¿Sigue habiendo Universidad en España? ¿Interesa a nuestros políticos más allá de un control ideológico?

En medio de los acalorados debates que nos invaden, más o menos políticos o ideológicos (caso Rubiales, Sancho, cambio climático y sus efectos, amnistía a los condenados catalanes, Ley de igualdad, etc.) ¿en qué lugar de dicho debate queda la problemática universitaria en nuestro país?

Empecé a escribir este post  en el mes de Septiembre, cuando esos temas citados eran los que invadían nuestro día a día. Después ha venido lo que ha venido, que no es momento de describir, pues ha culminado justamente en el día de hoy, tras un largo, arduo y complejo  proceso de investidura, en el nombramiento de un nuevo Gobierno.

En medio de este “ruido”, que se prolonga más o menos desde Julio pasado, la Universidad y su problemática parece haber desaparecido más que nunca de la vida y de las preocupaciones de los españoles.

Este tema no  está, ni posiblemente se le espera,  en el discurso ni en el debate público. No se ha abordado prácticamente ni en las pasadas municipales y autonómicas, y no digamos en las generales, en las que ni siquiera se ha citado, por no decir en estos últimos tiempos en que los protagonistas de la vida pública han sido otros temas.

Esperemos que a partir de este momento, 20 de Noviembre de 2023, en que tenemos nueva Ministra de Universidades, ministerio que se fusiona con Ciencia – lo cual es un dato positivo-, empiece a haber más movimiento. Pero centrémonos en lo que ha sucedido hasta ahora. Ha aparecido alguna información, de vez en cuando, en la prensa escrita y digital, pero, con algunas excepciones, de manera puntual, es decir abordando temas muy puntuales,  y no con un planteamiento genérico de conjunto. Uno de los pocos artículos que ha tratado  últimamente  de una manera genérica los problemas que acosan a nuestra universidad, es la entrevista publicada el pasado 2 de Septiembre en el diario El Mundo por la Catedrática de la UNED  Clara Eugenia Núñez, con el incisivo   – y demoledor – título “La universidad española se dirige hacia la irrelevancia total”.

Algunos de los problemas que plantea, muy abierta y claramente, son ya viejos y conocidos –  y padecidos – por todos los  que hemos trabajado en esa institución (tales como  resistencia a hacer pruebas de nivel comparables en todo España, excesiva uniformidad entre universidades, problemas del doble grado tal y como está establecido, financiación, endogamia, etc.), pero en este post nos centraremos principalmente en  tres temas, como son:  1/ la posición de las universidades españolas en los rankings internacionales, 2/  el tema del acceso a la universidad mediante las pruebas de selectividad y 3/ el desfase cada vez mayor entre el número de universidades privadas y públicas y se tratarán de analizar las causas de cada uno de estos temas.

  1. Los rankings de distintos tipos e instituciones (Shanghai, ARWU, por ejemplo) (1) no han dejado de publicarse puntualmente en las  fechas  habituales – mes de agosto-, y aportan datos interesantes respecto a la trayectoria y posible devenir de nuestras universidades. Citaremos algunos de ellos, tampoco demasiado optimistas, aunque su interpretación obviamente requeriría un análisis  mucho más profundo.

En el de Shanghái,  uno de los más conocidos y usados, al parecer aquellas universidades españolas que ocupaban  los mejores puestos, bien entre los primeros 200 o entre los primeros 500, bajan algo. No queda ninguna  española en este ranking entre las 200 primeras del mundo y además  se pierden las 2 situadas entre las  500 primeras, que bajan de rango. También bajan 3 de las que estaban entre las 1000 primeras.

La de Barcelona, UB, baja de la franja 150-200 a la 201-300, y se sitúa junto a la de Granada, que es de las pocas que sube, junto con la de Oviedo.  Tanto la UB como la UGR, ocupan los primeros puestos de las españolas. De las 11 que el año pasado se situaban entre el medio millar mejor del mundo, este año solo hay 9. La UAB, UV y la UAM bajan de franja: de la 200/300 a la 300/400. Globalmente hay 17 descensos.

En realidad no parece que la causa sea un descenso de calidad de estas universidades en sí (aunque habría que analizarlo más en profundidad), sino la irrupción en la primera franja  – antes de la posición 100-,  de 6 universidades chinas, lo cual altera todo el ranking. Dado el número de rankings existentes, que citamos al final, el número de áreas evaluadas en que se clasifican los criterios, y las características de estos mismos criterios, es muy difícil hacer una comparativa precisa entre todos ellos. Van desde la calidad de la  docencia y su metodología como tal, – criterio que está empezando a cobrar importancia en muchos de estos rankings cuando en un pasado se infravaloraba- , por supuesto siempre se incluye  la investigación, que es el criterio estrella en la mayoría de ellos, – excepto en los que evalúan  universidades muy jóvenes-, y que por tradición se basa en el número de publicaciones en revistas de prestigio incluidas en determinados índices, indexadas, pasando por la empleabilidad al acabar los estudios y los primeros salarios obtenidos en los primeros años, número de estudiantes extranjeros, premios nóbeles que se han formado en determinada universidad, y un largo etcétera.

 

  1. Pero el tema que con mayor frecuencia ha aparecido en todo tipo de medios, por razones obvias, ha sido, y sigue siendo, el del acceso a la Universidad mediante el examen de Selectividad, así como la reforma de esta última, que ha estado totalmente paralizada. Recordemos, como núcleo central – y problemático- de este planteamiento, que el acceder a una determinada universidad y tipo de estudios puede determinar el futuro de muchos estudiantes, así como el abandono de los mismos nada más empezar la carrera o incluso a mitad de la misma. Hay datos que mantienen que un 30% de los estudiantes universitarios abandonan los estudios en el segundo año.

El hecho de estar el Gobierno en funciones hace que no se haya podido  aprobar  el nuevo tipo de examen de selectividad, pero esto no se ha sabido hasta  prácticamente una vez empezado el curso  (en un acuerdo inédito entre profesores, universidades, Gobierno y autonomías, debido a la inseguridad que generaba), a saber,  que se prorroga durante el curso 2023-24 el antiguo hasta que pueda aprobarse el nuevo, ya con un nuevo Gobierno. Este hecho ha mantenido en una total incertidumbre a los centros educativos de enseñanza secundaria, tanto a profesores como a  alumnos, que  no sabían  a qué atenerse en cuanto a metodología, contenidos, material, etc. en vísperas del nuevo curso 2023-2024, pues la nueva selectividad será  –  se dice- totalmente distinta. Como nota crítica al margen, nos atrevemos a decir que el pomposo nombre de selectividad debería quizá desaparecer de nuestro léxico educativo, pues no encaja con una prueba que en algunas CCAA aprueba casi el 100% del alumnado (2). Maturitá, baccalauréat,  abitur, son otras opciones europeas.

Sin entrar a fondo en el cambio metodológico profundo que implica que  el nuevo plan pase de estar centrado en contenidos a  estar centrado en competencias (La paradoja de estudiar con la Ley Celáa y hacer la EBAU de la Ley Wert, El Mundo , 01,09,2023, pg.15),ni en el tema – no trivial- de la sostenida subida de notas por parte de los centros educativos desde la pandemia, con una estimación de dos puntos de media (y por tanto un probable falseamiento de la realidad evaluativa), que hace que muchos alumnos con notas cercanas al 10/14 se estrellen luego en los estudios universitarios, quizá el mayor problema que, al parecer, no se va a resolver, según manifiesta la actual titular del ramo, es  el de mantener un único distrito universitario a efectos de elección de universidad y tipo de grado – lo cual implica que cualquier alumno de cualquier lugar de España puede solicitar acceder a cualquier universidad del Estado – mientras que los exámenes de selectividad siguen siendo diferentes en cada CCAA. (2)

El desatino que esto conlleva, y más en el momento actual debido a la alta tasa de empleabilidad en función de determinados tipos de estudios y a la muy baja tasa con otros, merece por sí solo otro post para analizar en profundidad la presión y carga ideológica de esta medida.

Este hecho no solo es un contrasentido desde un punto de vista lógico – y psicológico-, sino podríamos decir que también desde un punto de vista ético, pues, como se sabe, las notas del Bachillerato de  los centros de secundaria valen el 60% de la nota total de acceso a la Universidad (y la variabilidad es enorme entre las distintas CCAA y los distintos tipos de centros, aunque por el momento no hay, que sepamos, una estadística que refleje este dato fielmente),  y las de la selectividad valen el 40%, pero este examen no es igual para todos los adolescentes españoles, ni en sus contenidos ni en los criterios de corrección (llegando a valorarse la ortografía con baremos muy diferentes).  En esta situación el perjuicio para los estudiantes procedentes de centros y CCAA más exigentes en sus calificaciones, es obvio. Algunos alumnos no  entrarán en el tipo de estudios que desean, y para los que probablemente estén preparados  pero “no les da la media”, mientras que otros con calificaciones más altas, debido, en parte,  a una posible laxitud en los sistemas de calificación o contenido de los exámenes, ocuparán puestos en centros que más tarde se verán obligados a abandonar por no estar preparados para ello. La prueba debería ser única y los criterios de corrección idénticos, y esto no es un tema de ideología, como se quiere hacer ver mientras que este tema es de lógica y de justicia, puramente académico y de equidad, al margen de ideologías. No se oculta a nadie que en el fondo de esta cuestión, como en tantas otras de nuestra vida universitaria, late un sistema de inequidad entre CCAA, algunas de las cuales se niegan a cambiar este sistema de realización de exámenes y adjudicación de plazas por otro más justo.

Aunque no es un tema del que trataremos en este post, pero en la misma línea de inequidad territorial y por tanto relacionado, y ejemplo patente de la disparidad salarial entre CCAA, citaremos los diferentes salarios de los profesores universitarios según la CA donde esté situada la universidad  donde trabajan. Según un artículo muy reciente de El Mundo  (19-11-23, pg. 20), “los profesores vascos ganan 4.000 euros al año más que los asturianos”  y “uno de Santiago de Compostela gana casi 10.000 euros por debajo de lo que gana uno del mismo nivel y cualificación en la Politécnica de Cataluña”. Remitimos al lector interesado al excelente artículo en el que se comparan los salarios de 48 universidades públicas en España, a igualdad de categoría, titulación y complementos. En el profesorado contratado la diferencia entre CCAA llega a ser del 51%, mientras que en el funcionario llega al 26%

  1. En este análisis – necesariamente a vista de pájaro por la complejidad de la temática de la  universidad-, pero también relacionado con la elección de centro tras la selectividad, no queremos dejar de abordar el enorme desequilibrio existente entre el crecimiento de las universidades públicas y el de las privadas en estos últimos años, y el estancamiento de las públicas, con consecuencias importantes en múltiples aspectos, para empezar por el necesario desvío, o elección,  hacia las privadas de cada vez un mayor número de alumnos, y las implicaciones que esto conlleva, no siendo la menor el enorme gasto para las familias. De hecho, en el diario El País del 14 de Septiembre pasado, se hace un análisis de la infradotación de las universidades públicas. El crecimiento en el número de plazas de determinadas titulaciones cada vez más demandadas, y la misma creación de este tipo de titulaciones para adaptarse a una realidad cambiante de manera vertiginosa, – matemáticas, inteligencia artificial, Big data, internet de las cosas, ciberseguridad, biomedicina,etc.- se estanca en la universidades públicas, que no pueden, ni de lejos, admitir a todos los solicitantes, pero se amplía – o se crean- en las privadas. Indudablemente los gestores de las públicas no han estado muy alerta en estos últimos años para hacer un análisis prospectivo sobre las necesidades de la sociedad y las empresas, que se quejan continuamente de no encontrar personas preparadas para determinados puestos y/o perfiles.

Para analizar muy brevemente estos  datos seguiremos el informe CYD, 2021/2022, y también el ranking CYD, que es el  más completo de las universidades españolas. (3)

De las 91 universidades  españolas, 50 son públicas y 41 privadas. Hay que especificar que estas últimas han sido autorizadas en número de 10 en esta última década, y desde el año 1997 lo han sido 27, lo cual quiere decir que hasta el año 1997 las privadas eran casi la mitad que ahora. En algunas CCAA, como Madrid, Valencia y Cataluña, el número de privadas empieza a sobrepasar el de públicas.

Este hecho puede tener muchas lecturas e interpretaciones, por supuesto no todas negativas, pero lo que sí parece claro es que  – al margen de sistemas de becas que empiezan a poner en marcha algunas privadas- , ningún estudiante cuyos padres puedan pagar una privada, carísimas a veces, va a quedarse sin estudiar lo que quiere, a pesar de no haber obtenido plaza en la pública, mientras que en familias con menos recursos, es probable que de no entrar en una pública, sus hijos no puedan estudiar según sus preferencias. Y esto no solo es válido para los que obtienen una nota justa en Selectividad (como sucedía hace unos años), sino para otros muchos, pues sobre todo a partir de la pandemia, los beneficios  – facilitación – en los exámenes se han puesto de manifiesto en las notas, habiendo subido las notas medias de selectividad en casi en dos puntos, como se dijo antes, y esto no se ha corregido todavía. Pero, como venimos diciendo, esto no ha sucedido en todos los centros ni en todas las CCAA, con lo cual muchos alumnos no van a poder entrar en su primera opción, mientras que a otros se les ha facilitado enormemente.

Entre las causas de este crecimiento de las privadas está el tema de la empleabilidad de los recién licenciados, o graduados, pues las necesidades de las empresas no se ajustan a muchos de los perfiles actuales, Este es el hueco que están aprovechando, o llenando las privadas, al parecer con notable éxito.

