El postureo legislativo

El presente artículo fue publicado recientemente por el diario El Jurista, según puede verse aquí. El autor nos ha autorizado a su reproducción en este Blog, lo que hacemos encantados dado su indudable interés y calidad. El uso propagandístico de las normas es una costumbre que se extiende y que es preciso denunciar. (Los editores).
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El postureo es una actitud que se basa en el deseo de mostrar a los demás una cualidad, que en realidad no se tiene, con la intención de lograr una apariencia atractiva frente a la gente. Es propio, sin duda alguna, de las tendencias conectadas con el florecimiento que ha existido en los últimos años del empleo de las redes sociales por parte de un gran sector de la población.
Resulta necesario detenerse un momento y entender que el postureo ya ha sido objeto de reproche en el ámbito de lo político en algunas situaciones en las que puede haberse producido, como la de la presunta pasividad por parte de la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía en el caso de la menor transexual que tuvo que cambiar de centro escolar por ser discriminada, la de la visita de Elena Valenciano a Extremadura antes de las elecciones al Parlamento Europeo, o la de la Iniciativa Legislativa Popular presentada por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, cuyas bases no fueron respetadas por el Parlamento estatal. La conducta relacionada con la intención de mostrar una apariencia deseable existe en sectores como el legislativo desde hace años, en el que se pueden encontrar normas que fueron promulgadas, más que para cambiar una figura jurídica y con ello un aspecto de la sociedad, para conseguir ocupar los titulares de la prensa en un momento determinado o para obtener una mayor popularidad política, al contrario de lo que pasaba hasta hace más de una década, en un momento en el que se le otorgaba seriedad a la legislación, que se utilizaba, no como instrumento publicitario, sino como una herramienta para lograr, exclusivamente, la alteración efectiva de la vida de la ciudadanía.
El postureo legislativo lleva años siendo practicado por el Parlamento estatal y por los Parlamentos de las distintas Comunidades Autónomas, pero también por el Gobierno estatal y por los Gobiernos autonómicos a través de los Decretos-leyes, sin que se puedan hacer distinciones entre los partidos políticos que controlan los poderes legislativos y los poderes ejecutivos que hay en España, ya que todas las formaciones han empleado en una medida similar la creación de normas para alcanzar una buena imagen de cara a la opinión pública y otros fines de naturaleza mediática. A nivel estatal, el postureo legislativo provocó la promulgación de la Ley 2/2011, de 4 de marzo, de Economía Sostenible según algunos y con la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, que ha sido criticada por la Unión Europea. Además, se ha podido dar algún caso de postureo en lo que se refiere a normas autonómicas que plantean problemas de eficacia en las Comunidades Autónomas, como ya sucedió, según lo que se dice en El Blog Salmón, en Cataluña, con la Ley 18/2007, de 28 de diciembre, del derecho a la vivienda, y en Andalucía, con el Decreto-Ley 6/2013, de 9 de abril, de medidas para asegurar el cumplimiento de la Función Social de la Vivienda, que fue analizado por Ignacio Gomá Lanzón en un interesante artículo.
El caso más claro de promoción política a través del campo legislativo hasta hace unos años era el del Derecho Penal simbólico, constituido por reglas sancionadoras que, únicamente, sirven para conseguir los aplausos de la ciudadanía. El fenómeno de las normas jurídicas simbólicas se ha extendido, desgraciadamente, a los demás ámbitos del Derecho Público y a ciertos aspectos del Derecho Privado desde el campo penal y, además, se han propagado sus devastadoras consecuencias.
Crear leyes pensando únicamente en la propaganda que pueden suministrar es legislar por legislar y provoca, en la mayoría de las ocasiones, que se creen normas jurídicas con demasiada rapidez, que no se emplee la técnica legislativa adecuada y el establecimiento de la inseguridad jurídica, que termina produciendo efectos negativos en el desarrollo de la actividad de los sujetos públicos y privados. Las normas jurídicas tienen que ser las justas y las necesarias y deben ser, necesariamente, eficaces y eficientes.
Lo mejor para todos los ciudadanos y para los operadores jurídicos es que no exista ninguna tendencia relacionada con lo que se puede denominar el postureo legislativo y que se produzca la legislación justa y necesaria de la forma adecuada para reglar de manera efectiva las relaciones que hay entre los distintos sujetos privados y públicos que actúan en la sociedad, garantizándose la seguridad jurídica. De lo contrario, el Estado de Derecho continuará derrumbándose como un viejo edificio cuyos cimientos no han sido correctamente cuidados.

¿España bolivariana?

