que explicar a los ciudadanos que no es cierto que el Estado de Derecho esté inerme ante este tipo de conductas. Lo que pasa es sencillamente que no se han utilizado los instrumentos legalmente previstos que, en primer lugar,  las hubieran evitado y, en segundo lugar, las hubieran sancionado. No se ha exigido a nadie responsabilidades patrimoniales, que suelen doler bastante en los bolsillos, y resultar más disuasorias a corto plazo que el panorama de una posible condena penal en el largo.

Y para terminar, y siendo prácticos conviene recordar que las normas penales no son retroactivas. Así que, de entrada, con esta propuesta, borrón y cuenta nueva, lo pasado, pasado está, y los gestores que han derrochado nuestro dinero a manos llenas no tienen nada que temer. Eso sí, los futuros malos gestores, que se preparen. ¿No es mejor tirar de las normas que tenemos y exigir ya la responsabilidad contable, que con un poco de suerte todavía no ha prescrito? Lo dicho, que no nos den gato por liebre.

Artículo de Rodrigo Tena en El Mundo: “El médico de sí mismo”

Nuestro coeditor Rodrigo Tena ha publicado hoy este artículo en el diario El Mundo:

El médico de sí mismo”

¿Puede un Estado abordar importantes reformas estructurales cuando los únicos que tienen potestad para adoptarlas son a la vez los que principalmente deben sufrirlas? Si hemos de confiar en la experiencia histórica, la respuesta es no.

Una referencia interesante la constituye la fortísima crisis que la mayor parte de Europa atravesó durante el convulso siglo XVII. Según los mejores historiadores de la época, la causa fundamental hay que buscarla en la profunda debilidad estructural que padecían las monarquías renacentistas. Su poder había crecido exponencialmente a expensas de las ciudades del continente, las viejas forjadoras de la civilización europea; en definitiva, a expensas de lo que hoy llamaríamos la sociedad civil. La virtud del autogobierno cívico claudicando paulatinamente frente a la rapacidad y al irresponsable exhibicionismo de los príncipes.

Durante la bonanza económica todo pareció ir bien. La burocracia crecía incesantemente multiplicando los puestos de cortesanos y funcionarios, ofreciendo así nuevas posibilidades de ascenso social. Los edificios públicos, los palacios, las escuelas, colegios y monasterios, proliferaban como caídos del cielo. Sin embargo, pagar todo eso no resultaba fácil, especialmente cuando las crisis financieras empezaron a convertirse en algo crónico. Los príncipes acudieron cada vez más al socorrido recurso de utilizar los oficios públicos como fuente de financiación, dejando libertad a sus “usufructuarios” para compensarse a si mismos a costa de la nación. En toda Europa, no sólo en España, las monarquías siguieron la misma pauta. No había otra salida. La sutil línea divisoria entre los ingresos legítimos y la pura y dura corrupción se borró completamente. El número y cuantía de los impuestos se multiplicaban a la vez que las redes clientelares adquirían proporciones gigantescas, creando oficios sin aparente fin.

Como ha ocurrido siempre, el oficio creaba su propia función, y no la necesidad el oficio, por lo que el resultado final terminó siendo una burocracia parasitaria completamente insostenible. A partir de 1620 el malestar en todas las naciones de Europa es patente. Proliferan los memoriales exigiendo reformas. Los príncipes son conscientes del problema, pero su capacidad de autorreformarse es muy escasa. ¿Hay algo más difícil que el que una poderosa burocracia pueda reducirse y limitarse a si misma?

Por eso, allí dónde se logró, fue a través de una mayor o menor dosis de revolución, como en Inglaterra y Holanda, o incluso moderadamente en Francia, aunque no lo suficiente como para evitar la grande del final del siglo siguiente. En España, por el contrario, la burocracia era demasiado imponente como para poder ser retada por una sociedad civil muy débil. Durante las grandes crisis del XVII, mientras la economía se contraía, los oficios no sólo no disminuyeron, sino que crecieron cada vez más. El resto es historia conocida.

Hoy vivimos un momento muy semejante: la economía se contrae, los impuestos suben y los oficios no disminuyen (es más, el número de entes autonómicos se incrementó un 23% entre 2009 y 2011). Los que tienen que reducir esta burocracia política, que se extiende desde el Estado central hasta las CCAA, diputaciones y ayuntamientos, con su entramado de organismos y empresas públicas, cámaras legislativas, consejos consultivos, cajas de ahorro, órganos de control redundantes y demás parafernalia, son los mismos que la usufructúan. En ese entramado, como no podía ser de otra manera, ha penetrado la corrupción hasta lo más profundo de la red, en forma de comisiones, astillas y apaños de toda índole. Es éste precisamente el efecto más pernicioso de las burocracias parasitarias: su capacidad de contaminar con sus prácticas ventajistas casi todos los sectores sociales y de hacer cómplices por doquier.

La historia no tiene por qué repetirse, porque, a diferencia de la época de las cortes renacentistas, nosotros vivimos en una democracia. Con muchas limitaciones, sin duda, pero en la que la sociedad civil tiene un papel institucional que jugar. Pero debemos de ser muy conscientes de que, en esa tarea, la burocracia política, pese a representarnos, no va a ser nuestra aliada. El cambio político no arregla nada por si sólo, como demuestran las tímidas medidas del nuevo Gobierno. Crear oficios es muy sencillo, eliminarlos, algo mucho más complicado.

Los memoriales, los estudios, los informes, son sin duda importantes para tomar conciencia de la gravedad del problema, pero no son el principal recurso en una democracia. No se trata de hacer ver educadamente a nuestro soberano la necesidad de la reforma, incluso en su propio beneficio. Se trata, por el contrario, de ordenar a nuestros empleados políticos que adopten las medidas necesarias para ello. Encontraremos resistencias, pero a partir de ahí es responsabilidad de cada uno hacer sentir el peso de su inconformismo y de su protesta por las vías que un Estado democrático y de derecho ofrece. Sólo de ello dependerá el resultado final.