Otros rankings de universidades distintos del de Shangai

– Times Higher Education (THE): lo elabora la revista Times Higher Education (THE) y analiza más de 1.600 universidades en 99 países y territorios. Evalúa 13 indicadores en cuatro áreas: enseñanza, investigación, transferencia de conocimientos y perspectiva internacional.
– U-Ranking: es un ranking de España, realizado por la Fundación BBVA y el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas. Evalúa 20 indicadores de la actividad docente, investigación e innovación.
– QS World University Rankings: analiza 1.500 universidades y compara diferentes criterios, desde la reputación académica hasta el número de estudiantes internacionales matriculados.
– Center for World University Rank (CWUR): mide la calidad de la educación y la formación de los estudiantes, así como el prestigio de los profesores y la calidad de su investigación.
– THE. Young University Rankings: listado de las mejores universidades jóvenes del mundo, las que tienen 50 años o menos.
– SCImago Institutions Rankings (SIR): se basa ​​en el rendimiento de la investigación, en los resultados de la innovación y en el impacto social medido por su visibilidad en la web.
– Webometrics: elaborado por el Laboratorio de Cibermetría del CSIC, analiza el volumen y la calidad de los contenidos de la universidad en Internet.
– Forbes: la revista elige las 20 mejores universidades de España, teniendo en cuenta su precio, la calidad del profesorado o la perspectiva internacional.

 

  • Según el informe  Datos y cifras del sistema universitario español, 2020-2021, publicado por el Ministerio de universidades, en las pruebas genéricas de acceso a la Universidad de ese curso, el País Vasco y la Rioja obtuvieron unos porcentajes de aprobados del 96,4% y 96,9% respectivamente, mientras que Extremadura, Baleares y Madrid obtuvieron el 81,8%, el 90,7% y el 90,8%.
  • https://www.fundacioncyd.org/publicaciones-cyd/informe-cyd-2021-2022/ https://rankingcyd.org/

 

 

 

La proposicion de ley de amnistía y el Imperio de la Ley

En 1914 se popularizó en Gran Bretaña la frase de que comenzaba “la guerra para acabar con las guerras”. Cuatro años y diez millones de muertos después, el militar británico Archibald Wavell dijo -con trágica premonición, en este caso- que en Versalles se había firmado la paz para acabar con la paz.  La ley de amnistía que se ha presentado por el partido socialista en el parlamento español se anuncia como la ley para acabar con el conflicto catalán. Ojalá sea verdad, pero la razón y la historia indican más bien que puede ser una ley que contribuya a degradar el imperio de la ley. 

En la larga y reiterativa Exposición de Motivos de la proposición de ley se insiste en que se trataría de  una Ley más: como la ley Constitución no prohíbe expresamente la amnistía, una vez se  apruebe  por el Parlamentoserá formal y democráticamente inobjetable.

El problema es que -al margen de que sea o no constitucional, cuestión que no voy a tratar- esta ley puede ir contra el Estado de Derecho tal y como se entiende en la doctrina moderna ( Fuller, Tamanaha) como ha destacado aquí recientemente Rodrigo Tena.

En origen el “rule of law” consistía básicamente en que el poder quedara también sometido a la ley. Sin embargo, pronto se vio (Montesquieu, Constant)  que ese requisito ofrecía poca defensa frente a la tiranía y no garantizaba ni la seguridad ni la igualdad de los ciudadanos. En la versión más estricta y formal del Estado de Derecho, que se denomina delgada -”thin” -frente a la ancha o “thick” que incluye los derechos fundamentales- se exige que las normas  cumplan determinados requisitos. Es cierto que el Tratado de la Unión Europea no define los elementos del Estado de Derecho, pero no cabe duda que debe incluir al menos ese concepto estricto  del mismo. Ahora que tenemos el texto de la proposición de ley es el momento de ver hasta qué punto infringe esos criterios. 

El primero es que las normas deben ser reglas de general aplicabilidad. La propia Exposición de motivos  habla de una “ley singular”, pues se aplica exclusivamente a delitos realizados con la intención de promover la independencia de Cataluña. Se trata de una ley destinada a unas personas concretas, hasta tal punto que el Gobierno ya ha avanzado el número de personas a las que afectará. Cuando la emm dice que si el Parlamento puede lo más -destipificar un delito- también debe poder lo menos -amnistiar para un periodo y finalidad concretos- se olvida de que en este último caso está violando el principio de generalidad.  

El segundo es que las normas deben ser prospectivas, es decir regular situaciones futuras y no pasadas. La razón es que de otra forma los ciudadanos no pueden conocer los límites de sus derechos y desaparece la seguridad jurídica. De nuevo la proposición infringe de manera evidente esta regla pues se aplica a los actos realizados entre los días 1 de enero de 2012 y 13 de noviembre de 2023. 

El tercero es que la ley debe ser efectivamente aplicada. Sin embargo, la primera línea de la exposición de motivos de la Ley dice que se trata de “excepcionar la aplicación de normas plenamente vigentes”. Es decir que se trata de no aplicar la ley de forma selectiva a determinados delitos cometidos por motivos y en periodos determinados. 

La cuarta es que las normas deben ser claras, no contradictorias y no exigir lo imposible. La claridad es siempre difícil, pero desde luego esta norma no cumple tampoco los criterios mínimos exigibles para una previsibilidad razonable. Lo que pretende cubrir son los actos “cometidos con la intención de reivindicar, promover o procurar la secesión o independencia de Cataluña, así como los que hubieran contribuido a la consecución de tales propósitos”. La intención es algo interno siempre y por tanto se podrá discutir si una persona hacía algo con esa intención aunque así lo haya manifestado, y al contrario alguien podrá sostener que tenía ese propósito aunque no lo expresara exteriormente. Alguien, por ejemplo, pudo robar para ir a una manifestación o para comprar gasolina para preparar cócteles molotov. ¿Se incluirán estos casos? La extensión de la amnistia a los actos “vinculados directa o indirectamente al denominado proceso independentista” puede convertirse en un cajón de sastre, pero también en una fuente de conflictos. En cuanto a las contradicciones de esta ley, destaco solo dos: incluye casi cualquier delito (salvo agresiones que produzcan lesiones muy graves), pero no los que afecten a fondos europeos, con la indisumulada intención de sustraerla al escrutinio de los Tribunales europeos; excluye los delitos de terrorismo, pero solo aquellos sobre los que hubiera recaído sentencia firme, de forma que actos terroristas no juzgados pueden quedar amparados por esta amnistía.

En quinto lugar, las normas deben ser estables, pues sin este requisito ni los ciudadanos sabrán cuales son sus derechos ni la economía podrá funcionar. En este caso, la ley amnistía parece solo otro clavo en el féretro de la seguridad jurídica, pues es nada menos que la décimo octava reforma del Código Penal en 2 años. Pero es que además proyecta la inestabilidad hacia el futuro pues tras ella ¿que impedirá aprobar otra, quizás a otro gobierno de signo opuesto? Si examinamos la historia de España, esto es exactamente lo que ha sucedido: las amnistías no han sido un punto final sino el anuncio de otras amnistías, a veces para ampliarlas y en otras ocasiones para amnistiar al grupo político contrario. 

Por último, debe existir una separación entre la elaboración normativa y la aplicación de la ley, con derecho de audiencia y apelación ante órganos independientes que se encargue a un órgano independiente con una formación específica. La Exposición de Motivos declara que la amnistía no afecta a “la  separación de poderes pues el Poder Judicial está sometido al imperio de la ley” y lo que van a hacer es aplicar una nueva ley. Sin embargo, se prevé el alzamiento de la medidas cautelares “incluso cuando tenga lugar el planteamiento de un recurso o una cuestión de inconstitucionalidad”. Esto supone una eliminación de una de las medidas judiciales típicas para garantizar el cumplimiento de la ley que corresponde tomar al juez. 

Pero el principal problema en relación con el poder judicial no proviene de la letra de la proposición de ley de amnistía sino de su contexto. En concreto el pacto de investidura PSOE/Junts incluye una mención a una supuesta “lawfare”, es decir a una persecución judicial por motivos políticos, que es un ataque directo a la independencia judicial. También lo es que el mismo pacto prevea comisiones para supervisar la actuación de los jueces en relación con la amnistía. A esto hay que añadir que miembros del Gobierno vienen desde hace tiempo atacando a los jueces por su interpretación de la ley, que un partido del Gobierno acaba de interponer una querella contra diversos miembros del Consejo General del Poder Judicial, y que en el programa de gobierno se prevé la modificación del sistema de acceso a la judicatura. Cuando las dificultades de aplicación de la Ley den lugar a resoluciones judiciales, los ataques a los jueces se multiplicarán, en perjuicio de la independencia y del prestigio del poder judicial. 

¿Si esta Ley es tan contraria al Estado de Derecho, como es posible que se hayan aprobado tantas amnistías en España y en el extranjero, que la exposición de esta ley cita como precedentes?  Si miramos la historia de España (ver también este post de Miguel Satrústegui) vemos que la veintena que se han concedido en los últimos 150 años se producen en momentos en que los nuevos gobernantes no admiten la legitimidad del anterior y que su finalidad dejar impunes los delitos pasados de los partidarios del nuevo. Sus efectos no son pacificadores sino que dan lugar a nuevas amnistías, del mismo signo o del contrario y a menudo terminan en nuevos conflictos. El ejemplo paradigmático es la de 1936, seguida pocos meses después de una guerra civil. La excepción, la de 1977, una de las pocas que fue fruto de un amplísimo consenso (en realidad una cuasi unanimidad que se refleja en la fotografía), que abrió la puerta a una Constitución también de consenso y al periodo más largo de paz, prosperidad y … ausencia de amnistías. No deja de ser significativo que la Exposición de Motivos haga numerosas referencias a las amnistías extranjeras y a su conformidad con el Derecho Europeo pero de las muchas españolas solo haga referencia a la de 1977.

La amnistía que ahora se quiere aprobar es muy distinta. Primero, porque se va a aprobar por una estrechísima mayoría y con el voto en contra del partido más votado. Además, porque no existe una crisis de legitimidad: España es un Estado de Derecho, y así lo reconocen todos los índices internacionales sobre calidad democrática desde hace decadas. Además, no existe un conflicto que lo justifique ni una insuficiencia de los mecanismos constitucionales para solucionar las aspiraciones democráticas. Es posible la reforma de la constitución española para aprobar la secesión de Cataluña. Lo que sucede es que no alcanzan las mayorías suficientes. De hecho incluso en Cataluña la mayoría de los ciudadanos votan a partidos no independentistas aunque por peculiaridades de los distritos electorales las últimas mayorías en el Parlamento de Cataluña han sido independentistas. El propio partido socialista negaba no solo la posibilidad constitucional de la amnistía sino también su necesidad, y su Presidente se atribuía la superación del mismo gracias a los indultos y a su gestión. Solo cuando necesitaron los votos del partido del ex-presidente fugado, Puigdemont, para la investidura, se empezó a hablar de amnistía, y el propio Presidente dijo que se trataba de “hacer de la necesidad virtud”. 

La necesidad está clara, pero es del partido y no del interés general. La virtud es más que discutible. Traicionar los principios del Estado de Derecho aleja a España de la democracia liberal que es, y la acerca a las iliberales o populares. Existen indicios de esa deriva en los pactos de investidura y en la misma ley. En el pacto con ERC se reconoce una legitimidad “popular y parlamentaria” que coexiste con la “legitimidad constitucional”. La ley de amnistía parece avalar esa prevalencia de la mayoría parlamentaria sobre la Constitución y el imperio de la ley en general. Dice que “no hay democracia fuera del Estado de derecho”, pero para afirmar después que es la política y no la ley la que debe dar respuestas. Añade que “el Derecho es el que está al servicio de la sociedad y no al contrario”. En el contexto de esta ley anómala, es tanto como decir que el Derecho no es un límite del poder sino uno de sus instrumentos.  

Dice el profesor Tamanaha que en el antiguo régimen los únicos límites venían del derecho divino, cuya sanción venía por la excomunión del Papa, o a través de las insurrecciones. Hoy el primer recurso está desactivado y de lo que se trata justamente es de evitar el segundo. Por eso en las democracias modernas los límites se articulan a través de la creación de instituciones independientes dedicadas especialmente al derecho, como los jueces, el Tribunal Constitucional o la Fiscalía. La elevación de las mayorías parlamentarias al único único fundamento democrático está siendo acompañada de un intento de desactivación de esos contrapesos, lo que se denominan en inglés “checks and balances”. Además de los problemas indicados con el poder judicial, el último informe sobre el Estado de Derecho de la Comisión Europea ha destacado los problemas de independencia de la Fiscalía General. La anterior Fiscal General había sido Ministra de Justicia del Gobierno inmediatamente antes y el actual era su más estrecho colaborador suyo. Por supuesto la politización de estos órganos no es responsabilidad solo de este Gobierno. El problema –como ha recordado recientemente Lapuente– es que en relación con los nombramientos en el CGPJ y el TS “PSOE y PP han ido aumentando el peso de la lealtad política como criterio de relevancia para que un juez tenga una carrera profesional de éxito”.

Los españoles cuentan aún con la defensa de las instituciones no ocupadas políticamente y en particular de unos jueces independientes. España seguirá siendo un Estado de Derecho aunque se apruebe esta ley. Pero es evidente que la igualdad ante la ley, la independencia judicial, el prestigio de las instituciones en general saldrán dañadas . Tanto la Unión Europea como las organizaciones de la sociedad civil españolas tienen que estar vigilantes para que el Derecho, con mayúsculas, siga actuando como muralla de defensa los derechos de los ciudadanos frente a la rapacidad del poder.

