La realidad y el deseo: reproducción de la Tribuna en El Mundo de Elisa de la Nuez y Rodrigo Tena

El resultado de las elecciones catalanas es un ejemplo más -aunque especialmente agudo- del fantasma político que recorre Occidente con efectos potencialmente devastadores: la desconexión entre la realidad a la que se enfrenta todo ser humano mayor de edad y nuestros deseos infantiles de soluciones mágicas e inmediatas. Los europeos nos enfrentamos con la crisis del Estado del bienestar, el aumento de la desigualdad, el paro, la frustración de la partitocracia, etc. Pero en vez de reaccionar como personas mayores, utilizando la razón para identificar los problemas y buscar las soluciones siguiendo los cauces previstos en nuestras democracias -algo siempre complejo, pesado, monótono y en general poco gratificante- preferimos con frecuencia el placentero chute del autoengaño olvidando que el bajón o la resaca vendrán siempre después.

En nuestra particular variedad nacional hemos celebrado unas elecciones autonómicas, sí, pero en unos términos engañosos, dado que los dos principales partidos secesionistas se han presentado con una lista única que es un batiburrillo de políticos, representantes de la sociedad civil nacionalista y personajes más o menos conocidos con un programa tan pintoresco como su composición. Quizá por esa razónsus promotores han calificado estas elecciones de «plebiscitarias»,desconociendo que unas elecciones y un plebiscito son cosas radicalmente distintas -al menos en la teoría política- dado que mientras las primeras tienen por finalidad elegir cargos electos que representen a los ciudadanos en la gestión de los asuntos públicos (sanidad, educación, esas cosas) el segundo permite que los ciudadanos se pronuncien directamente sobre determinadas decisiones (sí o no a la independencia) sin necesidad de la intervención de sus representantes. Por ese motivo, lo que ha ocurrido después de las elecciones del domingo es que el resultado final no tiene, ni la legitimidad del plebiscito -no sólo por el número de votos, sino por la forma- ni el ordenado mandato para la gestión de la cosa pública que se deriva de unas elecciones ordinarias.

Reconocemos que una parte del electorado que ha apoyado esta solución no puede tener el sentido de la realidad tan deteriorado como para imaginar que su victoria electoral constituye un paso decisivo en la consecución unilateral de la independencia, bálsamo de Fierabrás capaz de resolver de golpe todos sus problemas, tan comunes por otra parte a los del resto de España. Y eso pese a la intensa propaganda oficial realizada antes y después de la campaña tendente a asegurar que, aunque se abra un proceso revolucionario para conseguir una declaración unilateral de independencia al margen de la legalidad, no se van a padecer ninguna de las incertidumbres que este tipo de procesos llevan aparejadas; ni las legales, ni las económicas, ni las sociales. Más bien hay que suponer que muchos ciudadanos, al igual que nuestros vecinos griegos, han sido tentados para gritar 100 y conseguir diez, convencidos de que la troika española (compuesta en el imaginario nacionalista por el PP, el PSOE y el TC) no tendrá más remedio que ceder por las malas -ya sea en financiación o en blindaje de competencias- lo que no quiso por las buenas. Si es así, sinceramente no han escogido el mejor camino para conseguirlo.

La reforma del Estado es imprescindible después de 38 años de democracia y no está motivada sólo ni principalmente por el problema catalán. Ahora bien, tenemos que aprovecharla también para resolver (o conllevar un poquito mejor) la integración de Cataluña. El inconveniente es que el resultado de este domingo, más que facilitarlo, complica enormemente el panorama. Una parte muy importante de nuestro país se ha «autoexcluido» de la colaboración en este proyecto común de regeneración y reforma, que por definición debe de partir del respeto al Estado de Derecho. Estando juntos por el sí a romper con la legalidad, es complicado que continúen juntos para reformarla. Máxime cuando para gobernar van a necesitar el apoyo de un partido antisistema que defiende la vía de hecho y la desobediencia a las leyes así como la salida inmediata de Cataluña no sólo de España, sino de la UE y de la OTAN.

Porque es obvio que las leyes se pueden y se deben cambiar, pero siempre a través de los cauces que establece el propio ordenamiento jurídico. En el caso de un referéndum sobre la secesión, es necesaria la modificación de la propia Constitución que lejos de ser intocable, como pretenden algunos, es necesariamente un texto que tiene que adaptarse para garantizar la convivencia y el bienestar de todos los ciudadanos cada vez que sea necesario. Y sobre todo para adaptarla a la realidad. Pero el problema es ¿de qué realidad hablamos? ¿Cómo es posible una negociación o un consenso cuando los diagnósticos de la única realidad existente están en las antípodas?

Porque si algo nos han enseñado estas últimas semanas es que la realidad que perciben los independentistas tiene poco que ver con la que percibimos el resto de los ciudadanos, hasta el punto de que el debate racional se ha tornado muy difícil, por no decir imposible. El componente de fe, ilusión o emoción -por no hablar de los intereses, que lógicamente también existen- es consustancial al movimiento secesionista, incluso para personas que por dedicarse habitualmente a profesiones intelectuales deberían ser capaces de mantener el pensamiento crítico. Y conviene no olvidar que en sociología y en política -a diferencia de lo que ocurre con la física o las matemáticas- el elemento subjetivo e incluso irracional forma parte esencial de la realidad que hay que gestionar

Los berlineses no veían los cráteres que dejaban las bombas aliadas en el Tiergarten porque su Gobierno afirmaba que no había caído ninguna en la capital, según el testimonio de William Shirer en su imprescindible Berlin diary, escrito mientras trabajaba como reportero de la radio CBS en Berlín durante el nazismo. Pero las bombas no por eso cesaron y finalmente arrasaron la capital. Muchos alemanes creían todavía en la primavera de 1945 que Hitler tenía un arma secreta que le permitiría ganar la guerra: necesitaban mantener esa ilusión en medio del desastre. Si hay algo necesario en España y Cataluña ahora mismo es ilusión y como siempre ocurre en estos casos no faltan los vendedores de recetas milagrosas (por acción o por inacción) incluso entre los que son directamente responsables del desaguisado. En política se les llama populistas y aparecen como setas en épocas de crisis,cuando la gente está dispuesta a comprar cualquier elixir que les libere de todos los problemas a cambio de que les eximan de la responsabilidad de tener que contribuir a solucionarlos.

Por eso, el primer paso para intentar salir del atolladero en el que nos hemos metido (con diferente nivel de responsabilidad, por supuesto) es huir del autoengaño y empezar de una vez a contabilizar los cráteres de nuestro sistema político e institucional. El camino sigue siendo hoy el mismo que antes del 27S. La inamovilidad no tiene razón de ser; el miedo tampoco. El problema catalán vuelve a ser -como tantas veces antes- el problema español. Hay que abordar una reforma constitucional que permita celebrar un referéndum a los catalanes al amparo de una ley de claridad; pero, siendo esta cuestión importante, lo esencial es reorganizar el Estado bajo un modelo federal serio, regenerar las instituciones, devolver la independencia al Poder Judicial, reforzar el Estado de Derecho y garantizar la sostenibilidad de nuestro Estado del Bienestar. No podemos esperar ni un minuto más para iniciar este camino.

Desgraciadamente, también el Gobierno de la Nación se ha autohinabilitado, no ya para liderar, sino para simplemente cooperar en este proyecto de reforma. En esta gravísima situación de crisis institucional no es razonable esperar tres meses para conocer la opinión de los ciudadanos españoles al respecto, simplemente por el cálculo electoral de un líder político que, al igual que el Sr. Mas, debería estar en su casa desde hace tiempo.

Nuestros padres y abuelos afrontaron un reto aun mayor en circunstancias mucho más difíciles que las actuales, probablemente porque no tuvieron miedo a enfrentarse con la realidad. Y es que, como recordaba Jefferson, el hombre que no teme a las verdades, nada tiene que temer de las mentiras.

Elecciones en Cataluña

SeñeraAntes del 27-S

A la hora de escribir estas primeras líneas (el viernes 25), no sabemos qué ocurrirá el 27-S. Y creemos que es interesante escribir este post así –antes y después- para evidenciar que el mensaje no debe cambiar, ocurra lo que ocurra ese día. Y el mensaje es este: ya se trate de una consulta ilegal, de unas elecciones plebiscitarias o de cualquier reivindicación justa o injusta, fundada o no fundada, habida y por haber, en un país que se dice democrático, de baja o de alta calidad, es preciso como mínimo respetar los procedimientos, las normas y, sobre todo, los derechos de los demás y la paz social, en cuya garantía se establecen esas formas y procedimientos. No hay democracia sin Estado de Derecho. Las declaraciones unilaterales y las vías de hecho son antidemocráticas, aunque puedan responder a inquietudes y aspiraciones totalmente legítimas e incluso mayoritarias. Ningún accionista asaltará la sede social, haciéndose con la dirección, aunque se le haya hurtado el derecho de información o su legítimo dividendo: deberá ir a la junta general o a los tribunales.

