La espuria figura de los asesores

Los asesores, esa figura espuria que se mueve entre bambalinas del poder, parece haber adquirido un desorbitado interés mediático. No es para menos. Lo que hemos leído y oído estos últimos días sorprende a muchos, indigna a otros y a los menos, como es mi caso, no nos dice nada nuevo que ya no supiéramos. Intentaré explicar brevemente quiénes son y a qué se dedican tan ignorados transeúntes de las nóminas públicas. Aunque ya les anticipo que no es fácil, pues son dúctiles y muy variopintos, aunque haya algunos rasgos que los identifiquen. Veamos.

1.- Si nos paramos un momento a reflexionar, parece obvio que carece de sentido que esta figura se regule, con carácter general, en la legislación de función pública, cuando se trata de una figura esencialmente política. Y, sin embargo, así se viene haciendo desde la LFCE de 1964. Primera paradoja. No son funcionarios realmente (sirven al partido no a la ciudadanía); pero dada esa cobertura legal, se pueden llegar a confundir con ellos, y la opinión pública se puede montar un pequeño lío. Atinado estuvo en su día el profesor Severiano Fernández Ramos calificando a esos funcionarios eventuales como los falsos empleados públicos.

2.- La normativa de función pública cuando regula esa figura del personal eventual remite a aquellos que desempeñan tareas que son de confianza y asesoramiento especial (realmente político). Cuál sea exactamente el alcance de esos dos conceptos, no resulta fácil de delimitar y permite, por tanto, que a veces desborden sus contornos e interfieran en ámbitos técnicos, de gestión o, incluso, directivos o políticos. Es lo que tienen las acotaciones tan genéricas, más aún cuando tampoco se exigen requisitos específicos para ser nombrado.

3.- Como juegan en el patio de la política y no de la función pública profesional, al margen de que algunos de ellos procedan de esta, su nombramiento y cese es libre, y la discrecionalidad actúa allí sin límite alguno. Ya pueden pensar lo que puede pasar en un país como este, cuando la manga ancha es tan amplia. Eso sí, se vinculan umbilicalmente a la persona que les nombró, cuando esta cesa ellos se van con ella también. De ahí su naturaleza “eventual”.

4.- Ciertamente, esas exigencias normativas son magras, y admiten muchas soluciones, algunas “ad hoc”. Impera en tales nombramientos y ceses lo que el profesor Francisco Longo denominara como “la metafísica de la confianza”, tan frecuentada por una política que hace del clientelismo su seña de identidad. Así lo fue en el siglo XIX (cuando no se habían descubierto aún las enormes bondades de esta figura), y así lo sigue siendo en el siglo XXI. España es así.

5.- Pero, si ese marco regulatorio es malo de solemnidad, lleno de agujeros intencionados, lo que casi permite cualquier cosa, peor aún es la práctica política que se ha ido adoptando (y agravando) desde 1978 hasta nuestros días. La política pronto descubrió, en efecto, que tan espuria figura de los asesores admitía, entre otras funcionalidades, que también las tiene, ser una máquina engrasada de repartir turrones entre los amigos políticos y otros afines. Y se puso a funcionar, primero con cierta contención, luego a pleno rendimiento.

6.- Sorprenderá al lector ingenuo que esto pase, pues obvio resulta que, para ejercer una función asesora, sea esta cual fuere, se requiere una premisa básica: disponer de juicio y criterio experto en tales lides. Pero, no se olviden que este es un oficio “auxiliar” de la política. Alguien con mala leche les llamó en su día “fontaneros”. La política es un oficio de contornos difusos. Y realmente ahí es donde el personal eventual sirve para un roto o para un descosido.

7.- No cabe duda de que un político serio y responsable procurará rodearse, siempre que su partido se lo permita, de un equipo de asesores; una suerte de estado mayor, que le provea de discurso, estrategias y refuerce las competencias de liderazgo de quien le nombra. Así se hace en las democracias avanzadas, cuyos gobiernos tienen también personal asesor, pero extraído de la alta función pública, de las universidades o de profesionales cualificados.

8.- En España proliferan por doquier los asesores de comunicación o, incluso, de imagen, que pervierten y reducen la política a un necio y perverso juego de buenos y malos, por lo común de una pobreza discursiva supina y de una simplicidad maniquea. Los gabinetes de los políticos en este país, y hay ejemplos claros en algunos ámbitos, se han convertido en máquinas propagandistas de producir relato interesado y sectario. Esto es lo que más parece gustar hoy en día a unos políticos enfermos de imagen, sin nada que contar realmente, solo consignas de papagayo aprendidas y, eso sí, demostrando tener siempre una cara de hormigón.

9.- También hay innumerables asesores de grupos políticos locales, grupos parlamentarios, o de gabinetes de presidentes, ministros, consejeros, alcaldes o presidentes de gobiernos locales intermedios. Se cuentan por miles en todo España. Y en ese saco hay de todo, buenos profesionales, malos y también quienes son asesores sin tener realmente nada de qué asesorar. O personas muy jóvenes que acceden a su primera nómina gracias al partido. Siempre me ha llamado la atención que personas de perfil junior, por mucho que atesoren un máster o doctorado, se dediquen a asesorar en una actividad tan compleja como la política, que requiere mucha experiencia práctica.  Y podría contarles un sinfín de anécdotas vividas.

10.- Dentro de ese “cajón de sastre” del personal eventual cabe de todo, aunque con algunas limitaciones puestas por la doctrina jurisprudencial, pretendiendo vanamente poner puertas al frenético oleaje de la política clientelar. Ciertamente, no cabe negar que en esa “selecta nómina” de asesores hay personas con muy buenas credenciales profesionales y con largo trazado en el ámbito de lo público (he conocido y conozco varias). Eso honra al político que les nombra y probablemente mejorará los resultados de sus propias políticas.

11.- Pero en este reinado absoluto de la confianza política, o en esta España de los favores, lo normal se pervierte fácilmente en excepcional. Y, en verdad, esta espuria figura permite que, por ejemplo, si los partidos han de premiar a alguien, se ha de colocar a un amigo, un militante, un familiar, o cuando se quiere regalar una bufanda económica para que quien deja los primeros puestos de la política no pase frío, se le nombra asesor. Seguro de vida, al menos para cuatro años. Los partidos son ya entidades de beneficencia de sus cargos públicos.

12.- Es verdad que el legislador, empujado por las políticas de contención fiscal y no por voluntad propia, estableció algunos límites en cuanto al número que pueden nombrar los políticos con facultad de hacerlo (ministros, secretarios de estado, consejeros, alcaldes, etc.). Pero también lo es que, en otros niveles, tales como las presidencias del Gobierno, esos límites no suelen existir. Y allí se inflan las estructuras hasta la obesidad mórbida. Además, se ha buscado otra solución imaginativa: asimilarles en algunos casos a órganos directivos (incluso a órganos superiores), con lo cual quienes asesoran tienen así la espalda cubierta con retribuciones más sustanciosas. Los órganos staff se visten formalmente de estructuras en línea. Hay vestidos para todo en la política española.

13.- En realidad, ese mundo espurio del personal eventual es un cuarto oscuro de la política que la tan cacareada era de la transparencia apenas ha conseguido iluminar. No disponemos de datos de conjunto de la presencia del personal eventual en totalidad de las Administraciones Públicas. Tarea hercúlea en esta España de taifas autonómicas y de miles de entidades locales. Un buen reto para los investigadores, también de los medios, si los hay.

14.- No creo que haya que insistir mucho en que, con el paso del tiempo, esta figura espuria del personal asesor ha ido creciendo y desbordando sus contornos sin que su utilidad funcional, que la tiene, apenas haya sido respetada. Eso es responsabilidad de unos partidos políticos que cada vez más se han convertido en agencias de colocación de sus propios militantes y allegados en cargos públicos y figuras afines. Con el paso del tiempo, los partidos han ido mostrando mayor voracidad a la hora de atender sus propias necesidades endógenas, pervirtiendo las instituciones, también en esta pequeña escala de esa figura “angelical” de los asesores, hasta convertirla a veces en mera caricatura. Premiar al militante que “todo lo ha dado por el partido” exige disponer también de estas soluciones dúctiles que todo lo permiten.

15.- En fin, nada que no se sepa. No hay por qué alarmarse. Llegados hasta aquí, les he de confesar que no tengo ni la más mínima esperanza de que esto cambie. La regulación actual deja manga ancha a los partidos políticos. Y los únicos que la pueden cambiar son los propios partidos. No lo harán, porque en esto actúan como un cártel, según expusieron lúcidamente Katz y Mair, y tienen también sus espurios intereses: proteger frente “al paro y la indigencia” a sus huestes y a la creciente manada de paniaguados que pretende abrevar eternamente en el comedero público.

Como lo que está pasando en el circo de la política española es realmente muy serio, pero tampoco es nuevo ni mucho menos, la única intención de estas líneas ha sido pretender aportar algo de luz a una figura poco conocida y analizada. Al menos por quienes no son especialistas. Nuestra tendencia innata a pervertir el sentido y finalidad de las instituciones, en ese afán desmedido y antidemocrático de la política por controlarlo todo y hacer un uso desviado de sus propios fines, se muestra también en este rincón oscuro de las estructurales gubernamentales, al que le convendría una mejor regulación, más profesionalidad, mucha transparencia y dosis innegables de integridad institucional. Un pío deseo.

 

Presentación de “Huida de la responsabilidad”, de Rodrigo Tena

El pasado miércoles 21 de febrero se presentó, en la Fundación Tatiana (a quien agradecemos vivamente su amabilidad),  el libro “Huida de la responsabilidad”, del patrono de la Fundación Hay Derecho y coeditor del blog Rodrigo Tena. Participaron en la presentación Safira Cantos, como moderadora, Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la UAM, y yo mismo. Lo que viene a continuación son mis palabras introductorias al debate sobre el libro:

“Si de lo que se trata en una presentación es de dar a conocer la publicación del libro de Rodrigo e incitar a su lectura, voy a procurar que mi modo de hacerlo no sea hablar extensamente de mis conocimientos sobre la materia, que son limitados, pues uno es solo un jurista de irreconocible prestigio, al menos irreconocible a simple vista; tampoco hacer unos elogios desmesurados y excéntricos (aunque eso es lo que le dije a Rodrigo que iba a hacer), porque leí que La Rochefoucault decía que “no se elogia, en general, sino para ser elogiado”, y me he cohibido ante la posibilidad de incurrir en un posible delito de narcisismo inverso. Pero como tampoco quiero huir de mi responsabilidad como presentador del libro, haré los elogios justos y necesarios.

Porque esto es justo y necesario. Ya lo hice el 22 de febrero del pasado año cuando, aceptando la deferencia que Rodrigo me hacía, leí las pruebas del libro en su versión extensa y le escribí para decirle que me parecía asombroso el nivel de erudición de lo que estaba leyendo, el recorrido transversal que hacía por diversas disciplinas y la sugerente propuesta explicativa de las consecuencias éticas de la huida de la responsabilidad.

Pero, ¿qué es esto de la huida de la responsabilidad? ¿Por qué escribe de eso Rodrigo? Quien lea el libro se apercibirá pronto de que es el fruto de la preocupación del autor por la situación política, ética y social de nuestra época, como nos ocurre a todos los que nos encontramos en la órbita de Hay Derecho, que somos unos esforzados reformistas o, si prefieren unos ilusos regeneracionistas decimonónicos o, aún peor, los quiméricos arbitristas de los siglos XVI y XVII, que elevaban memoriales al rey o a las Cortes con propuestas para resolver problemas de la Hacienda y del Estado, aunque ahora con nuestros posts e informes. Pero es que, como decía Mark Twain, la historia no se repite, pero rima.

