Hemos tenido acceso al texto de una desconcertante sentencia de la Sala Segunda de nuestro Tribunal Supremo, aún no publicada, en cuyo Fundamento de Derecho Séptimo se señala: “dada la falta de independencia de los órganos superiores de la Justicia, la lentitud de los procesos, el establecimiento de tasas judiciales que menoscaban el derecho a la tutela judicial efectiva y la falta de seguridad jurídica que afrontan los ciudadanos, que no tienen un cauce alternativo para obtener la protección de sus derechos, es comprensible que cometan determinados excesos en sus actuaciones y, por lo tanto, aplicamos la eximente de estado de necesidad al encarcelamiento privado de don T.C.A. por su acreedora doña B.D.J. hasta que la deuda fue saldada por la esposa de aquél”.
La sentencia nos desconcierta, pero deberemos esperar a su lectura íntegra para pronunciarnos sobre la misma. Y ello porque hasta ahora creíamos que el fin del Derecho es la Justicia y que para alcanzarla hay que partir de unos valores y de unos principios, incluyendo el escrupuloso cumplimiento de las normas vigentes y de las sentencias de nuestros Tribunales. Por esa razón creíamos también que no cabe el recurso a la violencia privada ni la realización arbitraria del propio derecho, puesto que uno de los principios básicos del ordenamiento jurídico de un verdadero Estado democrático de Derecho es la interdicción de toda forma de violencia, con contadas excepciones.
Sin embargo, a veces se conocen sentencias que causan extrañeza. Sentencias con algunos razonamientos que hacen recobrar vigencia a aquella afirmación de Platón Karatajev, el personaje de Tolstoi en “Guerra y Paz”, de que “donde están los tribunales, está la iniquidad”.
El caso de la sentencia de la Audiencia Nacional de fecha 7 de julio de 2014, sobre los sucesos acontecidos en el Parlamento de Cataluña en junio de 2011 es uno de ellos. El más reciente. No el más grave ni probablemente el último.
Un grupo de ciudadanos (del total que estaban congregados en los alrededores del Parlament) trataron de impedir que los diputados accedieran a la sesión parlamentaria donde se iban a debatir y aprobar los Presupuestos autonómicos, que previsiblemente comportarían recortes, dada la crítica situación económica que se vivía en aquel momento. Y no lo trataron de impedir de manera pacífica sino con violencia, intimidación o amenazas (golpeando por ejemplo coches donde iban parlamentarios, intentando abrir sus puertas, zarandeando o acometiendo físicamente a otros diputados, impidiéndoles su libertad ambulatoria, insultándoles, escupiéndoles…).
Dicha sentencia es un caso notable de lo que los juristas denominan “uso alternativo del Derecho”. Se invocan normas superiores y conceptos genéricos (la Constitución, la libertad de expresión, de manifestación, etc.), se realizan valoraciones subjetivas e improcedentes de carácter político-ideológico (“ (…) los cauces de expresión se encuentran controlados por medios de comunicación privados…”), olvidando la verdadera trascendencia de otros preceptos constitucionales (art. 66.3 CE: “Las Cortes son inviolables.”; art. 55.3 del Estatuto de Cataluña: “El Parlament es inviolable.”), para no aplicar la norma más específica referible al caso (el art. 498 del Código Penal, delito contra las instituciones del Estado), conforme impone el conocido principio de especialidad en la aplicación de las normas. El Voto particular emitido por el Sr. Grande Marlaska recuerda, con buen criterio, que “se ataca con la conducta enjuiciada la verdadera voluntad popular representada en el Parlamento autonómico y que sale (democráticamente) de las urnas.”
Al final, en la práctica, se terminan disculpando comportamientos de violencia verbal e intimidación con compulsión directa trasladando –aun sin pretenderlo- a la opinión pública el mensaje de que todo vale y de que hay vía libre para los excesos en la “ley de la calle”. La sentencia tan sólo contiene una condena por una falta de daños.