No son los más adecuados, por ello, aunque sean ciertos e importantes, los argumentos que apelan a los perjuicios económicos que la secesión podría producir, a la pérdida de la ciudadanía o a la salida de la UE o a la marcha de bancos y otras empresas ¿Es que si fuera de otra manera la cosa cambiaría? No, el único argumento que debería usarse en este momento, por mucho que sea haya sido devaluado como cantinela repetitiva, es que el procedimiento no es legal, partiendo del concepto mismo  de elección plebiscitaria que, al socaire de auscultar la voluntad popular con relación a una supuesta independencia, lo que hace es hurtar a la ciudadanía el debate sobre la gestión del gobierno catalán en las que cuestiones que, estas sí, legalmente le competen, llegando al despropósito de que el responsable de todo ello no va de cabeza de lista, confundiendo así al votante en cuanto al objeto mismo de su decisión.

Desde nuestro punto de vista, todo esto no debe aceptarse no por una cuestión de conveniencia, sino de principios. Decía Voltaire “no estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”; parafraseándolo en estos tiempos posmodernos, habría que añadir: “defenderé con mi vida tu derecho a que tu opinión se respete si se aprueba democráticamente, y a que no se imponga si no se aprueba; y ello con todos los medios que la Constitución y las leyes nos otorguen”.

Hoy, en tiempos de flexibilidad y pacto, es mal vista toda imposición y coacción, pero hay que recordar que, a veces, si no se opone la resistencia necesaria el más burdo, intolerante y poco respetuoso puede llevarse el gato al agua. Ello no significa, por supuesto, que debamos confiarlo todo al BOE. Sería ilusorio pensar que sin verdadera política puedan las cosas solucionarse. Pero cabe decir, y esto también es política, que este no es el momento para hablar de reformas de la Constitución, de encajes de Cataluña en España, de reconocimiento de peculiaridades nacionales y, mucho menos, de sistemas tributarios especiales o de cesión económica de ningún tipo. Deberían nuestros gobernantes comprender que aceptando este tipo de concesiones se viola el principio de igualdad de todos ante la ley y se consienten coacciones y amenazas que para el ciudadano normal –pues el que coacciona ve culminadas sus aspiraciones-  significa llevarle a la certeza de que para conseguir algo lo que hay que hacer es ejercer la suficiente presión para que a los gobernantes les sea más cómodo ceder que enfrentarse. Y eso es el caos.

¿Quiere eso decir que la respuesta al problema catalán se soluciona manteniendo la letra actual de la Constitución a marchamartillo y hasta el final de los tiempos? En absoluto. Lo hemos dicho reiteradamente. El problema autonómico y en concreto el catalán exigen un debate amplio y libre, que sin duda pasaría por una reforma constitucional en la que deberían abordarse todas las brechas que tiene el título VIII de la Constitución y buscar entre todos la solución más adecuada, que podría ir desde una recentralización, pasando por una simple mejor definición de competencias o una solución federal, hasta, incluso, si se aprueba por todos los españoles, el establecimiento de una consulta con posible independización, pero, eso sí, en unos términos tan rigurosos como los que se estableció para Quebec en la ley de la Claridad canadiense.

Pero eso, hay que dejarlo claro, no es el momento de tratarlo ahora. Por un lado, porque no se pueden tolerar soluciones unilaterales en situaciones de tensión emocional cocidas en el caldo de cultivo de una educación y unos medios de comunicación teledirigidas durante años, y con fondos públicos; por otro, porque la debilidad de nuestras instituciones estatales y autonómicas –sin olvidar ninguna- impiden tratar cuestiones tan trascendentales sin riesgo de que la solución sea, también una vez más, un apaño de las élites políticas y económicas para salvar sus respectivos intereses. Es, pues, imprescindible una regeneración a fondo para que podamos enfrentar nuestros graves problemas políticos y económicos de tal manera que la solución que se adopte sea buena para la mayoría de los ciudadanos.

Esperemos que la votación del 27-S y la que nos espera a final de año supongan un impulso de esta idea.

Después del 27-S

Pues hoy domingo, a las 23 horas, como no podía ser de otra manera, de nada nos desdecimos. Pero, claro, ello no significa que no haya pasado nada. La primera lectura es que el supuesto voto independentista ha ganado en escaños pero no en votos, tal y como se preveía. O sea, que los catalanes no quieren independizarse pero están profundamente divididos. Pero, eso sí, Junts pel sí (o la suma de sus componentes) ha perdido 9 escaños. Quizá Mas debería pensar cuál es el límite de pérdida de escaños, elección tras elección, antes de replantearse si su estrategia es la correcta; salvo que se considere que la estrategia correcta era huir hacia adelante para evitar enfrentarse a su gestión, y que lo que hay que hacer ahora es estirar todo lo que sea posible el procès para que la inercia separatista le permita seguir gobernando en condiciones similares a la actual. Habrá que ver si las CUP quieren entrar en ese juego o si de nuevo nos encontramos en un complicado tripartito de nefastas consecuencias, siempre en perjuicio del ciudadano que, es de prever, va a ver frustradas tanto sus ansias independentistas como las que pudiera tener de una gestión política y económica eficiente y democrática.

Pero esta situación de inestabilidad no es tampoco halagüeña para España en general, porque va a ser enorme la tentación de nuestros pusilánimes gobernantes nacionales de realizar concesiones que les permitan quitarse este problema de encima o, al menos, procrastinar hasta la siguiente legislatura. Este sería casi el peor de los escenarios, porque profundiza en los errores que nos han conducido a la situación actual: desigualdades, excepciones, concesiones bajo mano, soluciones cortoplacistas que no impedirán que el problema se vuelva a plantear tarde o temprano. Y no hay que excluir que este escenario sea precisamente el que se encuentra en la mente de muchos votantes del independentismo, que pueden haber llegado a la conclusión, bastante realista por otro lado, de que lo peor que le pueda pasar a Cataluña es que le den algo y no le quiten nada, porque la reacción las conductas poco institucionales -por no decir otra cosa- en nuestro actual Estado clientelar no es frecuentemente la aplicación de la ley, sino prebendas y concesiones que quiten al gobernante el problema de enmedio y no le quiten demasiados votos.

Con todo, hay un par de rayos de esperanza. Por un lado, la caída de los grandes partidos nacionales (o medio nacionales), ahogados por contradicciones internas nacidas de una actitud reiterada querer de contentar a todos para seguir gobernando ellos; y que con su inepcia y lenidad han tenido un porcentaje muy alto de la culpa de todo lo que está pasando. Sus cosméticas de última hora han servido para poco: se puede engañar una vez a todo el mundo; muchas a muchos, pero no siempre a todos. Tampoco el franquiciado de Podemos en Cataluña ha tenido buen resultado, al ser perjudicado por la CUP, que además de ser de radical, es independentista, lo que le añade un plus de glamur en ciertos ámbitos.

Finalmente, Ciudadanos ha tenido un éxito arrollador pasando de 9 diputados a 25, casi lo mismo que suman PSC y PP. Si debemos entender con ello que su mensaje regenerador ha prendido, no podemos sino congratularnos. De momento, en su alocución en la noche electoral Inés Arrimada ha dicho dos cosas muy sensatas: que Mas debería dimitir y que serían precisas otras elecciones en las que lo que se discuta sea lo que se discute en las elecciones autonómicas: las necesidades de los catalanes. Esperemos que sepan usar esa confianza en esa regeneración que ya nos está faltando; pero han de saber que la confianza se tiene pero es muy fácil perderla.