Esto es algo que es necesario hacer, y Rodrigo lo lleva haciendo no sólo por medio de la escritura -del que este libro es en parte decantación- sino que ha tenido la valentía de defender sus ideas regeneradoras en la vanguardia de la batalla política lo que, como suele ocurrirle a las personas honradas, le ha supuesto más disgustos que alegrías. A Rodrigo no le pasa como a Ignatieff, ese politólogo de Harvard metido a candidato a la presidencia canadiense y estrellado en la política, que, como él mismo confiesa, “había leído a Maquiavelo, pero no lo había entendido”. Rodrigo sabe cómo funcionan las cosas pues las ha sufrido en carne propia.

Pero este libro, aunque tiene que ver con la política, la excede. Es, como decía antes, un libro transversal que se encuentra en esos límites entre la Política, la Ética y el Derecho, ese punto neurálgico del pensamiento social, pues según combinemos las tres materias obtendremos productos sociales muy diferentes: desde el nazismo (Ética totalmente separada del Derecho y de la Política) al iusnaturalismo (con una integración absoluta y absolutista en círculos concéntricos de la ética y el Derecho) pasando por integraciones relativas (como la de los círculos secantes de Dworkin) o la separación relativa de Hart (con la ética en la cumbre de la pirámide). Sin duda, esta esto es un tema clave en Huida de la Responsabilidad: si todo es moralidad, el derecho no tiene autonomía alguna (piénsese tanto en las teocracias como en modas como la corrección política). Si moralidad y derecho van por caminos diferentes, toda ley es correcta si sigue los procedimientos formales e importa poco la moralidad mayor o menor de su contenido.

Todo esto, como digo, es una preocupación antigua de Rodrigo que, aparte de notario, articulista y ensayista, ha tenido el atrevimiento de dar cursos de ética a colectivos de lo más diversos con un servidor. Y de todas estas incursiones ha surgido siempre una pregunta: ¿qué es más importante para que los países triunfen: la ética o las instituciones?; ¿qué es más esencial para tomar buenas decisiones: la moral o el Derecho? En Hay Derecho, cuyo origen es jurídico, tenemos una cierta pulsión institucionalista, es decir, tendemos a pensar que los países progresan si las reglas están bien diseñadas y son aplicadas adecuadamente. En su día, fuimos acérrimos lectores de Acemoglu y Robinson que en su famoso libro Por qué fracasan los países llegaban a la conclusión de que la diferencia entre unos y otros no está en la genética, el clima, la historia o la religión, sino en las normas, formales o informales, que conforman una sociedad, porque modelan las conductas, como ya había adelantado Douglas North en los años 90.

Pero hoy sabemos que eso no es suficiente: unas instituciones regidas por gente sin conciencia son papel mojado, por mucho que Kant considerase que hasta un país de demonios llegaría a firmar el contrato social si tiene sentido común. Si fuera así, bastaría con fotocopiar las leyes de los países más avanzados.  Y lo que está transitando ahora por nuestra política nos da claras pruebas de que las instituciones no bastan, porque tenemos las mismas que hace 40 años y ahora, al parecer, no funcionan. Por eso decía Tocqueville que los valores democráticos, que llamó mores, esa “suma de ideas que dan forma a los hábitos mentales”, son incluso más importantes que las leyes para establecer una democracia viable, porque éstas son inestables cuando carecen del respaldo de unos hábitos institucionalizados de conducta.

Rodrigo entra en todas estas cuestiones por el expediente de lo que, tan originalmente, llama “delegación de la responsabilidad”. Y lo hace sin demasiadas concesiones a la literatura o a las técnicas anglosajonas de los ejemplitos y los rodeos. Aquí hay pensamiento ético y político sin anestesia. Su tesis es que la aversión al riesgo individual y la tendencia a la delegación de la responsabilidad en el sistema –el Estado, la norma, o el mercado- es un signo de nuestro tiempo desde la transición a la modernidad y que se debe más a las ideas dominantes que al progreso material. Esa delegación de responsabilidad se produce por varias causas entre las que están la compartimentalización de los ámbitos; el providencialismo, el determinismo, el pesimismo antropológico, y la vinculación de la responsabilidad a la voluntad, separándola del orden natural de las cosas.

Así, parte de la antigua dicotomía entre virtud e instituciones, haciendo notar que mientras la cultura clásica apostó por la virtud, la Ilustración se inclinó por las instituciones, dejando la virtud personal subordinada al diseño institucional, que presupone que las personas son racionalmente egoístas pero cumplidoras. Y tanto las posteriores corrientes liberal (o de derechas) o la comunitarista (o de izquierdas), siguen el esquema fomentando la delegación de la responsabilidad individual en terceros, las instituciones, ya sea, en el primer caso, un mercado perfecto que como mano invisible libra al individuo de la tiranía del Estado; o, en otro caso, un Estado providencia que a través de la regulación reduce las desigualdades  eliminando los condicionamientos sociales o incluso biológicos. Ambas presentan el pesimismo antropológico característico de nuestra época, que atribuye a la virtud personal o al carácter un papel nimio frente al poder de las normas y los incentivos y el mismo punto de partida individualista.

A eso se añade hoy, y esto es de mi cosecha, una segunda cuestión: en las últimas décadas, como apunta  Gilles Lipovetski, la sociedad posmoderna ha transformado la lógica de las instituciones de la modernidad, que consistía en sumergir al individuo en reglas uniformes, eliminar en lo posible las expresiones singulares que se ahogan en una ley universal, sea la “voluntad general”, las convenciones sociales, el imperativo moral, las reglas fijas y estandarizadas. En esta sociedad posmoderna desaparece el rigor racional y se da paso a los valores del libre despliegue de la personalidad íntima, la legitimación del placer, el reconocimiento de las peticiones singulares, abandonando esa subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas. La conclusión, para mí, es que quizá hoy no cuenta la virtud, pero tampoco las instituciones que, en el fondo, se consideran corsés de nuestra expresividad más íntima, que es lo que importa. Rodrigo apuesta por la vuelta a la virtud aristotélica, y me recuerda –quizá él no esté de acuerdo- las propuestas de Alasdair Macintyre en After Virtue, en que rechaza las propuestas de la filosofía moral de la modernidad porque ha desembocado en una comprensión emotivista de la ética al conceder a las reglas y normas más importancia que a la virtud aristotélica, que MacIntyre reivindica.

Rodrigo trata todos estos temas con perspectiva y con profundidad. En la parte primera, más de la mitad del libro, nos explica los antecedentes que han propiciado el modo de pensar de la delegación de la responsabilidad y es la decantación de todas sus lecturas de los clásicos. En la segunda parte, que escudriña los síntomas de la delegación de la responsabilidad en la economía, en el derecho, en el Estado, en la política y en la ciudadanía  se puede apreciar la doctrina emanada por Rodrigo en todos sus posts y publicaciones en Hay Derecho sobre temas de actualidad.

Un lujo, no dejen de leerlo. Pero también es una obligación hacerlo porque, como el mismo Rodrigo dice en la parte final del libro, que llama “tratamiento”, es preciso escuchar la verdad, decir la verdad (al poder), decirse la verdad a uno mismo, actuar en función de esa verdad y participar de lo público, concienciarse y actuar”.

Nueva sentencia del TJUE sobre el abuso de la contratación en España: ¿seguimos haciendo oídos sordos?

En el año 1999 la catedrática de Derecho Constitucional Rosario Serra Cristóbal publicó su libro La guerra de las dos cortes, sobre las tensiones y desavenencias producidas entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional con ocasión de las sentencias y resoluciones dictadas por cada uno de estos órganos, que el otro interpretaba como invasiones de sus competencias, cuando no como auténticos ataques hacia su institución. Se podría escribir otro libro, bastante extenso por cierto, sobre la “guerra” entre el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y nuestro Tribunal Supremo, con ocasión de múltiples temas, desde las resoluciones sobre las “cláusulas suelo” en la defensa de los consumidores a la propia resistencia a asumir la primacía de la normativa comunitaria sobre la legislación interna de los Estados miembros. 

Entre las numerosas polémicas y férreas resistencias que nuestro T.S. ha protagonizado frente al órgano jurisdiccional de la U.E., está la referida a los empleados públicos temporales en situación de abuso de la contratación temporal. Han sido muchos años de batalla judicial en los que nuestro máximo intérprete de la ley iba por un lado y la jurisprudencia comunitaria por otro bien distinto, y han tenido que dictarse reiteradas sentencias por parte del TJUE para que nuestro Tribunal Supremo haya ido reculando poco a poco. Primero, en todo lo relativo a la equiparación de derechos entre interinos y funcionarios de carrera (como, por ejemplo, el derecho la carrera profesional). Luego, en la propia negativa a aceptar la existencia del abuso de la contratación temporal como realidad contraria al Derecho en vigor. Y, por último, una vez se ha aceptado con años de retraso que el abuso en la contratación temporal realizado desde las Administraciones Públicas supone una conducta ilegal, nos queda la cuestión de qué sanción o compensación deben recibir los millones de interinos y eventuales que, en abuso o en fraude de contratación temporal, han pasado años y hasta décadas en precariedad laboral. 

Dando otra vuelta más de tuerca al despropósito, además de la resistencia judicial a asumir la jurisprudencia del TJUE, hemos asistido a una grave inoperancia, por no usar otros términos, por parte de nuestro Legislador y nuestro Ejecutivo central, los cuales dictaron primero el Real Decreto-ley 14/2021, de 6 de julio, de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público y, posteriormente, la Ley 20/2021, de 28 de diciembre, de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público. Desde muchos sectores académicos y jurídicos se advirtió de que dichas normas no suponían una correcta transposición de la Directiva 1999/70/CE del Consejo, de 28 de junio de 1999, relativa al Acuerdo Marco de la CES, la UNICE y el CEEP sobre el trabajo de duración determinada, que no contemplaba ninguna sanción o compensación para el colectivo de trabajadores afectados y que los procesos selectivos, tal y como estaban configurados, no respondían a las exigencias de las normas comunitarias. 

Pero no se nos hizo ningún caso. Siguieron adelante y ahora el problema se ha acrecentado si cabe, con ocasión de la realización de una serie de procesos selectivos de consolidación que han derivado en centenares, quizá miles, de demandas judiciales, tanto de empleados públicos temporales como de opositores externos que no ocupan las plaza convocadas, generando un laberinto procesal que es el resultado de una inseguridad jurídica y de una deficiente normativa aprobada por nuestro Parlamento y nuestros Gobiernos (estatales y autonómicos). Dentro de esta estrambótica realidad, algunos sectores resultan más perjudicados que otros. En mi opinión, el peor parado, con diferencia, es el sector educativo, con unos docentes en una situación más precaria que cuando se eternizaba su temporalidad, todo ello por normas dictadas por el Gobierno central (me refiero al nefasto Real Decreto 270/2022, de 12 de abril) que, directamente, desnaturalizaban estos procesos selectivos.

Y es que se ha pretendido hacer un círculo cuadrado con tales procesos selectivos, configurándolos a la vez como procesos libres y abiertos y como procesos especialmente configurados para la consolidación de los empleados públicos temporales. Parafraseando el célebre razonamiento de la sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el caso Marbury contra Madison del año 1803, hay sólo dos alternativas demasiado claras para ser discutidas: o los procesos selectivos de la Ley 20/2021 se configuran como un mecanismo excepcional y extraordinario para compensar y terminar con el abuso de la contratación temporal en los términos de la normativa y jurisprudencia de la Unión Europea, o dichos procesos selectivos responden a los criterios ordinarios y habituales de cualquier proceso selectivo de las Administraciones. Entre ambas alternativas no hay términos medios: o como procesos selectivos extraordinarios y excepcionales se prima suficientemente a los trabajadores públicos temporales en situación de abuso de la temporalidad en los términos establecidos en la jurisprudencia del T.J.U.E., sin que exista una igualdad real entre los candidatos que opten a las plazas en situación de abuso de la temporalidad con otros externos o, por el contrario, todos los participantes en esos procesos selectivos deben encontrarse en las mismas condiciones. Si es cierta la primera alternativa, entonces se estará dando cumplimiento a la normativa y jurisprudencia de la Unión Europea en esta materia. Si, en cambio, es cierta la segunda, entonces la Ley 20/2021 supone un absurdo intento de terminar con el problema del abuso de la contratación temporal, y las llamadas en el preámbulo y el articulado a la Directiva 1999/70 CE del Consejo, de 28 de junio de 1999, serán papel mojado.