En los últimos años se ha hablado, dentro y fuera de este Blog, de la “argentinización de España”, para referirse a ese proceso de progresivo deterioro institucional que sufre nuestro Estado de derecho. La desactivación de los controles y equilibrios del poder político, la colonización partitocrática de toda clase de instituciones, incluidas las encargadas de tales controles, la generación de un clima de irresponsabilidad de nuestros dirigentes incluso en casos de corrupción, y la utilización de un aparato burocrático excesivo al servicio de los intereses de las élites gobernantes y de sus redes clientelares, antes que de los generales, serían síntomas que definirían ese proceso.
En los últimos tiempos, con el estallido de la crisis económica y financiera, tan íntimamente ligada también a la institucional, se ha producido además un nuevo fenómeno que parece confirmar esa deriva que nos aleja de las democracias avanzadas: la aparición de un populismo rupturista, con unos planteamientos aparentemente muy naïf, encarnado, sobre todo, en el movimiento político Podemos y en su líder más visible, Pablo Iglesias.
Me ha llamado la atención al respecto un análisis realizado por la periodista hispano-venezolana Yael Farache en su blog Acapulco70, que pueden ver aquí, sobre las importantes analogías de la situación que enfrenta España con las que desencadenaron el proceso que ha seguido Venezuela. Y que ha llevado a este país a la triste situación donde hoy se encuentra.
No es preciso estar de acuerdo con todo el extenso e interesante análisis de Yael Farache. Pero en muchos aspectos lo considero certero. Y, desde luego, es merecedor de una atenta lectura, aunque nos vaya a resultar inquietante. Porque su tesis es que España tiene buenas posibilidades de deslizarse en un futuro inmediato, de la mano de ese movimiento político populista, por un proceso muy semejante al venezolano y de perder en ese camino gran parte de las libertades que aún nos caracterizan como verdadera democracia, por imperfecta que sea. La tesis puede sorprender a muchos, confiados en que esto, en España, en un país en la UE, nunca podría ocurrir. Sin embargo la autora nos desafía al respecto con otra comparación: hace unos cuantos años tampoco en Venezuela podía creer casi nadie que la situación de su país iba a acabar pareciéndose en tantos aspectos a la de Cuba.
¿Vamos con los parecidos?
Chaves partió de una situación muy semejante a la del líder de Podemos. La crisis política y económica que enfrentaba Venezuela tenía en gran parte su origen en la corrupción de los partidos políticos tradicionales, dedicados al gobierno de lo público pensando sobre todo en la satisfacción egoísta de sus propios intereses. En manifiesta complicidad con ellos se había colocado también gran parte del poder económico y financiero. Y la pobreza se había extendido incluso a una clase media que nunca fue allí lo suficientemente extensa y fuerte.
En ese ambiente general de indignación y desafección, llega Chavez con un origen y mensaje distintos al de los políticos tradicionales y explica ese diagnóstico a la gente común en su propio lenguaje, con unas palabras que pueden entender. No es difícil deducir el paralelismo con la campaña que desarrolla hoy en España Pablo Iglesias, dotado de una habilidad dialéctica indudable y bien entrenada. Aunque carezca, al menos todavía, del carisma del fallecido caudillo venezolano. Pero no puede extrañarnos esa semejanza si pensamos que Iglesias y los principales líderes de Podemos no sólo han recibido generosas subvenciones del Chavismo a través de la Fundación Ceres , sino que incluso han residido y recibido formación en Venezuela, contratados allí por su gobierno como “asesores”, durante años.
Podemos no ha manifestado nunca tener la intención de implantar un régimen autoritario, populista y caudillista. Pero también es cierto que tampoco lo reconoció Chavez en los comienzos de su asalto al poder. Si vemos la entrevista de este vídeo que nos enlaza la autora, y que merece verse hasta el final, no sabemos de qué sorprendernos más: si de la moderación del talante y de las propuestas del primer Chavez o de lo falso que todo ello resultó. Nuestros propios líderes bolivarianos tampoco quieren aparecer hoy como enemigos del pluralismo político, pero tampoco tienen reparo alguno en defender sin ambages un régimen chavista que lo es.
La periodista nos previene del peligro de las soluciones populistas alternativas que Podemos ofrece. Reseño sus propias palabras. “Cuando un país está pasando por una situación difícil como la que vive actualmente España es fácil aferrarse a una idea bonita. Creer en una promesa que te sugiere que existe una solución para los problemas que estás atravesando y que es tan simple como votar a una persona determinada, funciona como un bálsamo que calma la ansiedad y te permite seguir adelante”. Y nos sigue diciendo: “Buscar ilusiones cuando la cosa está mal es un impulso natural, es casi un instinto. Por naturaleza la gente busca todas las evidencias que le confirmen su ilusión y les permita seguir creyendo en ellas. Por eso es tan fácil engañarlos, porque la mitad del trabajo lo hace la víctima. Por eso la gente es más susceptible a tragarse las manipulaciones políticas en épocas de crisis y por eso creen en justificaciones absurdas que no tienen pies ni cabeza”.
A su juicio, los objetivos del nuevo movimiento político en España van a ser los mismos que ya ha conseguido el chavismo “bolivariano”. Aunque, obviamente, para ello el camino y la estrategia tengan que ser diferentes, y adaptarse a nuestra específica realidad. Su meta fundamental sería la implantación de un nuevo régimen político en España, de corte autoritario, caudillista y populista, empeñado en su propia permanencia sin reparar en límites. Los medios para ello serían una política de agitación permanente (“frente al enemigo”), y un intenso control propagandístico de la sociedad. La separación de poderes, y los medios de control del poder político que son característicos de las democracias avanzadas de nuestro entorno y que en España, aun gravemente deteriorados, siguen existiendo formalmente, se anularían bajo la acusación de ser reaccionarios y contrarios a la voluntad del pueblo plebiscitariamente manifestada. Y los que quieran engañarse con la creencia de que un cambio constitucional antiliberal no sería posible en el seno de la UE deberían considerar que ya ha ocurrido en otro país: Hungría.
El desprecio de los dirigentes de Podemos por nuestro marco constitucional, expresado incluso en la forma de prometer sus cargos electos, y su propuesta de abrir un proceso constituyente “que consiga una democracia verdadera” son pistas claves al respecto. Desde el pasado siglo todos los regímenes autoritarios se han empeñado en poner calificativos a la palabra democracia (“popular”, “nacional”, “orgánica”…), como forma de disfrazar su verdadera voluntad de anularla.
Ese objetivo es obvio que no puede desarrollarse en una sociedad que cuente con una información libre y plural. El proyecto requeriría el dominio de los medios de comunicación y su sometimiento a los objetivos propagandísticos del nuevo poder, como ha ocurrido ya en Venezuela. De hecho en el manejo de los medios alternativos e informales, y de la propaganda, los integrantes de Podemos ya se han revelado como grandes expertos. Probablemente han tenido para ello buenos maestros. Su experiencia en las redes les debe haber hecho conscientes de su potencial y, por tanto, de la necesidad de controlarlas
¿Cuánto podría durar un blog crítico como éste bajo un gobierno consolidado de Podemos? Las palabras de Iglesias sobre la necesidad de establecer mecanismos de control público a los medios “para liberarles de los condicionantes de las empresas privadas y partidos políticos” y para que puedan así ejercer lo que sería su particular visión de la “libertad de prensa” no pueden ser, al respecto, más inquietantes.
Ese objetivo de mantenimiento del poder exigiría también el control de la población a todos los niveles, y la transformación de nuestro modelo económico de libre empresa. Y las restricciones afectarían hasta a aspectos de nuestras vidas privadas que hoy nos parecen sagrados. Por ahora simplemente han anunciado en su programa la primera ola de expropiaciones y nacionalizaciones, por cierto a contracorriente de los países socialmente más desarrollados, incluidos los nórdicos. Pero, lo mismo que ocurrió con Chavez, es muy improbable que fuera la última. Y las sugerencias de abandonar el euro para, en su caso, tratar de constituir otra moneda común con los países del sur de Europa dan verdaderos escalofríos si vemos el manejo que el régimen bolivariano ha hecho y sigue haciendo de su moneda, y la inflación de vértigo que ésta ha sufrido.
No me cabe duda de que muchos van a acusar al artículo de Yael Farache, como también a este post, de ser exagerados y tergiversadores. Frente a estas o semejantes acusaciones es previsible que los que están en el nucleo de ese proyecto político se defiendan como lo han hecho hasta ahora: más que con contra argumentos y datos ciertos, con una estrategia de descalificación de sus oponentes, presentados como representantes de las fuerzas oscuras que hoy detentan el poder. Que este análisis se haga desde un blog independiente y crítico y sin pelos en la lengua para señalar y denunciar nuestras deficiencias institucionales y para pedir reformas sustanciales, como es éste, no será obstáculo para ello. Los líderes de Podemos, formados en la Facultad de Ciencias Políticas de la Complitense y en Venezuela en el dogmatismo y en el desprecio por un debate libre y constructivo, están entrenados en una reducción simplista y maniquea de la realidad en la que sólo ellos y sus cómplices son los buenos.
De hecho, lo mismo que el nacionalismo, el islamismo radical y otros movimientos políticos cultivadores de odio, ese partido necesita imperiosamente un enemigo externo pintado en tintes muy oscuros, tanto para llegar al poder como para poder permanecer en él. Como nos ha enseñado la praxis de los Gobiernos bolivarianos en Venezuela y de otros semejantes, ese enemigo en gran parte imaginario es la gran excusa para justificar las dificultades y la ruina económica que estos regímenes traen consigo. Y también sus tropelías, abusos, represiones y persecuciones.
Para otros, sin embargo, la resistencia a comprender esa realidad puede tener otro origen. Es duro admitir que Podemos, como hicieron en su día sus mentores del otro lado del océano, están desarrollando una estrategia engañosa para tomar un gobierno sesgado que acabe con muchos derechos y libertades fundamentales. Por la sencilla razón de que será el fin de una ilusión, de una esperanza de salir de una situación difícil. Pero los datos están ahí, y no van a desaparecer por matar, o simplemente descalificar, a los mensajeros que los aportan.
El hecho de que el descontento tan justificado de una base social numerosa se esté canalizando hacia un partido de raíces totalitarias y que promete soluciones imposibles, en vez de hacia otros partidos reformistas y regeneracionistas que no son responsables de la situación y la denuncian desde posiciones genuínamente democráticas dice mucho de las carencias en formación cívica de la sociedad española. E incluso de las de nuestro sistema educativo. Un problema que puede dar para muchos posts.
La consolidación de ese movimiento que está devorando rápidamente las bases de los tradicionales partidos de izquierda tiene, sin embargo, entre sus adversarios un posible benefiario en el corto plazo: el Partido Popular. Que precisamente ha sido también uno de los grandes responsables de que haya surgido ese movimiento por su complicidad en el proceso de deterioro de nuestro régimen político. El beneficio podría lograrlo si el nuevo partido le sirve para movilizar a suficientes votantes, con el argumento “del miedo” de ser la única barrera frente a esos nuevos bárbaros, como para poder seguir así en el poder tras las próximas elecciones. Pero sería una maniobra arriesgada y, en todo caso, cortoplacista si no evita que Podemos quede como protagonista fundamental de la oposición.
Si hubiera suficiente conciencia y racionalidad en nuestra clase política, el objetivo debería ser la desactivación de un movimiento tan peligroso de mejor forma, y de la única en que tal vez sea ya posible: exigiendo las responsabilidades que sean precisas, incluso hasta el más alto nivel, y acometiendo esa profunda reforma de la que nuestras instituciones están tan necesitadas. No para acercarnos a los regímenes populistas bolivarianos, sino más bien, en la dirección contraria, a las democracias más avanzadas de Europa occidental. Es cierto que ello les supondría a nuestros políticos notables sacrificios y renuncias en su actual status, en beneficio de la sociedad a la que deberían servir. Pero ya que no lo han querido hacer por generosidad y altura de miras, por sentido de Estado, que lo hagan al menos por un puro y básico instinto de supervivencia. Debemos ser conscientes, con la suficiente perspectiva histórica, de que, como dice Yael Farache, “La libertad es algo frágil. Conquistarla es un proceso largo y duro, pero perderla es muy fácil”.

Entrevista a los autores del libro ¿Hay Derecho?(I)

Transcribimos aquí la primera parte de la entrevista que iAhorro hizo a los autores del libro ¿Hay Derecho?