Pero ¿qué pasa en la Fiscalía General del Estado? “Cuando el río suena…”

El nombramiento del Fiscal General del Estado (FGE) ha estado siempre bajo el punto de mira político y mediático. La propuesta del nombramiento, a cargo del Gobierno (art. 124.3 CE), ha servido frecuentemente para poner en tela de juicio su independencia e imparcialidad. Afirmaciones de todo un Presidente del Gobierno como “¿La Fiscalía de quién depende? Pues ya está…”, desde luego que no ayudan a corregir esa percepción.

El estatuto constitucional (art. 124.2) del Ministerio Fiscal es claro: actúa con sujeción, en todo caso, a los principios de legalidad e imparcialidad. Esto se reitera en los arts. 6 y 7 de la Ley 50/1981, de 30 de diciembre, por la que se regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. Específicamente, el citado art. 7 dispone que, en virtud del principio de imparcialidad, “el Ministerio Fiscal actuará con plena objetividad e independencia”.

A pesar de disposiciones tan rotundas, en los últimos años han pasado algunas cosas que alarman sobre el respeto a aquellos principios. Podría citar varios ejemplos, pero me voy a ceñir a dos que tienen que ver con la anulación de nombramientos. La relevancia de estos dos casos es enorme, pues genera una duda de “colonización” de la Carrera Fiscal con personas afines. Esto no es menor en momentos como el presente.

Es necesario contextualizar por qué hemos llegado hasta aquí. Como más tarde se mostrará, la anulación de dos nombramientos en las escalas más altas del Ministerio Fiscal tiene mucho que ver con la inclinación política de los dos últimos FGE. No pretendo convencer a nadie, pero que el nombramiento de FGE recaiga en una exministra, dificulta cortar sus vínculos con la política. Cierto es que este nombramiento fue validado por el Tribunal Supremo, aunque, eso sí, sin entrar en el fondo. Recordemos que dos SSTS de 2 de noviembre de 2021 (nº 1293 y 1294/2021) sortearon la cuestión inadmitiendo sendos recursos contencioso-administrativos por falta de legitimación activa al ser dos partidos políticos quienes los promovieron.

También generó suspicacias que la anterior FGE fuera sustituida por quien presidió la Unión Progresista de Fiscales -a la que también perteneció su predecesora- que, además, había sido su número dos como Jefe de la Secretaría Técnica hasta su nombramiento. El diario El País -nada sospechoso- tituló así el nombramiento del actual FGE: “Álvaro García Ortiz, el escudero de Delgado que investigó el ‘Prestige’”. Convendremos que esto tampoco ayuda.

Éste es el contexto. Paso a comentar los asuntos en los que el Tribunal Supremo se ha pronunciado cuestionando los intereses que han guiado las decisiones de la FGE.

El primero se refiere al nombramiento del Fiscal de Sala de Menores de la FGE -incluyendo la promoción del candidato a Fiscal de Sala-. El nombramiento tuvo lugar en contra del informe del Consejo Fiscal que consideró que el candidato mejor valorado no sólo era ya Fiscal de Sala, sino que, además, tenía más méritos en la materia. Contra el nombramiento se interpusieron dos recursos contencioso-administrativos que fueron estimados por las SSTS de 19 de abril de 2021 (nº 452 y 453/2022). Según ambas sentencias, la diferencia de méritos especializados entre los candidatos era tal, que hacía que el nombramiento estuviera carente de motivación. Tras anular el nombramiento, la Sala ordenó retrotraer las actuaciones y que se emitiera nueva propuesta de nombramiento con una motivación ajustada al perfil de la plaza.

¿Y cuál fue la respuesta de la FGE? Pues volver a nombrar al mismo candidato censurado, eso sí, acompañando la decisión con una motivación de 22 páginas. De nuevo, el nombramiento fue recurrido. La STS de 18 de julio de 2023 (nº 1024/2023) resolvió definitivamente el asunto. Téngase en cuenta que lo que se debatía en este proceso era: 1º) Si a la hora de adjudicar una plaza con un perfil determinado cabía preferir a un candidato sin ninguna experiencia teórica ni práctica en la materia, sobre otro que había acreditado ser un especialista; y 2º) Si ello, además, podía razonablemente motivarse sobre la base de argumentos que eludían otorgar relevancia a la preparación específica en Derecho de Menores, señalando que lo realmente decisivo eran otros méritos. Téngase en cuenta, además, que este nombramiento no era para un puesto de confianza de libre designación, algo que hubiera cambiado las cosas.

La sentencia es palmaria y, yo diría, sonrojante. Afirma que “cuando lo que se trata de decidir es quién resulta más idóneo para cubrir una plaza que tiene un perfil bien identificado, no cabe infravalorar, cuando no obviar, los méritos específicamente relativos a dicho perfil”. Y esto, no sin cierta ironía, sin perjuicio de que el nombramiento “haya empleado veintidós páginas” en valorar otras consideraciones. La debacle viene luego, cuando se afirma que la extensa motivación no es convincente porque “los argumentos de la FGE habrían podido ser igualmente utilizados para cualesquiera otros perfiles de fiscalías especializadas”. La falta absoluta de objetividad se reprocha duramente: “falta una motivación sustancial, que despeje la sospecha de que detrás del acto administrativo impugnado hay algo más que puro arbitrio”.

La sentencia es criticada en los votos particulares porque, según los magistrados discrepantes, supone un salto cualitativo en el control de la discrecionalidad. No voy a entrar en si ese “ir más allá” puede ser criticable, pero concuerdo con la sentencia en que en este asunto concurrían circunstancias que exigían hacer justicia en el caso concreto. Detrás del fallo está impedir un nombramiento por razones de pura afinidad -¿política?-, con una manifiesta injusticia en detrimento del mejor candidato.

Sin embargo, la sentencia no se atreve a calificar el nombramiento como una desviación de poder. De hecho, no entró a valorar si, como argumentaba el recurrente, la finalidad efectivamente perseguida por el nombramiento impugnado era situar a fiscales ideológicamente afines a la FGE en la cúspide de la Carrera Fiscal. Téngase en cuenta que, de las trece propuestas de nombramiento de la FGE para plazas de la primera categoría, once recayeron en afiliados a la Unión Progresista de Fiscales. Recordemos, aquella asociación a la que pertenecía la ex FGE y que presidió el actual FGE.

Insisto, la sentencia no entra en valorar la desviación de poder, pero no se resiste a hacer una serie de afirmaciones que, honestamente, evidencian que la hubo. El Tribunal no niega que la FGE pudiera legítimamente considerar como más valiosas e idóneas a ciertas personas; lo que censura es que antepusiera a un candidato con menos méritos por su afinidad con la FGE. Cito dos pasajes: 1º) “nadie podría sensatamente criticar que las convicciones de la FGE -como las de cualquier otra persona- influyan en sus preferencias. Pero elevar este inevitable sesgo a criterio explícito, objetivo y legítimo de preferencia no es ajustado a Derecho fuera de los supuestos de selección para puestos de confianza mediante libre designación”; y 2º) “Así las cosas, razonar en términos de sintonía con la propia orientación a la hora de hacer las propuestas de nombramientos no deja de ser tratar de perpetuar esa orientación, condicionando en su caso a futuros FGE”.

El segundo asunto llega aún más lejos y sí afirma que el nombramiento se ha producido con desviación de poder. La reciente STS de 21 de noviembre de 2023 ha anulado el nombramiento de la anterior FGE como Fiscal Jefe de la Sala Togada, por el que, además, se la promovía a Fiscal de Sala; todo ello, de nuevo, en contra del criterio del Consejo Fiscal. La secuencia de hechos fue la siguiente: iniciativa de convocatoria de la plaza por la codemandada -la ex FGE- cuando todavía era FGE; dimisión poco después de dicho cargo por razones de salud; convocatoria de la plaza y presentación de solicitud por la ya ex FGE; propuesta a favor de ella por su sucesor, que hasta ese momento había sido su estrecho colaborador. El Tribunal lamenta, además, que todo esto ocurriera, “por si fuera poco, de manera rápida y prácticamente sin solución de continuidad”. Daría la sensación de estar todo previamente programado…

La sentencia considera que “la desviación de poder es visible e innegable en el presente caso”, ya que estima que la finalidad buscada por el ahora FGE fue asegurar a su predecesora, como “una prioridad”, la promoción a la máxima categoría de la Carrera Fiscal. No se trataba de si la candidata tenía más y mejores méritos, sino de “reparar lo que él reputaba una laguna en la ley: que quien sin tener la más alta categoría en la carrera fiscal es nombrado FGE no sea automáticamente promovido, al cesar en el cargo, a la categoría de fiscal de Sala”. A la vista de estas circunstancias, la sentencia señala que el FGE habría ejercido su potestad para “reescribir las reglas de promoción en la Carrera Fiscal, ajustándolas a sus personales preferencias”.

La sentencia es gravísima. No son muchas las sentencias que anulan una resolución por incurrir en desviación de poder. Esta causa de anulación implica dictar una resolución para beneficiar intereses distintos de los estrictamente generales, los únicos que deben gobernar las decisiones de todos los poderes públicos. Que haya pocas sentencias se debe a que no es fácil mantener esta causa de invalidez sin que al tiempo no se vislumbre una conducta delictiva. Dictar una resolución orientada a fines ilegítimos, con vulneración notoria de la ley, está muy cerca de ser calificado como un delito de prevaricación. Lógicamente, esto obliga a ser muy cauteloso en su aplicación.

Concluyo. Algo no va bien en nuestras instituciones cuando quienes tienen que velar por el cumplimiento de la ley y están obligados a ser imparciales y, por ello, objetivos, deben ser enmendados ante actuaciones tan groseras. No es de extrañar que surjan desconfianzas que conecten ciertas noticias -cambios en la calificación de hechos delictivos, recursos ante concretos procesamientos…- con la necesidad de que la Fiscalía esté nutrida de leales dispuestos a mantener criterios de actuación que, casualidad o no, sean concordantes con los intereses que defiende -ahora- el Gobierno. Sentencias tan graves deberían conllevar la única respuesta posible para evitar cualquier tipo de duda: el cese inmediato. Sin embargo, el Consejo de Ministros ha confirmado al actual FGE hasta 2027. A ver si va a ser que “cuando el río suena…”.

La (in)dependencia de las instituciones de control

Es de sobra conocido el refrán popular “del dicho al hecho hay gran trecho”. La teoría la tenemos clara. La separación de poderes es una condición necesaria para la democracia. El Poder ejecutivo está sometido a la Ley aprobada por el Poder legislativo, el cual es elegido por la ciudadanía. El Poder judicial debe controlar la legalidad de las actuaciones y decisiones del Poder ejecutivo. Sin embargo, en la práctica, y afectando a todas las ideologías políticas, el Poder ejecutivo tiende a gobernar sin control. No le gusta que sus decisiones puedan ser criticadas ni tampoco paralizadas o anuladas por alguna institución judicial o administrativa.

Ya nos hemos acostumbrado a las peleas políticas por elegir a las personas que van a ocupar los puestos en la cúpula judicial con la finalidad de
condicionar las decisiones más importantes que se adoptarán por el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo.

Los gobiernos intentan desactivar a las instituciones de control de varias formas.

a) La primera de ellas se suele rechazar por ser muy escandalosa: la supresión de la institución. No parece una medida muy democrática y puede alarmar a la ciudadanía si tiene repercusión en los medios de comunicación, como está sucediendo actualmente con la Oficina Antifraude de Baleares.

b) Otra medida menos ruidosa y también muy efectiva para evitar el control de la institución es el ahogamiento presupuestario. Si el órgano controlador no tiene medios personales, materiales y técnicos para hacer su trabajo de forma ágil y eficaz, será menos molesto porque tardará mucho tiempo en realizar sus actuaciones. Por supuesto, si la institución de control reflexiona, es decir, se lo piensa mejor, y decide no actuar de forma independiente o “por libre” para evitar choques con el gobierno, es posible que las partidas presupuestarias sean incrementadas sin mayor problema.

c) Una medida preventiva más sutil, que no llama tanto la atención de la ciudadanía ni a los medios de comunicación, consiste en mantener a la
institución de control con medios suficientes, pero cambiar las reglas de juego. Por ejemplo, modificar la ley para que el gobierno pueda elegir libremente a su máximo responsable y reducir sus competencias.

Esto es lo que se pretende ahora con el Consejo de Transparencia de la Comunidad de Madrid, cuyos componentes, hasta el momento, son elegidos por una mayoría cualificada de la Asamblea (tres quintos). Por si ello no fuera suficiente, para lograr una sumisión absoluta, se despoja a dicho Consejo de las facultades que tenía para incoar e instruir procedimientos sancionadores. De esta manera, si el gobierno no quiere cumplir con las resoluciones del Consejo, no va a pasar nada, ya que el Consejo está atado de pies y manos, y el gobierno incumplidor nunca va a sancionarse así mismo.

Llegados a este punto, es interesante destacar la evolución experimentada en la forma de elección de algunas instituciones de control. En los orígenes, para garantizar al máximo su independencia, las personas eran elegidas, no por los gobiernos, sino por los parlamentos y con una mayoría muy cualificada (dos tercios). Ante la dificultad de los partidos políticos de alcanzar un consenso, lejos de haber apostado por elegir a personas independientes de notorio prestigio que pudieran aunar dicho acuerdo, los gobiernos, a través de las mayorías parlamentarias, empezaron a modificar las leyes para rebajar el quórum de elección a tres quintos o a mayoría absoluta, y de esta manera, poder elegir con más facilidad a sus candidatos preferidos.