Encuentre las diferencias: la corrupción política catalana y la española, reproducción de la Tribuna de EM de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

Encontrar diferencias entre la corrupción política catalana y la española recuerda un poco a esos juegos infantiles de “busca las diferencias” entre imágenes que son muy similares salvo en algún detalle muy menor, de manera que solo con mucha concentración es posible advertirlas. Efectivamente, la corrupción política catalana se parece a la española casi como una gota de agua a otra. De manera que la financiación irregular de CDC es sospechosamente similar a la del PP con su modelo de adjudicaciones de contratos públicos a empresas afines en Administraciones gobernadas por el partido a cambio de comisiones, de las que una parte importante acaba en los bolsillos de los intermediarios que para eso se arriesgan. Se parecen  también asombrosamente en sus tesoreros imputados mantenidos con nómina, despacho y ordenador en las oficinas del partido hasta que alguien lo descubre y se ven obligados a echarles, pero siempre teniendo cuidado de no enfadarles mucho para que aguanten el tirón (“Luis, se fuerte”). Se parecen también en su voluntad de obstaculizar las investigaciones policiales haciendo desaparecer documentación comprometida, ya sea triturando papeles o destruyendo discos duros. Y qué decir de los respectivos jefes políticos que durante décadas han controlado todo pero lo han ignorado todo, del trasiego de maletines, de las sedes registradas y de las comparecencias en los Parlamentos para dar explicaciones más o menos obligados por la oposición y/o la opinión pública, comparecencias que se convierten en espectáculos no aptos para ciudadanos adultos por el grado de desprecio a la inteligencia que muestran.

El epicentro de la corrupción suele estar también en los Ayuntamientos, dado que los controles preventivos administrativos son mucho más débiles en el nivel local y los cargos políticos pueden adjudicar contratos y concesiones con más libertad a quienes les parezca bien. Conviene no olvidar que en muchos municipios es frecuente que los cargos electos formen parte de las mesas de contratación, es decir, de los órganos técnicos que van a decidir las adjudicaciones. La correlación entre corrupción política municipal y debilidad de controles preventivos no es una casualidad, como ha puesto de manifiesto el reciente estudio de la Fundación ¿Hay Derecho? sobre corrupción institucional y controles administrativos preventivos http://www.fundacionhayderecho.com/wp-content/uploads/2015/05/Estrudio-corrupci%C3%B3n1.png

La resistencia a asumir responsabilidades políticas por escándalos de corrupción es  idéntica. Una vez establecido el sacrosanto principio de toda democracia de baja calidad según el cual no hay necesidad de asumir ninguna responsabilidad política hasta que un juez te meta en la cárcel o casi las presiones, lógicamente, se trasladan al ámbito judicial para evitarlo. Aquí tenemos un gran abanico de posibilidades: se pueden poner palos en la rueda de la instrucción judicial -recordemos que los presuntos corruptos institucionales disponen de importantes recursos públicos para su defensa- cambiar al juez que resulte incómodo, interferir en los nombramientos de órganos colegiados “sensibles”  vía CGPJ o Parlamento autonómico (Sala de lo Penal y Civil de Tribunales Superiores de Justicia, Presidencia Audiencia Provincial, Audiencia Nacional, Tribunal Supremo), regatear recursos humanos y materiales a los juzgados colapsados por los macroprocesos de corrupción, o si nada de lo anterior funciona se puede acortar el plazo de las instrucciones o eliminar la “pena de banquillo”. Como última medida si no se consigue detener la maquinaria judicial –lo que a veces ocurre- queda siempre la posibilidad de indultar a los corruptos.  Se trata de asegurar la impunidad y el “business as usual” .

En definitiva, las prácticas de la clase política para eludir la responsabilidad penal son muy parecidas idénticas en Cataluña y en el resto de España, con la única salvedad de las respectivas competencias en la materia, dado que el Gobierno catalán todavía no puede indultar a nadie ni modificar la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Pero sin duda son posibilidades muy interesantes para un Estado independiente con una clase política con problemas graves de corrupción.

En cuanto a los empresarios que pagan las comisiones,  la verdad es que tampoco se advierten grandes diferencias; gente próxima al partido que sabe cómo funcionan las cosas y que no las cuestiona, dispuesta a callar y a defender su honorabilidad y, de paso, de sus intereses.  Gente que dona cantidades muy importantes a los partidos o mejor todavía a sus Fundaciones (más resguardadas) por “patriotismo” o por afinidad ideológica, por pura bondad, vamos.  De hecho, algunas empresas particularmente locales han nacido y crecido al amparo del poder político al que le deben todo, aunque en un país donde predomina el capitalismo de amiguetes incluso en grandes empresas cotizadas no resulte sorprendente. Quizá la pequeña diferencia es que los empresarios catalanes parecen más diligentes con la contabilidad de sus mordidas, y se molestan en anotarlas por cada adjudicación pública en un documento guardado en un lugar seguro, no vaya a ser que luego haya problemas a la hora de hacer las cuentas. Una bendición para los investigadores.

Aún así, es posible si prestamos mucha atención percibir elementos distintos, que se  convierten en ventajas claras a favor de los partidos nacionalistas. Así CDC puede sostener sin ruborizarse que la investigación de su financiación irregular procede del Estado opresor –aunque la denuncia partiese de su actual socio, ERC- mientras que el PP o el PSOE en parecidas circunstancias se tuvieron que conformar con denunciar una “causa general” contra sus respectivos partidos. En todo caso, nuestra clase política tiene claro que hay que intentar convencer al votante de que la culpa de la corrupción propia es del adversario político, o al menos de que el adversario político es todavía más corrupto que uno y que para eso siempre será mejor votar a “tus” propios corruptos. De nuevo, la ventaja para CDC es que algunos de sus adversarios políticos ya no lo son tanto gracias al prodigio de la lista única: al parecer la cuestión nacional permite dejar aparcada la cuestión de la corrupción, al fin y al cabo siempre será mejor un corrupto de la tierra que uno de fuera.

De la misma forma, otro punto para CDC es que el “pacto de silencio” reinante en Cataluña sobre el cobro generalizado de comisiones ha sido hasta ahora bastante más espeso que en el resto de España: al fin y al cabo Maragall optó por callarse después de su famoso exabrupto inicial mientras que sus compañeros en el Parlamento nacional –aún a riesgo de enseñar sus vergüenzas, especialmente en Andalucía- optaron por una línea más combativa con el PP lo que nos ha proporcionado cumbres dialécticas inefables del “y tú más”.

Por último, no hay que olvidar las diferencias en la cobertura de la corrupción por parte de los medios de comunicación. En el resto de España –con honrosas excepciones- los medios tienden a enfatizar la corrupción política de los antagonistas y a minimizar la de los afines, pero lo cierto es que los grandes escándalos de corrupción acaban llegando al público. Los medios catalanes dependen mucho más del favor político por lo que los escándalos de corrupción son más fáciles de acallar. Conviene no olvidar que la excesiva cercanía se traduce en un incremento de la autocensura cuando no de la censura a secas.

Pero sin duda donde la clase política catalana nacionalista ha superado con creces a la española es en el hallazgo de evitar la asunción de responsabilidad política incluso cuando hay elecciones. Efectivamente, en la democracia española la única posibilidad real que tienen los electores de depurar responsabilidades políticas a la vista de que nadie dimite y a nadie se le cesa es, sencillamente, votando por otros partidos o por otros políticos. Pues bien, el señor Mas y CDC han conseguido que no haya que responder ni siquiera en unas elecciones de la gestión, de los recortes, del nepotismo, del despilfarro, del 3%  y de la corrupción generalizada en las instituciones. Mejor todavía, con un poco de suerte ya no habrá que responder de ningún posible delito ante los jueces y tribunales del Estado español. La impunidad total. El sueño de cualquier caudillo que prefiera responder ante la Historia que ante los ciudadanos.

 

Reproducción del artículo de Ignacio Gomá en Libertad Digital: Tarde, mal y nunca

BanderaEl artículo que sigue fue publicado en Libertad Digital (ver aquí) el pasado martes 1 de septiembre, día en que se publicó la noticia sobre la proposición de ley de reforma del Tribunal Constitucional”:

Nos enteramos que, a menos de un mes de las elecciones pseudoplebiscitarias catalanas, el PP se descuelga con una propuesta que pretende incluir en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional una serie de normas destinadas a posibilitar la inhabilitación y la imposición de multas a quienes incumplan las resoluciones de dicho Tribunal.

Si pudiéramos acercarnos al problema que se nos plantea en Cataluña sin demasiada pasión, podríamos hacer como el famoso jurista italiano Norberto Bobbio cuando decía que frente a toda norma jurídica podemos plantearnos un triple orden de problemas: si la norma es justa o injusta (lo que corresponde a la Filosofía del Derecho); si la norma es válida o inválida (lo que corresponde a la Ciencia jurídica) y si la norma es eficaz o no lo es (lo que correspondería a la Sociología del Derecho). Intentémoslo.