Conviene, sin embargo, recordar que en el Derecho continental se consideró uno de los logros de las revoluciones del siglo XVIII la sujeción del juez a la ley general –al Derecho Positivo- por lo que, pensemos lo que pensemos cada uno de nosotros y, desde luego, los propios jueces y magistrados, al respecto, los jueces están sujetos al imperio de la Ley, aunque pueden proponer su modificación o acudir a los mecanismos previstos en la LOPJ si consideran que alguna norma aplicable pudiera ser inconstitucional. Resulta especialmente claro el art. 1.7 del Código Civil cuando nos recuerda que: “Los Jueces y Tribunales tienen el deber inexcusable de resolver en todo caso los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes establecido”.
Además, en Derecho no todo es interpretable, no todo es “una escala de grises” porque si no la seguridad jurídica (art. 9.3 CE) deja de existir y con ella se disuelve la justicia misma. Se evita con ello que tal o cual tribunal se convierta en legislador apócrifo interpretando la norma como considera adecuado según sus particulares criterios ideológicos o metajurídicos, pero no jurídicos y se llega al absurdo (cada vez más frecuente) de que una norma clara no quiere decir lo que dice sino lo que el intérprete de turno (un juez, un tribunal, un “regulador” o una Dirección General de cualquier Administración Pública) considera que debería haber dicho.
Porque los límites a la interpretación de las normas los establece, con carácter general, el art.3 del mismo Código Civil al decir:
“Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas.”
Como ha escrito Francesc de Carreras: “El buen juez que imparte justicia según sus propios criterios —en ocasiones muy respetables— pasó a la historia para ser sustituido por la ley general, la única que debe aplicarse sin hacer excepciones. Cualquier caso moralmente bien solucionado pero contrario a la ley crea un precedente que sirve para que en otros supuestos la solución sea aberrante. El derecho es un conjunto de reglas que regulan nuestra convivencia, tanto entre individuos como entre Estados, y saltarnos estas reglas —aun con buena intención— conduce al caos. Una buena solución para un caso concreto, al sentar un precedente, puede ser un grave error para casos futuros. Aplicar el doble rasero, uno para los amigos y otro para los enemigos, es la negación del derecho.”
Nuestro ordenamiento jurídico y nuestro sistema democrático tienen notables deficiencias, formales y materiales. Muchas de las críticas que reciben nuestros políticos y nuestras instituciones son merecidísimas, y el enfado de la ciudadanía totalmente comprensible. Pero la solución no puede ser la quema de contenedores, la agresión a la policía, la coacción a los parlamentarios o los “escraches” (que por más que algún tribunal lo haya dicho nunca serán un mecanismo “normal” u “ordinario” de participación democrática).
Al revés, si se quieren provocar los cambios necesarios, deben cuidarse las formas y el fondo de las protestas, y hacerlas más sutiles, más inteligentes, pues como decía Marañón no es el fin el que justifica los medios sino que son los medios empleados los que justifican -los que dan legitimidad- al fin que se pretende. Los sistemas jurídicos modernos arrancan de la interdicción de la autotutela (de la “justicia privada” que uno “se toma”) y de la violencia, cualquiera que sea el grado de la misma. Y no cabe ante ella la tolerancia, siquiera en sus formas nimias so pretexto de que existan motivos de fondo para estar harto o dificultades para canalizar la expresión de descontento (uno de los motivos de la sentencia para no aplicar rectamente el Código penal).
Todo ello supone desterrar de la vida pública cualquier forma de violencia o intimidación, sea física o simplemente verbal. Y pasar de la democracia de la protesta a la democracia de la razón, de las razones. Pasar de la indignación, tan comprensible pero tan fácil y demagógicamente manipulada por determinados sectores políticos y sociales, a un escalón más exigente, el de la argumentación constructiva.