Sin embargo, como el afán de someter a las instituciones de control no se agota: algunos gobiernos con mayoría absoluta se atreven a ir más allá, utilizando su apoyo parlamentario para modificar las leyes con el fin de que ser ellos, y no el parlamento, quienes elijan libremente a su presidente o director. A partir de este momento, la independencia de la institución se transforma en dependencia absoluta del gobierno. Es evidente que el órgano controlador no puede ser elegido por el órgano a quien tiene que controlar. No tiene ningún sentido. Es un engaño.

Esta solución es la preferida para ejercer el poder sin ningún control real y efectivo. La ciudadanía no se alarma porque no se ha eliminado la institución y puede acudir a ella cuando lo necesite. Sin embargo, en los casos importantes o delicados para el gobierno, la persona libremente elegida por el mismo no podrá actuar con independencia porque pertenece a su círculo de confianza y no se atreverá a ser desleal.

Esta situación es muy frustrante para la ciudadanía, que observa atónita e indefensa, sin poder hacer nada, que existen numerosas instituciones de control que consumen importantes cantidades de dinero público sin molestar lo más mínimo al gobierno sin tutelar los derechos de las personas de forma real y efectiva. Un auténtico despropósito y despilfarro de recursos públicos.

Es necesario impedir estos comportamientos por Ley para garantizar la independencia de las instituciones de control. La elección de las personas que la integran o dirigen debe realizarse, previa pública concurrencia, por mayorías cualificadas que requieran de un elevado consenso por tratarse de personas de dilatada experiencia y notorio prestigio en el ámbito profesional del que se trate, según los méritos debidamente acreditados.

La solución es bien sencilla. Lo que ocurre es que no existe voluntad política. Los parlamentos están “secuestrados” por la mayoría que sustenta a los gobiernos y no van a querer aprobar los cambios legislativos que son necesarios.

Esta falta de voluntad política es denunciada, año tras año, y sin éxito, por la Fiscalía Especial contra la Corrupción y la Criminalidad Organizada. Por ejemplo, en la página 596 de la Memoria de 2022, se pone el dedo en la llaga en todas las reformas concretas que hay que hacer y que siguen pendientes por la pasividad de los responsables políticos. Se transcribe literalmente porque no tiene desperdicio (pinchar aquí):
“Por lo que se refiere a reformas concretas, se insiste en la necesidad de seguir profundizando en las políticas preventivas relacionadas con la transparencia, la rendición de cuentas y el fácil acceso a la información de interés público, una más rigurosa regulación de las llamadas «puertas giratorias» y de los lobbies, el refuerzo de la meritocracia, la generalización del principio de objetividad en la toma de decisiones por los servidores públicos y la mejora de los mecanismos de control de las administraciones regionales y locales y de los sistemas de contratación pública. Sobre estas cuestiones, entre otras, vienen advirtiendo hace años distintos organismos e instituciones que recuerdan que sigue existiendo una amplia brecha entre la legislación y su implementación en la práctica. En todo caso, el diagnóstico y el tratamiento del problema están identificados. Solo falta que nuestros responsables políticos se pongan a trabajar decididamente en esta dirección, como ya decíamos en la Memoria del año anterior.”

Sin instituciones de control fuertes e independientes, el poder se concentra y tiende a ejercerse de forma absoluta, arrasando los derechos de las personas y los valores democráticos de la libertad, justicia e igualdad. Si las instituciones de control no son independientes, no sirven para nada, son un fraude para la democracia y generan desconfianza y desafección a la ciudadanía. Esta situación se puede cambiar. Hagámoslo.

Oda a la Cataluña que estorba

Estas semanas se ha consumado la última, entiéndase por ello la más reciente que no la final, “rectificación” del presidente Sánchez respecto de lo defendido hasta la fecha.

El presidente y candidato Sánchez, ya saben la particular dualidad que concurre en su persona, se hartó de repetir que no iba a pactar con los nacionalistas catalanes, que no iba a amnistiar al prófugo Puigdemont y, en definitiva, que no sería presidente a cualquier precio. Mintió. Como con tantas otras cosas antes, nos mintió.

La mentira de la amnistía sin embargo no puede equipararse con ninguna otra. Las recordaran: “no gobernaré con Podemos”, “no indultaré a los presos del procés”, “promoveré la reforma para la elección del CGPJ”, “despolitizaré las instituciones”, etc. Esta última es, por suponer un ataque directo a la separación de poderes, al estado de derecho y a los pilares y valores de cualquier democracia que se precie, la peor de todas.

Buena prueba de ello es el efecto que ha causado en una parte importante del país. No me refiero sólo a los miles de españoles que han salido a manifestarse estas semanas en distintos puntos de nuestra geografía, sino a la movilización y respuesta que ha generado en diferentes instituciones (instituciones del estado, personalidades del mundo de la cultura, empresas, asociaciones cívicas, etc.).

Una muestra lo suficiente grande, plural y transversal como para poder afirmar que existe un consenso amplio que se opone a una medida que a todas luces empobrece nuestra democracia, debilita gravemente nuestras instituciones, nos desautoriza ante la Unión Europea, y además no hace nada por mejorar la convivencia entre españoles.

La amnistía ha copado en estas semanas el foco de la actualidad informativa, y ha sido y será tratada desde todos los puntos de vista: jurídico, político, social, etc. Precisamente por ello, no es este el tema central de esta publicación.

Y es que además de ser la más reciente y grave mentira de Sánchez, la amnistía supone el enésimo abandono del Gobierno de la Nación a la Cataluña no nacionalista. Y de ellos, como de costumbre, parece no acordarse nadie.

Los catalanes que se sienten españoles, que es tanto como decir lo mismo, como recuerda asiduamente Albert Boadella, han vivido durante décadas bajo un sirimiri supremacista que surgía de los poderes públicos y de los medios a su servicio para imponer su dogma. Todo ello con la inestimable colaboración del Gobierno de España de turno.

Así, si bien es el más grave que se recuerda, la amnistía es sólo otro capítulo más del modus operandi propio de una clase política cortoplacista que ha hecho a España cautiva de los nacionalismos periféricos.

De forma sistemática tanto el Partido Popular como el Partido Socialista, han otorgado las llaves de la gobernabilidad de España a los diferentes nacionalismos y regionalismos representados en cortes.

Esta práctica no ha entendido de partidos ni de líderes en tanto en cuanto ha sido asumida de buen grado por todos quienes la han necesitado para procurarse una investidura o unos presupuestos.

Transferencia a transferencia todos los gobiernos nacionales han hecho desaparecer de forma sistemática al Estado en Cataluña al tiempo que dejaban a millones de conciudadanos desamparados, indefensos, y a merced de un nacionalismo que pisoteaba sus derechos mientras practicaba un apartheid de baja intensidad.

Esta política “de la transacción”, “de apaciguamiento” o de “la cesión continuada sin contrapartidas”, que denomina Juan Claudio de Ramón, no solo no resuelve nada, sino que lo empeora todo. Y en eso llevamos más de cuarenta años: intentando saciar a quienes son por naturaleza insaciables.

Cada parcela de poder, cada centímetro o competencia concedida al nacionalismo lo es en detrimento del Estado, puesto al servicio del proyecto nacionalista y utilizado para degradar la vida de quienes no participan de su modelo de sociedad.

Como decía, de ello han participado todos: PP y PSOE, González y Aznar, Zapatero y Rajoy. Todos los que lo han necesitado sin excepción.

Así, Aznar, quien estos últimos años se presenta como salva patrias de última hora no tuvo problema alguno en suscribir en el Pacte del Majestic que certificaba, entre otras, la desaparición de la guardia civil de Cataluña y creación de los Mossos d’Esquadra, el cese del líder del PP catalán, Alejo Vidal-Quadras, quien llevó al PP a su mejor resultado (17 escaños, quien los quisiera ahora), importantes cesiones en materia fiscal, etc.

Pues bien, durante todo ese tiempo, la Cataluña no nacionalista ha sido, por sistema, abandonada por los gobiernos de España.

¿Dónde estaban los Gobiernos cuando no se respetaban las sentencias en materia lingüística? ¿dónde estaban cuando desde la televisión pública se menospreciaba sistemáticamente a parte de la población? ¿dónde estaban cuando desde la Generalitat se amparaba a quienes en las universidades se dedicaban a agredir a estudiantes no nacionalistas? ¿qué hacían para que los catalanes pudiesen disfrutar de su selección campeona del mundo en su casa? ¿Qué hacían para defender a quienes eran multados por no rotular sus negocios en catalán? Nada.

Da la sensación, como apunta Juan López Alegre, que esta parte de la sociedad catalana se ha visto desde los distintos Gobiernos “más como una molestia para poder pactar con el poder nacionalista que como una población a la que defender de las aspiración del nacionalismo”. No anda desencaminado.

Por eso, es de un valor incalculable quienes en estas circunstancias y en el peor momento dieron la cara, alzaron la voz y a un elevado coste personal defendieron sus derechos, y por ende los nuestros.

Me refiero a los hoteleros que sufrieron represalias por hospedar a las fuerzas y cuerpos de seguridad desplazados a Cataluña, a los padres que pelearon porque se cumplieran las resoluciones judiciales y sus hijos pudieran estudiar en castellano, a quienes dieron la batalla por que la bandera de España no dejara de hondear en los balcones de los ayuntamientos de la Cataluña interior, al asociacionismo constitucional: Sociedad Civil Catalana, s’ha Acabat!, Barcelona con la selección y a los millones de ciudadanos anónimos que sin esperar nada a cambio dijeron basta.

Todos ellos son a los que una vez más se ha dejado en la estacada. No solo eso, si no que en esta ocasión se les ha privado de lo que era la victoria más importante: el poder decir que quienes habían liderado el procés eran con todas las de la ley unos delincuentes, unos corruptos y unos fugados de la justicia.

Por eso, en estos momentos duros, a todos vosotros mi agradecimiento, admiración y el recuerdo de las palabras de Felipe VI el 3 de octubre de 2017: no estáis solos, ni lo estaréis; tenéis todo el apoyo y la solidaridad del resto de los españoles.

Nombramientos político-gubernamentales

“¡Oh, qué hombre tan extraordinario y fascinador! ¡Qué elevación de miras, qué superioridad! Con decir que era capaz, si le dejaban, de organizar un sistema administrativo con ochenta y cuatro direcciones generales, está dicho lo que puede dar de sí aquella soberana cabeza”

(Benito Pérez Galdós, La de Bringas, Obras Completas, III, Aguilar, p. 671).

Esta pasada semana, durante un acto en Las Palmas de Gran Canaria con motivo de un coloquio sobre el libro El legado de Galdós. Los mimbres de la política y su ‘cuarto oscuro’ en España (Catarata. 2023), la presentadora y moderadora, la prestigiosa biógrafa de Don Benito, Yolanda Arencibia, al hilo de los cambios de Gobierno y su afectación a la Administración recordaba los magníficos pasajes que el autor canario había dedicado a lo largo de su obra a los nombramientos y cesantías, y con su buena memoria se refirió cuando el escritor canario hacía mención a la Gaceta (nuestro actual BOE) como repartidora de credenciales (esto es, de cargos públicos).

Y, en efecto, fue en el episodio nacional de O’Donnell donde se recogen dos extensos párrafos dedicados a esa risueña matrona de la vieja Gaceta que repartía sus destinos entre quienes nerviosos aspiraban a ellos. Merece la pena recoger alguno de estos pasajes, pues su descripción es sencillamente inigualable:

“Daba gusto ver la Gaceta de aquellos días, como risueña matrona, alta de pechos, exuberante de sangre y de leche, repartiendo mercedes, destinos, recompensas, que eran el pan, la honra y la alegría para todos los españoles o para una parte de tan gran familia (…) ¡Pues en lo civil no digamos! La Gaceta, con ser tan frescachona y de libras, no podía con el gran cuerno de Amaltea que llevaba en sus hombros, del cual iba sacando credenciales y arrojándolas sobre innumerables pretendientes, que se alzaban sobre las puntas de los pies y alargaban los brazos para alcanzar más pronto la felicidad. La Gaceta reía, reía siempre, y a todos consolaba, orgullosa de su papel de providencia en aquella venturosa ocasión (…) enseñando sus longanizas con que debían ser atados los perros en los años futuros”.

Ciertamente, en los próximos días y semanas nuestro BOE (aunque en este caso con la denominación masculinizada) se llenará de ceses y nombramientos en cadena de Ministros, Secretarías de Estado, Secretarías Generales, Subsecretarías, Direcciones Generales y Secretarías Generales Técnicas, por no hablar de asesores o miembros de Gabinetes de Ministros y Secretarios de Estado, o asimismo del personal directivo de máxima responsabilidad del extenso universo de las entidades del sector público institucional y empresarial dependiente de la Administración del Estado. Y ello sin hacer mención a las hipotéticas remociones y nombramientos que se puedan producir en puestos de la alta función pública reservados al sistema de libre designación (que se cuentan por miles). Sin contar estos últimos, solo con los primeros, aquellos ya superan con creces el número de mil. Este es el botín directo que tienen los partidos en el Gobierno para repartir entre sus acólitos y personal de confianza política, al margen de que en la AGE algunos de estos niveles directivos solo se puedan cubrir con personas que tengan la condición de funcionarios del subgrupo A1, lo que en este caso no impide que se despliegue la confianza política sino que la restringe en su proyección a un círculo acotado de personas (lo que el profesor Quermonne en 1991 ya denominó como un modelo de spoils system de circuito cerrado).

Aunque no ha habido alternancia política, y por tanto la continuidad podría ser la norma, no es menos cierto que en esto de la política de nombramientos entran en juego afinidades no solo partidistas sino también personales o profesionales. Quien llega de nuevo cargo público (más si es ministerial) quiere rodearse de personas de “su” confianza. Un error del que este país no ha sabido salir nunca, sometidos como estamos en un subdesarrollo institucional en esta materia sin parangón en las democracias avanzadas.