Desde el punto de vista de la Ciencia del Derecho, no hace falta ser un especialista en Derecho Constitucional para apercibirse de que algo falla en esta propuesta. No sólo porque ya exista el famoso artículo 155 de la Constitución, que autoriza al Estado a adoptar las “medidas necesarias” si una Comunidad Autónoma no cumpliera la Constitución o las leyes; o porque nuestro Código Penal ya  establezca en su art. 410 multa e inhabilitación para las autoridades o funcionarios públicos que se negaren abiertamente a dar el debido cumplimiento a resoluciones judiciales, decisiones u órdenes de la autoridad superior o porque el Título XXI hable de los delitos contra la Constitución –incluyendo su derogación o modificación total o parcial- o el XXII se refiera al orden público incluyendo al delito de sedición (quienes se alcen para impedir el cumplimiento de las leyes); no, no es sólo que esas cuestiones, con un mínimo de sentido común, puedan subsumirse en tipos ya existentes, sino que además se violenta la esencia del Tribunal Constitucional, que no es la de un Tribunal inserto en la Administración de Justicia, sino la un órgano constitucional, el llamado “legislador negativo”, destinado a velar por el ajuste a la Constitución de leyes y resoluciones judiciales, pero no a la ejecución de sentencias ni a sancionar su incumplimiento.

Pero con ser el análisis desde la Ciencia del Derecho poco halagüeño, no lo es mucho más el que nos depara el de la Filosofía del Derecho, destinado a examinar su justicia. Porque siendo una de las características de la ley su generalidad (sí no formalmente, si en su espíritu), no cabe duda que una iniciativa como ésta adolece de un vicio de legitimidad derivado de la evidente condición oportunista de estar pensada para un caso muy concreto, lo que quizá podría facilitar su impugnación…ante el propio Tribunal Constitucional que, en su sentencia 166/86 (Rumasa), establece como límites constitucionales de las leyes singulares el principio de igualdad, la división de poderes y la reserva de generalidad en las leyes que impiden o condicionan el ejercicio de derechos fundamentales. Tendría gracia.

Con todo, quizá es el análisis desde la Sociología del Derecho el que más me incita a la crítica. Suelo decir que el Derecho, más que una Ciencia, es un Arte (Ars boni et aequi), que consiste en saber producir modificaciones en la realidad mediante el establecimiento de reglas. Y si queremos cambiar las cosas con eficacia se exige habilidad, oportunidad, decisión y legitimidad. Con todo el tiempo que llevamos procrastinando con el asunto autonómico, admitiendo abusos e incumplimientos por razones de política a corto plazo ¿alguien se cree que a un señor que pretende independizarse le va a asustar una multita  o la inhabilitación de un cargo del que quiere cesar para pasar a ser presidente de un Estado? Es más, ¿no supone el uso torpe y torticero del Derecho un refuerzo de la posición de los incumplidores? Quienes quieren defender el Estado de Derecho deben comprender que, al menos en este punto, la diferencia no está sólo en los fines sino, sobre todo, en los medios, que se deberían haber usado antes y mejor, y con la máxima legalidad y legitimidad. Veremos si se usan así los que aún quedan.

HD Joven: Reflexión de septiembre sobre el 27-S

Se acerca el 27 de septiembre y los sentimientos, tanto de los secesionistas como los de los unionistas, se encuentran a flor de piel. Cada cual enarbola su estandarte con furia, esgrimiendo sus fundamentos éticos, morales, históricos, geográficos, etcétera, para que esta pelota del independentismo siga rodando, incentivado, desde luego, por la propia estrategia política que moldea la capacidad crítica del ciudadano.

Pero dejémonos de quimeras y pretextos, en mi humilde opinión, inútiles. Aboguemos por el pragmatismo y dejemos a un lado esa pasión incontrolada que tanto nos caracteriza. Atendamos a la cuestión fundamental dentro de la amplia panoplia de argumentos que el ciudadano catalán deberá sopesar al introducir su papeleta en la urna.

El pasado miércoles nos reunimos el equipo de HD Joven y HD con el fin de organizar la nueva temporada, y entre varios temas, surgió en algún editor la necesidad de delimitar la verdadera argumentación a favor o en contra del secesionismo catalán. Aparte de la cuestión histórico-político-geográfica de Cataluña y que, no se puede negar, está ahí y ha tenido lugar en la historia de España, el debate económico y presupuestario es el argumento que mayor peso tiene, o al menos el más importante en su forma primigenia, antes de que la presión político-mediática incidiera directamente en la opinión ciudadana, haciendo nacer en ellos nuevos sentimientos que hasta hace poco tiempo no sabían que existían, con el claro fin de ocultar las deficiencias en su gestión.

Las quejas residen en general en la desproporción existente entre la aportación al PIB que hace Cataluña (sus ciudadanos) y el presupuesto que devuelve el Estado a dicha comunidad. Dicho sea de forma torticera, están hartos de que los andaluces (entre los que me cuento), entre otros, reciban el dinero de los catalanes. No intenten magnificar el problema, es este y no otro.

Pues bien, con toda la prudencia exigible a un servidor, con formación básica en economía, y con todos los respetos a esta materia y a los especializados en ella, los datos macroeconómicos señalan en grandes rasgos lo siguiente:

  • En los Presupuestos Generales del Estado para 2016, la Comunidad de Cataluña será la tercera comunidad de España en recibir un mayor presupuesto, por detrás de Andalucía, Castilla y León y Galicia, por ese orden (véase). Lo mismo viene ocurriendo en años anteriores.
  • En la aportación al PIB del año 2014 (último año cuantificable) de las Comunidades Autónomas, se aprecia que Cataluña es la comunidad que más aporta al Estado con 199.786M, siguiéndola muy cerca Madrid con 197.699M, y Andalucía como la tercera con 141.704M (véase).
  • En cuanto al saldo fiscal de las Comunidades Autónomas, dato imprescindible para poder valorar los puntos anteriores pues no es más que la relación entre ambos, aparece que Cataluña es la segunda por la cola, presentando un saldo negativo (recibe menos de lo que aporta), pero Madrid es la última doblando las cifras catalanas. Andalucía es la que mayor saldo positivo presenta (véase).

Estos son los datos. La conclusión, valorable. Pero desde luego, la situación no es suficiente ni para encabezar la legión secesionista, ni para aparcar definitivamente el tema presupuestario, pues la aflicción catalana en este punto es totalmente comprensible. Hay cuestiones por tanto, que pueden y deben tratarse, como las económicas. Otras, sin embargo, no son tolerables en un Estado de Derecho, y no son más que el respeto a la ley y a los mecanismos que ésta regula.

El artículo 31 de nuestra Constitución señala que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.” Nuestro sistema tributario se basa pues en el principio de progresividad que emana de nuestra Carta Magna y que se encuentra igualmente instaurado en la mayoría de los países desarrollados. Por tanto, aquellos ciudadanos que disfruten de rentas altas, deberán abonar a Hacienda un porcentaje mayor que los que perciban menos, independientemente de la comunidad donde resida.

España es una nación unida (“La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, artículo 2 CE), no se trata de un Estado federal, aunque muchos pretendan lo contrario, pues su realidad no encaja con ese modelo estatal, ni con otros muchos, yo diría que ni el sistema actual es el apropiado (aunque esta cuestión la trataremos en futuros posts). De modo que lo que esa unidad representa, o debería representar, son valores de igualdad, equidad, solidaridad y bienestar social de todos los ciudadanos, entre otros.

Las condiciones demográficas, territoriales y políticas hacen que ciertas comunidades sean más prósperas que otras, económicamente hablando, lo que no puede provocar una violación del principio de progresividad y el reparto equitativo del presupuesto, independientemente del cumplimiento que desde el gobierno de turno se haga de los mismos. Pero si para favorecer el crecimiento prospero de cierta autonomía del Estado español es necesario dotar de un mayor presupuesto a dicha comunidad, así es como cualquier Estado debe actuar en orden a alcanzar el bienestar social de todos los ciudadanos que lo integran.

Como he dejado intuir a lo largo del artículo, me encuentro lejos de estar a favor del actual sistema autonómico, tributario y presupuestario, aunque igualmente estoy en contra de utilizar los argumentos esgrimidos para movilizar al separatismo a toda una comunidad, de ahí que los dirigentes políticos se vean obligados a buscar multitud de argumentos extra de importancia mínima e incluso nimia, individualmente considerados. La responsabilidad catalana para con el 27S, residirá en saber diferenciar lo importante de lo que no lo es y las soluciones viables de las que no lo son.

