¿Los productos bancarios tóxicos son inimpugnables para el usuario informado?
O dicho de otra forma, en el caso de que la entidad bancaria haya cumplido la normativa MiFID y el usuario sea una persona que por su cualificación profesional le resulte complicado probar la excusabilidad del error para alegar vicio del consentimiento, ¿ese usuario no tiene más remedio que soportar los efectos negativos del producto tóxico contratado, aunque le haya causado la ruina?
Pienso que el tema tiene mucha importancia porque, aunque los tribunales están siendo bastante generosos a la hora de declarar la nulidad de estos contratos por vicios del consentimiento (nada menos que un 85-90% de los casos planteados) no podemos olvidarnos de los supuestos en los que los demandantes no obtienen amparo precisamente por no ser merecedores del salvavidas de la excusabilidad. Recordemos que aunque nuestro Código Civil no habla para nada de este requisito (pues se limita a decir en el art. 1266 que para que el error invalide el consentimiento, deberá recaer sobre la sustancia de la cosa que fuere objeto del contrato, o sobre aquellas condiciones de la misma que principalmente hubieran dado motivo para celebrarlo) la jurisprudencia del Tribunal Supremo lo viene exigiendo, y con buenas razones. No puede alegar el error el que desplegando una mínima diligencia, la razonable en función de las circunstancias, hubiera podido despejarlo. Hay aquí un principio de autorresponsabilidad que debe imponerse por encima de la mera voluntad viciada, so pena de hacer inviable el tráfico jurídico.
Sin embargo, el planteamiento que obliga a acudir en estos casos a los vicios del consentimiento siempre me ha parecido completamente insuficiente y revelador de una grave carencia de nuestro Derecho privado que deberíamos intentar solucionar cuanto antes.
Lo primero que llama la atención es que se anulen por vicio del consentimiento (ya sea por dolo o error) un porcentaje tan extraordinariamente alto de contratos sobre productos financieros. ¿Realmente había tanta mala fe en cada caso particular, o tanta ignorancia, o tanta dificultad a la hora de entender lo que el banco estaba vendiendo? En algunos casos, como vender preferentes a un demenciado, la cosa parece bastante clara, ¿pero también cuando el comprador era un profesional –jurista, economista, ingeniero- de nivel medio? Y si se están declarando tantas nulidades también en estos casos, ¿no será porque quizás estamos estirando demasiado este recurso de los vicios del consentimiento con la finalidad de ampararlos?
Si es así, debemos ser conscientes del precio que vamos a pagar por ello. Por un lado, dejar fuera de protección a aquellos que por mucho que estiremos el recurso nunca podremos alcanzar, y que pese a ello intuimos que son merecedores de tutela. Por otro, deformar una institución milenaria y crear incómodos precedentes y extrañas perturbaciones en el tráfico jurídico. Pero lo principal es preguntarse qué justifica amparar casos en los que resulta difícil entender que hubo un vicio del consentimiento, al menos excusable.
Para ello quizás deberíamos descender un poquito más en el análisis del problema y preguntarnos por qué estos productos producen tanto disfavor en los jueces, aun cuando el usuario sea un potencial experto. Es decir, por qué para ellos estos productos son verdaderamente “tóxicos”, al menos en la gran mayoría de los casos. La verdad es que no creo que ocurra porque todos sean de Podemos y odien a la banca, sino más bien porque de manera intuitiva aprecian un desequilibrio estructural entre las partes que el mero consentimiento hace difícil sanar.
Sí, amigos, esta crisis ha resucitado muchos fantasmas que recorren otra vez Europa, y uno es el del precio justo.
Resumir en un breve post la historia de este concepto tan extraordinariamente resistente, por mucho que hayamos querido matarlo una y otra vez, es imposible. Baste decir que sobre él reflexionó con extraordinaria lucidez la escolástica española y que muchos ordenamientos modernos, de alguna manera y por su influjo, se hacen eco de esta figura.
El art. 1674 del Código Civil francés señala que si el vendedor hubiera resultado lesionado en más de siete doceavas partes en el precio de un inmueble, tendrá el derecho de pedir la rescisión de la venta, incluso cuando hubiera renunciado expresamente en el contrato a la facultad de pedir esta rescisión. Por otro lado, cierta legislación especial en materia de fertilizantes y semillas, rescate marítimo y obras de arte, otorgan remedio frente a los precios injustos. Pero fuera de esos casos, los franceses, como nosotros, no tienen más remedio que acudir al error.
Por su parte, los alemanes tienen en su Código Civil un parágrafo bastante comodín a estos efectos, el 138, que han ampliado además por vía de interpretación jurisprudencial. Ya sea invocando el párrafo primero (violación de la moral o de las buenas costumbres) o el segundo (ventaja desproporcionada en casos de dificultad o inexperiencia)o incluso el parágrafo 242 (buena fe), los tribunales alemanes nunca han dudado a la hora de cargarse contratos si los consideraban suficientemente desequilibrados.