 

 

 

 

 

 

Proteger a los denunciantes de actos de corrupción

En su Cumbre de noviembre de 2010 celebrada en Seúl, los líderes del G20 trataron de su agenda contra la corrupción e identificaron como una de sus prioridades establecer medidas de protección para los denunciantes: “Proteger de acciones discriminatorias y  represalias a los denunciantes que informen de buena fe sobre actos sospechosos de corrupción (…)”. El Grupo de Trabajo Anti-corrupción del G20 encargó a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico la preparación de un informe con propuestas  para poner en práctica el objetivo señalado.

El 25 de noviembre pasado, la OCDE hizo publicó su informe, titulado G20 Anti-Corruption Action Plan. Action point 7: Protection of Whistleblowers .

Una traducción literal de “whistleblower” sería en español “soplador de silbato”, una traducción más correcta sería “soplón” y otra que sonara menos dura en nuestra cultura sería “denunciante”, si bien hay que aclarar que en inglés, en sentido estricto, el whistleblower es un denunciante dentro de la propia organización.

¿Qué entendemos por corrupción? El diccionario de la Real Academia Española la define de siguiente modo:”En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”. De otro lado, para la organización Transparency International “La corrupción es operacionalmente definida como el abuso del poder encomendado para [obtener] beneficio particular”.

No encontramos, sin duda, ante un asunto polémico. En este mismo blog las denuncias como post o comentario han sido en los últimos meses constantes. ¿Quién no está contra la corrupción desde una actitud ciudadana?

Pero nuestra cultura mediterránea-católica, alejada de aquella de los países anglosajones imbuidos de los principios luteranos y calvinistas mucho más estrictos, nos hace ser más tolerantes con la corrupción y desde luego mucho menos activos personal e institucionalmente contra ella. De otro modo no se explicarían determinados acontecimientos desde hace años en España. La corrupción es intrínseca a una dictadura pero en una democracia los mecanismos para actuar contra ella deben ser eficaces y parece haber un alto nivel de acuerdo  en que no está siendo así. Muchos ejemplos podrían ponerse acerca de la tolerancia con la infracción de las normas establecidas, pero basta con hacer referencia al volumen del fraude fiscal que se estima entre un 20 y un 25 por ciento, el doble que en la zona euro. Según la Fundación de las Cajas de Ahorros (FUNCAS) la economía sumergida española superaba en 2008  el 17 por ciento del PIB con una media de 32.000 millones de euros anuales de fraude fiscal, cifra que según todos los expertos se ha incrementado en los últimos años.

El documento de la OCDE formula varias propuestas extraídas del abanico de mejores prácticas identificadas. Son las siguientes:

              1. Establecer una clara legislación y un eficaz marco institucional que  proteja de actuación discriminatoria o disciplinaria a los empleados que revelan a las autoridades, de buena fe y sobre bases razonablemente ciertas, actos sospechosos de inmoralidad o corrupción.

(v.gr. El requerimiento o fuerte estímulo a las empresas para implementar medidas de control que faciliten las denuncias, como controles internos, programas éticos, gestión del riesgo de fraudes, etc.)

             2. La legislación establece una clara definición de la esfera de revelaciones protegidas y de las personas incluidas bajo la protección de la ley.

(v.gr. Están bajo protección los empleados del sector público y del sector privado, incluyendo no solo empleados fijos y funcionarios sino también consultores, contratistas, empleados temporales, antiguos empleados, voluntarios, etc.)

             3. La legislación asegura que la protección ofrecida a los denunciantes es sólida y exhaustiva.

(v.gr. Protección de la identidad otorgando validez a los informes anónimos)

             4. La legislación define claramente los procedimientos y establece los canales para facilitar la información de actos sospechosos de corrupción y anima al uso cómodo y protegido de canales accesibles de denuncia.

(v.gr. Fuerte estímulo a las empresas para establecer canales de denuncia interna)

            5.   La legislación asegura qué mecanismos efectivos de protección son establecidos incluyendo confiar a un comité específico que es responsable y está dotado de la responsabilidad de recibir e investigar quejas de represalias y/o investigaciones impropias, así como proveer una completa gama de soluciones.  

(v.gr. Derechos de los denunciantes en los procedimientos judiciales como parte agraviada, con un derecho individual de actuación)

            6.   La implementación de la legislación de protección al denunciante apoyándola con un incremento de la concienciación, de la comunicación,  la formación y evaluación periódicas de la eficacia del marco de protección.

      (v.gr. El crecimiento de la concienciación dirigido al cambio de las percepciones culturales y actitud pública hacia las denuncias para que sean consideradas un acto de lealtad hacia las organizaciones)

Para terminar señalemos que, según la organización Transparency International,  en 2010 España ocupaba el puesto número treinta en el Índice de Percepción de la Corrupción y, según declaraciones de los responsables de TI en España, habría bajado a la posición 31 en 2011.

Específicamente en lo que se refiere a nuestro país, el Barómetro Global de la Corrupción 2010 de dicha organización señala que solo el 3 por ciento de los ciudadanos encuestados consideran que la corrupción había descendido durante los últimos tres años, un 24 por ciento considera que se encontraba igual y el 73 por ciento considera que había aumentado. Un 74 por ciento manifestó que la acción del gobierno era  ineficaz mientras que un 26 por ciento la consideró eficaz.

Es, pues, es ésta ciertamente una cuestión polémica que admite muchas matizaciones pero que es preciso afrontar. No se trata solo de las practicas de corrupción, unas veces presuntas y otras probadas por sentencias firmes de los tribunales, que permanentemente ocupan las portadas de nuestros medios de comunicación sino del hecho de que España, que es la cuarta economía de la zona euro y que está entre los diez países más desarrollados del mundo, no puede tolerar datos como los señalados anteriormente. Según el mismo informe de TI,  en la Unión Europea nueve de cada diez personas se muestran dispuestas a denunciar un caso de corrupción del que puedan tener conocimiento. ¿Constituye ello, como parece, una de las características de una sociedad madura y sana cívicamente? ¿Se corresponde dicha actitud con la realidad cotidiana de nuestro país?