La kazajización de Cataluña

Vivo en Almaty, capital “cultural” de Kazajistán, desde hace casi un año. El país es fruto de la desmembración de la Unión Soviética, a principios de los noventa. Los líderes de la URSS fijaron sus fronteras actuales, bastante artificiales, delimitando un inmenso territorio en el que antes vivían diversos pueblos nómadas, pero en el que no había un Estado como tal. En general, los Estados de Asia Central son una creación soviética, no en el sentido de que no hubiera unidades políticas con anterioridad, pero sí en la medida en que su delimitación geográfica, su poder central y cuál debía ser su población fueron decisiones tomadas en gran medida por los Lenin y los Stalin de turno. Stalin, en concreto, deportó a Kazajistán a miles y miles de personas de todo “el imperio” –polacos, ucranianos, alemanes, coreanos…-, sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial y por eso, entre otras cosas, hoy en día hay en este país más de ciento cincuenta etnias diferentes, algunas con su idioma propio, como es el caso de los rusos. El ruso ha sido y sigue siendo, en gran medida, el idioma de la cultura y el idioma de los intercambios en todo el área de influencia rusa (antigua URSS y antiguos países socialistas), pero es que, además, los rusos se fueron asentando en Asia Central desde el siglo XVIII y, por ejemplo, en Almaty, durante los años noventa, la población rusa aventajaba en número a cualquiera de las otras etnias. La armonía que hoy reina en Kazajistán es en gran parte debida a su presidente -Nursultán Nazarbayev- que curiosamente lleva ganando las elecciones veinte años, por el ochenta por ciento de los votos.

Hace unas semanas asistí a una conferencia de un político kazajo (kazajo de nacionalidad y kazajo de etnia) que hizo un resumen de la historia del liberalismo en Kazajistán, hablando de la sintonía entre los liberales kazajos y los rusos, a principios del siglo XX. Sin embargo, se quejaba de que cuando llegaba la hora de hablar de la posible autonomía de Kazajistán –que entonces pertenecía sin más al Imperio del Zar- dichos liberales rusos se envolvían en una capa nacionalista y se cerraban en banda. Cuando la conferencia acabó, yo pregunté al ponente si él creía que, en el futuro, se obligaría a aprender kazajo a todo el mundo, en Kazajistán. La pregunta no le hizo ninguna gracia y se salió por peteneras diciendo que el problema se resolvería por sí solo, ya que, cada año, la población rusa disminuía y la kazaja aumentaba, porque los rusos, que se las ven venir, se marchan en cuanto pueden a la Madre Patria, a pesar de tener pasaporte kazajo. Ya se ve que al político no le gustaba el nacionalismo ruso pero no le hacía ascos al nacionalismo kazajo.

Me dio por pensar –lo siento si soy un catastrofista- que Kazajistán es un poco lo que será Cataluña cuando se independice de España. Probablemente quedarán dentro del nuevo Estado varios millones de personas que no querían la independencia y que incluso se sentían sinceramente españoles o tenían el español como lengua de uso diario. Sin embargo, como pasa en los nuevos Estados –y pasa en Kazajistán- las autoridades y la etnia preponderante sienten una necesidad acuciante de justificar su reciente existencia y multiplican los esfuerzos por afianzar una nueva y más fuerte identidad cultural. La población que no se siente identificada con el nuevo proyecto tiene sólo –a mi modo de ver, tres opciones. La primera es hacer de tripas corazón y volverse más papistas que el Papa; en el caso de Cataluña esto es fácil porque, ahora mismo, lo único que se requiere para ser catalán es hablar la lengua y querer una Cataluña independiente y, si me apuran, sólo lo segundo. Los rusos de Kazajistán lo tienen más difícil porque un eslavo nunca pude hacerse pasar por un asiático de ojos achinados; en cambio un andaluz sí puede pasar por catalán, a primera vista. La segunda opción es emigrar. A dónde emigrar es una pregunta difícil, puesto que los rusos vivían en Kazajistán desde hace muchas generaciones, igual que los charnegos en Cataluña. La tercera es hacerse fuerte en el que fue tu país y ya, poco a poco a poco, va dejando de serlo.

El nacionalismo –el centrífugo y el centrípeto- no tiene ningún sentido. Los Estados cumplen una función práctica, la de evitar la anarquía, pero pretender que a cada población le corresponde un Estado es una locura. Por ejemplo: no existe ningún grupo humano con una identidad más fuerte que la familia. Su identidad genética es máxima; también su identidad cultural, fruto de una cohabitación extrema entre los miembros del grupo. ¿Tiene que tener derecho a un Estado cada unidad familiar? Se me puede objetar que una familia no tiene literatura, no tiene arte, no tiene lengua. Muchos de los Estados salidos de la descolonización tampoco tuvieron nunca un Cervantes o un Gaudí y en cuanto a la lengua, mucho habría que decir sobre el hecho de que se considere a la lengua como el factor determinante para otorgar a un pueblo el calificativo de tal. ¿Es que todos los países donde se habla inglés forman un pueblo? ¿Es que la India, donde conviven tantísimas lenguas, no lo es? También se puede alegar que sólo tienen Derecho a ser Estado las unidades territoriales capaces de vivir autónomamente en lo económico. Esta objeción tiene una contestación fácil: no existen, hoy en día, las unidades territoriales –sean Estados o no- capaces de vivir en la autarquía.

¿Se convertirá Cataluña en Kazajistán y España en la Rusia postsoviética? Estoy convencido de ello. Me da pena, como he dicho, por los no nacionalistas que queden en Cataluña pero como dijo aquel político kazajo, será un problema breve, de una o dos generaciones: los más listos se adaptarán y los que no, volverán a Andalucía.

HD Joven: ¿Qué opina el Tío Sam sobre España y el estado catalán?

Soy un investigador español especializado en el área de la Neurociencia, que desde hace 3 años vivo en Nueva York y desde mi posición, sigo atentamente la actualidad española desde el otro lado del Atlántico, y resultando de candente actualidad la independencia de Cataluña, y dado que dicho asunto afecta tanto a España, como indirectamente a EEUU, procederé a realizar un breve análisis de cómo se percibe la el impulso soberanista catalán desde el punto de vista norteamericano.

La situación en España recibe atención, lamentablemente, en el peor sentido de la palabra, por parte de la prensa estadounidense: por un lado, los problemas económicos y la gestión de la crisis del estado español ha sido el tema central de diversos análisis, si bien ahora el foco en este punto se ha desplazado a Grecia (Pulse aquí, por ejemplo).

En segundo lugar, los terribles fallos de gestión política en diversos casos como el primer caso de infectado por Ébola en occidente o los numerosos casos de corrupción que afectan a la cúpula de los dos principales partidos españoles, causan perplejidad y pérdida de prestigio internacional (Pulse aquí y aquí).

En tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, la irrupción de nuevos partidos que desestabilizan el status quo del arco parlamentario, trae dudas lógicas de cuál es el futuro cercano que le depara a la ciudadanía. El perfil de Pablo Iglesias, líder de Podemos es analizado aquí.

Por último, el intento secesionista llevado a cabo por una parte de la sociedad catalana es mirado con creciente interés y preocupación por una parte no pequeña de un sector de la población, que se puede considerar bien informada (Pulse aquí y aquí).

Nuestro país es visto por los estadounidenses como una de las naciones más antiguas de Europa. De acuerdo a su formación educativa, tienden a sobrevalorar la contribución británica a la colonización del continente americano a costa del papel jugado por Francia, y sobre todo, por Portugal y España. Tienen graves carencias acerca de la historia común y de la influencia de la corona española en los colonos e indígenas norteamericanos, si bien están al tanto de la importancia que nuestro país tuvo para el desarrollo de las naciones situadas al sur de los Estados Unidos, entre ellas algunas incorporadas ya a la Unión. Quizás el aspecto más negativo es que consideren, históricamente,  a los españoles una de las peores naciones esclavistas por detrás de los portugueses. En ese sentido, el papel predominante del comercio esclavista llevado a cabo por las compañías británicas durante dos siglos es sorprendentemente menos conocido. 

Desde el punto de vista estadounidense no es fácil entender la división administrativa de España. Como es sabido, la organización territorial estadounidense es de tipo federal. Tras la guerra de 1812 se impusieron las tesis jeffersonianas de la estructura que debía seguir la Unión, donde el Estado era una figura administrativa que servía de contrapeso al gobierno central. Sin las consecuencias derivadas de esta guerra contra el Imperio Británico, no se le puede encontrar sentido a algunas peculiaridades del sistema estadounidense como la lista de competencias gubernativas de los Estados o la existencia aun hoy de milicias estatales independientes del ejército federal. España, al contrario, era visto como un país cohesionado (Pulse aquí). 