Todo esto es muy sabido, pues ya forma parte sustantiva de lo que nuestro Estado clientelar de partidos, trufado de prácticas de nepotismo y amiguismo, ejerce por doquier (también en todas las Comunidades Autónomas, con cifras en algunas de ellas muy cercanas a los grados de politización existente en el Gobierno central; así como en un buen número de entidades locales).

Mientras tanto hay países, algunos muy próximos geográfica o culturalmente (tales como Portugal o Chile), a quienes nos gusta mirar siempre por encima del hombro, que ya tienen implantado desde hace años sistema de Alta Dirección Pública Profesional. Aquí esa solución institucional se ve ajena e innecesaria: propia de «los bárbaros del norte» que tan solo algunos países despistados han incorporado: ¿para qué quiere un político de la vieja usanza, antes cacique y ahora valedor del clientelismo, directivos públicos profesionales?: Mejor un amigo político, pues «quien vive de la nómina no puede hacer un desaire al Poder Supremo» (Galdós, Tormento). El cinismo aquí existente hace que la política siga invocando razones de legitimidad democrática (el «dedo democrático», la fuente hispana de la legitimación directiva) para designar altos cargos directivos que, en no pocas ocasiones, carecen de las competencias y capacidades ejecutivas y de liderazgo necesarias para llevar a cabo una gestión exitosa en su área de responsabilidad del programa político impulsado por el Gobierno de turno. En estos casos no hay comprobación previa de capacidades ni competencias, aquí todo se presume. La credencial las otorga. Más si eres del partido o de sus aledaños. Eso es lo importante, lo demás accidental.

La política, la mala política, esa política menuda de la que hablaba Galdós, cree que llenando las estructuras ejecutivas de la alta Administración de amigos del poder o de los partidos en el poder, cierran filas y lograrán grandes resultados en su gestión. Lo cierto es que se equivocan de palmo a palmo, y cuando advierten su error ya es muy tarde. Pero en esas siguen, erre que erre. El corazón clientelar puede más que la razón política, pues esta apenas existe.

Con frecuencia se olvida que durante varias décadas la Seguridad Social ha sido un modelo de gestión de excelencia en España. La modernización que se llevó a cabo en ese ámbito y en otros fue importante. Hoy en día, sin embargo, abundan en la gestión que lleva a cabo la Administración del Estado verdaderos agujeros negros que denotan una pésima comprensión por parte de la política de la imprescindible acción ejecutiva o de gestión pública para proveer unos servicios y prestaciones públicas, que cada vez funcionan con peores estándares de resultados (sistema de pensiones, ingreso mínimo vital, servicio de empleo, inmigración, correos, etc.). La creciente politización de las estructuras de gestión en las Administraciones Públicas es síntoma evidente de un sistema en estado de descomposición.

Esos déficit de capacidad de gestión o –en palabras de la Comisión Europea- de déficit de capacidades administrativas, son clamorosos en lo que a la pésima y lenta digestión de fondos europeos respecta, con lo que se está poniendo en juego además la manoseada recuperación económica e, incluso, se pueden llegar a malgastar muchos de esos recursos y endeudar al país más de lo que está.

A ver si les entra en la cabeza a estos políticos de mirada estrecha y extraviada: nunca, jamás, habrá buena política donde no haya buena gestión. Lo expuso, como vengo reiterando en numerosas entradas, Hamilton hace más de 240 años en ese oráculo de Ciencia Política y de Gobierno que es El Federalista. Y conviene recordarlo: una política clientelar nunca hará otra cosa que beneficiar a los suyos, no al país. Nuestros partidos, de momento, esa es la única gramática política parda que aplican. Y así nos va.

Al fin y a la postre, como también describió con su particular mirada incisiva el autor canario, muchos de esos cargos públicos, por no desairar al poder más alto, practicarán “el fácil oficio de no hacer nada”. Es la mejor forma de sobrevivir políticamente en un mar de tempestades,  cada vez más crecientes. Y los grandes desafíos de futuro siguen esperando pacientemente a que la política, algún día, les haga caso. No creo que estemos precisamente para perder el tiempo. La discontinuidad y la rotación en niveles ejecutivos del sector público, vinculada siempre umbilicalmente a la política, es una pésima solución institucional. Algún día quizás alguien lo entienda. De momento, a esperar. Paciencia estoica.

 

Este post ha sido previamente publicado en el blog del autor.

Las tres líneas de defensa de la democracia

Las ultimas semanas hemos vivido una intensa discusión jurídica sobre la amnistía. Y su resultado ha sido muy claro.

Tras semanas de discusiones, artículos y mesas redondas en las que numerosos expertos han analizado la naturaleza jurídica la amnistía y su compatibilidad con el marco constitucional, la opinión mayoritaria de estos juristas es que esta norma no encaja en nuestra constitución, y supone un desafío grave al estado de derecho.

Junto a estas opiniones, dos elementos jurídicos nos ayudan a completar el análisis de la cuestión: de un lado, el informe del Ministro de Justicia sobre los indultos parciales indicó que la amnistía no tenía encaje constitucional;  de otro, la Mesa del Congreso inadmitió, por la misma razón, una proposición de ley presentada en 2021 por ERC y Junts. Es decir, tanto poder ejecutivo como legislativo han sido claros y contundentes sobre la cuestión: la amnistía no cabe en la Constitución.

Por ello, sin pretender sugerir que no exista absolutamente ninguna duda sobre la naturaleza de esta medida, si podemos concluir que junto al cuasiunánime consenso previo al 23J (excepción hecha de los propios beneficiarios de la misma y Sumar), sigue existiendo un gran consenso doctrinal, político y jurídico sobre la inconstitucionalidad de la amnistía.

A pesar de todo ello, los acuerdos alcanzados estos días han provocado la presentación por el PSOE de una proposición de ley a favor de conceder esa amnistía,  sobre la que se fundamentará, junto a otros acuerdos, la investidura de Pedro Sánchez. 

Ni los argumentos jurídicos, bastante endebles, ni las argumentaciones políticas, rayanas en lo infantil, han debilitado lo más mínimo esa evidencia de inconstitucionalidad sobre la que existía, y sigue existiendo, amplio consenso. Muchos tenemos la sensación de estar asistiendo a una burla de carnaval.

Al llegar a este punto, nos planteamos: ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? ¿Cómo un estado de derecho recorre un camino tan peligroso en semanas? ¿Cómo es posible que algo claro y meridiano,  sujeto a consenso de los constitucionalistas hace semanas, se haya  dado la vuelta de esta forma? ¿ Cómo un supuesto partido de estado como el PSOE se plantea impulsar una medida que socava el estado de derecho de forma tan flagrante?

La explicación es sencilla: estamos viviendo en España una involución democrática, la imposición de una deriva autocrática en la que el líder de un partido está dispuesto a pactar con partidos de ideología contraria a la que sus votantes defienden, algunos de ellos posicionados claramente contra el estado de derecho, sobre asuntos que no estaban en su programa y respecto a los que hasta el día de las elecciones defendía lo contrario. Una deriva autocrática, en definitiva, del líder del PSOE, con pactos contra natura sobre aspectos que deterioran gravemente el estado de derecho.

Son tan claros los rasgos de esta deriva que los encontramos magistralmente descritos hace décadas, en forma de fábula. En “Rebelión en la Granja”, escrito en 1945, George Orwell nos narra una escena clave en la deriva autocrática de la vida en la granja, cuando la nueva clase dirigente (los cerdos…), cambian el lema fundacional de la rebelión con la que se había expulsado a los humanos: del lema “ cuatro pies si, dos pies no”, vigente durante mucho tiempo, pasan de la noche a la mañana al “cuatro pies si, dos pies mejor”. Y al ser requeridos por otros animales (las ovejas) a explicar el cambio de opinión, los cerdos insisten en que la frase siempre fue así.

Hemos pasado del “Indulto si, amnistía no” al “Indulto si, amnistía mejor”, y aún estamos  perplejos ante la desfachatez política e intelectual.

Lo importante de esta situación es la lección que nos enseña en lo referente al funcionamiento de los sistemas institucionales: no existe ningún sistema democrático que, por más contrapoderes y mecanismos de control que establezca, pueda resistir al “hackeo” de un líder sin escrúpulos democráticos. Existen en la historia numerosos ejemplos de regímenes democráticos que, sin necesidad casi de modificar las leyes, se han deslizado por la pendiente del autoritarismo y han llegado a cometer todo tipo de vilezas apoyándose en el marco legal preexistente.

Para que esta situación de abuso ocurra deben darse varias circunstancias, y es en el análisis de las mismas donde podemos encontrar el antídoto contra la autocracia y sobre las que definir las líneas de defensa de la democracia.

La primera línea de defensa de una democracia y un estado de derecho es la existencia de un líder con principios y valores: son los principios y valores democráticos de la persona que gobierna un país los que pueden asegurar el correcto funcionamiento institucional del mismo. No es probablemente una condición suficiente, pero sin duda es necesaria.

La teoría política nos dice que un sistema institucional de controles y contrapoderes bien diseñado es capaz de controlar las pulsiones autoritarias de un líder. Pero la historia nos enseña que si el líder “se empeña”, con determinación, en pervertir el sistema, los contrapoderes son pocas veces capaces de controlar o evitar esa deriva autoritaria.

De ahí la importancia de unos principios y valores democráticos claramente asentados en el líder. Si importantes son los valores en la esfera personal, pues de ellos depende la salud moral del individuo, mucho más lo son en lo público, en la medida en que los hombres públicos, los políticos, administran, por mandato y en representación de sus ciudadanos, un sistema social, jurídico y económico que requiere la toma de decisiones complejas permanentemente. Para garantizar que las mismas se adoptan de forma equilibrada y atendiendo al bien común, se crea un proceso de toma de decisiones, dotado de controles y de contrapesos, y un sistema de instituciones que funciona como la columna vertebral de la seguridad jurídica del sistema.

En democracia, el político encuentra su legitimidad en el sistema que le permite ocupar el puesto para el que se le elige, el estado de derecho,  por lo que debe ser el primer garante, el primer cumplidor de ese sistema que le designa.

Lo contrario, demostraría que el político entiende el sistema, del que él es una pieza, no como algo al servicio de la sociedad,  sino como algo manipulable a su conveniencia, al servicio de su interés personal o de grupo, pervirtiendo así el estado de derecho.

Por ello, debe exigirse en el líder la sumisión absoluta al estado de derecho, que además funcionará como elemento de autocontrol ante las pulsiones autoritarias a las que cualquier persona que detenta poder puede verse expuesto. La época de Luis XIV,  y su “el Estado soy yo” han pasado. No vale todo y el fin no justifica los medios, y menos cuando los medios son públicos y el fin es un interés personal y egoísta.

Sin dirigentes con principios y valores democráticos, la democracia está en peligro, y la autocracia a las puertas.

Si esta primera línea fallara, contamos con una segunda línea de defensa. En su libro “El ocaso de la democracia”, Anne Applebaum analiza los procesos de avance del autoritarismo en países de nuestro entorno. La autora afirma que para que un régimen transite hacia lo que llama una democracia iliberal, una autocracia, es necesaria la complicidad de un conjunto de burócratas, intelectuales y medios de comunicación que validen los argumentos sobre los que se van destruyendo los elementos propios del estado de derecho.  El proceso de debilitamiento de las instituciones y de los controles y la justificación de la deriva autoritaria necesita de altos funcionarios que impulsen normas y firmen actos administrativos, de pensadores que retuerzan los argumentos jurídicos, de jueces que validen los abusos y de periodistas que construyan un estado de opinión propenso a aceptar que el fin justifica los medios y que la alternativa es peor.

Hemos oído últimamente mucho la frase de Burke, sobre que el mayor error es no hacer nada por pensar que solo se puede hacer un poco. Esos pocos de cada uno, sobre todo cuando se ocupa una posición privilegiada en la cadena de toma de decisiones o de influencia intelectual o mediática en la sociedad,  son la clave para evitar el ocaso de la democracia.

Y, por último, llegamos a la tercera línea de defensa: la sociedad. En otro magnífico libro, “ Los amnésicos”, la periodista franco-alemana Geraldine Schwarz analiza el comportamiento de la sociedad alemana en la décadas de los 30 y los 40. 

Tras el fin de la guerra, los vencedores exigieron responsabilidades penales al régimen nazi. Para distinguir el grado de responsabilidad, se establecieron cuatro niveles de implicación y/o conocimiento de la población en lo que había ocurrido. Los tres primeros niveles cubrían desde los jerarcas nazis, que fueron juzgados en los procesos de Nuremberg, hasta un cierto nivel ejecutivo, que fueron encausados de una u otra forma. Pero el cuarto nivel, al que denominaron los mitläufer, personas que sabían algo de lo que estaba pasando, que veían situaciones de abuso, que se aprovecharon incluso económicamente del expolio a los judíos, fueron considerados ajenos a toda responsabilidad. La autora, cuyo abuelo fue uno de esos mitläufer, se refiere a esta categoría como aquellas personas “ que seguían la corriente”, y los acusa de  “ … pequeñas cegueras y de pequeñas cobardías que, sumadas unas con otras, habrían creado las condiciones necesarias para el desarrollo de crímenes de estado….”.

En las últimas semanas, una parte importante de la sociedad española, que incluye probablemente a la práctica totalidad de los más de 11 millones de votantes de centro derecha y de derecha, pero también a un numero no despreciable de los casi 8 millones de votantes de centro izquierda (según diferentes encuestas en torno a un 40%, es decir, más de 3 millones) se debaten entre la sorpresa, la perplejidad, la preocupación y la indignación ante la disposición de Pedro Sánchez y su partido a conceder una amnistía vergonzante a un conjunto de delincuentes, que anuncian su intención de reincidir, a cambio de seguir en la Presidencia del gobierno.