 

¿Televisiones públicas? No, gracias

Estamos ante la imperiosa necesidad de realizar recortes en el gasto de todas nuestras Administraciones públicas porque de otra forma ni se entienden ni van a admitirse pacíficamente los incrementos en los impuestos que pagamos (muy especialmente en el IRPF). Parece que el Gobierno anda en ello, pero ante las cifras de auténtico derroche en el gasto público, entre subvenciones absurdas y el mantenimiento de entes y empresas públicas igualmente absurdas parece difícilmente  legitimable exigir a los españoles que nos rasquemos más los bolsillos cuando conocemos que el destino de nuestros impuestos. De las subvenciones y entes/empresas públicas ya se está escribiendo bastante, motivo por el cual quisiera centrarme ahora en las televisiones públicas porque por ahí se va un dinero que podría ser perfectamente prescindible. Desde luego que mucho más prescindible que cualquier clase de recorte en sanidad o educación que son auténticos servicios esenciales ligados a eso que denominamos Estado del Bienestar.

 

Para comenzar, quiero ahora dedicar unas líneas al soporte jurídico de todas estas televisiones públicas de las que, a mi juicio, podría prescindirse (o adelgazar al máximo) sin que con ello se resintiera lo más mínimo el bienestar de los ciudadanos. Porque por mucho que las normas sobre la materia insistan en proclamar que la televisión es un servicio público (es decir, que se trate de una actividad publificada), el hecho cierto es que no existe, hoy por hoy, ningún motivo para sostener que estemos en presencia de un ” servicio esencial” que es el concepto jurídicamente relevante a efectos constitucionales (vid. artículos 28.2 y 128.2 de la Constitución). Porque desde el nacimiento del concepto de servicio público en Francia (arret Blanco, de 1873) y en nuestro país (Proposición de Ley presentada al Congreso el 12 de noviembre de 1838 en donde se alude a “toda especie de servicios públicos y obras públicas“) se utiliza por el legislador y la jurisprudencia de forma absolutamente difusa hasta el punto de atribuir esta naturaleza a cosas tan varionpintas como el arrendamiento de un Teatro (Sentencia de 20 de marzo de 1929; la actividad de Tabacalera (Sentencia de 25 de junio de 1952), la de Campsa (Sentencia de 28 de octubre de 1957) o la de la extinta Comisión de Abastecimientos y Transportes (Sentencia de 22 de octubre de 1962). El concepto de “servicio público” es un auténtico “flatus vocis“, carente de toda definición normativa, y en el que pueden ser encuadradas las actividades más diversas con tal de que su titularidad sea atribuible a una Administración pública (aunque el ejercicio de esa actividad sea realizado por un particular).

 

Así las cosas, resulta que el denominado servicio público de televisión tiene una historia bastante compleja que comienza con un ejercicio público de la actividad en régimen de monopolio, sigue con las televisiones autonómicas, continúa con la apertura a las televisiones privadas en régimen concesional y las televisiones locales y culmina por el momento, conla Ley/2010, de 31 de marzo (General de Comunicación Audiovisual) por la que se reforme y reunifica toda una maraña de normas dispersas sobre la materia.

 

Pero dejando ya de lado los aspectos estrictamente legales de la cuestión, lo que pretendo decir es que las televisiones pueden ser (de hecho lo son) calificadas como servicios públicos por el mero hecho de que han sido objeto de “publicatio” por parte del legislador. “Publicatio” que se encuentra en la misma esencia de ese concepto difuso –que nadie ha llegado a definir- que es el de “servicio público”, sobre lo cual he escrito en numerosas ocasiones (entre otras en los libros “Servicio Público y técnicas de conexión” CEC Madrid, 1980 y “Derecho Administrativo Especial” Ed. Civitas, Madrid 1999) aunque ahora lo hago desde otra perspectiva mucho menos académica pero más cercana a la realidad de las cosas. Y desde esa perspectiva no me atrevería a afirmar ni que el conjunto de las televisiones (o, si se quiere, la actividad de retransmisión de imagen y sonido) sea un servicio esencial, ni que mucho menos las televisiones públicas (que son una subespecie del conjunto de entidades y empresas prestadoras de esta actividad) también lo sean. Me centro, no obstante en las televisiones públicas porque es el asunto que preocupa al personal ante el déficit que generan casi todas ellas y en donde deberían centrarse los “recortes” por parte del Estado y, muy especialmente de las Comunidades Autónomas.

 

Para comenzar, confieso no entender –en términos estrictamente jurídicos- por qué tenemos que hacer frente con nuestro dinero (o sea, los dineros públicos, que son de de todos) al sostenimiento de unas televisiones públicas con un alto contenido en programas de entretenimiento que, según parece, cuestan poco menos que un riñón. Eso sin añadir el coste de doblaje de películas en las diferentes lenguas de algunas Comunidades lo cual me parece, personalmente, una solemne majadería (habida cuenta de los magníficos “dobladores” en castellano con los que contamos). Desde luego que el mantenimiento de estas televisiones tiene una explicación política evidente, porque son utilizadas como instrumentos de “vehiculización lingüística” o como escaparates de quienes gobiernan en las diferentes Autonomías. Sin embargo, esta clase de justificación resulta insultante cuando  se nos incrementan los tipos del IRPF y se toman medidas de “recorte” que afectan a actividades que, claramente, son servicios esenciales (como es el caso de la sanidad o la educación). Y es que tampoco he llegado nunca a entender bien la razón última por la cual una serie de actividades tienen la calificación de servicios públicos y otras simplemente pertenecen a la esfera de la actividad industrial o empresarial de las Administraciones públicas. Porque puestos a ello, tan relevante puede ser la prensa (que nunca ha sido considerada como servicio público) como la televisión o la radiodifusión; la única diferencia consiste -en términos históricos- en la utilización por parte de estos dos últimos del espectro radioeléctrico (que tiene naturaleza demanial).