Entrevista a los autores de ¿Hay derecho?: no hay verdadera Democracia sin Estado de Derecho
Fernando Gomá Lanzón (notario experto en iAhorro.com), coautor del libro ¿Hay Derecho? junto a Elisa de la Nuez (abogado del Estado), Ignacio Gomá Lanzón (notario), Fernando Rodríguez Prieto (notario) y Rodrigo Tena Arregui (notario), han aceptado contestar a una entrevista colectiva, algo que sin duda supondrá una información muy valiosa de lo que piensa este elenco de profesionales de primer nivel de la calidad de nuestra democracia.
Dada la extensión y máxima calidad de las respuestas, vamos a dividir en tres partes la entrevista, que publicaremos hoy y en los sucesivos días.
Además de la importancia de conocer lo que piensan que funciona mal en nuestro país, en relación a temas tan importantes como la aplicación real de la Constitución en España, la necesaria independencia del Tribunal Constitucional y del Supremo, o los efectos de la burbuja normativa en nuestra economía, su labor de divulgación nos ayudará a conocer qué cambios se necesitarían aplicar para llegar a tener, algún día, una democracia de máxima calidad, y no una cupulocracia ineficiente que no trabaja por el interés general, sino por los suyos propios.
Sin más dilación, empecemos con este viaje al centro del sistema ejecutivo, legislativo y judicial patrio.
Autores del libro ¿Hay derecho?
1.- El autor del libro ¿Hay derecho? que figura en la portada es Sansón Carrasco, ¿nos podríais explicar quién es este personaje y por qué lo habéis elegido como representante del grupo de autores?
Respuesta:
Razones editoriales hacían que no se pudiera comercializar el libro con el nombre de los cinco autores en la portada, de modo que había que ofrecer un nombre colectivo, y elegimos Sansón Carrasco, el cual es un personaje del Quijote, el bachiller que en la primera parte de la novela realiza un escrutinio de la biblioteca del Quijote, y en la parte final le derrota en “singular combate” y le obliga a dejar las armas –y su locura- y volver a casa. Nos pareció un nombre sonoro, muy español y con un cierto simbolismo, y por eso lo escogimos.
Valoración de partidos tipo Podemos
2.- Desde el primer momento habláis de la responsabilidad personal de cada uno y de la importancia de votar con una buena cultura democrática, dejando de ejercer el derecho al voto solo en base a la afinidad ideológica, castigando la corrupción y la mala gestión de los recursos públicos. ¿Qué valoración hacéis de la irrupción de un partido claramente ideológico pero de fuera del sistema político tradicional como Podemos? ¿Notáis un cambio real en la importancia que da el ciudadano a la política?
R: La irrupción de Podemos es, sin duda, un síntoma de que muchos ciudadanos están tomando en consideración la situación política y de que se encuentran muy en desacuerdo con ella y con la corrupción y demás males que denunciamos en el blog y también de que están dispuestos a movilizarse, incluso con opciones no tradicionales. Pero, dicho ello, es preciso simultáneamente alertar del peligro que tienen aquellos planteamientos políticos que proponen, más o menos abiertamente, una ruptura con el sistema político bajo el reclamo de la Democracia participativa que, en realidad esconde una democracia sin Estado de Derecho. Esto es lo que tantas veces repetimos en el blog y en el libro: no hay verdadera Democracia sin Estado de Derecho porque aunque podamos votar, el poder sin control, sin igualdad y sin procedimiento abocan a la corrupción y al abuso.
Eso significa que debemos luchar con las armas del Estado de Derecho, por mucho que ciertamente estas hayan sido en buena medida “confiscadas” por el sistema. Y ello significa también que se nos exige un esfuerzo suplementario como ciudadanos, pues hoy serlo implica responsabilidades que van más allá de votar cada cuatro años: es preciso informarse, participar, reclamar, asociarse, exigir transparencia y, por supuesto, no votar por una simple y presunta afinidad ideológica que en realidad supone comulgar también con todas las malas prácticas que ese partido u opción pueda haber tenido.
No decimos que haya que votar o no a uno o a otro partido: simplemente que juzguemos con la razón y no con el corazón y menos con la historia o la tradición y no toleremos a los políticos lo que no toleraríamos a nuestros, amigos, nuestros familiares, nuestros jefes o subordinados. Nos va mucho en ello, más de lo que parece.
Reformar la Constitución
3.- La Constitución es la Ley de Leyes cuyo texto determina el resto de nuestro ordenamiento jurídico. En el libro se cuestiona tanto la vigencia de lo establecido en el Carta Magna como su aplicación real. ¿Deberíamos cambiar la Constitución y, además, el funcionamiento del Tribunal Constitucional que vela por su aplicación?
R: Empezando por lo fácil, para mejorar el funcionamiento del TC bastaría con despolitizar el nombramiento de los magistrados (no olvidemos que el actual Presidente ha tenido carnet del PP, lo que se le “olvidó” comentar en el Congreso por cierto) y devolverle la profesionalidad y la neutralidad que caracterizó a sus mejores años de funcionamiento. Debería también potenciarse la selección objetiva y neutral de los letrados del Tribunal Constitucional. No puede ser tampoco que los recursos de inconstitucionalidad se resuelvan antes o después en función de los intereses del Gobierno de turno (caso reciente recurso sobre la reforma laboral vs recurso contra la ley del aborto vigente).
La Constitución tiene, a nuestro juicio, dos problemas: de incumplimiento en muchos de sus artículos, particularmente por parte de quienes son los principales garantes y responsables de su cumplimiento que son los Poderes Públicos (el caso del gobierno catalán es quizá el más flagrante, pero hay muchos más) y de falta de adecuación a la realidad puesto que España es, en el 2014, un país y una sociedad muy distintos al que era en 1978. No hay que tener miedo a abordar una reforma constitucional, máxime cuando ya se está haciendo “de facto” por la puerta trasera. Si somos serios, tenemos que tener una Constitución que se cumpla. Propondríamos empezar a estudiar desde un punto de vista jurídico las cuestiones que habría que reformar para que no haya que improvisar “sobre la marcha” aunque por supuesto lo más importante sería alcanzar un consenso político lo más amplio posible para ver qué tipo de país queremos para los siguientes 40 años.
El Rey
4.- ¿Cuál es vuestra opinión sobre la figura del Rey en España y sus prerrogativas ante la Justicia?
R: Si te refieres a don Juan Carlos, pensamos que ha hecho contribuciones muy importantes al país, especialmente durante la Transición. Pero la forma de agradecérselo no es facilitarle por la puerta de atrás una aforamiento universal para todo tipo de cuestiones civiles y penales, que en su caso particular, además, no se justifica desde el momento en que no desempeña cargo público alguno. Esa medida habla mal del legislador (que desconfía de los jueces no controlados o influidos por el poder político) transmitiendo así un mensaje nefasto al país, y, lamentablemente, también del propio ex monarca, que una vez perdida su inviolabilidad parece necesitar urgentemente la ultra protección que proporcionan nuestros altos tribunales politizados y de la que no disfruta ningún ex Jefe de Estado de ningún país democrático.
Demasiados aforados
5.- ¿Hay demasiados aforados en España? ¿Qué sentido tiene el aforamiento?
R: Sin duda los hay. Más de diez mil parece muchos, cuando no debería haber ninguno, o como máximo uno: el Presidente del Gobierno. Así ocurre en la mayoría de los países de nuestro entorno. El aforamiento pretende justificarse con una serie de argumentos que no resisten el más mínimo análisis, como hemos intentado demostrar en el blog. Si en nuestro país al que interpone querellas injustificadas no le pasa nada, la respuesta no consiste en salvar de la quema a unos cuantos privilegiados, sino resolver el problema. En España existe la acusación popular, a diferencia de otros países, sin duda, pero aparte de que en estos la fiscalía goza de mucha mayor autonomía política, los intentos de acabar con aquella institución en España no se han visto acompañados de medidas tendentes a terminar con los aforamientos, precisamente. No seamos ingenuos, el sentido del aforamiento en nuestro país es rentabilizar al máximo el control político del Consejo General del Poder Judicial por nuestra partitocracia. Cuando uno controla de manera indirecta los nombramientos de jueces en los tribunales superiores, tiene una previsible tendencia a desear que sus causas particulares sean instruidas por esos mismos jueces, cuya comprensión de “los condicionamientos de la política” es sin duda alguna superior a la media.
El equipo de iAhorro.com agradece a los autores de ¿Hay derecho? esta exclusiva entrevista colectiva, que continuará en los próximos días.