Para los estadounidenses descubrir que una parte de España busque la secesión es visto con preocupación. Son poco conocidas en España las iniciativas independentistas de algunos Estados integrantes de los EEUU. En consonancia con la idiosincracia estadounidense, es fácil para su ciudadanía canalizar iniciativas mediante grupos de presión organizados por la sociedad civil. Es por ello que desde hace unos años hay varios grupos secesionistas en varios Estados, existiendo en Texas uno de los más importantes (Pulse aquí para más información). Es por ello que el movimiento independentista catalán es visto en clave interna: en su razonamiento consideran que si en un país no federal como España, un movimiento secesionista tiene posibilidades de prosperar, un movimiento similar en alguno de los Estados, añade motivos a la preocupación (Pulse aquí). No es casual que el president de la Generalitat haya encontrado antes de la consulta hueco en algunos de los medios de comunicación estadounidenses (Entrevista realizada aquí a partir del minuto 1:32).

Puede parecer que el debate nacionalista solo sea visto con interés en España. Nada más lejos de la realidad. Las adversidades económicas y los movimientos sociales son frecuentemente correlacionados con la situación en Cataluña por una parte nada despreciable de la opinión pública estadounidense. Asimismo, es su deseo que la hoja de ruta que conduzca a la separación de Cataluña sea neutralizada por el dialogo de los políticos españoles. Sólo el tiempo dirá si este deseo se cumple.

 

También las palabras

El proceso independentista catalán ha generado, no sólo desde la multitudinaria celebración de la Diada de 2012, sino ya desde la firma del Pacto del Tinell y los sucesivos gobiernos de aquel emanados, y muy especialmente tras la STC de Pleno 31/2010, de 28 de junio, un progresivo deterioro de la convivencia social, del consenso político y de la imprescindible lealtad institucional. Pero además, este menoscabo se ha extendido también al plano del lenguaje al convertirlo en otra víctima más de la creciente tensión soberanista. En este sentido, quizá también recuerden como Miguel Roca Junyent, en una tribuna publicada en el diario La Vanguardia el 16 de octubre de 2012, decía «¡basta!» a lo que consideraba ya como una ofensa inadmisible: «la pretensión de identificar mi catalanismo con la ideología nazi».

Y es que ciertamente, en los últimos años, han sido numerosísimas las imágenes empleadas por políticos, periodistas, artistas e intelectuales, parangonando actitudes, comportamientos, decisiones políticas, actos administrativos o disposiciones legales del catalanismo militante con el nacionalsocialismo alemán del siglo pasado. «En la Alemania del año 1933 hubo unas plebiscitarias. A mí no me gustan nada los plebiscitos, es lo que hacían los dictadores» (Miquel Iceta); «Es una ofensa a nuestro pueblo, a nuestros derechos históricos. Exigimos respeto. Nos quieren incluir en un proyecto imperialista (…) como en Austria hablaban alemán, era todo uno. Ahora otros quieren anexionarnos» (Rafael Maluenda); «Quieren reclamar con el fuego de las antorchas la nación catalana. Cualquiera que tenga, no digo sentido común, cualquiera que haya estudiado unas líneas de historia universal contemporánea dice: ‘esto me recuerda a movimientos totalitarios como el nazismo y el fascismo» (Alfonso Merlos); «De todo lo que le pasaba a Alemania, la culpa siempre la tenían los judíos y si no, los anglosajones, y si no, Francia. Nunca los alemanes. Este es exactamente el modelo catalán» (Federico Jiménez Losantos) «El separatismo catalán de nuestros días, no ha hecho más que desempolvar los principios del separatismo en los años treinta. Claro está que antes del nazismo y del holocausto juzgado internacionalmente en Nüremberg, hoy no puede hablarse tan claro como en los treinta y la simbología con águilas, estrellas de cinco puntas y las llamas están en desuso. En lo fundamental: los contenidos, y su pobre pretendido cientifismo, esas ideas siguen flotando en el subsuelo de Esquerra Republicana o de Convergencia i Unió.» (Xavier Horcajo); «Las liturgias nacionalistas, me recuerdan a la Italia musoliniana o a la Alemania nazi. Allí sí los encuadraban bien» (Albert Boadella); «Ya has convencido a media población de que su ruina es culpa de los españoles, o sea, de los andaluces, de los gallegos, de los murcianos, y así sucesivamente, todos ellos ladrones. Ahora debes ascender un escalón. Si lees un poco verás que los Grandes Estadistas llega un momento en que tienen que emprender la Gran Marcha, el incendio del Reichstag, la Marcha sobre Roma, la Noche de los Cristales Rotos, cosas semejantes, pasos decisivos. Solo entonces pasarás de una generación a seis o siete» (Félix de Azúa).

La reacción del entorno nacionalista –y no sólo de aquel- a estos paralelismos ha sido variada: desde la airada contestación a través de los medios por comentaristas afines hasta la elaboración de listas de agravios (Consejo Audiovisual de Cataluña) pasando directamente por el ejercicio de acciones civiles ante los Tribunales «en representación y defensa del pueblo Catalán». Incluso, se da la paradoja de que en alguna ocasión, las propias figuras del nacionalismo catalán no han dudado en emplear estas mismas analogías con el objeto de descalificar, por ejemplo, a los empresarios alemanes radicados en Cataluña y contrarios al proceso independentista (Joan Tardá). Ante este escenario,  la cuestión que se plantea es la siguiente: ¿está realmente justificada siempre y en todo caso esa susceptibilidad en la asimilación de actitudes nacionalistas y nacionalsocialistas? ¿es dable la exclusión ab initio de cualquier referencia a sintagmas de esta naturaleza en la descripción de la situación catalana? ¿«Hitler», «nazismo», «nacionalsocialismo» et altri son términos inaplicables fuera de su riguroso y circunscrito contexto? Un análisis desapasionado de la cuestión implica necesariamente una respuesta negativa. El rechazo preventivo de cualquier atisbo de equiparación, por tangencial que sea, entre el nazismo y el nacionalismo independentista de hoy en día, adolece en su razonamiento de lo que se conoce como falacia de asociación o, más concretamente, del denominado argumentum ad nazium o Reductio ad Hitlerum, una variable de las falacias ad hominen, en las que puede llegarse a conclusiones tan absurdas como la siguiente: «Si los nazis impusieron desde 1941 el uso en todo el Reich del tipo de letra Antiqua, entonces, esta tipografía es abyecta» En este sentido, Rosa Sala Rose, autoridad no ya en la historia del nacionalsocialismo sino, lo que resulta mucho más instructivo, en su sociología y en las capilaridades entre nazismo y la sociedad que lo amparó, sintetiza esta cuestión de forma admirablemente sencilla: «Por otro lado, no hay ningún malvado que lo sea a tiempo completo. También los asesinos en serie duermen la siesta, comen tartas de chocolate o acarician distraídamente a un perro, sin que sus atrocidades tengan el menor efecto de contagio sobre las camas, las tartas de chocolate o los perros» El periodista Arcadi Espada –repetidamente señalado también como gran asimilador- ha escrito que «Un nazi es muchas cosas». Y es muy cierto. Tan nazis y tan dispares son Reinhard Heydrich y Martin Heidegger; Sobibor y el Führerbau de Munich o el Zyklon-B y las Autobahn.

Alguien tan poco sospechoso como Víctor Klemperer, nos advirtió de manera magistral sobre la manipulación y la perversión del lenguaje como manifestación arquetípica de los totalitarismos. Resulta por tanto paradójico que la categorización de las palabras, su abstracción semántica,  la identificación imponderada del nazismo con el Mal, en otras palabras, el totalitarismo lingüístico, sea esgrimido por quienes precisamente se sienten ofendidos por las comparaciones que acabamos de reseñar. El nazismo, como toda ideología, es poliédrica. No creo, con toda franqueza, que nadie pretenda llamar genocidas a los nacionalistas catalanes cuando se compara la solvente uniformidad de los participantes en la Diada con las monolíticas manifestaciones por la Wilhelmstraße.  Es más, ningún nacionalista de buena fe debería sentirse concernido por esos cotejos, pues ninguna opción legítima puede verse refutada por la desgracia de haber sido el algún momento compartida por regímenes indeseables. No fumar, peregrinar a Bayreuth o vestir camisas de Hugo Boss no acarrea en ningún caso el estigma del Mal. Ni tampoco, por supuesto,  marchar con teas por el Born.

Cataluña tras el referéndum (II). Una perspectiva canadiense en el análisis de su resultado.

Para analizar el referendum hay que partir de una clara limitación: los resultados anunciados distan de ser fiables. Falta un censo con garantías, y los procesos de administración de las votaciones y del recuento quedó en manos de voluntarios claramente sesgados hacia el secesionismo. Parece que hubo quien votó varias veces, y no podemos saber si esta anomalía estuvo o no extendida. En todo caso, y con esas premisas, lo que suponemos es que los votos reales en favor de la secesión pudieron ser menos, pero difícilmente más.