 

No quiero perderme, sin embargo, en disquisiciones académicas sobre las cuales ya he escrito con suficiente profundidad y voy directamente al grano: hoy por hoy las televisiones públicas son prescindibles porque no son, en puridad, un servicio esencial, por mucho que en algunas ocasiones hayan sido consideradas como tales. Se trata de meras empresas públicas que podrían ser suprimidas o “adelgazadas” de la misma forma y con el mismo criterio con el que ha de actuarse respecto al resto de empresas públicas. Mantenerlas con el actual nivel de déficit que generan y exigir, al tiempo, que paguemos más impuestos es algo que repugna a los más elementales principios de “buena administración”.

El caso Emarsa o, ¿por qué fallan los mecanismos de control en el sector público español?

La proliferación de noticias en la prensa española sobre escándalos relacionados con gastos suntuosos a costa del erario público, y la imputación de servicios y suministros inexistentes, pagados con envidiable puntualidad, nos lleva a plantear la necesaria reflexión sobre los mecanismos de control en el uso del dinero público en España.  El caso de Emarsa, Entidad Metropolitana de Aguas Residuales Sociedad Anónima (ver aquí), refleja perfectamente los desmanes cometidos y la sensación de impunidad con que se ha gastado el dinero de los contribuyentes. Este caso ha copado artículos y titulares en la prensa a lo largo de los meses de Noviembre y Diciembre, para terminar con el sainete del décimo (o décimos) de lotería premiados, que el Juez del caso pretende embargar a su “titular” Enrique Crespo, alcalde de Manises y vicepresidente de la Diputación e imputado en el caso. (ver aquí).

La lectura de este tipo de noticias lleva inicialmente a pensar en el nivel de corrupción que se ha ido extendiendo entre la clase política española. Pero no es este el punto que quiero abordar en este post, sino la creciente alarma ante la manifiesta inefectividad de los mecanismos de control de los que se supone está dotada la administración pública española para evitar o minimizar que este tipo de situaciones puedan producirse.

Por empezar por el principio, recordemos de forma simplificada cuáles son los principales instrumentos o mecanismos de control del uso del dinero público que prevé la actual legislación española. Podemos hablar de las normas administrativas, La Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LRJAP), que recoge las normas sobre el funcionamiento de todas las Administraciones Públicas (el llamado procedimiento administrativo común), el Texto Refundido de la Ley de Contratos del Sector Público (LCSP), que recoge los procedimientos de licitación y adjudicación de contratos por parte de Administraciones y Organismos públicos, la Ley General Presupuestaria, que entre otros aspectos recoge y regula el control de la gestión económico-financiera y la función interventora y la Ley que rige el funcionamiento del Tribunal de Cuentas.

Muy simplificadamente, podemos considerar que la  actual normativa establece dos mecanismos básicos de control. El control “ex ante”, que ejerce el cuerpo de interventores de la AGE, en la AGE y cuerpos similares o funcionarios que ocupan puestos de interventor en el resto de las Administraciones (art.148 y ss de la Ley General Presupuestaria) y el control “ex post”, que realiza también la Intervención y  el Tribunal de Cuentas a nivel estatal y local, y los tribunales regionales que se han ido creando para las cuentas autonómicas en la mayoría de las Comunidades Autónomas.

El ámbito de la intervención previa en el ámbito estatal, es el control, antes de que sean aprobados, de los actos del sector público estatal que den lugar al reconocimiento de derechos o a la realización de gastos, así como los ingresos y pagos que de ellos se deriven, y la inversión o aplicación en general de sus fondos públicos, con el fin de asegurar que su gestión se ajuste a las disposiciones aplicables en cada caso (art.148 Ley General Presupuestaria).

El control “ex post” es el que se realiza “ a posteriori” para fiscalizar y revisar las actuaciones de gasto una vez producidas, y puede ser el control financiero permanente, que realiza la propia Intervención (art.157 y ss Ley General Presupuestaria) respecto a las Administraciones y determinados entes del sector público  y que tiene por objeto la verificación de una forma continua realizada a través de la correspondiente intervención delegada, de la situación y el funcionamiento de las entidades del sector público estatal en el aspecto económico-financiero y la auditoría pública (prevista en el art.162 y ss de la Ley General Presupuestaria), y por supuesto, el que realiza el Tribunal de Cuentas, cuyas funciones son la fiscalización externa, permanente y consultiva de la actividad económico-financiera del sector público y el enjuiciamiento de la responsabilidad contable.

Puede entenderse que los modelos de control responden a un equilibrio en el funcionamiento de las Administraciones y del sector público, equilibrio que iría desde el máximo control y la mínima agilidad al mínimo control con la máxima agilidad. Si asumimos que a mayor control, especialmente “ex ante” menor agilidad, se entiende la aparición de numerosas entes públicos que escapan a este control previo o intervención previa con la finalidad más o menos reconocida de ganar en agilidad y flexibilidad en la gestión pública.

Ahí encontramos el vasto mundo de las empresas y organismos públicos de todo tipo que no requieren de controles “ex ante”. Si además tenemos en cuenta que la normativa tanto en materia de contratación de personal como de licitaciones y concursos se flexibiliza enormemente a medida de que nos alejamos del “core” de la Administración (las Administraciones territoriales) se empieza a entender lo que ha pasado estos últimos años en España y por qué han proliferado empresas, entidades, fundaciones y organismos públicos de todo tipo y condición financiados y pagados siempre con dinero de los contribuyentes.

Si echamos un vistazo a las cifras de la administración instrumental que hace pública el recién desaparecido Ministerio de Economía y Hacienda (ver aquí), hay 3.230 entes del sector público de ámbito local, 2.537 de ámbito autonómico y 455 de ámbito estatal. Estas cifras proporcionan una idea muy clara del desarrollo a lo largo de las dos últimas décadas de esta administración paralela constituida por diferentes tipos de organismos públicos. 6.222 organismos parece un número a todas luces excesivo, tal y como se analizaba en este post.