Potenciar lo que Víctor Pérez-Díaz denomina “competencia cívica” es hoy más necesario que nunca para espolear a buena parte de nuestros políticos, tan renuentes a los cambios y a la regeneración que el país necesita. La “competencia cívica” supone una superación de la “competencia” en algaradas y disturbios callejeros, de las consignas efectistas, de los “mensajes píldora” de corte demagogo o populista en los que algunos están tan entrenados. Urge saber plantear propuestas razonables y realistas. Por contra, sobran planteamientos utópicos, imposibles, propuestas inviables, que nada solucionan salvo contentar a los propios seguidores.
Y es que la “competencia cívica” exige de todos los ciudadanos más esfuerzo, más reposo y reflexión, más exigencia personal y colectiva, que montar barullo o disturbios en la calle. Supone apelar a la capacidad argumentativa y a la responsabilidad individual. Y entender que, en muchas ocasiones, un comportamiento puede ser cívicamente inaceptable, aunque la ley no lo prohíba o los jueces no lo sancionen.
Cada uno sabrá a qué manifestaciones va, y qué prácticas, violentas o no, intimidatorias o no, alienta o excusa con un silencio interesado, mas no cabe invocar el Derecho para defender solo el propio o el de quienes se alinean ideológicamente con uno, y olvidarse de los derechos de terceros afectados.
Hace ya varios años Giovanni Sartori vaticinó que la “videopolítica” y el mal uso de las redes sociales favorecerían la promoción de la democracia de la protesta y la minimización de la democracia de la razón.
Pues bien, frente a ese riesgo cierto, hay que cultivar la virtud cívica de la justicia entendida como el cumplimiento del propio deber, personal y social (Platón, República, IV, 10). Una de cuyas primeras manifestaciones es el principio de no hacer mal a otro, lo cual supone una invitación a canalizar las legítimas reivindicaciones políticas y ciudadanas por métodos pacíficos, sin dañar o intimidar a los demás, respetando sus derechos.
La manifestación es ciertamente un derecho (art.21 CE), la algarada, no. La protesta civilizada es un derecho, pero la coacción, los daños y estragos, no son un derecho de nadie sino un delito contra la libertad (arts.172 y ss. CP), además de delitos contra las instituciones del Estado (art.492 ss CP) o con ocasión el ejercicio de derechos fundamentales (art.510 ss CP) y la tibieza hacia los mismos en los medios de comunicación, en ciertos “círculos” o “salones” intelectuales y en la sociedad, es un síntoma patente de disolución de los principios elementales de convivencia. La tolerancia judicial de las conductas agresivas, en vez de su sustitución por la resistencia pasiva o activa pero siempre pacífica, no auguran nada bueno. Si “todos somos Gamonal” entonces que se modifique el sistema legislativo vigente, desde la Constitución para abajo, y que todos sepamos a qué atenernos, pues en eso consiste, primariamente, el Derecho, en saber a qué atenerse.
El razonamiento de que “Cuando los cauces de expresión se encuentran controlados por medios de comunicación privados […] resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación” causa repugnancia y sirve de aval a quienes instrumentan en su propio beneficio el legítimo descontento. Esperemos que el Tribunal Supremo, en sede de recurso, desautorice esta forma de razonar y la sustituya por otra que aplique rectamente los preceptos y principios que hemos defendido en este trabajo.
Licenciado en Derecho, 1986. En abril de 1993 fundó CASAS & GARCIA-CASTELLANO, ABOGADOS, bufete que dirige en la actualidad, con especialización en las áreas internacional, marítimo, societario inversiones y seguros. Miembro del Colegio de Abogados de Madrid, de la Asociación Española de Derecho Marítimo, Premio ELCANO de la Armada Española en 1988. Ha sido profesor de Derecho Romano de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid y del Instituto de Estudios Bursátiles (IEB), así como de diversos cursos de postgrado (ESADE, ENERCLUB, IEEM). PDG por el IESE. Participa habitualmente en cursos y seminarios.