Tras este panorama, el pasado 22 de febrero el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha tenido que repetir alguno de sus pronunciamientos y recalcar otros, para sacar los colores a los Poderes Públicos españoles. Esta sentencia resuelve una cuestión prejudicial presentada por la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. Si bien esta consulta se halla vinculada a los trabajadores temporales con un vínculo laboral, algunas de sus conclusiones son perfectamente aplicables a los empleados públicos temporales con vínculo administrativo. Para estos últimos, existen más cuestiones judiciales pendientes de resolver. 

Las principales conclusiones de la sentencia, a mi juicio, son:

a) La figura denominada “indefinido no fijo” no es más que otro trabajador temporal afectado por la Directiva 1999/70/CE del Consejo, así como por el Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada que se incluye en la citada norma comunitaria. La Sala de lo Social del Tribunal Supremo español había dictaminado y reiterado que la solución a aplicar a los trabajadores de vínculo laboral en situación de abuso de la temporalidad era considerarlos como “indefinidos no fijos”, hasta la espera del proceso selectivo que finalmente cubra dicha plaza. Es decir, que la gran conclusión a la que llegaban los Magistrados de nuestro Tribunal Supremo era que la sanción a la Administración, así como la compensación al trabajador, por los años (o décadas) de abuso en la contratación temporal, era perpetuar esa temporalidad más tiempo. Es obvio y manifiesto que la solución dada por nuestro Supremo no es tal, y que sigue contraviniendo la normativa y la jurisprudencia del TJUE.  

b) Concluye la sentencia que vulnera la normativa de la Unión Europea (Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada que figura en el anexo de la Directiva 1999/70) una normativa nacional que establezca el pago de una indemnización tasada igual a veinte días de salario por cada año trabajado, con el límite de una anualidad, a todo trabajador cuyo empleador haya recurrido a una utilización abusiva de contratos indefinidos no fijos prorrogados sucesivamente, cuando el abono de dicha indemnización por extinción de contrato es independiente de cualquier consideración relativa al carácter legítimo o abusivo de la utilización de dichos contratos. Esa indemnización es la que prevé la ley 20/2021 en caso de que el empleado público temporal no supere los procesos selectivos de consolidación. Y la conclusión es que esa previsión normativa vulnera el Derecho de la Unión. 

c) También concluye la sentencia que vulnera la normativa de la Unión Europea (Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada que figura en el anexo de la Directiva 1999/70) una normativa nacional que establezca la convocatoria de procesos de consolidación del empleo temporal mediante convocatorias públicas para la cobertura de las plazas ocupadas por trabajadores temporales, entre ellos los trabajadores indefinidos no fijos, cuando dicha convocatoria es independiente de cualquier consideración relativa al carácter abusivo de la utilización de tales contratos de duración determinada. Esos procesos selectivos contrarios a la normativa europea son muchos de los que se están desarrollando ahora mismo bajo la cobertura legal de la ley 20/2021.

d) Para finalizar, la sentencia concluye asimismo que, a falta de medidas adecuadas en el Derecho nacional para prevenir y, en su caso, sancionar o compensar, los abusos derivados de la utilización sucesiva de contratos temporales con arreglo a la normativa de la Unión Europea (Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada que figura en el anexo de la Directiva 1999/70), la conversión de esos contratos temporales en contratos fijos puede constituir tal medida compensatoria. Corresponde, en su caso, al tribunal nacional modificar la jurisprudencia nacional consolidada si esta se basa en una interpretación de las disposiciones nacionales, incluso constitucionales, incompatible con los objetivos de la Directiva 1999/70.

Está por ver qué ocurre ahora, si España va a seguir haciendo oídos sordos a lo que nos reclaman desde la Unión Europea o si nuestro Tribunal Supremo y nuestros Tribunales Superiores de Justicia de las CC.AA. empiezan a rendirse a la evidencia. O cumplen con esta jurisprudencia o incumplen el artículo 4 bis de la Ley Orgánica del Poder Judicial, el cual establece que los Jueces y Tribunales aplicarán el Derecho de la Unión Europea de conformidad con la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Si optan por la segunda opción, conforme a la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional, podrían estar vulnerando el derecho a la tutela judicial efectiva de miles de demandantes que reclaman su aplicación, dado que, como ya se ha reiterado en varias sentencias, (por ejemplo la STC 232/2015 o la 31/2019), al Tribunal Constitucional le corresponde «velar por el respeto del principio de primacía del Derecho de la Unión cuando exista una interpretación auténtica efectuada por el propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea» y el desconocimiento y preterición de una norma de Derecho de la Unión, tal y como ha sido interpretada por el Tribunal de Justicia, puede suponer una selección irrazonable y arbitraria de una norma aplicable al proceso, lo cual puede dar lugar a una vulneración del derecho a la tutela judicial. 

¿Pueden los Juzgados y Tribunales de lo contencioso-administrativo seguir limitando las costas cuando resuelvan en primera o única instancia?

La reforma del art. 139 de la Ley 29/1998, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa (LJCA) que se ocupa de las costas procesales llevada a cabo por el Real Decreto-ley 6/2023, de 19 de diciembre ha sembrado muchas dudas entre los profesionales jurídicos sobre si sigue vigente la posibilidad de que el Juzgador, al resolver sobre un asunto en primera o única instancia, pueda limitar las costas a una parte o hasta una cifra máxima.

Esta facultad discrecional conferida por el legislador a los Juzgados y Tribunales del orden contencioso-administrativo (que coexiste con otras como las de los arts. 33.2 y 3 o 65.2 LJCA) se estableció para todas las instancias en el apartado 3º del art. 139 LJCA de 1998 donde decía que: “La imposición de las costas podrá ser a la totalidad, a una parte de éstas o hasta una cifra máxima.”.

El Tribunal Supremo ha venido delimitando el alcance de dicha facultad que el legislador dejó sin perfilar. Por lo que se refiere a su ámbito material, el Pleno del Tribunal Supremo en su Auto de 05/03/2013 (RC 2495/2009) estableció que se proyectaba sobre todas las partidas que forman parte de las costas, incluyendo, entre otros, los derechos arancelarios de los procuradores. Respecto a su ámbito procesal, estableció que la limitación debe ser establecida en “las resoluciones que deciden “la imposición de las costas”, pues es ahí, al adoptar esa decisión, cuando ese artículo confiere la facultad de moderarla” y que si no lo ha hecho, no se pueden introducir los límites posteriormente. Y esto porque, como explica el ATS de 10/7/2023 (RC 299/2020), “la Sala al establecer dicha condena en costas, al amparo del artículo 139 de la LJCA, ha valorado ya la complejidad del asunto y el trabajo realizado por las partes en el proceso, de manera que, salvo que se justifiquen circunstancias especiales que pongan de manifiesto la improcedencia de minutar por la cantidad máxima establecida, ha de mantenerse la minuta presentada por la parte que se ajusta a la cantidad fijada en la sentencia.”.

Para los asuntos decididos en primera o única instancia, en ese momento dicha facultad discrecional tenía menos relevancia porque el art. 139.1 LJCA, en sentido similar al art. 131.1 de la Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa de 1956, indicaba que en estos asuntos sólo se impondrían las costas “a la parte que sostuviere su acción o interpusiere los recursos con mala fe o temeridad”.

Sin embargo, en el año 2011 se modificó este art. 139.1 LJCA para introducir la regla del vencimiento objetivo importada de los apartados 1° y 2° del art. 394 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, quedando con la siguiente redacción: “En primera o única instancia, el órgano jurisdiccional, al dictar sentencia o al resolver por auto los recursos o incidentes que ante el mismo se promovieren, impondrá las costas a la parte que haya visto rechazadas todas sus pretensiones, salvo que aprecie y así lo razone, que el caso presentaba serias dudas de hecho o de derecho. En los supuestos de estimación o desestimación parcial de las pretensiones, cada parte abonará las costas causadas a su instancia y las comunes por mitad, salvo que el órgano jurisdiccional, razonándolo debidamente, las imponga a una de ellas por haber sostenido su acción o interpuesto el recurso con mala fe o temeridad ”.

A mayores de la posibilidad más excepcional de no imponer las costas en caso de dudas de hecho o de derecho, esta facultad del Juez del art. 139.3 LJCA de limitar las costas a una parte o hasta una cantidad máxima que se aplica de manera sistemática por los Juzgados y Tribunales de esta jurisdicción impide que nos encontremos ante un sistema de costas de vencimiento objetivo puro (quien pierde paga todas las costas en su totalidad), lo que tiene una especial importancia constitucional como más adelante veremos.

Aparte del cambio de 2015 sobre las costas del recurso de casación que movió esta facultad de limitación al 139.4, la regulación se mantuvo igual hasta la aprobación del citado Real Decreto-ley 6/2023. En su art. 102.30, que entrará en vigor el próximo 20/3/2024, se modifica este art. 139.4 LJCA que, de decir que “La imposición de las costas podrá ser a la totalidad, a una parte de éstas o hasta una cifra máxima”, pasa a decir que:

“4. En primera o única instancia, la parte condenada en costas estará obligada a pagar una cantidad total que no exceda de la tercera parte de la cuantía del proceso, por cada uno de los favorecidos por esa condena; a estos solos efectos, las pretensiones de cuantía indeterminada se valorarán en 18.000 euros, salvo que, por razón de la complejidad del asunto, el tribunal disponga razonadamente otra cosa.

En los recursos, y sin perjuicio de lo previsto en el apartado anterior, la imposición de costas podrá ser a la totalidad, a una parte de éstas o hasta una cifra máxima

La reforma está claramente inspirada en el art. 394.3 de la Ley 1/2000, de Enjuiciamiento Civil, que contempla esta limitación del tercio: “Cuando, en aplicación de lo dispuesto en el apartado 1 de este artículo, se impusieren las costas al litigante vencido, éste sólo estará obligado a pagar, de la parte que corresponda a los abogados y demás profesionales que no estén sujetos a tarifa o arancel, una cantidad total que no exceda de la tercera parte de la cuantía del proceso, por cada uno de los litigantes que hubieren obtenido tal pronunciamiento; a estos solos efectos, las pretensiones inestimables se valorarán en 18.000 euros, salvo que, en razón de la complejidad del asunto, el tribunal disponga otra cosa…”

La jurisprudencia de la Sala Tercera, por ejemplo, la STS de 16/6/2022 (RC 3979/2021), había declarado reiteradamente que esa limitación del tercio de las costas del art. 394.3 LEC no era aplicable a la jurisdicción contencioso-administrativa porque la ley procesal civil cuya supletoriedad se recoge en la disposición final primera de la LJCA, sólo se aplica en ausencia de regulación específica y aquí el art. 139 LJCA regula de manera completa las costas procesales en esta jurisdicción, cerrando la posibilidad de su aplicación supletoria.

Ahora bien, la redacción dada a dicho artículo ha sembrado las dudas sobre si la facultad discrecional de limitación sigue siendo aplicable a todas las instancias o solamente a los recursos.

A favor de esta última opción tenemos que la redacción original (“la imposición de costas podrá ser a la totalidad, a una parte de éstas o hasta una cifra máxima”) se reproduce exclusivamente en el apartado de los recursos; por lo tanto, en una primera aproximación podría entenderse que ha desaparecido para los asuntos decididos en primera o única instancia.