Sin duda, el control “ex ante” presenta también problemas, pero lo cierto es que suele plantear mayores obstáculos para el desarrollo de corruptelas e incluso para el derroche. De ahí que la mayor parte de las actuaciones ilícitas, o simplemente disparatadas o derrochadoras se han producido a través de entes públicos donde, como hemos visto, todos los controles tienden a relajarse y de hecho no hay controles “ex ante”. Casos como el de Emarsa muestran como en la práctica, esto puede llevar a un auténtico descontrol,  de manera que con el dinero público se pagan viajes personales, pagos a prostitutas o relojes de lujo, y se adjudican contratos a empresas que nunca llegan a prestar los servicios contratados. Por no hablar de la “inflación” de las plantillas con personal de confianza, amigos y familiares con escasos méritos profesionales para los puestos que van a desempeñar, con el problema adicional de que eran o son los puestos de dirección y por tanto los teóricamente responsables de la gestión eficiente y prudente del dinero público.

Pero quizá uno de los aspectos  más preocupantes a destacar es la facilidad con la que una Administración territorial, sometida a un control más estricto, puede traspasar dinero público, bajo las figuras de encomiendas de gestión o de convenios, a un organismo público sometido a un menor control. En definitiva, se ha establecido una forma fácil de burlar los controles estrictos desviando los fondos públicos hacia un número creciente de empresas y organismos públicos, dirigidas además por personal “de confianza” muy propenso a satisfacer los deseos o los caprichos de los que les designaron para tales cargos.

Pero, cabe objetar, siempre nos quedará el control “ex post”…¿¿o no?

Lo cierto es que el control “ex post”, ejercido por el Tribunal de Cuentas, adolece hoy en día, no de falta de rigor, sino de una verdadera efectividad ejecutiva y coercitiva. Aun cuando en la entrevista publicada el pasado 18 de Diciembre en el diario El País al presidente del Tribunal de Cuentas, D. Manuel Núñez Pérez, no lo mencione, probablemente es el retraso en la publicación de sus dictámenes (en el año 2011 se están publicando los informes correspondientes a los años 2006, 2007 y 2008) lo que merma en gran medida su efectividad, dado que además los organismos sujetos a control saben perfectamente que, con un poco de suerte, para cuando llegue el Tribunal de Cuentas será demasiado tarde. Si a esto añadimos que gran parte del contenido de sus informes son recomendaciones que en muchos casos no llegan a tener mayor trascendencia que su propia publicación y comunicación en la Comisión Parlamentaria, sin que en ninguna forma obligue a la administración afectada, y que la no remisión de las cuentas al Tribunal tampoco tiene mayores consecuencias prácticas, tenemos el panorama de unos gestores públicos que no se sienten  especialmente condicionados por la fiscalización del Tribunal de Cuentas.  La mayoría  pensará que para cuando el Tribunal haga público su informe, ya no estarán al frente de las empresas públicas que ahora gestionan. Habrán cumplido con quienes les designaron y podrán eludir fácilmente otro tipo de responsabilidades “políticas” o “patrimoniales” aunque en último término pueden acabar imputados en un procedimiento penal. Pero esa es otra historia.

¿Qué se puede hacer? Además de racionalizar el sector público y evitar las corruptelas más arriba denunciadas, el presidente del Tribunal de Cuentas  identifica el reforzamiento del deber de colaboración, la mejora de la transparencia en las cuentas públicas, un sistema de sanciones a los gestores públicos que incumplan la disciplina presupuestaria y la agilización de los procedimientos jurisdiccionales y fiscalizadores para garantizar que se atienden las indicaciones del Tribunal. Sin duda todos ellos son esenciales, pero sorprende la no mención de los plazos de publicación de los informes, y una decidida apuesta por la transparencia (que todo se pueda conocer por todos en el plazo más breve posible, ya que estamos hablando del dinero de los contribuyentes) como elemento esencial para lograr que verdaderamente sea efectivo el control que ejerce. En otro post tocará también abordar el papel de los Tribunales de Cuentas autonómicos, que hasta ahora, a diferencia del Tribunal estatal, no han brillado precisamente por su independencia del poder político.

En último término,  quizá crear una fiscalización “ex post” a lo anglosajón, con plazos similares a las auditorías en las empresas privadas cotizadas, reforzando el deber de colaboración con los encargados de realizarlas para poner orden. Y, ¿qué hacemos con el control “ex ante”? De entrada, dejar de hacer trampas trasladando dinero a los organismos públicos con la sola finalidad de que lo eludan.  Y probablemente replantear todo el sistema de controles, porque a la vista está que no han funcionado.

Desde luego, un tema fundamental que tendremos que seguir abordando.

Las buenas intenciones: sobre las medidas del Consejo de Ministros de la víspera de Reyes

Tal y como era de temer, las medidas de ayer del Consejo de Ministros   se quedaron en una simple declaración de buenas intenciones. Como ya dijimos en el post de hace una semana, “Empezar por lo fácil”, aumentar los tipos del IRPF no resulta muy complicado técnicamente, proporciona “caja” de manera inmediata y aunque tiene un coste político muy importante, un Gobierno recién elegido sin duda se lo puede permitir. O por lo menos eso cree. En cualquier caso, quedaban pendientes, y así se nos dijo, las “nuevas medidas” que se iban a adoptar inmediatamente, tendentes básicamente a recortar el gasto desmesurado e insostenible del sector público, y poner orden en el déficit autonómico requisito “sine qua non” para lo anterior, dado que son las CCAA las responsables fundamentalmente de la desviación del déficit del 6% comprometido al 8% del PIB que –pese a que estaba cantada- es la causa de que el Gobierno del PP haya tenido que recurrir de forma “transitoria” a la subida de los impuestos a los asalariados y clases medias de este país, desdiciéndose de manera flagrante de lo dicho tanto en el Discurso de investidura, como en el programa electoral como de proclamado un montón de veces por el Sr. Rajoy como líder de la oposición. Por lo menos eso es lo que nos han dicho.