Hay muchos millones de españoles que no quieren mirar para otro lado. Como recordaba hace unos días Jesús Cacho, citando a Jefferson, “Cuando la tiranía se convierte en ley, la rebelión se convierte en deber”.

La sociedad, el grupo, cada uno de nosotros, tenemos una responsabilidad en la defensa de un modelo de sociedad en nuestro país, que con sus defectos, es el resultado del esfuerzo, la determinación y la generosidad de nuestros padres y abuelos, y que ha funcionado bien durante muchos años. Nosotros, los españoles, somos, todos y cada uno, la tercera línea de defensa de la democracia, la última. 

Cada ciudadano, si se considera tal, debe militar a diario para defender el estado de derecho Esa es la forma de garantizar que no dejamos de ser ciudadanos para convertirnos en vasallos.

En el caso de nuestro país, en estos días, vemos que la primera línea ha fallado estrepitosamente. La segunda línea se debate actualmente entre muchos que intentan revertir la situación y otros que, mudos o voceando, han optado por un vasallaje vergonzante. Y la tercera línea ha comenzado a manifestarse: su resistencia serena pero firme será clave, y un elemento de refuerzo impagable para los que aún se afanan en la segunda línea por salvar el estado de derecho. No desfallezcamos.

 

La causa torpe de la amnistía.

“No prestarás falso testimonio ni mentirás”. De todos es conocido el octavo mandamiento de la Ley de Dios. Y por todos incumplido. ¿Quién no ha dicho en su vida alguna mentira, aunque sea, blanca, piadosa, o como eufemísticamente la queramos disfrazar? Afortunadamente la ley humana se emancipó de la divina y los pecadores dejaron de ser delincuentes.

Cuestión distinta, claro está, es que sea el propio Legislador quien mienta. La proposición de ley de Amnistía de 13 de noviembre de 2023, orientada a exculpar los delitos cometidos por los separatistas catalanes, anuncia en la Exposición de Motivos que su finalidad es “la normalización institucional”, así como “el diálogo”, “el entendimiento” y “la convivencia” (III, 6). Todos sabemos, empero, que en realidad persigue garantizar la permanencia en el Gobierno “a cambio de un puñado de votos”, como denuncia sin tapujos José María Macías, dreyfusiano vocal del Consejo General del Poder Judicial. Es un hecho notorio. Ahora bien, preguntémonos, ¿qué tiene reprobable? Los políticos, incluso demócratas como Pericles, se han aferrado desde siempre al poder. Fingir lo contrario sería hipócrita. Acaso ardan en el infierno por violar el octavo mandamiento, pero no colemos de matute en el mundo del Derecho lo que pertenece a la moral. ¿O sí? El asunto es un poco más complicado. Expliquémoslo.

El artículo 1306 del Código Civil habla de causa “torpe”, dicho de otro modo, “ilícita”. Y, según el artículo 1275 del mismo texto legal: “los contratos sin causa o con causa ilícita no producen efecto alguno. Es ilícita la causa cuando se opone a las leyes o a la moral”. Supongamos, entonces, que el τέλος, esto es, el fin, objetivo, propósito o meta últimos de la ley de amnistía fuese atentar contra la Constitución, digamos, proclamar la “República Catalana”. Ciertamente, no hay que suponer nada, los propios socios del Ejecutivo no tienen pelos en la lengua, jamás disimularon que esa fuese su intención; hasta con formas chulescas y desafiantes. Por ejemplo, cuando durante el debate de investidura, Miriam Nogueras, portavoz del grupo independentista Junts, osó retar al presidente del Gobierno al espetarle que quería “el supermercado entero”. Como si España fuese un bazar de cuyos estantes toma a placer los productos que le apetezcan.

Llegados a este punto es menester una precisión técnico jurídica: una cosa son los “motivos” del acto jurídico y otra la “causa”. Así, nada hay que objetar desde la legalidad a que los motivos de la proposición de amnistía sean la conveniencia política de partido mayoritario, aspecto éste subjetivo que es ajeno al mundo del Derecho. En cambio, la causa es “el propósito práctico perseguido por los sujetos”, como enseñan los autores Beltrán Pacheco y Campos García. Y este requisito sí que posee significación jurídica. Consideremos que aquí es un trueque: beneficiamos los enemigos de España a cambio de mantenernos en el poder. Entonces, según Vicente Torralba Soriano, de la mano de Diez Picazo, ese “resultado empírico” es “algo distinto de los motivos, pues ha sido elevado por ambas partes a la categoría de su negocio”. Es decir, han sido “causalizado”. Y al ser ilícito, su efecto es la nulidad, según rezan los preceptos antes invocados.

Más allá de la teoría del negocio jurídico, nos hallamos ante un principio general que se manifiesta igualmente en el ámbito administrativo a través de la denominada “desviación de poder”. El artículo 70.2 de la Ley reguladora de esa jurisdicción la define como “el ejercicio de potestades administrativas para fines distintos de los fijados por el ordenamiento jurídico”. El profesor Juan Manuel Trayler enseña que será “absoluta o tosca” cuando “se inspire en móviles personales que pueden ser de la más variada gama y naturaleza”, como “lucro personal, venganza, represalias”; o, muy atinadamente, prosigue, preferencias políticas. Ese principio no es otro sino que el Derecho no ampara los resultados contrarios a Derecho, ya sea el civil, el administrativo o el constitucional. Una norma que causaliza motivos ilícitos, al constituir su propósito práctico o resultado empírico el precio pagado para retribuir a los que se empecinan en desmembrar la monarquía hispánica, es inconstitucional. Simple y llanamente porque su espíritu, su τέλος, conculca los artículos uno y dos de la Carta Magna, a saber, los que consagran la forma política del Estado y la unidad de la nación.

Tecnicismos aparte, el lenguaje de nuestro venerable Código Civil capta la idea a la perfección cuando escoge el término “torpe” que, según el diccionario de la Real Academia quiere decir: “ignominioso, indecoroso, infame”. O, “inmoral”, si despojamos el concepto de cualquier connotación religiosa. Es más, otra acepción es “deshonesto, impúdico, lascivo”. Y es que hay algo obsceno, sucio, en traficar con la patria como si fuese una mercadería. La palabra latina turpis proviene de la raíz indoeuropea *terkʷ-‎ (girar”) -como hacen los subasteros que cambian de postura, cual veleta, en función de lo que les ofrezcan en la mesa de negociación. Ese contorsionismo moral de quien se retuerce para rendir sus favores al mejor postor evoca otro mandamiento, esta vez el sexto: “no cometerás actos impuros”. O, citando a Virgilio en la Eneida, turpia membra fimo, “miembros manchados por el fango”, o sea, los de aquellos que se arrastran a legislar para favorecer a los enemigos de su propio país.

BIBLIOGRAFÍA.

BELTRÁN PACHECO, Jorge y CAMPOS GARCÍA, Héctor Augusto (2009). Breves apuntes sobre los Presupuestos y Elementos del Negocio Jurídico. En: Revista Derecho & Sociedad. https://revistas.pucp.edu.pe/index.php/derechoysociedad/article/view/17426

MACÍAS, José María (2023). Soy vocal del CGPJ y yo acuso de este desastre a los jueces en el Gobierno. En: Revista de Prensa.  https://www.almendron.com/tribuna/soy-vocal-del-cgpj-y-yo-acuso-de-este-desastre-a-los-jueces-en-el-gobierno/

TRAYTER JIMÉNEZ, Juan Manuel (1994). La desviación de poder como técnica de control del ejercicio de la potestad reglamentaria. En: Cuadernos del Poder Judicial, ISSN 0211-8815, Nº 34, 1994, págs. 339-350.

TORRALBA SORIANO, Orencio V (1966). Causa ilícita: Exposición sistemática de la jurisprudencia del Tribunal Supremo. En: Anuario de Derecho Civil, fascículo 3. https://www.boe.es/biblioteca_juridica/anuarios_derecho/articulo.php?id=ANU-C-1966-3006610070

 

Sobre la posible ilegalidad de la huelga general convocada por la organización Solidaridad

Saltaba la noticia el pasado 13 de noviembre. Solidaridad, la organización vinculada al partido político Vox, convoca una huelga general para el próximo 24 de noviembre. La motivación de la misma, en palabras de la propia organización (ver manifiesto huelga general 24N) es: «nuestra Patria se encuentra en riesgo de ruptura por las cesiones del PSOE a todos los partidos separatistas, golpistas y filo- terroristas, enemigos declarados de España», para a continuación, indicar una serie de supuestas medidas laborales que se adoptaran por el nuevo gobierno, y que todo sea dicho, nadie ha anunciado ni ha planteado.

Pues bien. Antes de entrar en vereda jurídica, que puede resultar tediosa en cuanto a lo que el derecho de huelga se refiere, vayamos a lo mundano.

Define la Real Academia Española de la lengua, en adelante RAE, que la huelga es la «interrupción colectiva de la actividad laboral por parte de los trabajadores con el fin de reivindicar ciertas condiciones o manifestar una protesta».

Quedan por tanto ya definidos incluso a un nivel no jurídico ciertos conceptos y cierta condición de la huelga, que resultan; interrupción de la actividad laboral, por parte de trabajadores, para reivindicar condiciones (laborales) o incluso, manifestar protesta por dichas condiciones (laborales).

Y también contempla la RAE el concepto de huelga revolucionaria, lo que sería la huelga política, y la define como «huelga que responde a propósitos de subversión política, más que a reivindicaciones de carácter económico o social».

En esta segunda acepción falta el elemento o la condición laboral que sí recoge la primera.

Y esto enlaza con lo que son los motivos principales de la convocatoria de huelga por la organización vinculada a VOX para saber si la misma encaja o no en esta segunda acepción, habida cuenta del carácter no laboral de la principal motivación («riesgo de ruptura de la patria por los enemigos declarados de España»).

Todo ello teniendo en cuenta que acto seguido y en el propio manifiesto, desplieguen una batería de supuestos efectos laborales derivados del riesgo de ruptura de la patria”, que nadie ha anunciado ni contemplado, y que resultan según consta en el propio manifiesto, y por citar algunos: «Expolio fiscal, congelación de salarios y congelación de pensiones, incremento del paro, desaparición de la negociación colectiva a nivel nacional», entre otros. Por cierto, esto último relativo a la desaparición de la negociación colectiva puede servir para ver si realmente existe un interés o no de la organización en cuanto a la defensa de intereses de los trabajadores, lo cual tiene relevancia habida cuenta de la necesaria motivación laboral de la huelga general, con independencia de lo que es el ámbito de implantación y el porcentaje de representación de los trabajadores que pueda ostentar Solidaridad, que es otra de las cuestiones a determinar.

A partir de aquí, y ya con estos conceptos definidos, en los que ya asoman parte de los argumentos que se detallan a continuación, nos podemos meter ya en materia jurídica, y dar respuesta al “oiga, la huelga, sea política o laboral, la podremos convocar y hacer igual, ¿no?”

Y esa respuesta, desde el punto de vista legal, debe ser negativa, ni por según quien la convoca, ni por el motivo.

Bajemos ya al “barro” jurídico laboral. ¿Dónde se regula el derecho de huelga? Principalmente, tres son los textos donde mirar, o cuatro, si atendemos también a la Ley Orgánica 11/1985 de 2 de agosto de Libertad Sindical.

El primero, Real Decreto-ley 17/1977, de 4 de marzo, sobre relaciones de trabajo, cuya última actualización es de 25 de abril de 1981 (nada más y nada menos). Pero, pese a la antigüedad de la norma, si algo está más o menos bien, ¿para qué tocarlo? Pues eso. No toquemos el Real Decreto-Ley 17/1977, que se rompe.

Su artículo 11 dispone la huelga es ilegal: «a) Cuando se inicie o se sostenga por motivos políticos o con cualquier otra finalidad ajena al interés profesional de los trabajadores afectados».  

El segundo de los textos, la Constitución Española, en su artículo 28.2 dispone que  «se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses».

Nótese a partir de estos dos textos:

  1. De quién es el derecho de huelga, y
  2. Qué motivación puede y debe tener la misma.

Forman algo que, de tan sencillo, parece que no ofrece dudas. Y es que solo los trabajadores tienen reconocido el derecho de huelga, y solo caben por tanto finalidades de la misma que no sean ajenas al interés profesional de estos mismos trabajadores.

¿Tan fácil? Pues parece que no. Y aquí llegamos al tercero de los textos, la Sentencia de 8 de abril de 1981 del Tribunal Constitucional, en recurso de Inconstitucionalidad 192/1980, que vino declarar la inconstitucionalidad de determinados preceptos del anterior Real Decreto-ley citado, y mantuvo igualmente la validez del resto.

¿Qué venía a decir esta sentencia? Dispuso que:

  1. La titularidad del derecho de huelga corresponde a los trabajadores y organizaciones sindicales con implantación en el ámbito laboral de la huelga.
  2. Los objetivos de la huelga constituyen el núcleo (junto con la legitimación indicada en el anterior punto) del régimen jurídico de la huelga general.

iii. Respecto el carácter político de la misma, y citando a Federico Durán Lopez respecto la sentencia del TC referida: «la huelga puede tener por objeto reivindicar mejoras en las condiciones económicas o, en general, en las condiciones de trabajo, y puede suponer también una protesta con repercusión en otras esferas o ámbitos».

¿Qué conclusiones se extraen de dichos hitos? Por partes.