Sin embargo, a mi juicio no creo que sea así por lo siguiente.

Para interpretar las leyes la jurisprudencia nos ha dicho que no debemos detenernos sin más en la mera interpretación literal, sino que debemos ir en busca  del sentido normativo, como explica la STS 28/04/2015, Sala 1.ª (RC 2764/2012): “…aunque instrumentalmente la interpretación literal suela ser el punto de partida del proceso interpretativo, no obstante, ello no determina que represente, inexorablemente, el punto final o de llegada del curso interpretativo, sobre todo en aquellos supuestos, como el presente caso, en donde de la propia interpretación literal no se infiera una atribución de sentido unívoca que dé una respuesta clara y precisa a las cuestiones planteadas (STS de 18 de junio de 2012, núm. 294/2012). En estos casos, por así decirlo, el proceso interpretativo debe seguir su curso hasta llegar a la “médula” de la razón o del sentido normativo, sin detenerse en la mera “corteza” de las palabras o términos empleados en la formulación normativa”.

Uno de los elementos importantes que tenemos para encontrar ese sentido normativo, dimanado del principio democrático base de nuestro Estado de Derecho, es qué es lo que quiso decir el legislador.  Porque, como dice la STC 193/2004 al referirse a los debates parlamentarios “conforme a nuestra doctrina, constituyen un elemento importante de  interpretación para desentrañar el alcance y sentido de las normas (por  todas, STC 15/2000, de 20 de enero, FJ 7)“.

En nuestro caso, al tratarse de un Real Decreto-ley elaborado por el Gobierno de España en el que nada dice en su Exposición de Motivos sobre este cambio y en cuyo  debate parlamentario de ratificación tampoco se mencionó nada al respecto, podríamos pensar que nos es imposible saber cuál era esta voluntas legislatoris.

Sin embargo, la redacción que se ha aprobado es literal y exactamente la misma a la incorporada al Proyecto de Ley de medidas de eficiencia procesal del servicio público de Justicia (121/000097), presentado en el Congreso de los diputados el 13/04/2022, calificado el 19/04/2022 y que tuvo que finalizar su tramitación el 16/6/2023 obligatoriamente al disolverse las Cámaras por haber sido convocadas elecciones generales.

En su redacción original, el Proyecto no contemplaba dicho cambio.

Fue la enmienda n° 580 (BOCG 3/2/2023, páginas 497-498) del Grupo parlamentario socialista (GPS) quien lo propuso, siendo aprobada por el informe de la Ponencia de 8/6/2023 (BOCG 8/6/2023, páginas 1, 63 y 64). La justificación dada por el GPS para dicha modificación fue la siguiente:

Mediante la presente enmienda, se introduciría una limitación cuantitativa de las costas en relación con las impuestas en primera o única instancia y se dejaría la regulación que existe en la actualidad para el resto de grados o instancias (con excepción de las del recurso de casación que están reguladas en el apartado 3 que, a su vez, se remite a lo dispuesto en el artículo 93.4).

Supone trasladar, en su esencia, los límites ya previstos en la regulación contenida en el apartado 3 del artículo 394 de la LEC a la LJCA. No obstante, para darle el mayor alcance posible, se amplía el ámbito de la limitación, que ya no queda ceñida, como ocurre en la LEC, a la parte de costas que correspondan a los abogados y demás profesiones que no estén sujetos a tarifa o arancel, sino que se extiende en relación con todas las costas que pueda generar el proceso.

Esta modificación no habrá de generar, necesariamente, un eventual incremento generalizado de la litigiosidad en el orden contencioso-administrativo, pues, en definitiva, lo que se hace es intensificar las modulaciones previstas, a través de la introducción de un límite cuantitativo al importe de las costas”.

La claridad de esta motivación ofrecida por el legislador no deja lugar a dudas. Se repite por tres veces que lo que se busca para los asuntos decididos en primera o única instancia es ampliar las limitaciones en las costas, no reducirlas ni, por supuesto, eliminarlas.

Con la nueva redacción hay un nuevo límite máximo, el de la tercera parte de la cuantía del proceso de la ley procesal civil que no era aplicable al contencioso por lo dicho antes; ahora se introduce ampliando su ámbito material a la totalidad de las costas, como había hecho para la facultad de limitación el citado ATS de 05/03/2013 (RC 2495/2009). Pero la facultad de limitar las costas sigue estando prevista expresamente al decir que “4. En primera o única instancia, la parte condenada en costas estará obligada a pagar una cantidad total que no exceda…”.

Para los recursos, excluido el de casación regulado en el art. 139.3 (al que se refiere la frase “y sin perjuicio de lo previsto en el apartado anterior”), no regiría esa nueva limitación de la tercera parte de la cuantía del proceso, en línea con la justificación ofrecida en la enmienda del GPS que como hemos visto decía que “se dejaría la regulación que existe en la actualidad para el resto de grados o instancias (con excepción de las del recurso de casación que están reguladas en el apartado 3 que, a su vez, se remite a lo dispuesto en el artículo 93.4)”.

Por otra parte, la eliminación de la facultad de limitación de las costas en primera o única instancia vulneraría a mi juicio el derecho a la tutela judicial efectiva del art. 24 de la Constitución en su vertiente de acceso a la jurisdicción.

La jurisprudencia constitucional indica que la regulación de las costas es, generalmente, una cuestión de legalidad ordinaria, pero que puede afectar al derecho a la tutela judicial efectiva. En la STC 134/1990 de 19 de julio y en sentido similar la STC 156/2021 de 16 de septiembre dice que: “Como criterio general, se ha señalado al respecto que ninguno de los dos sistemas en que se estructura la imposición de costas en nuestro ordenamiento jurídico procesal, esto es, el objetivo o del vencimiento y el subjetivo o de la temeridad, afectan a la tutela judicial efectiva, pues la decisión sobre su imposición pertenece, en general, al campo de la mera legalidad ordinaria y corresponde en exclusiva a los Tribunales ordinarios en el ejercicio de su función (por todas, SSTC 131/1986, y 147/1989). Ahora bien, también se ha señalado anteriormente que, siendo la imposición de costas una de las consecuencias o condiciones que pueden incidir en el derecho de acceso a la jurisdicción o que pueden actuar en desfavor de quien actúa jurisdiccionalmente, existen también una serie de exigencias que el respeto a dicho acceso -integrante del derecho de tutela judicial consagrado en el art. 24.1 C.E.- impone, tanto al legislador como a los órganos judiciales”.

Pero en el caso específico de la jurisdicción contencioso-administrativa existe una singularidad que limita la libertad de configuración del legislador: la obligación constitucional de los Tribunales de controlar la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican prevista en el art. 106.1 CE. Cualquier regulación, como la de las costas, que pueda suponer un impedimento o un desincentivo desproporcionado a los ciudadanos para que puedan acceder a la jurisdicción y que así ese control se haga efectivo, vulneraría el art. 24.1 CE.

En la STC 140/2016 de 21 de julio donde se resuelve una de las impugnaciones que declararon inconstitucionales determinadas tasas judiciales, nos dice que “el recurso contencioso-administrativo “ofrece peculiaridades desde el punto de vista constitucional, consecuencia del mandato contenido en el art. 106.1 CE que ordena y garantiza el control jurisdiccional de la Administración por parte de los Tribunales”. Aludíamos con ello a los dos fines esenciales que se cumplen en la Justicia administrativa: proveer a la tutela de derechos subjetivos e intereses legítimos y llevar a cabo el control de las Administraciones públicas, asegurando la sujeción de éstas al imperio de la Ley. En esa segunda tarea, los ciudadanos juegan un papel decisivo al impetrar la intervención jurisdiccional, dado que los procesos del orden contencioso-administrativo se rigen como es sabido por el principio dispositivo o de justicia rogada, el cual si bien hemos matizado en alguna fase de su desarrollo y finalización (SSTC 95/1998, de 4 de mayo, FJ 3, y 96/1998, de 4 de mayo, FJ 3, a propósito de los medios de autocomposición del objeto litigioso), opera sin embargo con toda su intensidad al inicio de las actuaciones, requiriendo siempre la iniciativa de parte para su apertura (nemo iudex sine actore). Este elemento configurador de la Justicia administrativa debe conectarse a su vez con los pronunciamientos que ha hecho este Tribunal en cuanto a la necesidad de preservar la eficacia del mandato constitucional del art. 106.1 CE, garantizando el control judicial de la actividad administrativa, con sujeción plena de ésta a la ley y al Derecho (art. 103 CE), sin permitir zonas de inmunidad de jurisdicción. Así lo recuerda la STC 20/2012, de 16 de febrero, FJ 4; con cita de las SSTC 294/1994, de 7 de noviembre, FJ 3; y 177/2011, de 8 de noviembre, FJ 3; pudiendo destacarse también ahora, en este mismo sentido, las SSTC 219/2004, de 29 de noviembre, FJ 6; 17/2009, de 26 de enero, FJ 5; 203/2013, de 5 de diciembre, FJ 8, y 52/2014, de 10 de abril, FJ 2. En esta última se precisa que los criterios para el enjuiciamiento constitucional de aquellas normas que regulan el acceso a la jurisdicción (criterios tales como el reconocimiento de la libertad inicial del legislador para establecer límites a su ejercicio, siempre que estos resulten constitucionalmente válidos en función de los derechos, bienes o intereses protegidos y su proporcionalidad), “deben operar de forma más incisiva en los supuestos, como el presente, en que el acceso a la justicia sirve para asegurar el control judicial de la actividad administrativa”.

Por último, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Asturias ha adoptado el pasado 20/2/2024 este acuerdo para los procesos que se inicien a partir del 20 de marzo de 2024 en el que interpreta que en primera o única instancia sigue siendo posible limitar las costas diciendo que:

Conforme a dicho apartado se considera que en primera o única instancia puede fijarse la condena en costas en una cifra máxima, atendiendo a la naturaleza del asunto u otras circunstancias, siempre y cuando no exceda el tercio de la cuantía del proceso.”.

En conclusión: sin perjuicio de que la redacción del nuevo apartado 4º del art. 139 LJCA sea manifiestamente mejorable y que urge una rectificación técnica para evitar los daños que se puedan producir hasta que el Tribunal Supremo se pronuncie, a mi juicio y por todo lo anteriormente expuesto, los Juzgados y Tribunales de lo contencioso-administrativo pueden seguir limitando las costas cuando resuelvan en primera o única instancia; eso sí, aplicando el nuevo límite de que la cantidad resultante no exceda de la tercera parte de la cuantía del proceso.

Las leyes del deseo

Hace unos meses Sumar nos felicitaba el año con la siguiente frase: “Que todos vuestros buenos deseos se conviertan en derechos”. En principio no habría nada que objetar: si mis deseos son buenos, bueno es que se cumplan. Y para que se cumplan, la forma más segura es que la ley los convierta en derechos. Porque los derechos, según Dworkin, actúan como “trumps”, es decir como triunfos en un juego de cartas: si yo exhibo mi derecho, nadie puede tener una carta superior. Quiere decir con eso que nadie se puede oponer a él por razones utilitarias, como la maximización de la riqueza global o la falta de presupuesto. 

La idea de que el progreso consiste en la creación incesante de nuevos derechos no es, ni mucho menos, exclusiva de Sumar. La Ley se ha convertido en una máquina de reconocer derechos. Si el genio de la lámpara decía “tus deseos son órdenes”, ahora los políticos nos dicen que nuestros deseos son derechos, porque ellos, con el poder de la ley, lo van a decretar así. Ya lo han hecho: lo que la nueva la ley trans introduce no es la posibilidad de cambio de sexo, ya reconocida, sino el derecho a la autodeterminacion de género. Esto significa que mi mera voluntad obliga al Estado y a los demás a reconocerme como de un sexo distinto del biológico. La eutanasia no se configura como un estado de necesidad, sino como “derecho a morir”. Por eso no trata de regular el suicidio asistido sino que me permite exigir al Estado -y a los médicos- que pongan fin a mi vida. Sánchez también anunció en su investidura una Ley de Derechos Culturales. Es la época -con permiso de Almodóvar- de la ley del deseo, o quizás mejor -parafraseando la ranchera- aquella en que mi deseo es la ley.