Pero recortar los gastos del sector público y poner orden en las CCAA, como ya decíamos en el post anterior, es harina de otro costal. En primer lugar es muy complicado políticamente, cuando hay autonomías en franca rebelión fiscal y otras directamente en suspensión de pagos, cuando no, de manera más o menos vergonzante, en ambas situaciones a la vez. Por cierto, que la rebeldía fiscal (por ejemplo, no pagar el IRPF o las cuotas de la Seguridad Social de los trabajadores públicos) ya sea en su modalidad más cruda o en la más sofisticada que lleva consigo la invocación de excusas tales como “pactos fiscales”, “agravios fiscales”, retrasos del Estado, o lo que sea, resulta de indudable utilidad política para ocultar la propia responsabilidad en el derroche y la mala gestión después de más de 30 años de autogobierno con gobiernos de un signo y de otro, y de paso permite no sacar el dinero de la caja cuando tanta falta hace. ¿Se imaginan que pasaría si los sufridos ciudadanos y las empresas de este país nos declaramos en rebeldía fiscal o solicitamos un nuevo pacto de rentas? Pues las  CCAA lo hacen y no pasa nada.

Pero, para no pecar de cenizos, vamos a asumir con la  mejor voluntad que, pese a los compromisos y las hipotecas que pesan sobre el Gobierno y su partido, éste va a tomar decisiones de este tipo, aunque sea porque no tiene más remedio.

Lo que pasa es que no es la primera vez que desde el Gobierno central se pretenden suprimir organismos públicos, estatales o autonómicos o locales. Ya lo intentó la Sra Salgado hace más de un año. Sin ningún éxito por cierto.

Y como ya hice en su momento en un artículo publicado en el Mundo, les daré alguna información que, en mi opinión, lo explica. Hay que tener en cuenta que, por lo menos hasta ahora, se suele encomendar la ejecución de esos acuerdos o instrucciones a los propios Ministerios o a las Consejerías o Concejalías de las que dependen los organismos públicos a suprimir. En este sentido, el Ministerio (antes Economía y Hacienda, ahora suponemos que Hacienda y Administraciones Públicas) da unas cuantas directrices al resto de los Ministerios y, si puede, a las CCAA y Ayuntamientos. Y éstas, a su vez piden datos…normalmente a los propios organismos a suprimir. Si, no se extrañen, no hay muchas otras formas de hacerlo ni muchos informes “objetivos” a los que acudir. Me imagino que se podrían usar los informes del Tribunal de Cuentas y de la IGAE u organismos autonómicos similares, y, a lo mejor, hasta se intenta, pero el problema es el retraso con el que van, aun presuponiendo que hacen informes solventes y rigurosos. Y, además, habría que estudiárselos y no suele haber tiempo.

Así las cosas, lo más sencillo viene siendo pedir los datos a los directivos de los organismos candidatos a la supresión –muchos de los cuales a día de hoy son todavía los nombrados por el anterior Gobierno porque no habrá dado tiempo a celebrar las reuniones de los Consejos de Administración, Patronatos, órganos de Gobierno, etc que según las normas de los entes públicos hay que convocar para cesarles- que, faltaría más, defienden la esencialidad de “su” organismo con uñas y dientes,  Como, por otro lado, no hay ningún criterio objetivo y homogéneo preestablecido para valorar la necesariedad o la sostenibilidad de un organismo público, aunque puedan existir muchos de acuerdo con el puro sentido común (se me ocurren, por ejemplo, criterios tales como la sostenibilidad económica con ingresos propios sin necesidad de transferencias presupuestarias, la duplicidad o triplicidad con otros organismos, trayectoria y ejecutoria previa verificada en auditorias, Tribunal de Cuentas, recursos judiciales, etc, posibilidades de privatización, instrumentalización realizada por parte de las Administraciones que los han creado, tipos de encomiendas de gestión realizadas, crecimiento del déficit en los últimos años, perfil más o menos técnico o “de confianza” de sus directivos o empleados posible competencia con el propio sector privado, etc, etc)  no es muy fácil hacer una valoración ecuánime y racional ni tomar una decisión sensata en asunto tan complejo y con tantas implicaciones.. Con lo que, a la hora de decidir, si es que llega esa hora, se priman los criterios políticos, vulgo, la mayor o menor presión que los amigos y conocidos hayan podido ejercer a favor del mantenimiento o supresión de unos u otros entes públicos.

En conclusión, el problema real es que no hay criterio en el Gobierno central ni probablemente en el autonómico, para saber qué organismos públicos hay que suprimir, fusionar o vender desde un punto de vista objetivo y racional. Y me temo que por muy buenas intenciones que tenga el Gobierno y por muchos informes que encargue, de aquí a una semana, dos o tres tampoco lo va a haber.

Pero no es solo eso; vamos a dar un paso más y ser todavía más optimistas, en la estela del Sr. Zapatero. Vamos a suponer, que, mejor o peor, se llega a una decisión sobre qué organismos públicos hay que suprimir, fusionar o vender, pues incluso aunque se elijan aleatoriamente, siempre supondría una mejora sobre la situación actual dado que las posibilidades de acertar son muy altas. Bueno, pues ocurre que esa decisión hay que ejecutarla. No está de más recordar este pequeño detalle, porque no es la primera vez que este tipo de decisiones que se anuncian a bombo y platillo se quedan en papel mojado, porque no se ejecutan o se incumplen sin que pase nada de nada. O simplemente se toma el pelo al Ministro de turno, como ocurrió cuando la SEPI contabilizó como entidades públicas suprimidas las que ya estaban “muertas” pero no formalmente, por lo que encima costó dinero cerrarlas.  Desde entonces, como se pueden imaginar, no ha dado tiempo a cambiar nada.

Lamentablemente, en un Estado como el nuestro que se ha ido desprendiendo voluntariamente de todos sus instrumentos legales y políticos de coacción con respecto a otras Administraciones (por falta de ejercicio o porque a estas alturas ya está convencido de que carece de legitimación y recursos para hacerlo, véase el artículo de Rodrigo Tena sobre la partitocracia de taifas  esto de hacer cumplir este tipo de acuerdos no ya  a las CCAA y Ayuntamientos sino incluso a los propios Ministerios, reviste una cierta complejidad. Ciertamente en los últimos años, si por algo se han caracterizado nuestras normas y nuestros acuerdos y pactos de todo tipo, condición y ámbito de aplicación ha sido por su sistemático e impune incumplimiento como tantas veces hemos denunciado en este blog.