Mejor la resistencia pacífica y la no violencia

Hemos tenido acceso al texto de una desconcertante sentencia de la Sala Segunda de nuestro Tribunal Supremo, aún no publicada, en cuyo Fundamento de Derecho Séptimo se señala: “dada la falta de independencia de los órganos superiores de la Justicia, la lentitud de los procesos, el establecimiento de tasas judiciales que menoscaban el derecho a la tutela judicial efectiva y la falta de seguridad jurídica que afrontan los ciudadanos, que no tienen un cauce alternativo para obtener la protección de sus derechos, es comprensible que cometan determinados excesos en sus actuaciones y, por lo tanto, aplicamos la eximente de estado de necesidad al encarcelamiento privado de don T.C.A. por su acreedora doña B.D.J. hasta que la deuda fue saldada por la esposa de aquél”.
La sentencia nos desconcierta, pero deberemos esperar a su lectura íntegra para pronunciarnos sobre la misma. Y ello porque hasta ahora creíamos que el fin del Derecho es la Justicia y que para alcanzarla hay que partir de unos valores y de unos principios, incluyendo el escrupuloso cumplimiento de las normas vigentes y de las sentencias de nuestros Tribunales.  Por esa razón creíamos también que no cabe el recurso a la violencia privada ni la realización arbitraria del propio derecho, puesto que uno de los principios básicos del ordenamiento jurídico de un verdadero Estado democrático de Derecho es la interdicción de toda forma de violencia, con contadas excepciones.
Sin embargo, a veces se conocen sentencias que causan extrañeza. Sentencias con algunos razonamientos que hacen recobrar vigencia a aquella afirmación de Platón Karatajev, el personaje de Tolstoi en “Guerra y Paz”, de que “donde están los tribunales, está la iniquidad”.
El caso de la sentencia de la Audiencia Nacional de fecha 7 de julio de 2014,  sobre los sucesos acontecidos en el Parlamento de Cataluña en junio de 2011 es uno de ellos. El más reciente. No el más grave ni probablemente el último.
Un grupo de ciudadanos (del total que estaban congregados en los alrededores del Parlament) trataron de impedir que los diputados accedieran a la sesión parlamentaria donde se iban a debatir y aprobar los Presupuestos autonómicos, que previsiblemente comportarían recortes, dada la crítica situación económica que se vivía en aquel momento. Y no lo trataron de impedir de manera pacífica sino con violencia, intimidación o amenazas (golpeando por ejemplo coches donde iban parlamentarios, intentando abrir sus puertas, zarandeando o acometiendo físicamente a otros diputados, impidiéndoles su libertad ambulatoria, insultándoles, escupiéndoles…).
Dicha sentencia es un caso notable de lo que los juristas denominan “uso alternativo del Derecho”. Se invocan normas superiores y conceptos genéricos (la Constitución, la libertad de expresión, de manifestación, etc.), se realizan valoraciones subjetivas e improcedentes de carácter político-ideológico  (“ (…) los cauces de expresión se encuentran controlados por medios de comunicación privados…”), olvidando la verdadera trascendencia de otros preceptos constitucionales (art. 66.3 CE: “Las Cortes son inviolables.”; art. 55.3 del Estatuto de Cataluña: “El Parlament es inviolable.”), para no aplicar la norma más específica referible al caso (el art. 498 del Código Penal, delito contra las instituciones del Estado), conforme impone el conocido principio de especialidad en la aplicación de las normas. El Voto particular emitido por el Sr. Grande Marlaska recuerda, con buen criterio, que “se ataca con la conducta enjuiciada la verdadera voluntad popular representada en el Parlamento autonómico y que sale (democráticamente) de las urnas.”
Al final, en la práctica, se terminan disculpando comportamientos de violencia verbal e intimidación con compulsión directa trasladando –aun sin pretenderlo- a la opinión pública el mensaje de que todo vale y de que hay vía libre para los excesos en la “ley de la calle”. La sentencia tan sólo contiene una condena por una falta de daños.
Conviene, sin embargo, recordar que en el Derecho continental se consideró uno de los logros de las revoluciones del siglo XVIII la sujeción del juez a la ley general –al Derecho Positivo- por lo que, pensemos lo que pensemos cada uno de nosotros y, desde luego, los propios jueces y magistrados, al respecto, los jueces están sujetos al imperio de la Ley, aunque pueden proponer su modificación o acudir a los mecanismos previstos en la LOPJ si consideran que alguna norma aplicable pudiera ser inconstitucional. Resulta especialmente claro el art. 1.7 del Código Civil cuando nos recuerda que: Los Jueces y Tribunales tienen el deber inexcusable de resolver en todo caso los asuntos de que conozcan, ateniéndose al sistema de fuentes establecido”.
Además, en Derecho no todo es interpretable, no todo es “una escala de grises” porque si no la seguridad jurídica (art. 9.3 CE) deja de existir y con ella se disuelve la justicia misma. Se evita con ello que tal o cual tribunal se convierta en legislador apócrifo interpretando la norma como considera adecuado según sus particulares criterios ideológicos o metajurídicos, pero no jurídicos y se llega al absurdo (cada vez más frecuente) de que una norma clara no quiere decir lo que dice sino lo que el intérprete de turno (un juez, un tribunal, un “regulador” o una Dirección General de cualquier Administración Pública) considera que debería haber dicho.
Porque los límites a la interpretación de las normas los establece, con carácter general, el art.3 del mismo Código Civil al decir:
Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas.”
Como ha escrito Francesc de Carreras: “El buen juez que imparte justicia según sus propios criterios —en ocasiones muy respetables— pasó a la historia para ser sustituido por la ley general, la única que debe aplicarse sin hacer excepciones. Cualquier caso moralmente bien solucionado pero contrario a la ley crea un precedente que sirve para que en otros supuestos la solución sea aberrante. El derecho es un conjunto de reglas que regulan nuestra convivencia, tanto entre individuos como entre Estados, y saltarnos estas reglas —aun con buena intención— conduce al caos. Una buena solución para un caso concreto, al sentar un precedente, puede ser un grave error para casos futuros. Aplicar el doble rasero, uno para los amigos y otro para los enemigos, es la negación del derecho.”
Nuestro ordenamiento jurídico y nuestro sistema democrático tienen notables deficiencias, formales y materiales. Muchas de las críticas que reciben nuestros políticos y nuestras instituciones son merecidísimas, y el enfado de la ciudadanía totalmente comprensible. Pero la solución no puede ser la quema de contenedores, la agresión a la policía, la coacción a los parlamentarios o los “escraches” (que por más que algún tribunal lo haya dicho nunca serán un mecanismo “normal” u “ordinario” de participación democrática).
Al revés, si se quieren provocar los cambios necesarios, deben cuidarse las formas y el fondo de las protestas, y hacerlas más sutiles, más inteligentes, pues como decía Marañón no es el fin el que justifica los medios sino que son los medios empleados los que justifican -los que dan legitimidad- al fin que se pretende. Los sistemas jurídicos modernos arrancan de la interdicción de la autotutela (de la “justicia privada” que uno “se toma”) y de la violencia, cualquiera que sea el grado de la misma. Y no cabe ante ella la tolerancia, siquiera en sus formas nimias so pretexto de que existan motivos de fondo para estar harto o dificultades para canalizar la expresión de descontento (uno de los motivos de la sentencia para no aplicar rectamente el Código penal).
Todo ello supone desterrar de la vida pública cualquier forma de violencia o intimidación, sea física o simplemente verbal. Y pasar de la democracia de la protesta a la democracia de la razón, de las razones. Pasar de la indignación, tan comprensible pero tan fácil y demagógicamente manipulada por determinados sectores políticos y sociales, a un escalón más exigente, el de la argumentación constructiva.
Potenciar lo que Víctor Pérez-Díaz denomina “competencia cívica” es hoy más necesario que nunca para espolear a buena parte de nuestros políticos, tan renuentes a los cambios y a la regeneración que el país necesita. La “competencia cívica” supone una superación de la “competencia” en algaradas y disturbios callejeros, de las consignas efectistas, de los “mensajes píldora” de corte demagogo o populista en los que algunos están tan entrenados. Urge saber plantear propuestas razonables y realistas. Por contra, sobran planteamientos utópicos, imposibles, propuestas inviables, que nada solucionan salvo contentar a los propios seguidores.
Y es que la “competencia cívica” exige de todos los ciudadanos más esfuerzo, más reposo y reflexión, más exigencia personal y colectiva, que montar barullo o disturbios en la calle. Supone apelar a la capacidad argumentativa y a la responsabilidad individual. Y entender que, en muchas ocasiones, un comportamiento puede ser cívicamente inaceptable, aunque la ley no lo prohíba o los jueces no lo sancionen.
Cada uno sabrá a qué manifestaciones va, y qué prácticas, violentas o no, intimidatorias o no, alienta o excusa con un silencio interesado, mas no cabe invocar el Derecho para defender solo el propio o el de quienes se alinean ideológicamente con uno, y olvidarse de los derechos de terceros afectados.
Hace ya varios años Giovanni Sartori vaticinó que la “videopolítica” y el mal uso de las redes sociales favorecerían la promoción de la democracia de la protesta y la minimización de la democracia de la razón.
Pues bien, frente a ese riesgo cierto, hay que cultivar la virtud cívica de la justicia entendida como el cumplimiento del propio deber, personal y social (Platón, República, IV, 10). Una de cuyas primeras manifestaciones es el principio de no hacer mal a otro, lo cual supone una invitación a canalizar las legítimas reivindicaciones políticas y ciudadanas por métodos pacíficos, sin dañar o intimidar a los demás, respetando sus derechos.
La manifestación es ciertamente un derecho (art.21 CE), la algarada, no. La protesta civilizada es un derecho, pero la coacción, los daños y estragos, no son un derecho de nadie sino un delito contra la libertad (arts.172 y ss. CP), además de delitos contra las instituciones del Estado (art.492  ss CP) o con ocasión el ejercicio de derechos fundamentales (art.510 ss CP)  y la tibieza hacia los mismos en los medios de comunicación, en ciertos “círculos” o “salones” intelectuales y en la sociedad, es un síntoma patente de disolución de los principios elementales de convivencia. La tolerancia judicial de las conductas agresivas, en vez de su sustitución por la resistencia pasiva o activa pero siempre pacífica, no auguran nada bueno. Si “todos somos Gamonal” entonces que se modifique el sistema legislativo vigente, desde la Constitución para abajo, y que todos sepamos a qué atenernos, pues en eso consiste, primariamente, el Derecho, en saber a qué atenerse.
El razonamiento de que “Cuando los cauces de expresión se encuentran controlados por medios de comunicación privados […] resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación” causa repugnancia y sirve de aval a quienes instrumentan en su propio beneficio el legítimo descontento. Esperemos que el Tribunal Supremo, en sede de recurso, desautorice esta forma de razonar y la sustituya por otra que aplique rectamente los preceptos y principios que hemos defendido en este trabajo.

¿Por qué fracasan las democracias? Sobre el (¿falso?) dilema entre democracia real y formal

Entre la narración victoriosa que ha permitido al grupo Podemos alzarse con cinco eurodiputados está su apuesta por la democracia real (y socialista) como un concepto opuesto al de democracia meramente formal (y burguesa-capitalista). El corolario de este argumento es que la dictadura cubana y la democracia (a tiempo parcial) venezolana, tendrían una legitimidad, más allá de su funcionamiento “formal” más o menos democrático, que derivaría de sus logros sociales, por ejemplo, en términos de alfabetización, protección sanitaria e igualdad de rentas. No se entiende, sin embargo, por qué no incluye en el mismo paquete a otras dictaduras (formales o reales) como la china (¿tal vez porque China apuesta por el mercado?) y la bielorrusa. Este último país por cierto tiene un 1% de paro, porcentaje sin embargo, aún mayor que el número de opositores en el parlamento: 0%.
En todo caso, más allá de que algunos de estos logros sean verdaderamente “reales” o no, comparados según con qué o quién, lo cierto es que se trata de un argumento que, por de pronto, se puede volver fácilmente contra quien lo propone. Por ejemplo: ¿quiere eso decir que el régimen franquista que creó el sistema de seguridad social en España, que tenía un nivel de desempleo “formal” muy bajo y que permitió el surgimiento de la mayor clase media que hemos tenido, con unos préstamos públicos hipotecarios a interés fuera de mercado por el Instituto Nacional de la Vivienda…, era mejor que nuestra actual democracia? No creo equivocarme si adelanto que la mayor parte de Podemos respondería indignados con la negativa más taxativa a esta pregunta. ¿Entonces? ¿Se trataría de discriminar, no por logros más o menos reales, sino por orientación ideológica entre los distintos sistemas dictatoriales? Por cierto, que cuando se critica, con toda razón, el absurdo bloqueo americano a Cuba (que a quien perjudica es a la población) se olvida que el gobierno español (franquista) también sufrió durante años un bloqueo internacional que sin embargo nadie critica.
Y es que en este análisis de “los qué” en función de “los quiénes” se olvida también algo muy simple: cualquier régimen que no goza de la legitimación democrática tenderá a legitimarse por otras vías, empezando por los logros económicos y sociales, porque el puro miedo o terror resulta muy costoso de mantener a largo plazo. Esto es válido incluso para la actual China, que mejora en muchos indicadores económicos a los de cualquier democracia occidental, pero también para el nazismo, del que por cierto se olvida su íntima conexión originaria (como la del fascismo) con movimientos de corte comunista y socialista.
En conclusión, la tesis de la democracia real volvería al principio maquiavélico de que el fin justifica los medios, sobre todo si los medios los elijo yo o “los míos”. En otras palabras: no importa tanto el “cómo” si se consigue según qué, y lo dirigimos nosotros. Y sin embargo la historia muestra que el cómo (o los procedimientos) es tan importante o más que el qué. Otra cosa es que no nos podamos quedar en los procedimientos si estos no llevan a los resultados deseados. Por ejemplo, hay estudios que demuestran que las democracias occidentales, con todo su Estado de Derecho, no han podido ser más eficaces que algunos sistemas dictatoriales a la hora de atajar la corrupción, lo cual da qué pensar, aunque ello no nos lance a defender las dictaduras.
Estos datos nos llevarían al plantearnos la pregunta de ¿por qué fracasan las democracias?, parafraseando ese libro ya famoso de los economistas Acemoglu y Robinson que hacen la misma pregunta dedicada a “los países”. Ellos encuentran como respuesta a las decisiones económicas que se toman por parte de cada país en un momento dado, lo que no debe sorprendernos, viendo a qué se dedican los autores. Y es que la respuesta es probablemente correcta…, pero al mismo tiempo insuficiente. Obviamente los países (y las democracias) fracasan porque fallan las instituciones y/o la economía, pero detrás de ambos factores se encuentran personas que no siempre actúan movidas por el “rational choice”.
Unos (los liberales) dicen que para que exista democracia “real” hace falta una economía de mercado totalmente liberalizada qua la sustente. Otros (los nuevos comunistas) dicen exactamente lo contrario. Ambos probablemente se equivocan, es lo que suele ocurrir cuando se cae en el exceso. Existen zonas de libre mercado muy eficaces sin instituciones democráticas: algunos países del sureste asiático y la perla de la zona Hong Kong son muestras de ellos. Y es difícil que cuando la economía aparezca totalmente intervenida por el Estado, pueda haber libertades y derechos, aunque un cierto grado de intervención ha dado lugar a las sociedades democráticamente avanzadas del norte de Europa. Al mismo tiempo también es cierto que la democracia no garantiza “per se” que la economía o las instituciones funcionen. Hacen falta otros elementos, entre los que destaca, junto por supuesto el Estado de Derecho, la necesidad de una cultura que la haga posible. No podemos poner un policía detrás de cada individuo, ni detrás de cada político. Si la sociedad carece de un alto grado de auto-exigencia moral y ética la corrupción (privada y pública) no podrá ser combatida. Podemos generar todos los estímulos económicos y adoptar las medidas económicas más brillantes e innovadoras, si la excelencia en el trabajo no forma parte de nuestras prioridades vitales, todo será en vano.
Veamos el caso del milagro económico español de los años 60. Se debió obviamente a decisiones económicas (para empezar el Plan de Estabilización de 1959), pero también a un cambio de perfil en los dirigentes: generalizando, de falangistas a tecnócratas del OPUS. Pero es más, ese desarrollo económico fue posible porque existían determinados valores entre la sociedad española, al margen de que el régimen en su cúpula fuera más o menos corrupto. Se puede discutir sobre esto como casi sobre todo, pero no diríamos nada extraño si afirmamos que la sociedad española de los años 60 tenía un alto nivel de auto-exigencia ética y moral (¡que se enterara tu padre que molestabas al vecino, robabas una chuche o  copiabas en clase!) y un profundo sentido del ahorro, de la responsabilidad y del trabajo. Es cierto que faltaban derechos y valores democráticos, pero también que millones de familias se dedicaban a trabajar, sin hacer ascos a ninguna actividad, con tal de mejorar  el nivel de vida de sus miembros y lograr que sus hijos accedieran a los mejores estudios y “se labraran un futuro”.
No eran valores “dictatoriales”, eran valores de cada uno de los ciudadanos españoles que, al parecer, nos han robado o los hemos perdido sin saber muy bien cómo (¿o tal vez sí y no nos atrevemos a decirlo?). Tal vez porque se pensó que bastaba con generar o promocionar otros nuevos valores, los “democráticos”, que quedaron fijados en la constitución. Y, sin embargo, los hechos han demostrado que votando, aunque fuera todos los días y para todas las cosas, no se resuelven “per se” los problemas, e incluso puede que se creen problemas nuevos. Por ejemplo se puede votar (incluso reiteradamente) a dirigentes corruptos o incapaces (sean estos de izquierda o de derecha) de gestionar adecuadamente los dineros públicos o incurriendo en excesos que han acabado provocando de esta manera (más que los mercados) la crisis del Estado de bienestar. En Suiza funciona la democracia directa, pero si les preguntas sobre si quieren tener el salario mínimo más alto de Europa, te dicen que no, al mismo tiempo que se oponen a comprar nuevos aviones de combate. Y es que los referéndums los carga el diablo, según para quién sirvan.
En fin, que tal vez deberíamos dejar de gritar ¡es la economía, estúpido!, y comenzar a exclamar: ¡Que no hombre, que antes es la cultura!