El problema es que en el mundo real la magia de Aladino suele ser ilusión o engaño. La realidad, efectivamente, es que en el paso de deseos a derechos aparecen problemas jurídicos, éticos, sociales y psicológicos.

El primero es que si cualquier demanda se convierte en un derecho, el Derecho deja de funcionar como sistema de reglas que permiten la convivencia. Pablo de Lora, en su libro  “Los Derechos en broma”, explica que  convertir cualquier reivindicación en un derecho degrada la ley e impide la discusión sobre políticas públicas. La razón es que cuando una demanda social (por ejemplo de vivienda) se esgrime como un derecho humano, se hace imposible el debate político sobre prioridades: no podemos ya discutir si conviene dedicar recursos a eso o a otra cosa  -mejorar la salud pública, las infraestructuras, las ayudas a la dependencia, etc…-. Los conflictos se multiplican y se convierten en insolubles, pues todos exhiben sus triunfos en la misma partida. Ejemplo de esto es la oposición de buena parte del feminismo a la autodeterminación de género, por considerar que atenta contra los derechos de las mujeres. 

No es la única crítica a esta explosión de derechos humanos inviolables. El profesor de Derecho Constitucional de Harvard Adrian Vermeule también ha criticado esa visión de los derechos como “patentes de corso”. En la entrevista que se publicó en este blog explica que los derechos son universales pero que su aplicación en la práctica se modula en función del bien común. En realidad no es nada nuevo, pues como explica Rodrigo Tena en este post ya que esta idea estaba ya formulada, quizás de forma más precisa, por Francisco de Vitoria y Domingo de Soto. 

Que mi deseo sea la ley plantea también importantes problemas sociológicos y éticos. En su “Decálogo del buen ciudadano”, Victor Lapuente advierte de los problemas de una sociedad individualista y narcisista, en la que el único criterio de actuación es la obtención de satisfacción personal. Los estudios sociológicos detectan, en Occidente, un aumento de los rasgos narcisistas, acompañado de una pérdida de valores comunes y una menor confianza en personas e instituciones. Ese individualismo disgregador afecta a las dinámicas sociales, y Lapuente señala que la creciente desigualdad no es tanto una consecuencia inevitable del capitalismo como un efecto de la desaparición de objetivos comunes que trasciendan a la satisfacción de nuestros deseos personales. 

El narcisismo y la acumulación de derechos sin obligaciones provoca también problemas psicológicos. En las sociedades occidentales, el periodo de mayor opulencia está coincidiendo con la mayor incidencia de enfermedades mentales, adicciones y suicidios. Los psicólogos  Haidt y Lukianoff han estudiado cómo la fijación por las emociones y deseos de los jóvenes y su sobreprotección provoca su gran fragilidad psicológica. La realidad es  que el ser humano tiene, una vez cubiertas sus necesidades básicas vitales, una necesidad de sentido -como señaló Viktor Frankl- mucho más que una necesidad de placer. Lo que nos hace felices es resolver nuestros problemas y los de los demás, no que nos los resuelva el Genio o el Estado omnipresente y omnipotente. Además, esto último no es una opción real. Sin colaboración, sin valores compartidos y sin sentido del deber y del sacrificio, la sociedad deja de progresar y el Estado es incapaz de garantizar no ya nuestros deseos, sino nuestras necesidades. La mezcla de fragilidad psicológica y frustración de expectativas es la receta perfecta para la infelicidad y sentirse víctima, lo que a su vez nos convierte en peores personas.

Los peligros políticos que derivan de esta situación de fragilidad jurídica, social, moral y psicológica también son evidentes. Ya Tocqueville advirtió que “sobre una multitud de personas semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismas para procurarse placeres” se elevaría “un poder inmenso que se encargue de asegurar los goces.” 

Por supuesto, otro discurso es posible. Lean el “Decálogo…” de Lapuente, o las “Cartas a Lucilio” de Séneca. En realidad, los más lúcidos ensayistas actuales (como Lapuente, Haidt, Sandel) vuelven a Aristóteles y a los estoicos: el sentido de la vida está en la virtud, y la virtud consiste en cumplir el telos, es decir la finalidad para la que estamos hechos. Como los humanos somos seres esencialmente sociales -que hemos conseguido un desarrollo extraordinario gracias a una colaboración amplia y compleja- el sentido de mi vida no es cumplir mis deseos sino mis obligaciones como hijo, padre, cónyuge, profesional; también como granadino, andaluz o catalán, y como español. Cada uno de estos ámbitos forman una serie de círculos concéntricos de responsabilidades y lealtades, y también el círculo más amplio es necesario. Por eso, Lapuente o Victor Vázquez, intelectuales nada sospechosos de rancio nacionalismo, señalan la importancia del patriotismo.

Pero ¿Encontramos esto en el discurso político español? ¿Nos dice alguien, como Kennedy, “no preguntes lo que tu país puede hacer por tí sino lo que tú puedes hacer por tu país”? Examinemos, por ejemplo, los discursos de investidura de Feijoo y Sánchez. Pedro Sánchez hizo 11 referencias a “derechos”, 2 a “responsabilidad” y una sola a “deber” u “obligación”. El de Feijoo es más equilibrado: 4 referencias a “derechos”,  7 a “responsabilidades” de los políticos y 4 a sus “deberes”. Es importante no solo el número sino cómo se utilizan estos conceptos. Por ejemplo, Sánchez utiliza la palabra “derechos” más veces para denunciar su supuesta restricción por el PP que para presumir de los concedidos; y las 2 veces que habla de responsabilidad es para exigirla al PP. En cuanto a Feijoo, las 4 referencias a “derechos” son denuncias de la desigualdad de derechos que, según él, ha promovido el PSOE. Interesa más atacar al otro que proponer unos objetivos comunes.

Donde sí encontramos una clara reivindicación de la virtud cívica es en los recientes discursos del Rey. El de Navidad habla de la unión, el esfuerzo colectivo y las actitudes solidarias” como base de “las grandes obras que trascienden a las personas” y del “deber moral” de evitar la discordia.  Este discurso y el de la apertura de las Cortes contienen una sola referencia a  “derechos”, pero 13 a “deberes” u “obligaciones” y 9 a “responsabilidades”. En todos los casos comienza refiriéndose a las suyas propias, aunque también alude a las de la Princesa Leonor, los diputados, los cargos públicos y los ciudadanos en general. En estos breves discursos la idea de proyecto común aparece 7 veces -por 5 en el de Feijoo y 0 en el de Sánchez, ambos mucho más largos-.

 La defensa de las obligaciones cívicas no es en lo único en lo que estos discursos siguen el decálogo de Lapuente. Este recomienda agradecer, y el Rey da las gracias a la Presidenta del Congreso, a los partidos, a los Diputados, y a las generaciones anteriores que hicieron la transición. También rechaza -como aconseja el autor- el papel de víctima. Por el contrario,  resalta los éxitos colectivos de los españoles y en particular el carácter ejemplar de la transición española. El agradecimiento a los que nos precedieron y la responsabilidad frente a las próximas generaciones, además de éticamente valiosos, son sanos psicológicamente, pues suponen una actitud positiva respecto del pasado y el futuro. 

Ante esto, podemos -una vez más- lamentarnos de tener unos políticos tan malos o -por una vez- alegrarnos de que el Jefe de Estado conozca su papel constitucional de unificación y moderación y tenga conciencia del deber -lo que además parece haber transmitido a su hija-. Pero sería más útil preguntarnos por qué sucede esto. Si el Rey apela a nuestra responsabilidad y a la unión no es sólo porque ha leído los clásicos, sino porque la arquitectura constitucional favorece su independencia. Más importante aún, si los políticos prefieren halagar nuestro narcisismo a decirnos la verdad, si promueven el enfrentamiento y no los acuerdos, es porque les beneficia electoralmente, lo que significa que nosotros también somos responsables. Si nuestra libertad, prosperidad y felicidad dependen de nuestro desempeño como ciudadanos, está claro que no podemos seguir actuando igual. No podemos seguir dando nuestro voto a quién no defiende el bien común, ni tampoco podemos limitarnos a votar. Recordemos que lo que nos hará felices es asumir nuestra responsabilidad y encontrar la manera de contribuir al bien de nuestro país. Recordemos que -como dijo el juez norteamericano Louis Brandeis-, el cargo político más importante es el de ciudadano común. 

 

Este artículo es una versión ampliada del artículo publicado en The Objective.

 

¡Hay jueces en Madrid!

El lema “hay jueces en Berlín” se ha convertido en un aforismo que sintetiza el ideal que sostiene la bóveda de todo Estado de Derecho: el control judicial del poder como garantía del imperio de la ley. Como nos recordaba en estas páginas el profesor Manuel Aragón, el origen de esta expresión se encuentra en una historia fabulada que, con diferentes versiones, cuenta cómo un molinero prusiano se enfrentó al intento del rey Federico II el Grande de expropiarle arbitrariamente su molino indicándole que podía defender sus derechos ante los jueces de Berlín.

Y eso es, precisamente, lo que de forma real (y no fabulada) ha resuelto el Tribunal Supremo en sendas sentencias que nos han recordado que, todavía, ¡hay jueces en Madrid! Me refiero, por un lado, a la sentencia de 21 de noviembre, que anula la decisión del Fiscal General del Estado de ascender a su antecesora, la señora Dolores Delgado, al considerar que incurrió en desviación de poder; y, por otro lado, a la sentencia de 30 de noviembre, que estima el recurso planteado por la fundación Hay Derecho contra el nombramiento de la Presidenta del Consejo de Estado, quien no cumplía el requisito legal de ser una “jurista de reconocido prestigio”. Ambas decisiones han sido adoptadas por unanimidad de la sección 4ª de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo. A esta saga podrían sumarse otros casos recientes en los que el Supremo también anuló el nombramiento del Fiscal de Sala de Menores (sentencia de 18 de julio de 2023) o en el que paralizó cautelarmente los nombramientos del Presidente y Adjunto de la Agencia Española de Protección de Datos, en marzo de 2023, cuyos cargos habían pactado PP y PSOE, dando a conocer los nombres de los designados antes de que se abriera el concurso público previsto por la ley. En este último supuesto, tan manifiesto era el quebranto que el Gobierno tuvo que allanarse.

Estos casos nos recuerdan cómo la historia de la construcción del Estado de Derecho es, en buena medida, la crónica de una serie de avances normativos y de decisiones judiciales en esa “lucha contra las inmunidades del poder”, como escribiera el maestro García de Enterría, que han llevado a sujetar cualquier acto de un poder público al control jurisdiccional. Por ello, aunque estas decisiones de nuestro Alto Tribunal tienen algo de novedoso, sin embargo se incardinan “en la  importante tradición de la jurisdicción contencioso-administrativa, dirigida a reducir las inmunidades del poder ejecutivo, procurando que las legítimas y necesarias apreciaciones y decisiones políticas de éste se hagan efectivas dentro de los linderos previamente marcados por el poder legislativo”, como ya sostuviera el Supremo en una célebre sentencia de 1994 en la que enjuició del nombramiento del Fiscal General del Estado realizado por el Gobierno.