Y finalmente, aunque sea de Perogrullo, no está de más recordar que no se trata de suprimir solo el número de organismos públicos sino que se trata de que esta supresión sea un medio para conseguir un fin: la supresión de un gasto público innecesario y directamente insostenible, que amenaza con impedir cualquier posibilidad de recuperación y por llevar a la ruina a la economía española si es que no estamos ya en ella. Hablando en plata, si hay un organismo duplicado o triplicado y se suprime no se trata de recolocar a todo el mundo, ni de quedarse con los inmuebles. Para ese viaje, sobran alforjas.

Y ahora la última nota positiva, para que no se diga que no echamos una mano. A mi juicio, para forzar el cumplimiento de las decisiones que adopte en este ámbito, el Gobierno tiene ahora mismo instrumentos políticos y legales más que de sobra, merced a su mayoría absoluta y sobre todo, lo que me parece bastante más importante, porque tiene el apoyo de la opinión pública. Los ciudadanos y la sociedad civil van a entender muy bien y van a apoyar estas medidas. ¿Qué tal si se cuenta con ellos? Y una forma muy sencilla de hacerlo es proporcionándoles información sobre los organismos a evaluar. Que no los tengan que buscar en Google, en este blog o en otros, o en las webs de los propios organismos o buscando entre los presupuestos respectivos y la normativa estatal, regional o local. Gobierno abierto ¿se acuerdan? Está en su programa electoral.

Y en cuanto a los instrumentos técnicos para garantizar el cumplimiento, si una Comunidad Autónoma, por ejemplo, no suprime organismos públicos y reduce gastos, puede hacerse que el incumplimiento tenga consecuencias. Por ejemplo, que deje de recibir avales y dinero del Estado para pagar sus nóminas. Y si faltan herramientas legales, que no creo, como la situación es de extraordinaria y urgente necesidad, según nos explica la Sra. Saenz de Santamaría en sus ruedas de prensa tras el Consejo de Ministros para justifica la subida de impuestos se me ocurre que se da el presupuesto de hecho “de calle” para la aprobación de los Decretos-leyes en este sentido que hagan falta.

Lo estamos esperando.

La publicidad institucional

El Gobierno entrante ha hecho pública su intención de llevar a cabo los recortes del gasto público que sean necesarios para cumplir con los objetivos de déficit público para el nuevo año 2012. Mientras se concretan los recortes, en los medios de comunicación se especula sobre las diferentes partidas que pueden verse afectadas. Se habla de las retribuciones de los empleados públicos, de la paralización de las inversiones en infraestructuras, de la congelación del salario mínimo, de los gastos de defensa, de la tasa de reposición de funcionarios, etc, etc. Pero no se habla, comprensiblemente desde el punto de vista de los intereses de esos medios de comunicación, de una partida que tiene un peso no despreciable en el presupuesto: la publicidad institucional.

La publicidad institucional puede subdividirse en tres categorías:

  • Las campañas destinada a la comercialización de productos, fundamentalmente servicios, ofertados desde el sector público.
  • Las campañas que ensalzan los logros del Gobierno; es decir, el coloquialmente llamado “autobombo”.
  • Las campañas destinadas a difundir, promover y sensibilizar

 Según la Ley 29/2005, de 29 de diciembre, de Publicidad y Comunicación Institucional, solo podrán contratarse campañas institucionales de publicidad y comunicación para alguno de los siguientes fines:

  • Promover la difusión y conocimiento de los valores y principios constitucionales.
  • Informar a los ciudadanos de sus derechos y obligaciones legales, de aspectos relevantes del funcionamiento de las instituciones públicas y de las condiciones de acceso y uso de los espacios y servicios públicos.
  • Informar a los ciudadanos sobre la existencia de procesos electorales y consultas populares.
  • Difundir el contenido de aquellas disposiciones jurídicas que, por su novedad y repercusión social, requieran medidas complementarias para su conocimiento general.
  • Difundir ofertas de empleo público que por su importancia e interés así lo aconsejen.
  • Advertir de la adopción de medidas de orden o seguridad públicas cuando afecten a una pluralidad de destinatarios.
  • Anunciar medidas preventivas de riesgos o que contribuyan a la eliminación de daños de cualquier naturaleza para la salud de las personas o el patrimonio natural.
  • Apoyar a sectores económicos españoles en el exterior, promover la comercialización de productos españoles y atraer inversiones extranjeras.
  • Difundir las lenguas y el patrimonio histórico y natural de España.
  • Comunicar programas y actuaciones públicas de relevancia e interés social.

La Ley excluye de la publicidad institucional aquélla que tenga un fin mercantil o comercial, y proscribe, en su artículo 4, toda campaña que tenga como finalidad destacar los logros de gestión o los objetivos alcanzados. Por consiguiente, de los tres tipos de publicidad enumerados más arriba, solo puede considerarse publicidad institucional en sentido estricto el tercero: las campañas destinadas a sensibilizar y difundir.

La mencionada Ley se aplica exclusivamente a las campañas contratadas desde la Administración General del Estado y el sector público estatal, y contempla la creación de una Comisión de publicidad y comunicación institucional, que entre otras funciones vendrá obligada a elaborar un informe anual. No obstante, la Disposición Final Segunda establece que el contenido del artículo 4, el que prohíbe entre otras cosas el “autobombo”, tiene el carácter de legislación básica para todas las Administraciones Públicas.

El último informe de la Comisión de publicidad y comunicación institucional disponible, correspondiente al ejercicio 2010 (aquí), detalla las campañas realizadas durante ese ejercicio. A nivel presupuestario, para 2010 se planificaron enla Administración General del Estado casi 131 millones de euros para publicidad institucional, aunque según el informe solo se llegaron a ejecutar campañas por importe de unos 81 millones de euros.