Reformas, sociedad y corrupción

Hoy presentamos un post  de Ignacio Sánchez-Cuenca, conocido sociólogo y articulista, que plantea unas tesis muy distintas de las regeneracionistas o institucionalistas que se defienden en este blog, con el espíritu de abrir un debate sobre la cuestión del origen de la crisis política que nos atenaza. Esperamos que les interese.
(Los editores)
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Durante estos años de crisis económica y política, la mayor parte de las propuestas que se han defendido en la esfera pública para acabar con los males del país ha consistido en reformas institucionales: reformas que modifiquen las reglas de juego, que operen sobre los incentivos en función de los cuales políticos y ciudadanos actúan. Se ha propugnado el cambio de la ley electoral (fue la propuesta estrella del movimiento 15-M, también la de Cesar Molinas en su aclamado artículo “Un teoría de la clase política española”), la reforma del sistema autonómico (en múltiples direcciones, unas más federalizantes, otras más centralizadoras), la reforma del funcionamiento interno de los partidos, la transformación de España en una régimen republicano, y otras muchas que no añadiré a la lista para no fatigar al lector.
Llama la atención que en un país como España, cuyos principales problemas en estos momentos son una tasa de paro enorme, insuficientes ingresos del Estado, el mayor índice de desigualdad de la UE y un aumento terrible de la pobreza, analistas e intelectuales se hayan centrado, ante todo, en reformas institucionales como las que acabo de mencionar. Creo que la dominancia de este “institucionalismo” es una de las causas de la desconexión que se ha producido entre las élites del país y la opinión pública.
Por lo demás, se depositan grandes esperanzas en las reformas políticas. Sin embargo, contamos con una larga experiencia que nos indica que la ingeniería institucional rara vez consigue los objetivos anhelados. Unas veces, se producen consecuencias no previstas, que desnaturalizan o pervierten el fin original; otras, simplemente, el cambio de las reglas de juego no tiene efecto alguno, ni esperado ni inesperado. Las razones de que esto ocurra así son múltiples y no es cosa de repasarlas todas en una intervención breve como esta. Quisiera centrarme tan solo en una de ellas, e ilustrarla con uno de los problemas más graves que afectan a la política española, la corrupción.
En 1993, Robert Putnam publicó Making Democracy Work, un libro que de inmediato se convirtió en un clásico contemporáneo. Durante años de paciente investigación, Putnam estudió la descentralización territorial en Italia iniciada en el último cuarto del siglo pasado. El cambio institucional afectó a todas las regiones italianas por igual. No obstante, a pesar de que las reglas eran comunes en todos los territorios, el rendimiento de los nuevos gobiernos locales sufrió enormes variaciones entre el Norte y el Sur. Mientras que en el Norte estos gobiernos eran eficientes y atendían a las demandas de la ciudadanía, en el Sur ocurría todo lo contrario. Siendo el sistema institucional idéntico, las causas de estas variaciones no podían residir en las reglas, sino en la sociedad. Putnam encontró la clave en lo que llamó “capital social”, formado por reglas cooperativas de reciprocidad y redes de confianza interpersonal. En las regiones con mayores dotaciones de capital social, la política funcionaba mejor, y viceversa. Las mismas reglas, en medios sociales distintos, generaban resultados muy diferentes.
Del libro de Putnam pueden extraerse lecciones muy valiosas a propósito de las reformas que se defienden en España para acabar con la corrupción política. La corrupción es uno de esos fenómenos que depende de forma esencial de características sociales. Pensar que mediante meros cambios institucionales se pueda conseguir erradicar este vicio político parece puro voluntarismo.
Las investigaciones comparadas sobre el fenómeno de la corrupción coinciden en señalar la importancia de factores sociales (muy por delante de reglas institucionales como puedan ser las electorales). Así, a la hora de explicar las diferencias de corrupción entre países, resulta que el nivel de información política de la ciudadanía (medido a través de la circulación de periódicos por 1.000 habitantes) es una variable fundamental. Sin ciudadanos bien informados, los políticos se sienten impunes cuando abusan de su poder.
En general, la corrupción tiende a darse en países con ciudadanías poco informadas, con altos niveles de desigualdad económica y con bajos niveles de confianza interpersonal. Este tipo de factores (información, desigualdad económica, confianza social) no pueden modificarse fácilmente en el corto plazo. Requieren procesos largos de cambio social y desarrollo económico.
Bo Rothstein y Eric Uslaner han mostrado una asociación, verdaderamente sorprendente, en una muestra de 75 países, entre los niveles actuales de corrupción y los niveles educativos en 1870 (la correlación es -0,70). Resulta asombroso que conociendo el porcentaje de personas con educación secundaria en 1870 podamos anticipar con bastante precisión el nivel de corrupción del país 140 años después. Según los autores citados, un nivel alto de educación secundaria a finales del siglo XIX indica la presencia de un Estado fuerte y una sociedad igualitaria. Este hallazgo parece confirmar que la extensión de la corrupción depende más de variables sociales que de variables institucionales.
Evidentemente, la relación no es determinista. Hay países que escapan de este patrón (de ahí que la correlación no sea perfecta). Por ejemplo, Finlandia tiene hoy muy bajos niveles de corrupción, pero también tenía un nivel educativo muy bajo hacia 1870.
Este tipo de análisis no debería llevarnos al fatalismo. Los países con malas condiciones en el siglo XIX no están condenados a sufrir grandes dosis de corrupción. Ahora bien, los datos nos indican que el combate contra la corrupción es un proceso a largo plazo, que requiere transformaciones sociales además de reformas institucionales. Pensar que la causa y el remedio de la corrupción radican en las instituciones, en las reglas de juego, supone pasar por alto los resultados de los estudios comparados. Hay que enfriar, pues, las esperanzas de que el cambio de las reglas pueda tener efectos inmediatos y profundos sobre la corrupción política.