De hecho, lo único escandaloso en estos casos ha sido la reacción del propio Gobierno, que ha confirmado en su cargo al Fiscal General que ha visto desautorizados varios de los nombramientos que ha venido realizando y, sobre todo, que ha lanzado a algunos de sus ministros a cuestionar la legitimidad de una fundación privada dedicada a la defensa de la legalidad para recurrir los actos gubernamentales y la capacidad del Supremo para revisarlos. Parecería que el Gobierno quiere rescatar la vieja categoría de los actos políticos no susceptibles de revisión judicial, que tanto nos costó superar, pero que ahora vuelve a recuperar vigor sintonizando con las tendencias políticas que contraponen legitimidades legales a democráticas y que apelan al carácter soberano de lo que deciden los órganos políticos. Se olvida que sólo es democracia auténtica la liberal, es decir, la que nace de la síntesis inescindible entre Estado democrático y de Derecho, aquella en la que, como reza nuestra Constitución, “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”.

No hay, pues, injerencia alguna en la separación de poderes en ninguna de estas sentencias. O, por mejor decir, el único menoscabo a la separación de poderes es el que se atisba en unos ministros que, con boca pequeña, dicen “respetar” las sentencias, pero luego inoculan en la opinión pública el virus de que en nuestro país hay una especie de lawfare o de persecuciones judiciales.

Tales intentos de descredito de nuestro Alto Tribunal se topan contra un muro, que ni siquiera las informaciones sesgadas sobre pretendidas mayorías conservadoras en los órganos judiciales logran agrietar. Porque el Tribunal Supremo, todavía hoy, está integrado por solventes magistrados, estos sí, juristas de reconocido prestigio, que podrán tener sus sensibilidades ideológicas, pero que nadie, de buena fe, puede dudar de que actúan como un órgano jurisdiccional imparcial. Para colmo, a la solidez de sus argumentaciones jurídicas suelen añadir que, tras profundas deliberaciones, sus sentencias se alcanzan en muchos casos con amplias mayorías e, incluso, por unanimidad, disipando así cualquier duda sobre las preferencias o afinidades individuales de sus magistrados.

Diría más: en este clima de descomposición político-institucional, creo que todavía nos quedan dos refugios: los jueces y tribunales, con el Supremo a la cabeza -excluyendo, por desgracia, al Consejo General del Poder Judicial, que lleva años no sólo bloqueado, sino capturado políticamente-, que actúan como baluartes del imperio de la ley; y la Corona, que en un entorno disruptivo y polarizado, donde cualquier discurso político suena a mitin, se erige como una reserva de institucionalidad que, desde la absoluta neutralidad, cumple con una importante función simbólica en aras de realizar el ideal de integración política sostenido en unos valores comunes que debemos preservar.

Pues bien, la independencia de nuestros altos tribunales, y en especial del Supremo, es lo que está en juego con la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Urge salir del bloqueo, pero si los elegidos son soldados de partido estaremos hiriendo de muerte a nuestra ya maltrecha democracia.

Hemos de ser conscientes de que llevamos años -incluso décadas- sufriendo una grave enfermedad: la partitocracia, que se traduce en la colonización partidista de todo el espectro institucional, con el consiguiente desmantelamiento del sistema de pesos y de contrapesos, de frenos al poder, sin los cuales no puede sobrevivir una democracia liberal. Un mal que se ha acelerado en los últimos años.

El ejemplo más reciente y trágico lo hemos vivido con el Tribunal Constitucional. Si la renovación acordada por el Congreso en 2021 fue bautizada como el pacto de la “pinza en la nariz”, porque la designación de los magistrados constitucionales se convirtió en un juego de “tragar sapos” (Echenique dixit), un año después el Gobierno cruzaba importantes líneas rojas al nombrar a dos miembros de su Gobierno como magistrados. El prestigio profesional ha cedido su lugar a la afinidad política y la consecuencia, como era previsible, ha sido una profunda mutación del propio órgano que parece responder más a la lógica política que a la jurisdiccional, como se aprecia en el recurrente alineamiento por bloques ideológicos de sus magistrados. Aquel que estaba llamado a ser la coronación del Estado constitucional de Derecho, se encuentra hoy en alto riesgo de perder su credibilidad. Algo muy grave. Y si eso se traslada al Supremo será, reitero, letal. Como escribiera Balzac, “desconfiar de la magistratura es un comienzo de disolución social”.

Por ello, no es exagerado advertir que la supervivencia de nuestra democracia depende de que los dos principales partidos alcancen un acuerdo para renovar el Consejo y el magistrado que falta en el Tribunal Constitucional, respetando el espíritu constitucional que les exige buscar a juristas independientes del mayor prestigio. Entes de la sociedad civil como Hay Derecho o Más Democracia han realizado propuestas solventes para desbloquear a través de un sistema de sorteo con garantías. Hago votos porque así se haga, porque solo así podremos seguir diciendo que todavía hay jueces en Madrid.

El texto fue publicado  originalmente en El Mundo (12/12/2023)

Reformar las oposiciones: sí, pero ¿cómo?

Hace pocos días salió la noticia de que Sumar proponía sustituir las oposiciones del “ámbito de la carrera judicial”, es decir jueces y fiscales. La reforma del sistema de oposiciones es algo que puede contribuir a un mejor funcionamiento de la administración. Es evidente que cualquier sistema es mejorable y que el progreso exige cambios. Pero si en general hay que tocar las leyes “con mano temblorosa” (como decía Montesquieu), más nos tiene que temblar en este caso, por varias razones. 

En primer lugar, porque las oposiciones son objetivas, y eso en nuestro país es raro e importante. Es raro porque aún en el ámbito privado España es uno de los países occidentales donde más personas encuentran trabajo a través de contactos. Mucho peor es la situación en el ámbito público: el informe de Hay Derecho sobre directivos de entidades públicas (el dedómetro) revela cómo los criterios de mérito y capacidad apenas se utilizan en su selección. Las oposiciones y el MIR son unos de los pocos sistemas objetivos de selección que existen en nuestro país. Esto permite la selección de los mejores, la movilidad social, y la independencia frente al poder político. Son falsas las acusaciones de corporativismo o elitismo: la estadística demuestra que el 95% de los jueces no tienen ningún familiar en el mundo judicial y que en una gran proporción no tienen dos progenitores universitarios.  

La elección de los funcionarios públicos por el criterio de mérito y capacidad se debe considerar como una de las bases del Estado de Derecho. Por tanto, cualquier reforma tiene que garantizar la misma o mayor objetividad. Por eso preocupa que los políticos, a los que vemos diariamente elegir para empresas y tribunales a sus amiguetes, pretendan cambiar el sistema de oposiciones. Es particularmente alarmante que solo se quiera cambiar el sistema para jueces y fiscales, y no todas las oposiciones estatales equiparables. Además, no se entiende bien el sistema de selección que se propone: se habla de un MIR jurídico, es decir de un examen para todos los licenciados en Derecho. Algo parecido se hace en Alemania pero la propuesta habla de un segundo examen y de una preocupante “solicitud ante el Ministerio de Justicia”. En todo caso, un cambio como éste requeriría una modificación sustancial del sistema de acceso y formación en buena parte de la administración pública y una planificación a largo plazo. 

En segundo lugar, hay que tener en cuenta que, aunque mejorable, el sistema consigue una preparación de un nivel alto y uniforme. Todo el mundo admite que jueces, notarios, fiscales, registradores, abogados del Estado, etc…  tienen una alta competencia jurídica. Puede que el sistema sea excesivamente memorístico, pero lo cierto es que la memoria es un instrumento imprescindible para el conocimiento. Dominar la regulación permite hacer relaciones, comprender el sistema en su conjunto, y también razonar y sacar conclusiones. La memoria funciona más por asociación que repetición y por tanto, fuera de casos borgianos totalmente excepcionales, es casi imposible memorizar sin comprender, ni de retener sin relacionar. Además, casi todas las oposiciones tienen pruebas que son casos prácticos que evalúan la capacidad de comprensión, razonamiento y redacción. Miguel Pasquau, Magistrado y profesor, contraponía en este artículo en El Pais  su preparación de  profesor universitario con la del opositor (anacrónica, memorística y recitativa). Sin embargo, no parece que la selección universitaria, lastrada por la endogamia y la parcialidad, sea un ejemplo. Mi experiencia es que en el ámbito académico llegan a profesor o catedrático personas muy brillantes (como el propio Pasquau) y otras con escasísimos conocimientos, capacidad de análisis y comunicación. Este es el resultado acostumbrado de la falta de objetividad . 

Todo lo anterior no quiere decir que no se deba reformar el sistema. Creo (con Sumar) que el esfuerzo que exigen estas oposiciones es excesivo. No es razonable que la media para obtener plaza sea de más de 4 años en casi todas ellas, y de más de 6 en algunas. Pensemos en que muchos opositores pasan ese tiempo o más y nunca las aprueban. Como propone Pasquau, el temario se debe reducir: suprimiendo las instituciones que apenas se utilizan en la práctica (servidumbres legales, ausencia y tantas otras); y reduciendo el número de temas y su extensión, para concentrarse sobre todo en los principios, conceptos, y naturaleza de las distintas instituciones. Se puede plantear que los exámenes no sean orales, aunque en todo caso la memoria es necesaria y el tipo test también termina siendo memorístico y tiene sus propios problemas. También estoy con Pasquau en que hay que corregir la anomalía de que jueces y fiscales no tengan un ejercicio práctico. Pero hay que evitar cualquier prueba que pueda introducir un elemento de discrecionalidad: da verdadero miedo que la propuesta de Sumar hable de evaluar otras habilidades “como la empatía o la inteligencia emocional”. 

Otros cambios sencillos pueden mejorar el proceso de selección y el atractivo de las oposiciones. Se debe ampliar el sistema de becas. Hay que reducir el número de ejercicios para acortar las oposiciones (muchas terminan más de 6 meses después del primer examen). Se debe garantizar la convocatoria anual y unificar las que tuvieran una parte común: se hizo en el año 2000 para jueces y fiscales y debería hacerse con notarios y registradores, que tienen un programa muy semejante (más propuestas en estos artículos de Alfonso Madridejos aquí y aquí)

En resumen, es oportuno estudiar cómo reformar el sistema de oposiciones, pero el de todas ellas, y se puede hacer de manera sencilla y eficaz, sin cambios revolucionarios. El nuevo sistema puede garantizar un conocimiento profundo -aunque no enciclopédico- del Derecho y permitir seleccionar a los mejores con una preparación que no debería exceder de 2  años. Pero sobre todo es preciso mantener su carácter objetivo. Seamos conscientes de que los políticos tratan siempre de extender su red clientelar en perjuicio de la igualdad, la eficiencia y la independencia de los funcionarios -muy especialmente la de los del poder judicial-. Estemos muy vigilantes. 

 

La mala regulación cuesta (mucho) dinero

Acabamos de conocer la sentencia del Tribunal Constitucional en la que, por unanimidad, se declaran inconstitucionales determinadas medidas del Impuesto sobre Sociedades introducidas por el Real Decreto-ley 3/2016, de 2 de diciembre.

El Real Decreto-ley introducía determinadas disposiciones dirigidas a “la consolidación de las finanzas públicas y otras medidas urgentes en materia social”. La extraordinaria y urgente necesidad, requerida para legitimar el uso del Real Decreto-ley, venía justificada por el hecho de que las autoridades comunitarias habían solicitado a España que adoptase medidas para remediar la situación de déficit público excesivo.

Se trataba de tres medidas que establecían para las grandes empresas límites más severos para la compensación de bases imponibles negativas (llegando, por cierto, al límite más estricto de los países de nuestro entorno), así como un nuevo límite para la aplicación de las deducciones por doble imposición y, obligaban a integrar automáticamente en la base imponible los deterioros de participaciones que hubieran sido deducidos en ejercicios anteriores. Las medidas se cuestionaron por atentar contra la capacidad económica y la seguridad jurídica e incluso por su dudoso respeto a los Convenios para evitar la doble imposición.