Pero aún con esa limitación el resultado no puede entusiasmar a los secesionistas. A pesar de que lo hayan celebrado con un entusiasmo, al menos aparente, como si fuera un triunfo.

En Canadá tuvieron también a finales del siglo pasado un problema semejante, con dos consultas refrendarias soberanistas unilateralmente convocadas por el Gobierno de Quebec sin contar con el Gobierno federal de Canadá. Menos problemáticas que la consulta catalana, por cierto, pues allí no había expresas prohibiciones constitucionales al respecto. El gobierno federal reaccionó entonces planteando una consulta a su Tribunal Supremo (allí con funciones de constitucional) sobre las condiciones en que un proceso de secesión podría ser admitido. En base a su dictamen se promulgó entonces la Ley federal canadiense “de Claridad” de 29 de junio de 2000, que dispone los requisitos que tendrían que cumplirse para que cualquier provincia canadiense (aunque el problema existiera sólo respecto de la francófona Quebec) pudiera separarse de Canadá y constituirse como un Estado independiente. De esta forma, Canadá es quizá el único país del mundo que prevé y regula la posibilidad de su partición, con un aperturismo al respecto muy avanzado.

Es interesante comparar los requisitos y exigencias de esa Ley con las condiciones que se han dado de hecho en el ilegal referendum que ha tenido lugar en Cataluña. Vamos a ello.

No existe un derecho a la separación unilateral.

Es evidente que en ese proceso de ruptura no sólo están implicados los habitantes de Quebec (u otra provincia), sino todos los canadienses. Por eso el proceso tendría que ser negociado, partiendo siempre de que los quebequeses expresaran una voluntad clara, y por una mayoría cualificada, de separarse.

De la misma forma, no puede reconocerse a los catalanes ese pretendido “derecho unilateral a decidir”, que tanto alegan los nacionalistas como fundamento de su proyecto. Se trata de un falso mito que carece de base en cualquier ordenamiento democrático internacional. Lo mismo que no puede existir en cualquier ámbito de la vida en el que en la decisión estén involucrados los intereses de otras personas. Por pretender partir de ese fundamento ni siquiera los líderes soberanistas de Escocia y Quebec han apoyado la vía experimental de Mas. Esa unilateralidad es, incluso para ellos, un obstáculo insuperable.

La necesidad de una pregunta clara.

La oscuridad de las preguntas planteadas en los referenda en Quebec fue una de las principales causas de la reacción federal canadiense que culminó con su Ley, precisamente bautizada por ello como “de Claridad” (“Clarity Act” o “Loi de clarification”). La del último referéndum anterior a la Ley, el de 1995, había sido la siguiente:

“¿Está usted de acuerdo en que Quebec debería convertirse en soberano después de haber hecho una oferta formal a Canadá para una nueva asociación económica y política en el ámbito de aplicación del proyecto de ley sobre el futuro de Quebec y del acuerdo firmado el 12 de junio de 1995?”.

Para evitar que un proceso tan importante y trascendente como una secesión parta de un principio tan turbio, y en la misma vía de necesaria bilateralidad, el Parlamento canadiense tiene la facultad de determinar si la pregunta es suficientemente clara como para provocar las negociaciones que puedan conducir a la separación.

En nuestro caso, en el referendum catalán ni siquiera hubo una pregunta, sino dos. Cuya combinación podría haber dado lugar a la expresión del deseo de ser algo tan extraño como un nuevo Estado pero no independiente. Esa complejidad, y el hecho de que a la segunda pregunta sólo pudiera contestar quien hubiere contestado afirmativamente a la primera, a la opción de que Cataluña se constituyera como nuevo Estado, implican necesariamente el incumplimiento de este requisito de claridad.

Una mayoría cualificada.

La Ley canadiense considera, con bastante justificación, y siguiendo el criterio de Dion, uno de sus promotores, que una mayoría por diferencia escasa, que podría desaparecer rápidamente en medio de las dificultades, sería insuficiente para dar legitimidad política al proyecto soberanista, habida cuenta de los cambios trascendentales para la vida de los quebequenses que se derivarían de la secesión.

Este requisito de mayoría cualificada ha existido también en otras consultas internacionales de separación. Incluso autoimpuesto por sus promotores. En el referendum por el que Montenegro se separó de lo que quedaba de Yugoslavia (en realidad ya sólo Serbia), por ejemplo, se exigió una participación de, al menos, el 50 % del censo. Y un apoyo a la secesión de, al menos, un 55% de los votantes.

Estos requisitos de participación no se alcanzaron, por ejemplo, en el referéndum (legal) de la última reforma del Estatuto catalán (donde desgraciadamente no se exigió un requisito de quorum especial). Ni mucho menos se habrían alcanzado en esta última consulta, donde según los datos de los organizadores (insisto, poco fiables además) sólo votó alrededor de un 37% del censo. Y ello a pesar de incluir a los menores de edad mayores de 16 años, un sector de población que, dado el control de la educación por el nacionalismo, probablemente habrá reforzado la opción soberanista.

Con ese quorum tan bajo, el resultado de un 80% en favor de la secesión deja de ser tan significativo. Todo indica que el voto no nacionalista decidió no movilizarse. A lo que sin duda ayudó el carácter unilateral y no acordado del proceso y su manifiesta ilegalidad. Si el voto hubiera alcanzado los porcentajes de, por ejemplo, las elecciones generales el resultado final podría haber sido muy distinto.

El derecho de permanecer en el país de porciones del territorio con una mayoría cualificada que rechace la separación.

Este es otro principio fundamental de la Ley de Claridad. Quienes defienden el “derecho a decidir” no pueden negarlo a porciones de su propio territorio. No puede pretenderse que Canadá o España puedan dividirse pero Quebec o Cataluña no. La flexibilidad, si se predica, ha de ser en ambos sentidos. Por tanto, este punto tendría que estar necesariamente en la agenda de las negociaciones que se abrirían (no culminarían) con el referéndum.

Conforme a los resultados manifestados por los organizadores, de las 41 comarcas catalanas, sólo en 12 de ellas se superó el 50% de participación. Y no precisamente las más pobladas. Entre todas juntas apenas superarían los 390.000 votantes de los 6.290.000 aproximadamente en toda Cataluña. Y dentro de ellas, si en una votación definitiva se exigiera, por ejemplo, una mayoría cualificada de la totalidad del censo, ese requisito sólo habría sido alcanzado en cinco de ellas.

 

En gran parte de la costa, las grandes zonas industriales y en el area metropolitana de Barcelona, entre otros territorios, la participación fue sensiblemente menor. E incluso fue también menor el voto favorable a la independencia. No resulta difícil pensar que en un referéndum pactado que tuviera fuerza decisoria, los contrarios a la independencia se sentirían más concernidos y movilizados y podrían alcanzar mayorías cualificadas en, al menos, tales territorios. Esa es la mayor fragilidad del proyecto secesionista.

En este caso, ¿iban a estar dispuestos los líderes nacionalistas a admitir la partición de Cataluña para que esas porciones de territorio permanecieran en España? Porque España no debería estar dispuesta a renunciar a defender la voluntad mayoritaria de los habitantes de esos territorios. Y, aun si lo estuviera, el nuevo Estado nacería con una fractura interna terrible, que amenazaría su estabilidad. Los casos de Ucrania, y de otros países de la antigua Unión Soviética con zonas de mayoría prorrusa, y los conflictos que por ello se han producido, deberían ser al respecto un motivo de reflexión.

El proceso de secesión tendría que ser negociado.

En todo caso el referéndum positivo sería sólo el comienzo de un complejo proceso de negociación, en el que tendrían que considerarse entre otras muchas cosas la seguridad de los derechos individuales y el respeto a las minorías. Se descarta así la virtualidad de cualquier declaración unilateral de independencia, idea tan grata para algunos de nuestros nacionalistas catalanes.

Una independencia unilateral en un país democrático, donde se respetan los derechos individuales y las peculiaridades regionales de carácter cultural o lingüístico, no tendría, además, ninguna opción de poder ser internacionalmente reconocida.

Conclusión.

Un proceso de potencial separación planteado en estas coordenadas, que son perfectamente razonables, tendría enormes dificultades para quienes ahora estimulan la desafección a España desde el victimismo. Donde han tenido lugar consultas, incluso sin tales garantías, como en Quebec antes de la Ley de Claridad, o en Escocia, se recuerda la tensión, la división social y la frustración que el proceso causó. En esas coordenadas nuevas, las posibilidades de éxito en el empeño de los soberanistas para alcanzar sus objetivos finales serían muy remotas. Y el riesgo a afrontar, incluso para ellos, inmenso.