Sobre sentencias, decretos-leyes, libros y Estado de Derecho

El pasado lunes publicaba unas reflexiones sobre la regeneración que se pretende hacer en este blog, y para ello trataba de poner en el que yo creo que es nuestro “ideario” en relación el fenómeno de Podemos y con la agenda democrática del PP, básicamente para decir que no es ni uno ni otro, y que creemos – y hablo en plural porque estoy seguro de que los editores y muchos de los colaboradores piensan lo mismo – que la democracia hay que reforzarla por medio del refuerzo del Estado de Derecho y que éste está en peligro en este momento histórico, por mucho que en multitud de aspectos individuales y colectivos, materiales y espirituales, esta sea también una época envidiable.
Y, sí, es cierto, lo importante es el fondo: que la gente tenga libertad, tenga trabajo, tenga educación, tenga pensiones, participe políticamente y tantas cosas más (he pedido un post a alguien que no cree en el regeneracionismo institucional y pronto nos dará otra visión distinta). Pero lo que pensamos es que se perderá también el fondo si pierden las formas, que son garantía de justicia, de seguridad, de respeto a las minorías –y a las mayorías- y de igualdad.
Todo esto viene a cuento de que precisamente esta semana han ocurrido un par de cosas que me permiten mostrar gráficamente lo que trataba de expresar el pasado lunes: por un lado, el tremendo Real Decreto-Ley 8/2014, de 4 de julio, de aprobación de medidas urgentes para el crecimiento, la competitividad y la eficiencia, compuesto de 172 páginas, con 30 de preámbulo y que modifica 26 leyes afectantes a 9 ministerios, alegando la “urgente necesidad” que exige el artículo 86 de la Constitución pero tratando temas tan variopintos –y de una urgencia tan relativa- como el registro de empresas cinematográficas, impuesto a los depósitos bancarios, regulación de los drones, o la celebración de los 120 años de la Primera Exposición Picasso en La Coruña, aparte de entregar el registro civil a los compañeros de profesión del presidente Rajoy. Algunas de esas cosas suscitan dudas de constitucionalidad por su nula urgencia y otras por invadir materias vedadas al decreto ley, que ha de ser convalidado. Para arreglarlo, entra en vigor ¡el mismo día de su publicación¡ cosa que a mi me molesta especialmente
Por otro lado, la sentencia de la Audiencia Nacional que absuelve a 19 de los 20 acusados (al restante se le condena a cuatro días de “localización permanente”) de asediar el parlamento de Cataluña por delitos contra las instituciones del Estado, atentado y asociación ilícita, porque la protesta estaba amparada por el derecho de manifestación y dirigida a dar voz a “los desfavorecidos por las políticas denominadas de austeridad” pues “cuando los cauces de expresión se encuentran controlados por medios de comunicación privados […] resulta obligado admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación” (ver aquí y aquí la noticia).
Ambos son ejemplos muy claros de lo que los editores hemos defendido en el libro de reciente publicación: el fin no justifica los medios y las formas son importantes. Por ejemplo, en relación al decreto-ley decimos en el libro: “En muchas ocasiones, sin embargo, no está nada clara la urgente necesidad que se invoca casi con una plantilla para dictarlo, y se aprovecha para regular materias que deberían haberlo sido por ley ordinaria. Y es que últimamente todo parece ser de extraordinaria y urgente necesidad, en especial si se le añade en el título la palabra mágica «financiación» o «estabilidad financiera», ya estemos hablando de la morosidad de las administraciones públicas, de la banca o del sistema eléctrico…… El uso racional de este instrumento jurídico es correcto. El abuso no, porque supone que el Gobierno se convierte en Parlamento, dejando a éste una función casi testimonial. Pues bien, la crisis económica ha servido de pretexto para que el número de decretos leyes aumente de manera exponencial, con contenidos variadísimos que afectan a multitud de leyes y a otras normas de rango inferior. En el año 2012, el Parlamento aprobó ocho leyes orgánicas y diecisiete leyes ordinarias, en total veinticinco; pues bien, en ese mismo año se dictaron por el Gobierno nada menos que veintinueve decretos leyes”.
Es decir, no nos vale que esas medidas sean importantísimas para garantizar la incipiente regeneración (porque además muchas es evidente que no lo son) y que no pueden esperar a octubre; y menos aun que se diga que la oposición de todos los grupos parlamentarios a estas formas es una “triquiñuela dialéctica” y un acto de “cobardía parlamentaria”, como ha dicho el secretario de Estado de relaciones con las Cortes, Luis Ayllón. No, don Luis, en el Parlamento se debaten las cosas y se mejoran, y sólo en caso de inundaciones, catástrofes o situaciones de verdadera urgencia concretas y determinadas sería lógica la vía de estas medidas provisionales que hurtan al Parlamento el debate y una decisión matizada (y no una mera convalidación) que luego por via de recurso al Tribunal Constitucional no será suspendida y de recaer anulación habrán pasado años (por mucho que este Tribunal ha tenido mucha manga ancha con estos decretos leyes, pero esto es otro cantar) y que, por cierto, dejan al gobierno, siempre mucho más vulnerable a la influencia de lobbies y grupos económicos, la decisión verdadera sobre temas fundamentales.
Pero la segunda cuestión, la de la sentencia, también merece un comentario aparte. Es verdad, me lo ha hecho notar cierta coeditora actualmente de vacaciones, que es un poco lamentable ver algunos políticos rasgarse las vestiduras por estos sucesos de acoso a un parlamento, sin consecuencias trágicas pos suerte, cuando precisamente algunos de esos políticos están en partidos que quizá ha desmerecido y humillado a su parlamento por medio de decretos-leyes como el anteriormente mencionado y de muchas otras maneras o que sencillamente han permitido o tolerado la corrupción o no han vacilado en intentar exculpar o llegar a acuerdos que permitan escapar del rigor de la justicia a corruptos que han causado seguramente más daño a la democracia. Pero para mi, aunque eso sea verdad, pesa más que la ley debe ser igual para todos y en todas las ocasiones, y si los hechos son los que se dicen y las leyes las que son, la absolución total parece excesiva y sobre todo lo parece con la argumentación utilizada: que no hay otro modo de expresión para las clases desfavorecidas y que los medios de comunicación están en manos privadas, lo que ha de permitir cierto exceso en las “expresiones”, argumento sospechosamente coincidente con lo declarado recientemente por Pablo Iglesias, y con un ponente de simpatías próximas a Izquierda Unida.
Sin duda, el juez ha pensado que ha hecho lo justo y no cabe duda de que hay un déficit de participación y de protección de los más desfavorecidos pero, ¿no habrá primado en su ánimo más su concepto de bien que la letra o espíritu de la ley? Yo creo que sus argumentos formales no son admisibles ni tampoco lo es el elemento comparativo de rasgadura de vestiduras hipócrita de los políticos que antes mencionaba. Pero todavía más, es que tampoco lo es verdaderamente el fondo porque es muy peligroso alentar la ley de la calle: hoy no pasa nada, pero mañana pueda que sí. En el libro decíamos: “Ser ciudadano cuesta esfuerzo y puede que algún disgusto. Es evidente que lo más cómodo, ante una situación que no nos gusta …..O a lo mejor es preferible invadir los espacios públicos y acampar allí, intentando arreglar el mundo mientras se canta, se bebe e incluso se liga. Pero, claro, para cambiar las sólidas estructuras de la partitocracia probablemente sea poco eficiente, como decía el antiguo refrán, limitarse a cánticos regionales, insultos al clero y a la exaltación de la amistad….“Pero está en nuestras manos no aceptar esa situación,…..Por supuesto en las elecciones, cambiando el sentido de nuestro voto si lo que nos ofrece nuestro partido de siempre es más de lo mismo. Pero no sólo tenemos las elecciones: hay más medios de participación y presión, legítimos. Está la crítica, está la manifestación, está la reunión, está la asociación, está la sociedad civil. En definitiva, es preciso concienciarse, organizarse y luchar con las armas del Estado de derecho”.
O sea, lo que decíamos: hay que exigir el cumplimiento de las normas para que se puedan cumplir los fondos. Y parece que en este caso se está barajando la tramitación del decreto-ley como proyecto de ley a consecuencia de las protestas de la oposición que criticaban la “regeneración” del PP y que la sentencia va a ser recurrida por la fiscalía. O sea el Estado de Derecho dentro del Estado de Derecho. Esperemos que cunda.
 

Regeneración: entre Podemos y la agenda de mejora de la calidad democrática del PP