Pero la causa de la declaración de inconstitucionalidad no ha sido la idoneidad de las medidas sino el instrumento legislativo por el que se adoptaron: el Real Decreto-ley. Es decir, se trata de una cuestión de correcta técnica legislativa, de buena técnica jurídica ya que el Tribunal “considera que la aprobación de dichas medidas por Real Decreto-ley ha vulnerado el art. 86.1 CE, pues mediante dicho instrumento normativo no se puede “afectar a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I”. En concreto, estima afectado el deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que establece el art. 31.1 CE.” Tal como declara la nota de prensa del propio Tribunal.

Por lo tanto, el problema no es otro que el que se viene denunciando continuamente en distintos foros y desde distintas instituciones: una perversión de la utilización del Real Decreto-ley, que se ha convertido en un instrumento “ordinario” para legislar, con el consiguiente menoscabo del papel del Parlamento.

Las cifras hablan por sí solas, durante el Gobierno del presidente Rodriguez Zapatero se adoptaron un total de 109 decretos-leyes frente a 307 leyes, durante el gobierno del presidente Rajoy el número fue de 106 decretos-leyes frente a 186 leyes y, finalmente, en lo que lleva de gobierno el presidente Sánchez, el número de decretos-leyes ha superado al de leyes: 142 decretos-leyes y 139 leyes. Por si fuera poco, hay que tener en cuenta que una gran parte de estas leyes son la convalidación de los decretos-leyes anteriormente adoptados.

El Real Decreto-ley que nos ocupa, era complementario de otro, el 2/2016, por el que se establecía un importe mínimo para los pagos fraccionados en el Impuesto sobre Sociedades calculado sobre el resultado contable, en lugar de sobre la base imponible del periodo, sobre el cual debería calcularse en buena técnica tributaria.

Desde el principio, las medidas de ambos decretos-leyes planteaban serias dudas de constitucionalidad, tanto por considerarse que podían atentar contra la capacidad económica y la seguridad jurídica, como por el instrumento jurídico por el que se habían introducido. Consciente de esta circunstancia, el Gobierno procedió a incorporar la medida regulada por el Real Decreto-ley 2/2016 mediante la Ley de Presupuestos Generales del Estado de 2018. De esta forma, se pretendía dar rango legal a la modificación, si bien nuevamente, no se acudió a la tramitación ordinaria, sino que se utilizó otro atajo: la Ley de Presupuestos Generales del Estado, para la que también imperan ciertos límites a la hora de modificar leyes tributarias, tal como ha señalado, en una jurisprudencia consolidada, el propio Tribunal Constitucional.

Por este motivo el Tribunal Constitucional en su sentencia del 7 de julio del 2020 declaró inconstitucional y nulo el Real Decreto-ley 2/2016 pero en este caso la declaración solo tuvo efectos para los ejercicios 2016 y 2017, ya que con posterioridad operaba la modificación legislativa introducida por Ley. En cualquier caso, el asunto no ha quedado zanjado ya que sobre la norma siguen pesando dos amenazas de inconstitucionalidad: el uso de la ley anual de Presupuestos y la posible vulneración del principio de capacidad económica.

La cuestión es porque no se introdujeron mediante una ley las disposiciones que ahora se anulan cuando, desde el principio, hubo dudas de su constitucionalidad y estas dudas se convirtieron prácticamente en certezas una vez que se dictó la sentencia anulando el Real Decreto-ley 2/2016.

Cabe recordar que el Real Decreto-ley que ahora se anula se convalidó por el Parlamento con los votos a favor del Partido Popular en el gobierno como del Partido Socialista. Posteriormente, ni durante los siguientes dos años de gobierno del presidente Rajoy, ni durante los seis que llevamos de gobierno del presidente Sánchez, se ha adoptado una ley para salvar la más que probable tacha de inconstitucionalidad de las medidas, advertida incluso por el denominado Libro Blanco sobre la Reforma Tributaria encargado por el Gobierno al denominado Comité de Personas Expertas.

Es difícil entender porque esta situación no se subsanó cuando la sentencia que ahora conocemos estaba clara sobre todo desde el año 2020. Sea por lo que fuere, la situación a día de hoy es lamentable ya que el tesoro público tendrá que devolver al contribuyente las cantidades indebidamente abonadas junto con los intereses de demora, la factura es milmillonaria.

En este sentido, probablemente lo más discutible de la sentencia haya sido la limitación de efectos, ya que la sentencia declara que no son situaciones susceptibles de ser revisadas aquellas obligaciones tributarias devengadas que, a la fecha de dictarse la sentencia, hayan sido decididas definitivamente mediante sentencia con fuerza de cosa juzgada o mediante resolución administrativa firme y, tampoco, aquellas liquidaciones que no hayan sido impugnadas a la fecha de dictarse la sentencia, ni las autoliquidaciones cuya rectificación no haya sido solicitada a dicha fecha. Se limitan así sus efectos, en los mismos términos que hizo el Tribunal en la sentencia de 26 de octubre de 2021, sobre la plusvalía municipal.

La limitación de efectos es muy cuestionable, como bien plantea, en su voto particular, el magistrado Enrique Arnaldo Alcubilla ya que, la declaración de la nulidad de una disposición debe suponer “la definitiva y total eliminación de esa norma del ordenamiento jurídico, como si nunca hubiera existido”, por lo que no se deberían de limitar los efectos de la declaración de nulidad salvo en casos excepcionales. Acertadamente señala el magistrado que “la limitación de efectos de la sentencia es la consecuencia que esta asocia a aquel contribuyente que cumplió con la norma, confiando en su presunción de constitucionalidad”.

Es decir, esta jurisprudencia del Tribunal obliga al ciudadano, al contribuyente, a desconfiar del Estado ya que, en el supuesto de que la norma se declare nula, no va a verse beneficiado salvo que haya impugnado su propia declaración, obligándole a litigar con el consiguiente aumento de la conflictividad (y los costes derivados, tanto para la administración como para las empresas), y lo que es peor, a desconfiar de que el Estado repare su situación cuando fue indebidamente afectado por una norma que vulneraba la Constitución.

Pero es que adicionalmente, no parece que la limitación de efectos vaya a tener muchas consecuencias, ya que las empresas, a la vista de la sentencia sobre la plusvalía municipal, en su gran mayoría habían impugnado sus autodeclaraciones. El principal inconveniente de impugnarlas es que se interrumpe la prescripción, pero los afectados, en su mayoría grandes empresas, están siendo continuamente inspeccionadas lo que también tiene el efecto de interrumpir las prescripciones, así que, ante la duda, la mayoría han impugnado sus autodeclaraciones ya que no pierden gran cosa.

El impacto de la devolución va a ser enrome, según se estimó en su momento, las medidas introducidas pretendían aumentar la recaudación en el año 2017 en 4.220 millones de euros, a lo que hay que multiplicar por los años transcurridos añadiendo los intereses de demora.

Es decir, tal como afirmó rápidamente en redes sociales la Ministra de Hacienda, va a costarle mucho dinero a la hacienda pública, “el dinero de todos los contribuyentes” acusando al gobierno anterior, con ninguna autocritica ni reconocimiento de su responsabilidad.

Y las consecuencias no se limitan a las devoluciones, sino que la recaudación del impuesto sobre sociedades se va a ver seriamente afectada. Al ejercicio 2023, que se va a declarar este año, no se le aplican las medidas anuladas ya que está devengado, por lo que cualquier modificación legislativa para introducirlas sería retroactiva y habrá que ver, si se pueden introducir cambios para los próximos ejercicios, dada la actual composición del Parlamento que complica extraordinariamente cualquier tramitación de ley.

Podemos concluir señalando que lamentablemente nos tenemos que enfrentar a una situación evitable, derivada de una mala legislación, que va a suponer devoluciones millonarias y que la recaudación del impuesto sobre sociedades del ejercicio 2023, y veremos los siguientes, se vea seriamente comprometida.

El infantilismo político con la renovación del CGPJ y el “padre” Reynders

La renovación del Consejo General del Poder Judicial ha emergido como un tema central en la política del país en los últimos años. Este proceso se ha convertido en un claro reflejo del infantilismo prevalente entre los partidos políticos, quienes han demostrado una falta de madurez y cooperación que ha llevado a situaciones ridículas e ineficaces.

La falta de acuerdo entre los partidos políticos ha obstaculizado significativamente la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Esta situación ha alcanzado niveles de tensión tan elevados que Didier Reynders, el comisario de Justicia de la Unión Europea, se ha visto obligado a intervenir como mediador entre las distintas facciones políticas. Aunque esta intervención puede ser criticada argumentando que Reynders no posee competencias expresamente atribuidas por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y que estas responsabilidades corresponden al Rey según el artículo 56 de la Constitución, hay quienes la consideran necesaria dado el estancamiento y la incapacidad de los partidos para llegar a un acuerdo por sí mismos. Precisamente, todo ello obliga a aludir al principio de subsidiariedad, que constituye un elemento básico en la vertebración de la incidencia de las relaciones entre las instituciones de la Unión Europea y los Estados miembros.

El principio de subsidiariedad, consagrado en el Tratado de la Unión Europea, desempeña un papel fundamental en la distribución de competencias entre la Unión Europea y sus Estados miembros. En los ámbitos en los que la Unión Europea no tiene competencias exclusivas, este principio establece las circunstancias en las que es preferible la actuación de la Unión en lugar de los Estados miembros.

La base jurídica de este principio se encuentra en el artículo 5, apartado 3, del Tratado de la Unión Europea y en el Protocolo n.º 2, sobre la aplicación de los principios de subsidiariedad y proporcionalidad. Estos principios regulan el ejercicio de las competencias de la Unión Europea y buscan proteger la capacidad de decisión y acción de los Estados miembros. La subsidiariedad permite la intervención de la Unión Europea cuando los objetivos de una acción no pueden lograrse de manera suficiente por los Estados miembros, pero sí pueden alcanzarse mejor a escala de la Unión debido a la dimensión o efectos de la acción pretendida.

Debe tenerse presente que la inclusión de este principio en los Tratados europeos tiene como objetivo acercar el ejercicio de las competencias a la ciudadanía, en consonancia con el principio de proximidad establecido en el artículo 10, apartado 3, del Tratado de la Unión Europea. Sin embargo, la implementación de la subsidiariedad ha evolucionado a lo largo del tiempo, desde su consagración formal en el Tratado de la Unión Europea en 1992 hasta las modificaciones introducidas por el Tratado de Lisboa en 2007.

El ámbito de aplicación de la subsidiariedad se delimita a las esferas en los que las competencias están compartidas entre la Unión Europea y los Estados miembros. Con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, se precisaron las competencias de la Unión Europea en tres categorías: exclusivas, compartidas y de apoyo.

Por tanto, el principio de subsidiariedad es esencial para el equilibrio y la eficacia en la distribución de competencias entre la Unión Europea y sus Estados miembros. Su implementación, control y evolución a lo largo del tiempo reflejan el compromiso continuo de la Unión Europea con la gobernanza democrática y la participación activa de sus instituciones y ciudadanos en la toma de decisiones de los Estados miembros, que deben aprovechar su margen de maniobra.

Debe recalcarse que el escenario actual pone de manifiesto la inmadurez y el infantilismo de los partidos políticos, quienes, en lugar de colaborar para encontrar una solución eficaz, han optado por culparse mutuamente por la falta de progreso. Es lamentable observar cómo las disputas partidistas y las tácticas políticas han eclipsado el deber fundamental de asegurar una institución judicial funcional y actualizada.

El hecho de que un comisario de la Unión Europea, sin competencias específicas para este asunto, se haya visto forzado a mediar en la situación referente a la renovación del Consejo General del Poder Judicial subraya la falta de responsabilidad y liderazgo dentro de la política nacional. Didier Reynders ha tenido que asumir un papel que, teóricamente, debería corresponder al Rey según el artículo 56 de la Constitución Española. Este giro de los acontecimientos no solo revela la crisis de liderazgo en el ámbito nacional para apostar por el adecuado cuidado de las instituciones públicas, sino que también plantea preguntas sobre la eficacia de las instituciones europeas para abordar asuntos internos de los Estados miembros.