Tal vez por ello hoy ni la secesión de Quebec ni un proceso de consulta para conseguirlo están en la agenda de prioridades de la gran mayoría de los quebequeses. Ni los nacionalistas cuando han estado en el poder provincial se han atrevido a impulsarlo de nuevo. En la mayoría de los casos, las secesiones en países democráticos no tienen sentido.

Si nos planteamos una reforma constitucional, ese ejemplo puede ser tenido en cuenta. Pero no es solo esa cuestión la única que debe de ser abordada. Nuestro modelo territorial es ineficiente, ha generado administraciones regionales sobredimensionadas donde se han multiplicado las redes clientelares. La cesión de ciertas competencias, como en Justicia y Sanidad, no parece haberse hecho con el objetivo de conseguir el mejor servicio posible a los ciudadanos, sino para satisfacer otros intereses. La cesión de la educación ha sido utilizada en algunas regiones con claros propósitos de adoctrinamiento. Y de ninguna manera debería consentirse que cualquier Gobierno, nacional o regional, pudiera disponer de medios de comunicación públicos, o de capacidad de influencia en los privados, como para que pudiera utilizar ese poder con fines propagandísticos de cualquier proyecto político, sea el que sea.

Todas esas cuestiones, junto con otras esenciales, como una verdadera separación de poderes, la apertura democratizadora de los partidos o el restablecimiento de los controles y equilibrios frente al poder político, deben ser consideradas en el nuevo pacto constitucional que nos lleve a mejorar nuestra democracia, a conseguir una mejor clase política y a eludir los riesgos de la extensión de la corrupción y del populismo. No podemos resignarnos al actual deslizamiento hacia un Estado fallido. Necesitamos plantear un nuevo proyecto de España que sea capaz de ilusionar. El desafío secesionista catalán no tendría opciones en ese nuevo escenario.

Cataluña tras el referéndum secesionista (I). Lo que no sirve.

Tras el referéndum que, al margen de la Ley, se ha celebrado en Cataluña da la impresión que ha cundido un cierto desconcierto entre los partidarios de que esta región siga formando parte de España. No sólo porque haya podido celebrarse, en contra de lo que muchos, y en primer lugar muy probablemente el Presidente Rajoy, habían creído. El tancredismo, el obviar el problema que supone un potente movimiento de secesión apoyado por los grandes resortes de poder acumulados por el nacionalismo, ha resultado un tremendo error, y no sólo del actual Gobierno del PP. De ello todos, hasta el indolente Rajoy, parecen hoy ya conscientes. Sin embargo los resultados de la consulta deben propiciar una serena reflexión que evite cualquier respuesta visceral.
 Entre los partidarios de mantener a Cataluña en España las propuestas de reacción ante este desafío son muy variadas.
La propuesta federal.
 Algunos propugnan una reforma constitucional que instaure un tipo de federalismo que, para tener una oportunidad, a su juicio, tendría que ser asimétrico. Esa propuesta supone, en realidad, unas mayores cesiones competenciales a la administración autonómica catalana. Se habla al respecto de “blindajes” en políticas lingüísticas, culturales y educativas. Sin embargo tales blindajes supondrían la quiebra de, nada menos, la soberanía española. Si algo ha demostrado el proceso soberanista en marcha es que la Administración española y su poder real son ya  prácticamente residuales, o casi inexistentes, en Cataluña. El masivo proceso de cesión de competencias que ha tenido lugar durante las últimas décadas y hasta ahora se ha utilizado para montar unas sobredimensionadas y derrochadoras estructuras cuasi estatales y para estimular la desafección hacia el resto de España. Y si además, con ello no se ha conseguido aplacar los afanes soberanistas de los partidos nacionalistas, sino muy al contrario… Los defensores de estas propuestas deberían esforzarse en explicarnos por qué piensan que avanzar en la misma línea con nuevas cesiones iba a dar ahora otro resultado.
 En esa misma línea, otra propuesta es el establecimiento de un nuevo sistema fiscal que supusiera la cesión a la Administración catalana de la recaudación de los impuestos y la limitación de su contribución en favor de las regiones españolas más pobres. A mí, personalmente, no deja de sorprenderme el ver a personas que se declaran de izquierdas (y que probablemente se lo crean) el defender esta forma de limitar un mecanismo básico de solidaridad. Probablemente esto es un resultado más del naufragio ideológico que ha sufrido gran parte de esa izquierda. La que ha querido asumir el nacionalismo, o al menos una mirada comprensiva hacia el mismo, como uno de sus pilares ideológicos, como si pudiera ser compatible con los que tradicionalmente había venido defendiendo.
 Ese planteamiento de soberanía fiscal es cuestionable. Muy probablemente a España no le va a interesar más el mantener así, tan solo formalmente, una región en su seno que con tales blindajes en realidad sería una estructura parasitaria. Y el ejemplo, como ya ha ocurrido, muy probablemente cundiría al menos entre las regiones más ricas.
 Además de no ser deseable, es muy difícil que pudiera ser viable un país organizado conforme a esta estructura, que sería una reunión de entidades soberanas más confederal que federal. La Historia nos ha enseñado que esos intentos han fracasado, y que esas estructuras estatales o bien han acabado por estallar (como el Imperio Austro-húngaro) o bien han evolucionado hacia sistemas federales, con una progresiva asunción por la autoridad central de mayores competencias (caso de Suiza).
 La propuesta federal no es necesariamente solo una. Existen muchos modelos diferentes de federalismo. Y puede tener puntos interesantes. Un modelo federal implicaría el establecimiento a nivel constitucional de un sistema fijo de reparto de competencias que evite el permanente (y lamentable) regateo de transferencias que hemos contemplado estas últimas décadas, en el que lo que menos parecía importar era la eficacia y eficiencia de los servicios ofrecidos a los ciudadanos. Pero es claro que ese nuevo terreno de juego no iba a satisfacer a nuestros nacionalismos disgregadores.
La respuesta inmovilista.
Frente a tales propuestas de innovación la respuesta jurídica de otros, con Mariano Rajoy a la cabeza, parece ser el puro inmovilismo. La defensa a ultranza de nuestro modelo territorial constitucional. Sin embargo esa, en realidad, “no respuesta” también causa cierta perplejidad. Es evidente que ese modelo ha generado una creciente desafección, a mi juicio bien alimentada de victimismo desde el poder conseguido por los nacionalismos. Es evidente, también, que esa desafección ha desembocado en un potente movimiento secesionista que sigue creciendo y que, si ya es hegemónico en los medios de comunicación y en el ambiente político en Cataluña, podría en el futuro llegar a ser también mayoritario, o incluso muy mayoritario en la sociedad catalana.
 Los defensores de este “status quo” tan inestable deberían tratar de explicar si creen que un Estado podría sobrevivir a tal situación. Si podría ser posible el mantener como parte integrante a una región en la que no sólo el verdadero poder sea secesionista, sino también en la que una contundente mayoría compartiera ese proyecto y se sintiera, por tanto, como encerrada y prisionera en un país al que no deseara pertenecer.
 La respuesta ya no podría ser “la Constitución no lo permite”. Es evidente que nuestra norma suprema no puede convertirse en un argumento en este debate. Ni en un muro que pueda desactivar esa situación tan explosiva.
 El movimiento secesionista es el único organizado e intensamente movilizado en Cataluña, el que se escucha allí con más fuerza e insistencia. Ha conquistado la legitimidad esencial en el nuevo orden de corrección política impuesto por el nacionalismo en los medios públicos y privados que domina, que son casi todos. Sin embargo, con todo ello en contra, los resultados del Referéndum nos indican que aún el independentismo no es aún mayoritario en la sociedad catalana. Y ese deslizamiento no tendría que ser necesariamente imparable e irreversible.
Conclusión
Para ello es preciso plantear nuevas soluciones jurídicas a este grave problema. Y superar esa pavorosa falta de ideas que parece atenazar a los partidarios de mantener la integridad territorial española. Soluciones de verdad, no como las antes referidas, que tanto se vienen oyendo. Su planteamiento requiere una nueva posición política, mucho más valiente y abierta.
 No hemos sido el único país del mundo en enfrentar un problema de este tipo. La experiencia internacional nos puede ayudar para ello. Para empezar podemos analizar en el siguiente post las conclusiones que pueden deducirse del resultado del Referéndum a la vista de dicha experiencia internacional.