  1. ¿Cabe que Solidaridad convoque la huelga? Hay que determinar primero si Solidaridad es un verdadero sindicato. No tiene implantación y no efectúa labor relativa a la negociación colectiva. Si salvase dicha duda, y si es realmente una organización sindical, seguramente sí tenga esa legitimación, pese a su escasa o nula implantación en el ámbito laboral al que se extiende la huelga (que no consta) dado que la respuesta de los juzgados y tribunales a esta legitimación no puede ser restrictiva, habida cuenta del derecho en juego. Véase, por ejemplo, Sentencia del Tribunal Supremo de fecha 15 de enero de 2020, donde consideró la legitimación del sindicato INTERSINDICAL-CSC, con un 0,488% de representatividad en el ámbito territorial del Sindicato, indicando en la propia sentencia que la facultad de convocatoria de huelga corresponde a las organizaciones sindicales, siendo suficiente con que tengan implantación en el ámbito laboral al que la huelga se extienda.

¿Tiene implantación Solidaridad en el ámbito laboral de referencia (no suficiente, simplemente implantación que es lo que viene a decir la sentencia citada)? Ahí está la clave que determinará su legitimación.

  1. Respecto a los fines lícitos o ilícitos de la huelga, recapitulando, el art. 11 del Real Decreto Ley citado disponía que la huelga era ilegal cuando tuviese motivos ajenos al interés profesional de los trabajadores afectados.

¿Qué propone realmente Solidaridad? ¿Constituye fraude de ley dirigido a salvar la prohibición del artículo 11 del Real Decreto-ley 17/1977, la oposición a las medidas laborales que nadie ha anunciado, cuando además algunas son rotundamente falsas?

A la vista de su propio manifiesto, el motivo principal es el riesgo de ruptura de la patria por los enemigos declarados de España”. E incluso, a la vista de sus propios simpatizantes, que a través de RRSS manifiestan al respecto “mala fecha. Es el Black Friday y muchos negocios están esperando ese día para que aumenten las ventas, ese día perjudica al pequeño empresario” (y esto resulta una tónica general), queda claro que el aspecto laboral relativo al trabajador parece que no es el relevante, ni para el convocante, ni para su público, cuya preocupación es que la huelga perjudique al pequeño empresario. Lo que es relevante, por tanto, es que no se rompa España”. Lo relativo a derechos de los trabajadores que alega el sindicato puede resultar un añadido a los efectos de salvar la motivación de la misma, habida cuenta de que nadie ha propuesto o anunciado dichas medidas.

Vamos a ver un ejemplo concreto de reivindicación laboral del manifiesto. «Desaparición de la negociación colectiva a nivel nacional, permitiendo que los convenios colectivos autonómicos se superpongan a los nacionales en algunas comunidades autónomas». Respecto esto, y siguiendo con el ejemplo, el acuerdo alcanzado entre el PSOE y el PNV respecto la prelación de convenios contempla la modificación del art. 84 del Estatuto de los Trabajadores, disponiendo que en el ámbito de una comunidad autónoma, los sindicatos y las asociaciones empresariales podrán negociar convenios colectivos y acuerdos interprofesionales que tendrán prioridad aplicativa sobre cualquier otro convenio sectorial o acuerdo de ámbito estatal, siempre que su regulación resulte más favorable para las personas trabajadoras que la fijada en los convenios o acuerdos estatales.

Es decir, ¿se está oponiendo Solidaridad a que un Convenio de ámbito inferior al estatal mejore las condiciones de los trabajadores? No puede constituir motivación laboral la oposición en tal sentido, porque no puede ser perjudicial para un trabajador el que un convenio de ámbito inferior al estatal mejore sus condiciones laborales. Por lo que, sin existir esa motivación real y adecuada en el plano laboral, no puede salvarse el requisito de que la huelga obedezca a motivos laborales.

En conclusión, Solidaridad ha convocado, con dudosa legitimación para ello en sentido estricto y jurídico, una huelga con una motivación claramente política, y puede que ajena al ámbito o sin el suficiente contenido laboral. A la espera de la repercusión o éxito real que pueda tener la huelga a la vista del número de reivindicaciones laborales reales que constan en el manifiesto de la misma, podrá determinarse si nos hallamos ante una huelga ilegal conforme a lo previsto en la legislación española.

 

Entrevista a Martin Loughlin

Siguiendo el precedente de nuestra entrevista a Adrian Vermeule con ocasión de la publicación de su libro “Common Good Constitutionalism” (aquí y aquí), en esta ocasión entrevistamos en Hay Derecho a otro destacado constitucionalista con una orientación ideológica muy diferente, pero también preocupado por el deterioro de nuestras democracias a la hora de perseguir intereses generales y por el auge del populismo.  Hablamos de Martin Loughlin (Profesor de Derecho Público y de Ciencia Política en la LSE) y de su provocador “Against Constitutionalism” (Harvard University Press, 2022).

Loughlin ha sido calificado como “quizás el teórico de Derecho público más destacado del Reino Unido” (aquí) y en el libro anteriormente citado somete a una fundamentada y contundente crítica la concepción hoy dominante sobre el papel de las constituciones en nuestras democracias, convertida casi en una ideología o religión civil, que ha terminado por producir una aberrante forma de gobierno que amenaza con eliminar la deliberación y la decisión democrática.

No podemos negar que en la actualidad la mayor parte de las cuestiones sociales controvertidas terminan siendo decididas en última instancia por los tribunales con referencia a valores y principios consagrados en el texto constitucional. Al fin y al cabo, en un Estado total como el actual, que no solo garantiza derechos formales sino también materiales y que tiene una presencia absoluta en todas las esferas de la vida social, todos los conflictos sociales que se suscitan, tanto horizontales entre ciudadanos como verticales con el Estado, acaban transformándose en conflictos jurídicos remitidos a la decisión de los tribunales y, en última instancia, del correspondiente Tribunal Constitucional. Es casi inevitable que su decisión inapelable se acepte como una confirmación cuasi religiosa que zanja la cuestión blindándola del alcance de la revisión democrática. Lo justo y lo constitucional pasan a convertirse así en términos sinónimos. El consiguiente malestar explica el gran componente de desafección ciudadana con la actual forma de gobierno que se vislumbra hoy en nuestros países.

La preocupación fundamental del autor es que tal deriva dificulta llevar a cabo políticas de progreso, pero lo cierto es que su crítica del constitucionalismo transciende de esta perspectiva hasta convertir en aberrante cualquier forma de gobierno que funciones con arreglo a estos parámetros, no solo conservadora, sino supuestamente progresista. Especialmente cuando la partitocracia de turno captura los órganos judiciales superiores para ponerlos a su servicio, desvirtuando completamente el sentido de estos términos, como estamos viendo hoy en la política española. El sentimiento de desafección alcanza así a las instituciones claves del Estado, que de instrumentos que deberían representar lo común pasan, por su deslegitimación, a convertirse en fulminantes de la polarización.

 

Reproducimos a continuación la entrevista con el profesor Martin Loughlin:

 

Se suele definir el constitucionalismo como una doctrina donde la autoridad gubernamental se basa en leyes y está limitada por estas, enfatizando la prevención del gobierno arbitrario. Sin embargo, usted lo define como una ideología y una teoría sobreponderante relacionada con la construcción del Estado, que se ha convertido rápidamente en la filosofía de gobierno contemporánea más influyente en el mundo. ¿Podría explicarnos esta perspectiva y la distinción que establece?

Mi principal motivación para escribir Contra el Constitucionalismo [Against Constitutionalism] fue una creciente sensación de frustración ante el hecho de que el constitucionalismo está muy de moda e invariablemente se considera con una connotación positiva, pero nunca se define con precisión. La definición ‘común’ que usted proporciona entra en esa categoría. Es tan útil como decir que un ecologista es alguien que expresa cierta preocupación general por el estado del medio ambiente. Esto es insatisfactorio precisamente porque, en todo el mundo, los regímenes políticos se están reordenando ahora bajo la influencia de esta ideología del constitucionalismo. Se emplea invariablemente como un “término celebratorio”: todos tenemos que estar a favor del constitucionalismo, pero principalmente porque es un término abstracto —de hecho, bastante vacuo— que se puede infundir con los valores liberales que se desee. Para comprender el significado de estos cambios en las prácticas de gobierno, se necesita una mayor precisión en el uso del lenguaje.

Si queremos explicar lo que sucede, se requiere una explicación más precisa de lo que ocurre cuando a un sustantivo como ‘constitución’ se le asigna este sufijo específico. Como el idealismo y el materialismo en filosofía, el impresionismo y el cubismo en arte, y el liberalismo y el socialismo en política, el sufijo intenta transmitir un conjunto de valores y principios que algún grupo acepta como representación de sus creencias fundamentales sobre lo que es bueno en moral, estética o política. El ‘ismo’ convierte un sustantivo en una ideología. Por tanto, mi principal objetivo era examinar qué implica la ideología del constitucionalismo y elaborar esa explicación con más detalle que lo que han hecho otros que emplean el término.

 

En su libro, usted diferencia entre democracia constitucional y constitucionalismo, afirmando que este último puede degenerar en una forma de gobierno aberrante que amenaza a la primera, en parte debido a que incentiva el populismo. ¿Podría ilustrarnos sobre cómo se manifiesta esta aberración e identificar qué elementos considera esenciales para preservar una democracia constitucional auténtica?

En primer lugar, es importante establecer que no existe una ‘verdadera’ democracia constitucional. Las democracias constitucionales varían considerablemente en su estructura institucional. Lo que tienen en común es simplemente la aceptación de la necesidad de conservar abiertos una pluralidad de lugares de deliberación, toma de decisiones y rendición de cuentas.

 En el libro explico esto por la vía de observar que los gobiernos obtienen legitimidad de dos fuentes principales: la primera, adhiriéndose a una constitución que ‘nosotros, el pueblo’, hemos autorizado; y la segunda, adoptando una constitución que protege los derechos básicos. Pero, ¿cuál tiene prioridad? Los demócratas dirían que la primera, los liberales que la segunda. La característica distintiva de la democracia constitucional es que reconoce que estas dos reivindicaciones no pueden reconciliarse, sino que sólo pueden ser objeto de negociación pragmática. Es decir, el desacuerdo y la deliberación sobre la importancia relativa de estos dos principios permanecen abiertos a negociación política continua. Esto sugiere como mínimo que hay limitaciones estructurales en el grado en que estas cuestiones pueden ser resueltas legítimamente por el poder judicial. Sin embargo, la resolución de esta tensión es precisamente lo que promueve la ideología del constitucionalismo. Trata la constitución no solo como un marco de gobierno, sino como la encarnación de los valores del régimen y asume que la judicatura es la mejor equipada para desarrollar esos valores y determinar sus prioridades relativas.

Las democracias constitucionales son regímenes variables, con fundamentos ideológicos diversos que se basan en particularidades culturales e históricas. En contraste, el constitucionalismo se erige como una ideología universal, que hoy pretende reordenar las prácticas diversas de las democracias constitucionales de acuerdo con su plantilla universal.

 

Sugiere que habitamos en una era del constitucionalismo, aunque éste se desvía del entendimiento clásico. Propone que, con la llegada de la segunda fase de la modernidad, la constitución cumple un doble papel: no solo regulando el sistema de gobierno sino también representando simbólicamente a la sociedad, evolucionando hacia una forma de religión civil.

 

Las constituciones establecen el marco del gobierno y comúnmente expresan los derechos básicos que los gobiernos deben respetar. En este sentido, desempeñan una función importante. No obstante, bajo la influencia de esta ideología del constitucionalismo, las constituciones se están convirtiendo en algo que ciertamente no son: esto es, en expresiones simbólicas de la identidad política colectiva del régimen.

 En la concepción clásica, el constitucionalismo expresaba una filosofía que abogaba por un gobierno limitado, a través de doctrinas como la separación de poderes y el estado de derecho. Sin embargo, ya hacia mediados del siglo XX, era ampliamente reconocido que esta comprensión clásica tenía una relevancia marginal frente a los desafíos contemporáneos. El gobierno moderno requería respuestas gubernamentales más decisivas de las que el constitucionalismo podía permitir. En este mundo de gobierno total, en el cual casi no hay ningún aspecto de la vida en el que el gobierno no tenga algún interés, el constitucionalismo se había convertido en una filosofía de gobernanza anacrónica.

 Sorprendentemente, esta situación ha cambiado ahora: se asume que el constitucionalismo tiene la clave para encontrar soluciones. Este cambio dramático exige una explicación, pero rara vez se ha proporcionado.

 En el libro ofrezco una explicación señalando la emergencia de una segunda fase de la modernidad. Aquí, sin embargo, debe destacarse que, desde 1989, se han adoptado constituciones nuevas a un ritmo sin precedentes, y que tanto en los regímenes constitucionales nuevos como en los consolidados, el estatus de la constitución en la vida política nacional se ha visto enormemente fortalecido. Esto se expresa en la expansión dramática en el alcance de la justicia constitucional. En todo el mundo, los jueces ahora revisan cuestiones de política pública que hace una generación atrás se asumía que excedían de su competencia. Impulsada por el estatus realzado de los derechos individuales, la revisión judicial se extiende ahora a disputas que afectan aspectos fundamentales de la identidad colectiva y el carácter nacional. En muchas partes del mundo, el tribunal constitucional se ha convertido en la institución clave para resolver las disputas políticas más controversiales del régimen.