El martes pasado apareció en la prensa a todo color la noticia de que Rajoy resucita la “agenda de la regeneración”. Yendo al contenido se podía leer que, encendidas las alarmas por los millones de votantes perdidos y por el ambiente general de desafección hacia la clase política, en el Comité Ejecutivo del PP se había planteado una agenda de “mejora de la calidad democrática”, que no debe rehuirse sino convertirse en un reto. Temas concretos serían la reducción de aforados, la reforma electoral para elección directa de los alcaldes e incluso la reforma de la Constitución, siempre con gran consenso; y que todo ello se trataría en la Escuela de Verano del PP que se celebrará a mediados de julio.
Bien, buenas intenciones. Lo malo es que de buenas intenciones están los infiernos llenos. Y de hecho, muy poco después, en la inauguración del Campus de la FAES, Cospedal hizo una encendida defensa del sistema vigente, alertando sobre los populismos y las formaciones radicales. Considera un disparate esa “segunda transición” que pretenden algunos políticos, pues con ella quieren “destruir la primera” haciendo creer que no hay un Estado democrático, que el poder no reside en el pueblo, que no son posibles todas las ideologías, que no hay separación de poderes y, en definitiva, que no hay un Estado social y democrático de derecho. Aunque no descartó que haya que “reformar y renovar” los pilares del Estado, “no se pueden tambalear al albur de necesidades políticas y oportunismos de turno” y hay que saber cómo se puede innovar sin destrozar todo lo que ha costado tanto conseguir”. Vean aquí y aquí sus declaraciones.
Dios mío, ¿se estará refiriendo a este blog? ¿O es a Podemos? ¿O está metiendo toda reforma que no sea la “agenda de mejora democrática del PP en el mismo saco? En este blog criticamos mucho y es necesario preguntarnos de vez en cuando si exageramos la nota. En realidad, lo hemos hecho recientemente, pues en la presentación del libro, el martes 26 de junio, convine con mi hermano Javier Gomá, el filósofo, realizar un debate sobre esta cuestión, porque manteníamos, al parecer, opiniones distintas. Les diré por qué. Javier opina que, aunque cualquier progreso es siempre precario y reversible, en los últimos 2.000 años se ha dado un progreso moral, material y económico extraordinario, y que quizá este el mejor momento de la Historia Universal. No es disparatado creer que estos políticos tan denostados y este capitalismo tan cuestionable han contribuido a la confección de una sociedad más justa, más digna y más igualitaria. Y, al final, los más beneficiados de ese avance han sido las clases menos favorecidas. De hecho, nadie querría regresar a un estadio anterior de la Historia si no supiera qué posición va a ocupar en ella.
Ahora bien, este éxito colectivo tanto en lo moral como en lo material de las democracias occidentales es compatible, sin embargo, con una suerte de malestar individual, debido a un más desarrollado sentido de la dignidad y otras razones. Por ello Javier es muy crítico con el papel de los intelectuales españoles durante esta crisis, pues mientras que el comportamiento de la ciudadanía ha sido bastante ejemplar, salvo excepciones, la opinión pública, sobre todo los intelectuales, deberían ser críticos en épocas prósperas y en épocas de crisis deberían dar esperanzas fundadas racionalmente: “Pero catedráticos, escritores y artistas, en la época próspera descorchaban champán, mientras en la de crisis acentuaron aún más la desesperación, la angustia y el histerismo de la gente». Ver aquí, aquí y aquí sus ideas y particularmente en este trabajo 16.- Somos los mejores.
Como se pueden ustedes imaginar, cuando oí estas opiniones pensé “se está metiendo con nosotros” y también que si lo pensaba él pudiera ser que lo pensara mucha más gente. Pero después de arduas diatribas llegamos a la conclusión que nuestras visiones no son incompatibles. El planteamiento de Javier es filosófico e histórico y, sin duda, es muy probable que sea correcto: nadie querría volver a un tiempo pasado si no supiera que papel le fuera a tocar en esta representación teatral que es la vida.  Ahora bien, aun aceptado esto, esta reflexión no es suficiente para afrontar los problemas concretos de la vida, o quizá sólo para hacerlo “con filosofía”. O sea, que si a mi me estafan con las preferentes o me quedo en paro, poco me va a consolar que esta sea la mejor época de la Historia, máxime si pienso que la causa de estos dos hechos, por ejemplo, pueda estar en malas políticas.
Y es que el planteamiento de este blog no es de corte filosófico ni de horizonte secular, sino contemporáneo y de la trinchera, regenerador en el sentido de que quiere mejorar las cosas concretas. Probablemente esta sea una gran época históricamente pero, como toda valoración es comparativa, tenemos la impresión vehemente de que hay un retroceso relativo respecto a otras épocas recientes y que no es seguro que ese filo hacia abajo del “diente de sierra” vaya luego a volver a subir o si estamos en una espiral de decadencia que pueda conducirnos a una sociedad mucho menos habitable. Y es la que nosotros vamos a vivir, por lo que pensamos que son necesarias las críticas para intentar reconducir la situación.
Ahora bien, ¿es excesiva o injusta esa crítica? ¿demasiada la responsabilidad que atribuimos a los políticos? ¿hay un riesgo de desestabilizar el sistema similar al que se está atribuyendo a Podemos? No crean que la asociación de ideas es cogida por los pelos. El otro día en la SER, al contar cosas del libro, el presentador de A vivir que son dos días me decía que nunca había visto un notario bolivariano y yo le contesté, quizá no muy acertadamente, que si Podemos hace un análisis acertado de la situación (crisis de las instituciones, conflicto de intereses, casta, etc) no hay que negarlo, por mucho que no estemos de acuerdo con las “recetas” que propone. Pero como me hizo ver un amigo, en realidad ni siquiera eso es cierto porque, probablemente, las palabras que usamos para hacer el diagnóstico (democracia, institución, libertad o propiedad) no significan lo mismo para unos y otros, como la República Democrática Alemana no era ni república ni democrática ni era de toda Alemania[1].
Y todavía más: lo que se defiende en este blog no es sólo la democracia sino el conjunto Democracia más Estado de Derecho. En Venezuela, a cuyo régimen se atribuyen simpatías a Podemos (o piensen en Rusia y tantos otros), puede que exista una democracia pero, como apuntaba acertadamente José Eugenio Soriano en el acto de entrega del Premio Scevola a Elisa de la Nuez, el problema es que no hay Estado de derecho, normas que controlen al poder y hagan su ejercicio justo y eficiente. Esta distinción es clave: no se trata sólo de que haya votaciones y que gobierne el pueblo, sino que ese gobierno se imponga por el procedimiento correspondiente y que esté sometido a la ley y a unos límites, a unos checks and balances y a la separación de poderes de toda la vida. Es como el compuesto hilemórfico de Aristóteles: la democracia es la materia, de lo que esta algo hecho, y el Estado de derecho es la forma, lo que hace que una cosa sea lo que es. Pero no puede existir una sin la otra en una sociedad avanzada.
Por eso, y con esto ya vuelvo al principio, son tan peligrosas las declaraciones de Cospedal,  porque mete cualquier crítica en el mismo saco: las posiciones populistas que supuestamente quieren destruirlo todo con aquellas que, como nosotros, piensan que sobre el papel sí hay separación de poderes y el poder reside en el pueblo, pero que en la práctica tales papeles están bastante mojados. O sea, que no vale asustar con la desestabilización de Podemos para ahuyentar también el verdadero reformismo, dando a cambio el caramelito de una agenda reformista, más bien una puesta en escena, que consistirá de momento en anunciar unos estudios cosméticos a celebrar no en el Parlamento, como debería, sino en la Escuela de Verano del PP.
Si quieren ustedes reformar de verdad no tienen que hacer grandes cambios legales: basta con respetar el espíritu de la Constitución y las leyes: no pervertir el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional con política partidista, que dimitan unos cuantos cuando se descubra la corrupción generalizada en un caso como el de Bárcenas (no se nos ha olvidado), que los partidos sean democráticos como señala la ley, que se impida la puerta giratoria, que funcionen el Tribunal de Cuentas, la CNMV y la CNMC y el Banco de España, que las Cortes sea un lugar de debates y no un sitio de apretar botones según el dedo que te saque el jefe del grupo parlamentario, expulse a sus imputados (ver artículo de Vicente Lozano), etc.
Por favor, no nos metan a todos en el mismo saco y no nos tomen el pelo con sus agendas.


[1] Otra cuestión es si es nuestra posición es acertada, pues he leído un libro de Ignacio Sánchez Cuenca, llamado “La impotencia democrática”, que critica duramente la que denomina regeneración institucional, merecedor de post aparte.
 

La política “de la casta”

Situémonos en Gran Bretaña en 1945. Había una clase política que ganó la guerra y unificó todas las tendencias políticas y al pueblo detrás de ellas, para ese empeño titánico que fue plantar cara a Alemania que ocupaba toda Europa continental. La guerra terminó y Churchill convocó elecciones pues pensaba que tras el triunfo bélico nada se le podía resistir. Pero el pueblo estaba exhausto y ya no creía en la vieja política. Attlee, un político laborista, se presentó a las elecciones con un programa reformador que pretendía algo tan sencillo como llevar el bienestar a todas las clases sociales. Tras seis años de gobierno, sin cuestionar la estabilidad que ofrecía una Monarquía renovada y ejemplar, nacionalizó el Banco de Inglaterra, las industrias del carbón, el gas, la electricidad, los ferrocarriles, la aviación civil y la siderurgia; y creó el Servicio Nacional de la Salud llevando el estado de bienestar a todos los ciudadanos. Estado de bienestar impensable antes del estallido, en 1939, de la conflagración mundial.
Unos la llaman “clase política”. Ahora, unos insubordinados subidos al carro de la fortuna electoral la denominan “casta política”.  Ellos, los de la “clase” o de la “casta”, con todas sus imperfecciones, errores, secuelas de corrupción, etc. fueron los que llevaron el bienestar a los británicos y los que, en España, a lo largo de estos cuarenta años, han cambiado la faz de nuestra patria común. Los que entonces denunciaban la fragilidad de la democracia formal y el dominio de las oligarquías, condujeron al mundo a una catástrofe que todavía, aún pasados más de setenta años, recordamos con espanto. Ahí está, en las cenizas de la historia, lo que consiguieron los fascismos y el comunismo. Y hoy resurgen, como si no hubiésemos tenido bastante, los populismos de distinto signo que cuando triunfan conducen, como en Venezuela, a sus países al desastre.
Un sistema político sirve mientras es útil. El nuestro, sin duda, precisa de serias reformas que habrá que afrontar en el inicio del reinado de Felipe VI y después de establecido el mapa partidista que surja de las siguientes elecciones generales. Los pactos serán necesarios para que las instituciones, incluida la Jefatura del Estado, vuelvan a funcionar con eficacia. No será suficiente el acuerdo de las mayorías, ya que habrá que contar con las minorías, algunas presumiblemente muy numerosas; y otras, que aglutinan el nacionalismo mayoritario en Cataluña y el País Vasco, de difícil encaje constitucional. Todos tendrán que ceder mucho si se pretende tener un marco político, económico y social estable para las próximas décadas. Todo ello marcará la estabilidad del futuro reinado u otra forma de Estado si el pueblo así lo decidiese.
A veces los problemas complejos tienen soluciones sencillas, mas hay que dar con ellas. El comienzo del reinado de Don Felipe no creo que tenga problemas sustanciales hasta después de las elecciones generales. Luego será el momento de la verdad, cuando se plantee, con la reforma de la Constitución, el difícil consenso con los nacionalistas catalanes y vascos. Parece complejo encuadrar a esas que hoy llamamos,  vergonzantemente, “nacionalidades” como se escribió en la Constitución, dentro de una patria común. Una salida sería reconocer que se tratan de Estados o de Naciones. En el primer caso se enmarcarían dentro de la Nación española; y, de elegir la segunda vía, quedarían encuadrados en el Estado español. Y ello con un concierto económico a través del cual aportasen al Estado o Nación, España al cabo, aquellas cantidades de dinero que recaudasen para sostener los gastos comunes: ejército, asuntos exteriores, relaciones exclusivas con la Comunidad Europea y esos otros servicios que, por obvio, fuese más rentable tenerlos centralizados que repetidos. Ese es el problema fundamental de nuestra Constitución. No parece plausible que a Galicia, Andalucía o Valencia pueda interesarle este sistema ya que saldrían empobrecidos. Aunque como de lo que hablamos es de sentimientos, no de eficacia, todo es posible. Quizás a Canarias o a las Islas Baleares, por su insularidad, pedirían un estatuto especial. Navarra ya tiene concierto económico y la posibilidad, si sus ciudadanos lo decidiesen, de incorporarse al País Vasco, lo cual no parece probable.
Luego habría que retocar el funcionamiento de otras instituciones, como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, el funcionamiento de la justicia, el papel de los fiscales o el de los partidos políticos en cuyas reformas no habría tantos problemas pues, de seguir como están, sufragáneos de los partidos, y algunos partidos sufragáneos de la corrupción, van directas al precipicio del desprestigio. Y entonces se plantearía la clave de la bóveda constitucional.  Qué queremos los españoles: ¿una Monarquía o una República? La solución sería, también, sencilla. Como debería someterse a referéndum la reforma constitucional, los ciudadanos que decidiesen acudir a votar tendrían dos opciones claras. La misma Constitución, pero en una el Título Segundose denominaría “De la Corona” y en la otra “De la Presidencia de la República”. Los pormenores, como son la duración, que en la Monarquía está clara y en la República debería ser, por lo menos de siete o diez años y elegido el Presidente por dos tercios de las Cámaras, tampoco llevaría demasiadas complicaciones. Bueno, no habría problemas presumiendo, quizás con ingenuidad, buena voluntad y sacrificio como el que tuvieron los políticos de la Transición. Si hace casi cuarenta años y después de cuarenta más de Dictadura, el pueblo español y “la casta” política fue capaz de sacar a España de una situación muy compleja, ¿no serán capaces ahora de hacer algo bastante más sencillo quienes hemos rigen el gobierno con los votos de los ciudadanos? En el PSOE, al menos, se mueven y debaten. En el PP parece que no se han enterado de lo que ocurre en sus narices y sigue dirigido por una “casta” de políticos agotados de ideas y físicamente exhaustos.