La situación resulta aún más absurda cuando se considera que un tema tan crucial para el funcionamiento del sistema judicial como la renovación del Consejo General del Poder Judicial está siendo tratado con la frivolidad de una disputa política rutinaria. Los partidos políticos parecen haber perdido de vista el bien común y, en cambio, han priorizado sus agendas partidistas, demostrando una falta de madurez política que socava la confianza de la ciudadanía en las instituciones democráticas.

Finalmente, cabe hablar de los perjuicios que Didier Reynders puede sufrir por su buena fe. Su intervención produce la posibilidad de generar un efecto llamada a colectivos que quieren contactar con el Ministerio de Justicia y que son ignorados continuamente, como sucede con los criminólogos, poseedores de una titulación que se ha alimentado desde muchas universidades con visible ánimo de cobrar matrículas de asignaturas sin planes claros de formación y carentes de relaciones contundentes con puestos de trabajo específicos, motivo por el que ahora se quejan razonadamente —ante las exorbitantes expectativas que se crearon aprovechando su cercanía con el Derecho Penal y las ciencias criminalísticas y forenses sin ser una cosa ni la otra— de un intrusismo por el que también pueden protestar otros colectivos, como los periodistas, los filósofos o los politólogos, que no pocas veces ven pisar su terreno por voraces “todólogos” que actúan con ánimo de lucro.

Ley de amnistía y los delitos de terrorismo

Uno de los puntos más polémicos de la Ley de Amnistía que se está tramitando en el Congreso de los Diputados es el relacionado con los delitos de terrorismo.

En la Proposición de Ley Orgánica que presentó el Grupo Parlamentario Socialista, estos delitos (tipificados en el Capítulo VII del Título XXII del Libro II de nuestro Código Penal) quedaban fuera de la amnistía siempre y cuando (i) hubiera recaído sentencia firme y (ii) hubieran consistido en la comisión de alguna de las conductas descritas en el artículo 3 de la Directiva (UE) 2017/541 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de marzo de 2017 con la intención de intimidar gravemente a una población, obligar indebidamente a los poderes públicos o a una organización internacional a realizar un acto o a abstenerse de hacerlo o desestabilizar gravemente o destruir las estructuras políticas, constitucionales, económicas o sociales fundamentales de un país o de una organización internacional.

Para quien no esté familiarizado con la normativa europea, recordemos que las conductas a las que hace referencia la Directiva son: atentados contra la vida de una persona que puedan tener resultado de muerte; atentados contra la integridad física de una persona; el secuestro o la toma de rehenes; destrucciones masivas de instalaciones estatales o públicas, sistemas de transporte, infraestructuras, sistemas informáticos incluidos, plataformas fijas emplazadas en la plataforma continental, lugares públicos o propiedades privadas, que puedan poner en peligro vidas humanas o producir un gran perjuicio económico; el apoderamiento ilícito de aeronaves y de buques o de otros medios de transporte colectivo o de mercancías; la fabricación, tenencia, adquisición, transporte, suministro o utilización de explosivos o armas de fuego, armas químicas, biológicas, radiológicas o nucleares inclusive, así como la investigación y el desarrollo de armas químicas, biológicas, radiológicas o nucleares; la liberación de sustancias peligrosas, o la provocación de incendios, inundaciones o explosiones cuyo efecto sea poner en peligro vidas humanas; la perturbación o interrupción del suministro de agua, electricidad u otro recurso natural básico cuyo efecto sea poner en peligro vidas humanas; la interferencia ilegal en sistemas de información; o la amenaza de cometer cualquiera de los actos anteriores.

Sin embargo, en el seno de la Comisión de Justicia, la mayoría de los grupos acordaron una enmienda transaccional, de modo que la exclusión de los delitos de terrorismo se circunscribiría a las conductas comprendidas en la citada Directiva (no solo a las conductas recogidas en el artículo 3), siempre y cuando, de forma manifiesta y con intención directa, hubieran causado violaciones graves de derechos humanos, en particular, las previstas en los artículos 2 y 3 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, y en el derecho internacional humanitario.

Si comparamos ambos textos:

Texto original Texto enmendado en la Comisión de Justicia
En todo caso, quedan excluidos de la aplicación de la amnistía prevista en el artículo 1: […]c) Los actos tipificados como delitos de terrorismo castigados en el Capítulo VII del Título XXII del Libro II del Código Penal, siempre y cuando haya recaído sentencia firme y hayan consistido en la comisión de alguna de las conductas descritas en el artículo 3 de la Directiva (UE) 2017/541 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de marzo de 2017. En todo caso, quedan excluidos de la aplicación de la amnistía prevista en el artículo 1: […]d) (antes c) Los actos tipificados como delitos de terrorismo castigados en el Capítulo VII del Título XXII del Libro II del Código Penal quehayan consistido en la comisión de alguna de las conductas comprendidas en la Directiva (UE) 2017/541 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 15 de marzo de 2017, siempre y cuando, de forma manifiesta y con intención directa, hayan causado violaciones graves de derechos humanos, en particular, las previstas en el artículo 2 y 3 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, y en el derecho internacional humanitario.

¿Pero cuáles son entonces exactamente las conductas tipificadas como terrorismo que sí entrarían dentro de la amnistía? Para responder a esta pregunta es necesario saber cuáles son las conductas que nuestro Código Penal tipifica como delitos de terrorismo.

La tipificación de estos delitos está recogida del artículo 573 al 580 bis.

Los delitos de terrorismo tienen un componente subjetivo claro. Tipifican conductas establecidas en otros lugares del Código Penal que se llevan a cabo con una determinada y especial motivación. El artículo 573 del Código Penal establece cuatro tipos de motivaciones diferentes. La primera, subvertir el orden constitucional o suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas o de las estructuras económicas o sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o abstenerse de hacerlo. La segunda, alterar gravemente la paz pública. La tercera, desestabilizar gravemente el funcionamiento de una organización internacional. La cuarta y última, provocar un estado de terror en la población o en una parte de ella. Si alguna de las conductas se realiza con alguna de estas cuatro motivaciones, el comportamiento se tipifica como acto terrorista.

El artículo 573.1 del Código Penal establece que se considerará delito de terrorismo la comisión de cualquier delito grave contra la vida o la integridad física, la libertad, la integridad moral, la libertad e indemnidad sexuales, el patrimonio, los recursos naturales o el medio ambiente, la salud pública, de riesgo catastrófico, incendio, falsedad documental contra la corona, atentado y tenencia, tráfico y depósito de armas, municiones o explosivos, apoderamiento de aeronaves, buques u otros medios de transporte colectivo o de mercancías.

Como decíamos antes, estos delitos están tipificados previamente en otros lugares del Código Penal. Lo que los convierte en actos de terrorismo es que se llevan a cabo con una de las cuatro finalidades señaladas previamente.

Del mismo modo, el artículo 573.2 del Código Penal establece que también son delitos de terrorismo aquellos delitos relacionados con los daños informáticos, intrusiones de sistemas electrónicos y demás conductas tipificadas en los artículos 197 bis, 197 ter y artículos 264 a 264 quater.

Junto con estas conductas, el Código Penal prevé también como delitos de terrorismo otro tipo de comportamientos que, si bien no llegan a tener un resultado lesivo concreto, también forman parte de la dinámica terrorista.

Así, el artículo 574 castiga, por ejemplo, el depósito de armas o municiones, la tenencia de depósito de sustancias o aparatos explosivos, inflamables, incendiarios o asfixiantes, el desarrollo de armas químicas o biológicas, el apoderamiento, posesión, transporte o facilitación a otros o la manipulación de materiales nucleares, elementos radioactivos o materiales o equipos productores de radiaciones ionizantes, siempre que se lleven a cabo con alguna de las cuatro finalidades que caracterizan los delitos de terrorismo.

Otras cuestiones también tipificadas como delito de terrorismo son la recepción de adoctrinamiento o adiestramiento militar o de combate o técnicas de desarrollo de armas químicas o biológicas, elaboración o preparación de sustancias o aparatos explosivos, inflamables, incendiarios o asfixiantes. Como curiosidad, no solo está penada la recepción de adoctrinamiento por parte de terceros. Aquellos terroristas que son autodidactas también están castigados por ese autoadoctrinamiento.

Otro género de comportamientos que castiga, y con particular dureza, el Código Penal son aquellas conductas relacionadas con la financiación del terrorismo. Dentro del apartado de financiación del terrorismo no solo está la conducta consistente en entregar dinero a una organización con fines terroristas también. La recepción, adquisición, posesión, utilización, conversión o la realización de cualquier otra actividad con bienes o valores de cualquier clase, con la intención de que se utilicen para fines terroristas está penada por el Código Penal español en su artículo 576. De hecho, el Código Penal diferencia a nivel punitivo cuando el bien en cuestión accede a la esfera patrimonial de la organización terrorista estableciendo, en esos casos, una pena mayor.

En relación también con estos delitos de financiación del terrorismo, cabe decir que el Código Penal tipifica esas conductas cuando se cometen por imprudencia grave, siempre y cuando el sujeto activo sea un sujeto obligado por la normativa de prevención de blanqueo de capitales y financiación del terrorismo. Este es un punto que habitualmente trae de cabeza a entidades financieras y personas jurídicas en general con intereses económicos en países de riesgo.

Otro tipo de conductas englobadas dentro de los delitos de terrorismo son aquellas que consisten en la colaboración con organizaciones terroristas. Por ejemplo, está penado como delito de terrorismo facilitar información o efectuar vigilancias sobre personas de manera que se ponga con ello en riesgo su vida, su integridad física, su libertad o su patrimonio. Este tipo de conductas, tristemente, son bien conocidas en el panorama jurídico español, por los crímenes cometidos por la banda terrorista ETA, muchos de ellos favorecidos por la colaboración de personas que daban un chivatazo o que informaban sobre las actividades de objetivos terroristas.

Los delitos de enaltecimiento de terrorismo también están castigados en nuestro Código Penal. No ha sido una cuestión exenta de polémica. Algunas veces se ha planteado la necesidad de castigar este tipo de conductas por si no forman más bien parte del ejercicio del derecho fundamental a la libertad de expresión. En todo caso, como decimos, las conductas consistentes en enaltecer o justificar públicamente los delitos de terrorismo o incluso participar en su ejecución o la realización de actos que entrañen descrédito o menosprecio o humillación de las víctimas de delitos terroristas o de sus familiares está también castigada por nuestro Código Penal. Incluso se prevén agravamientos penológicos si estas conductas se realizan mediante la difusión de servicios o contenidos accesibles al público, a través de medios de comunicación, Internet o de comunicaciones electrónicas o mediante tecnologías de la información.

En último lugar, la incitación a llevar a cabo actos terroristas o la provocación, conspiración y proposición para cometer alguna de las conductas anteriores también están penadas como delitos de terrorismo.

En definitiva, y en contra de algunas de las manifestaciones que venimos escuchando estos últimos días, nuestro Código Penal no circunscribe exclusivamente los delitos de terrorismo a actos que pueden consistir en matar a una persona de un disparo en la cabeza o poner una bomba en un espacio público. Hay muchas otras conductas que se consideran igualmente terrorismo, aunque estén castigadas con una pena menor, y que sí serían amnistiadas; o al menos esa parece que es la voluntad del Legislador al incluir una redacción tan particular (conductas que de forma manifiesta y con intención directa hayan causado violaciones graves de derechos humanos).

Que cada uno sea libre de pensar si le parece bien o le parece mal o si el terrorismo admite modulaciones en la afectación a derechos humanos.