 Estos eventos señalan el triunfo de la ideología del constitucionalismo. Pero también muestran hasta qué punto su carácter ha sido transformado. El constitucionalismo ya no se concibe según su imagen clásica como un conjunto de técnicas para limitar el gobierno y proteger los derechos establecidos. Más que una técnica para implantar la concepción del gobierno limitado, el constitucionalismo ha pasado a ser un vehículo para la promoción de la buena sociedad que vendrá. Y de la misma manera que en un mundo de gobierno total se puede politizar cada aspecto de la vida social, bajo una constitución total se puede constitucionalizar cada aspecto de la vida social.

 Bajo la constitución total, los derechos siguen ofreciendo garantías contra la acción gubernamental, pero además proveen los medios para constitucionalizar todas las disputas gubernamentales por la vía de establecer estándares normativos comprehensivos para su resolución. En esta nueva era del constitucionalismo, en consecuencia, la función instrumental de la constitución, que asegura que los poderes del gobierno estarán limitados a los prescritos por el texto, queda disminuida, y la función simbólica, que presenta a la constitución como la expresión simbólica de los valores del régimen, queda fortalecida. De ahora en adelante la constitución ya no puede ser interpretada simplemente como texto; ahora se asume que constituye la manifestación simbólica de la identidad colectiva.

En esta era totalizadora, las funciones instrumentales y simbólicas de la constitución sólo pueden ser reconciliadas a través del del desarrollo por la judicatura de una nueva concepción del derecho, un tipo de superlegalidad descontextualizada, abstracta y ahistórica. Bajo la constitución total, todo poder público emana de la constitución y está condicionado por ella. Sin embargo, por ‘constitución’ ya no nos referimos a un sistema de reglas autorizado por ‘el pueblo’, sino a un conjunto de principios abstractos que expresan los valores del orden social. Una vez roto el vínculo con el pueblo que adoptó el texto, la constitución se concibe como un orden de valores que evoluciona a medida que cambian las condiciones sociales.

 La concepción moderna del derecho como un sistema de normas jurídicas positivas continúa ejerciendo una función reguladora, pero ahora está subordinada a una nueva especie de derecho que le da forma al régimen en su totalidad. Mientras el derecho ordinario —es decir, la legislación— es un producto de la voluntad, la superlegalidad evoluciona mediante una elaboración de la racionalidad de esta constitución invisible. Toda acción gubernamental, incluida la legislación, se encuentra sujeta a revisión judicial de acuerdo con la razón constitucional.

Gobernar según la ley ya no significa únicamente hacerlo conforme a normas formales promulgadas independientemente. Significa gobernar en concordancia con principios de legalidad abstractos, cuya elaboración depende más del juicio político que del legal. El Estado de derecho ya no sólo exige conformidad con las normas; requiere de un juicio sobre si es posible conciliar los principios jurídicos de libertad e igualdad con las demandas políticas de necesidad y seguridad. La legalidad constitucional comporta un método de razonamiento que fusiona la racionalidad jurídica y la política.

Esto supone nada menos que un cambio revolucionario en el pensamiento constitucional. La base de la forma moderna de pensar las constituciones, en la que la soberanía popular se expresa mediante la atribución de poderes de gobierno a través de un documento autorizado por ‘nosotros, el pueblo’, ha quedado desplazada. Queda remplazada por un concepto de constitucionalismo que se presenta como un marco conceptual comprehensivo que establece las condiciones de la acción gubernamental legítima, tanto a nivel nacional como internacional. La autoridad constitucional depende de la adhesión a una concepción de la razón universal articulada en los principios abstractos de legalidad, racionalidad, debido proceso, proporcionalidad y subsidiariedad. Este cambio de paradigma reemplaza un sistema estatal de autoridad por un esquema cosmopolita de estatalidad abierta y gobernanza multinivel.

 

Usted destaca el debate de la época de Weimar entre Kelsen y Schmitt sobre el papel del tribunal constitucional como guardián de la constitución. Aunque las visiones de Kelsen predominaron en gran medida, usted apunta que las advertencias de Schmitt resultaron ser premonitorias. ¿Podría esclarecer el núcleo de este debate y los riesgos específicos que Schmitt anticipó?

El debate tiene ahora principalmente una importancia histórica. Es significativo porque vemos a Kelsen argumentar que, en la era moderna, el tribunal debe actuar como el guardián de la constitución. Esto se explica porque para Kelsen el derecho es un sistema de normas, cuya norma suprema es la constitución y el Estado no es más que la otra cara de ese orden jurídico. En contraste, para Schmitt, las disputas legales implican conflictos de intereses materiales; la constitución no es esencialmente el texto, sino la expresión de un orden político concreto, y el Estado es la unidad política de un pueblo. Kelsen afirmaba, lógicamente dadas sus premisas, que el tribunal debe actuar como guardián del orden normativo. Schmitt, por su parte, sostenía que el Estado y su constitución no son simplemente un orden normativo; sino un orden político y como tal requiere de alguna entidad con poder político para proteger dicho orden.

El normativismo de Kelsen sustenta una buena parte del pensamiento constitucionalista contemporáneo, pero Schmitt ciertamente tenía razón al observar que el tribunal constitucional ejerce una jurisdicción política. El riesgo que identificó es que, al sobrecargar al tribunal con esta tarea, lo ponemos en riesgo. Si un tribunal permanece dentro de los límites de la razón jurídica, puede ciertamente servir a la democracia constitucional. Si actúa de acuerdo con los preceptos del constitucionalismo y hace valer su autoridad, establece una estructura que restringe la democracia en nombre del liberalismo. Y si llega a ser percibido como una institución que toma decisiones que son esencialmente políticas, no solo pierde su propia autoridad, sino que además socava la del régimen.

 

Dado el tránsito hacia la segunda fase de la modernidad, el Estado adopta más roles en defensa del Estado de bienestar, conllevando a una juridificación inevitable de la vida social. ¿Es ineludible una tendencia hacia el constitucionalismo? ¿Podemos armonizar la democracia constitucional con el Estado de bienestar sin caer en el constitucionalismo?

No acepto del todo la premisa de esta pregunta. Durante el siglo XX, vemos la emergencia del ‘Estado total’, a menudo debido a que asumía el carácter de un Estado del bienestar. Pero en la década de 1970, muchos argumentaban que estas responsabilidades del bienestar estaban creando un gobierno sobreburocratizado, imponiendo una carga fiscal insostenible y que provocarían una crisis de legitimación en la que, como sostenía Habermas, el sistema político no estaba generando suficiente capacidad de resolución de problemas para garantizar su propia existencia continuada. La emergencia de la segunda fase de la modernidad se asocia con una serie de cambios sociales y económicos después de la década de 1970 que alteraron radicalmente las condiciones del gobierno constitucional. Durante esta fase, se desmantelaron o restringieron muchas de las instituciones colectivas de la vida moderna mediante la privatización, la introducción de disciplinas de mercado en la prestación de servicios públicos y el fortalecimiento de sistemas individualizados de rendición de cuentas. Concedo que durante este periodo se ha intensificado la juridificación de la vida social, pero esto, me parece, forma parte de un proceso de desmantelamiento o reestructuración y no, desde luego, una defensa del Estado del bienestar.

Durante este proceso el constitucionalismo se rejuvenece al volverse reflexivo. La constitución se reinterpreta desde la perspectiva de los derechos individuales en vez de desde la de los poderes institucionales, el foco de la acción se desplaza de las legislaturas a los tribunales, y emerge el concepto de ‘constitución total’, con el que se reimagina la constitución según principios universales como la racionalidad, la proporcionalidad y la subsidiariedad. Esto, sostengo, es impulsado principalmente por el neoliberalismo, un movimiento que tiende a exacerbar crecientes desigualdades en las economías avanzadas.

Estas son fuerzas poderosas. ¿Es posible resistirlas? ¿Pueden las democracias constitucionales proteger el Estado de bienestar sin sucumbir al constitucionalismo? No me considero especialmente capacitado para responder a esta pregunta. Ciertamente existen regímenes, como los de los países nórdicos, que a pesar de tensiones palpables, han mantenido elementos fundamentales del Estado del bienestar y no se han entregado al constitucionalismo. Pero en esta cuestión, simplemente adoptaría la frase del teórico brasileño-estadounidense Roberto Unger y destacaría los peligros de presuponer una ‘necesidad falsa’.

 

El profesor Hirschl sostiene que la constitucionalización de los derechos está influenciada por las élites políticas salvaguardando sus preferencias políticas, las élites económicas defendiendo sistemas de mercado y las élites judiciales aumentando su influencia. ¿Está usted de acuerdo? Además, ¿podría la tendencia de los políticos a eludir cuestiones polémicas pasando la responsabilidad al poder judicial fomentar esta dinámica? ¿Se está produciendo una difuminación entre lo que es justo y lo que es constitucional como resultado de estas estrategias políticas?

Ciertamente estaría de acuerdo en que la constitucionalización está ‘influenciada’ por esos factores, pero no estoy seguro de que la teoría de las élites ofrezca todas las respuestas. Asimismo, estoy de acuerdo en que los cambios estructurales en curso son tales que la constitucionalización no se puede explicar únicamente como una ‘apropiación de poder’ por parte de los jueces. En cuanto a la última pregunta, sobre la difuminación entre justicia y constitucionalidad, el punto esencial que intento desarrollar en el libro es que no deberíamos buscar en la constitución nuestros ideales colectivos de justicia. Su propósito fundamental es proveer un marco de gobierno a través del cual se puedan negociar los desacuerdos políticos acerca de lo que implica la justicia social. El constitucionalismo, en contraste, busca convertir la constitución en un medio por el cual el poder judicial obtiene la autoridad para decidir lo que la justicia constitucional exige.

 

Usted sostiene que la ausencia de un método interpretativo claro puede transformar a los jueces de guardianes en gobernantes de la constitución. Este cambio, junto con el papel cada vez más prominente de los tribunales en asuntos políticos, parece erosionar su legitimidad. ¿Podría elaborar más sobre esto? Además, ¿ve un riesgo paralelo de que los jueces sean cooptados por políticos, como se ha visto en países como Estados Unidos, Polonia, España, etc., poniendo en peligro así la separación de poderes y el Estado de derecho?

Este problema no surge simplemente por la falta de un método interpretativo dotado de autoridad como tal. Surge ante todo porque, bajo la influencia de la ideología del constitucionalismo, la gente recurre a la constitución, y específicamente a los jueces en tanto guardianes de la constitución, para resolver las principales preguntas que atañen a la identidad política colectiva. Recurrimos a los tribunales para determinar los asuntos de política pública más controversiales que anteriormente pensábamos que estaban más allá de su competencia. Y ya que los jueces deben fallar sobre materias para las cuales las técnicas tradicionales de razonamiento jurídico ofrecen poca orientación, la revisión constitucional se convierte en una jurisdicción inherentemente política.

Este problema ha alcanzado un punto crítico en Estados Unidos. Una Corte Suprema que ahora cuenta con una mayoría asegurada que le permite revertir sentencias de orientación liberal de décadas anteriores es percibida como desconectada de la opinión mayoritaria en numerosas cuestiones. Esto, como usted señala, amenaza con minar la legitimidad de la Corte.

En otros lugares, las dinámicas políticas son diferentes. En algunos regímenes poscomunistas de Europa Central y Oriental, por ejemplo, sus recién establecidos tribunales constitucionales adoptaron una agenda de derechos liberales que parecía no estar en sintonía con quienes tenían control de las ramas políticas del Estado. En Hungría y Polonia en particular, estas tensiones han desencadenado una contrarreacción, resultando en reformas al poder judicial que amenazan gravemente su independencia. Se percibe que la democracia constitucional está en peligro, aunque no se admite a menudo que estas reformas recientes también podrían interpretarse como respuestas a la manera en que los poderes judiciales de estas democracias recién establecidas han adoptado la ideología del constitucionalismo.

 

Usted refiere a la crítica que Norberto Bobbio realizó en 1980, donde resaltaba la erosión de los valores democráticos a causa de la expansiva influencia de un estado corporativo que funciona mediante métodos encubiertos, eludiendo así la supervisión democrática y la rendición de cuentas. Aunque mucho ha cambiado desde entonces, algunos ven en el constitucionalismo un medio para regular este ‘poder invisible’. No obstante, usted sostiene que, a pesar de las ventajas potenciales de la constitucionalización, finalmente legitima un sistema que ya no está impulsado ni controlado por la ciudadanía. ¿Podría explicar más sobre esta perspectiva?

No acepto la pretensión de que el constitucionalismo sea un medio eficaz para controlar estas nuevas formas de poder invisible. A veces, puede parecerlo cuando se mira desde un enfoque exclusivamente interno, especialmente cuando el régimen abraza la retórica del constitucionalismo aspiracional. Pero esto sería pasar por alto las dinámicas de poder implicadas en la globalización económica. Los cambios introducidos en esta segunda fase de la modernidad consolidan un proyecto neoliberal dominante que pretende consolidar un orden económico mundial aislado de interferencias políticas. Este proyecto impulsa un nuevo tipo de ‘poder invisible’, que se manifiesta en lo que comúnmente se llama el Consenso de Washington —el Banco Mundial, el FMI, los bancos regionales de desarrollo— y que actualmente permea en instituciones supranacionales como la Unión Europea. El giro reflexivo que se ha dado en respuesta ante estos cambios se materializa principalmente en lo que yo llamo ordo-constitucionalismo. El ordo-constitucionalismo propugna un esquema de instituciones de múltiples capas que promueve la estatalidad abierta, la libre circulación de bienes, servicios, mano de obra y capital, y los derechos cosmopolitas asociados. Y, crucialmente, suplanta la función legitimadora que el ‘nosotros, el pueblo’, desempeña en el orden constitucional moderno. El ordo-constitucionalismo sirve para legitimar los nuevos tipos de poder invisible que ahora están remodelando el mundo.