La inviolabilidad y el aforamiento de don Juan Carlos de Borbón (o el Rey como excusa)

La abdicación del Rey plantea desde el punto de vista jurídico dos interesantes cuestiones, cuyas implicaciones políticas son evidentes. La primera es si don Juan Carlos conserva el privilegio de la inviolabilidad por los actos personales realizados mientras era rey. La segunda es si resulta o no razonable su aforamiento.
La inviolabilidad
El art. 56, 3 de la Constitución señala que “la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65, 2.”
La mayor parte de la doctrina constitucionalista entiende que la mención explícita a “la persona” del Rey implica una exoneración total de responsabilidad en todos los órdenes, ya sean penales, civiles, laborales, fiscales, etc., por cualesquiera actos realizados. Pese a que el inciso final parece vincular esa inviolabilidad con el refrendo de sus actos (de tal manera que sólo sería irresponsable por los actos refrendados o realizados en el ejercicio de sus funciones públicas) la mención a su persona y la tradición constitucional en este punto nos conducen a defender una interpretación extensiva.
Ahora bien, una vez que deja de ser rey, ¿qué ocurre? En esta intervención que les enlazo (aquí) nuestra vicepresidenta del Gobierno (y abogado del Estado) da por sentadas dos conclusiones:
1.- Que don Juan Carlos deja de ser inviolable.
2.- Que deja de serlo sólo para el futuro, porque conserva la inviolabilidad por los actos realizados mientras era rey.
Sin embargo, mientras lo primero es evidente, lo segundo resulta mucho más discutible, porque se plantea la duda de si conserva ese privilegio respecto de todos sus actos, o únicamente respecto de los refrendados.
El que tal cosa sea discutible se desprende de la opinión de algunos de los juristas consultados con ocasión de ese prodigio de concisión jurídica que es el Anteproyecto de ley Orgánica  que “regula” la abdicación. Dichos juristas sugirieron aclarar este punto expresamente, explicitando con ello el temor de que pudieran dirigirse acciones civiles o penales contra el Rey en base a actos correspondientes a su esfera privada de actuación realizados durante su reinado. En esta misma línea se pronuncia José Manuel Serrano Alberca en este interesante artículo (aquí), destacando lo absurdo que resulta que la Ley Orgánica regule lo que no es necesario regular (la abdicación) y no regule precisamente este tema. En cualquier caso, la sugerencia no carece en absoluto de fundamento, dado que las opiniones doctrinales al respecto son variadas. Véase, por ejemplo, este interesante artículo (aquí) publicado por el Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo, Francisco Bastida Freijedo, en el que niega que la inviolabilidad por esos actos pueda conservarse tras la abdicación, y del que les extracto lo siguiente:
“Considero que esta concepción funcional exige una interpretación estricta de la inviolabilidad del Rey. Esto no significa reducir su irresponsabilidad, pero debe entenderse que esta exención total de responsabilidad está vigente mientras es Rey, esto es, mientras su persona es Rey. Si el Rey abdica o se inhabilita para el cargo (arts. 57.5 y 59.2 CE), deja de ser Rey. Por tanto, su persona deja de ser símbolo de la unidad y permanencia del Estado, deja de ser Jefe del Estado y garantía de su estabilidad y continuidad. En consecuencia, carece de sentido constitucional afirmar que, no siendo ya Rey, su persona sigue siendo inviolable. La justificación constitucional de su inviolabilidad desaparece. De este modo, se le podrían exigir responsabilidades por los actos realizados antes de su reinado y durante su reinado, excepto por aquellos que, por tratarse de actos de Jefatura del Estado, su responsabilidad ya hubiese sido asumida por el órgano refrendante.”
Esta postura parece bastante lógica, como demuestra el caso de las demandas de paternidad (aquí). Es decir, desde esta perspectiva criticada, si uno continúa siendo padre biológico tras la abdicación –como obviamente no puede ser de otra manera-, ¿no se le puede reclamar esa paternidad porque el “acto” que la originó se realizó siendo rey? ¿Y si fue antes? Este absurdo nos pone ante la evidencia de que es muy forzado admitir el carácter pretérito y no presente de una inviolabilidad, porque esta medida está siempre pensando en negar una suerte de legitimación pasiva -imponiendo un escudo frente a la agresión judicial- y no en consagrar una especie de “memory hole” temporal y sustantivo por los actos cometidos. Por eso, una vez que desaparece el escudo, tiene que desaparecer para todo, lo presente y lo pasado (menos para los actos refrendados). Es cierto que al amparo del art. 57.5 una Ley Orgánica podría tratar de imponer otra solución, pero me temo que al menos debería dejarlo muy clarito.
Pero pasemos ahora a otro tema, relacionado con lo anterior, que sin duda presenta mucho más interés político y jurídico.
El aforamiento
Sobre este escandaloso tema hemos hablado largo y tendido en este blog (aquí y aquí). El aforamiento es un privilegio defensivo de nuestra clase política con la finalidad de intentar controlar lo mejor posible a los jueces que deben instruir sus abundantes causas penales. El que a un político le pueda pasar lo que a la Infanta Cristina con el juez Castro causa horror y pavor, porque, como dice un colaborador del blog, “es que aquí se ha delinquido mucho”. Mejor asegurarse de que te juzga un Tribunal amigo (o por lo menos influenciable) que el aguerrido Juez de Instrucción de Palma de Mallorca, o cualquier otro del mismo tipo. Recordemos cómo se nombra a los magistrados del TS o a los de la Sala Civil y Penal de los TSJ de las CCAA, y entenderemos enseguida la querencia por el aforamiento de nuestros políticos y gestores públicos. Por eso España cuenta con más de 10.000 aforados, frente a otros países de nuestro entorno en los que no hay ninguno o apenas unos pocos.
Lo que ocurre en un escenario como el descrito es que a cualquiera que se le deja fuera parece que se le está discriminando gravemente. No es de extrañar que, a la vista de semejante número de aforados, hacer lo propio con el Rey se asuma como algo casi inevitable. Esta impresión ha calado tanto, que hasta la prensa progresista es capaz de titular “el Rey se quedará sin protección jurídica durante unos meses” (EP, 7/6/2014, p.10). Ya saben, en España los ciudadanos de a pie circulamos por la calle sin protección jurídica de ninguna especie. A lo mejor es verdad y es algo tan peligroso como tener relaciones sexuales sin preservativo. Y nosotros sin saberlo. En cualquier caso, y parafraseando a Klemperer, esta generalizada impresión es un verdadero triunfo de la LPI (Lingua Partitocraticus Imperii) y de ese Ministerio de la Verdad en el que se ha convertido nuestro Ministerio de Justicia.
Los que todavía pensamos que vivimos en un Estado de Derecho (aunque muy deteriorado, sin duda) lo que deseamos es contribuir a arreglarlo, y no a terminar de destruirlo. Y esto es precisamente lo que se pretende ahora, aprovechando que el Rey pasaba por ahí. Porque, evidentemente, donde se dice “protección jurídica”, se piensa en “blindaje judicial”, pero no para él, que es lo de menos, sino para apuntalar bien el de los que tan rápido han salido a protegerle.
El Gobierno está decidido a elaborar una Ley Orgánica lo más rápidamente posible para solucionar esta grave discriminación (aquí). Se prevé turbulenta, pero al albur del ruido mediático que sin duda se producirá, el ministro de Justicia va a aprovechar para colocarnos una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial destinada a solucionar otros asuntos todavía más interesantes para nuestros políticos. Por eso, aforar al Rey tiene el efecto indirecto de legitimar de alguna manera ese pernicioso principio de que los jueces de Instrucción son gente peligrosa y vengativa: elementos incontrolados que presentan cierta utilidad para sacar a los drogadictos y a los rateros de las calles, pero en los que no se puede confiar cuando tratamos de cosas serias.
No nos dejemos engañar. Hoy los jueces de a pié, especialmente los de instrucción, son los principales garantes de nuestro Estado de Derecho. Desmontadas y colonizadas nuestras grandes instituciones de control, fiscalía incluida, constituyen, sin duda, la última línea de trinchera. Como ellos caigan ya nos podemos ir olvidando de regenerar el sistema desde dentro. Pero nuestro Gobierno parece decidido a que tal cosa sea imposible, aún a costa de dar a Podemos todavía más oxígeno. Vete a saber, hasta a lo mejor es una interesante y meditada estrategia electoral.
La nueva Ley en proyecto está destinada a consolidar los privilegios de nuestra clase política por la vía de desactivar todavía más a nuestros jueces. Sobre estos peligros vamos a hablar con detenimiento en próximos post. Pero ahora baste apuntar lo curioso que resulta que, pese a dejar de ser rey, don Juan Carlos no haya perdido su carácter de símbolo. Lo que resulta una verdadera pena es que, con su aforamiento, ese símbolo pretenda ser utilizado no para la ejemplaridad, como debería suceder, sino para escamotear una vez más la imprescindible regeneración del país.