EEUU es todavía más generoso. El art. 2-203 del Uniform Comercial Code permite a los tribunales anular un contrato de venta de bienes cuando el precio es manifiestamente injusto. Y la sección 208 de la Second Restatement of Contracts concede el mismo recurso para otros tipos de contratos.
Pues bien, lo que late en estos productos bancarios que tanta alarma social han causado en España es precisamente este tema del precio justo o, dicho de otra forma, del desequilibrio en la estructura del contrato, especialmente en relación a los riesgos asumidos. Por eso, no se trata de una mera cuestión de información (de asimetría informativa o de desequilibrio subjetivo a la hora de contratar) y, por tanto, de consentimiento. No,es un tema de injusticia, es decir, de desequilibrio objetivo, al margen de lo que lo haya causado.
Comprobémoslo con un caso muy claro, como es el de los swaps hipotecarios (1). Un swap es una permuta financiera por la cual las partes en un préstamo hipotecario (el banco y el prestatario) se “protegían” frente a las variaciones del tipo de interés. Es decir, si el tipo subía el banco debía entregar una mayor cantidad al prestatario y si bajaba una menor cantidad, mientras que el prestatario pagaba al banco siempre un tipo fijo, compensándose trimestralmente la diferencia. Para comprender bien el daño que produjo este producto conviene darse cuenta de que esa cantidad inicial era elevadísima, puesto que el tipo se calculaba sobre un “nocional” muy superior al importe del préstamo. Pongamos que el prestatario pagaba 10000 todos los trimestres y que el banco se comprometía a pagar 10000 al tipo inicial. Si éste no varía nadie paga ni nota nada. De hecho si los tipos suben el prestatario lo que nota es que pese a que su préstamo se encarezca resulta en parte compensado por el banco. Pero el caso es que tras la crisis los tipos bajaron tanto que la aportación que realizaban los prestatarios era descomunal en relación a la que hacía la otra parte, ¡y en relación al préstamo! De ser un instrumento diseñado para reducir el riesgo de la subida de tipos, se convirtió en una auténtica trampa como consecuencia de la bajada en un grado muy superior a los riesgos derivados de una hipotética subida. Por poner un ejemplo real: se pasó en muchos casos de cobrar del banco 280 euros al trimestre a pagarle 7000. Esto hacía, obviamente, que el tipo de interés en relación al préstamos apenas tuviese importancia para el prestatario.
Este producto se ha atacado desde la perspectiva de los vicios del consentimiento, ya sea por error o dolo, alegando una grave asimetría en la información disponible (los bancos sabían que los tipos iban a bajar y además no comunicaron adecuadamente el alcance del riesgo asumido). Pero el verdadero problema de este negocio, como ha señalado el Tribunal Supremo alemán, es que se trataba de un contrato aleatorio en el que casi todo el riesgo lo asumía el cliente, que carecía de posibilidad alguna de ganar. Es como jugar en una ruleta en la que el pleno se remunera con un simple 10% de la postura. El desequilibrio es tan enorme que no hay información ni consentimiento informado que lo purifique.
Si reflexionamos, veremos que lo mismo ocurre en la mayoría de productos bancarios tóxicos, desde los bonos estructurados hasta las participaciones preferentes (e incluso probablemente muchas cláusulas suelo). Estaban diseñados de tal manera que la práctica totalidad de los riesgos los asumía el cliente sin apenas contrapartidas. Un problema de precio justo.
Este tema (ligado además al de la causa de los contratos) necesita más espacio y en un post no disponemos de mucho. Prometo volver sobre él, pero voy anticipando mi conclusión: es necesario superar de una vez nuestro cruel artículo 1293 del CC, que señala que ningún contrato se rescindirá por lesión fuera de los casos mencionados en los números 1 y 2 del art. 1291 (pupilos y ausentes), principio que, como hemos visto, se encuentra absolutamente superado en países bastante más liberales que el nuestro.
(1) Sigo en este punto el clarísimo trabajo de Fernando Gomá (“La supuesta complejidad de los llamados productos financieros complejos y la claridad como derecho del consumidor”), en la obra colectiva coordinada por Matilde Cuena Préstamo Responsable y Ficheros de Solvencia (Madrid, 2015).
Rodrigo Tena Arregui es Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Notario de Madrid por oposición (OEN 1995). Ha sido profesor en las Universidades de Zaragoza, Complutense de Madrid y Juan Carlos I de Madrid. Es miembro del consejo de redacción de la revista El Notario del siglo XXI.