Para las administraciones autonómicas y locales los datos se encuentran mucho más dispersos. Muchas Comunidades Autónomas han cultivado su floresta legislativa aprobando leyes propias de publicidad institucional. En cuanto a las entidades locales, una de las fuentes de información más recientes es el Informe de Fiscalización del Tribunal de Cuentas relativo a los años 2005, 2006 y 2007 (aquí).

El Informe del Tribunal de Cuentas se basa en el examen de 139 campañas llevadas a cabo en municipios de más de 500.000 habitantes. El informe señala que tan solo los municipios de Barcelona, Madrid, Málaga, Sevilla, Valencia y Zaragoza, contrataron entre 2005 y 2007 campañas por importe de 215 millones de euros.

Entre las conclusiones y recomendaciones del Informe, merece la pena destacar la siguiente:

El Estado debe velar porque la normativa autonómica, aceptando su heterogeneidad, en aspectos puntuales resulte, sin embargo, homogénea y acorde a lo previsto en el artículo 4 de la Ley 29/2005, que, de conformidad con su Disposición Final Segunda, tiene carácter de legislación básica para todas las Administraciones Públicas, en virtud de lo previsto en el art 149.1.18º de la Constitución Española. Dicho precepto contiene, al describir las conductas prohibidas, una nítida diferenciación de publicidad y propaganda en el desarrollo de la actividad publicitaria de las Administraciones Públicas; sin embargo, la normativa autonómica analizada posibilita esta última al permitir la publicidad de los logros obtenidos en la gestión pública.

Igualmente, el Informe recomienda limitar este tipo de campañas a las estrictamente necesarias, dado el elevado coste que comportan para las arcas públicas.

En resumen, la publicidad contratada por las Administraciones Públicas constituye un capítulo relevante en el gasto público, y como en tantos otros casos se encuentra mucho más acotado y controlado en el ámbito de la Administración General del Estado que en el de las Administraciones Autonómicas y Locales. Ante los recortes que inevitablemente se avecinan, procede que el Gobierno, siguiendo las recomendaciones del Tribunal de Cuentas, tome las medidas necesarias para el cumplimiento de la legislación básica señalada, evitando las proscritas campañas de “autobombo” de las diferentes Administraciones; y al mismo tiempo cabe exigir a todas las Administraciones que limiten su actividad publicitaria a lo estrictamente imprescindible. Aunque difícil de cuantificar con los escasos datos disponibles, el ahorro obtenido será sin duda relevante.

Empezar por lo fácil

En un primer análisis apresurado de las medidas aprobadas recientemente por el Consejo de Ministros, y con el compromiso de analizarlas con más detenimiento, especialmente las fiscales, en próximos posts, podemos concluir que el Sr. Rajoy (por personalizar, ya que tenemos un Gobierno presidencialista “de facto”) ha empezado por lo fácil y no ha cumplido, por lo menos de momento, lo que dijo en su Discurso de investidura ni en su programa electoral respecto a la subida de impuestos.

La justificación de este “giro copernicano” en materia de impuestos se hace en base al “descubrimiento” de que el déficit real de las Administraciones Públicas es del 8% y no el que decía la sra. Salgado, que era el políticamente correcto (el 6%). La desviación se debe, básicamente, a lo que era un secreto a voces, que las CCAA no iban a cumplir con su parte. Sin embargo, parece que este “descubrimiento” en realidad no era tal (de hecho la cifra la manejaban en público importantes asesores económicos del sr. Rajoy) y por tanto parece difícil que ésa haya sido la auténtica razón de la subida de impuestos. Sencillamente, pensamos que había que hacer algo rápido para cuadrar las cuentas, que ya se sabía que no cuadraban, y dado que meter en cintura a las CCAA no parece sencillo (menos con unas elecciones autonómicas a la vuelta de la esquina) y que las reformas “estructurales” (suponiendo que haya voluntad política y capacidad técnica para hacerlas) no se pueden improvisar de la noche a la mañana, quedaba lo fácil. En ese sentido, subir el IRPF recuerda un poco desde el punto de vista de los ingresos a lo que supone, desde el punto de vista de los gastos, recortar el sueldo linealmente a todos los funcionarios.

Y por si no creen que esto sea un giro copernicano, lean el discurso de investidura de hace apenas 10 días, en concreto del 19 de diciembre.

No somos especialistas y por tanto sería temerario tratar del impacto económico que tendrán estas medidas, más allá de la obvia de que no van a contribuir precisamente a tirar del consumo.

Por lo que aquí nos interesa, lo que queda por ver, es si, efectivamente, se producirán en breve las famosas reformas estructurales que anuncia la vicepresidenta para atajar el déficit público desde el punto de vista de los gastos (especialmente en provocado por el desbarajuste autonómico y local del que tanto hemos hablado en este blog) pero también el que se produce vía subvenciones y no solo a partidos políticos y sindicatos y demás “corporaciones” (que según esta noticia se ha disparado pese a las promesas de ajuste fiscal y ha alcanzado los 12.000 millones de euros) sin olvidar la racionalización de los costes de la Sanidad Pública, o de otros servicios del Estado del bienestar, aunque en nuestra opinión éstos deben de ser los últimos en recortarse. Ya saben, primero cierren por favor los chiringuitos autonómicos y locales y después hablamos de la Sanidad.

Si estas reformas no se producen en breve, y si no se implanta de una vez una cultura de probidad, transparencia y honestidad en lo público (vergonzosa la negativa de los directivos de las Cajas de Ahorros salvadas con dinero público de dar a conocer sus sueldos en base a la Ley de Protección de Datos, otro despropósito del que hablaremos) será sencillamente una estafa imponer sacrificios de nuevo a los mismos, los asalariados y las clases medias.

Les proponemos para enjuiciar esta y otras medidas que pueda adoptar el Gobierno un sencillo test, tomado en el libro de Víctor Pérez-Diaz de 2008 cuya lectura recomendamos encarecidamente: ¿pasan la prueba de la honestidad? ¿Pasan la prueba del sentido común?