Liquidación complementaria por comprobación de valores en impuestos cedidos: ¿método de recaudación justificado o abusivo?

Cuando alguien compra un inmueble, o adquiere bienes por herencia de un familiar, o realiza cualquier otro acto jurídico con trascendencia fiscal, y paga los preceptivos impuestos derivados de dicho acto, no puede quedarse del todo tranquilo pensando que ha cumplido con el fisco. Eso sólo sucederá si los impuestos pagados corresponden a los valores que Hacienda asigna a los bienes objeto del acto formalizado, y no son inferiores a los que la Administración Tributaria considera. De lo contrario, dicha persona corre el riesgo, casi inevitable, de que durante los cuatro años siguientes (plazo de prescripción del impuesto) le llegue una cartita notificándole que Hacienda le gira una liquidación complementaria a la presentada inicialmente por comprobación de valores de los bienes o derechos adquiridos; liquidación frente a la cual, básicamente sólo cabrá pagar la cantidad reclamada, impugnarla (interponiendo en el plazo de un mes bien un recurso de reposición que resolverá la misma Oficina Liquidadora que dicta el acto administrativo de liquidación, bien directamente una reclamación económico-administrativa ante el Tribunal Económico Administrativo Regional –TEAR-), o promover en el mismo plazo la práctica de una tasación pericial contradictoria (que también podrá simplemente reservarse al instar la impugnación para ejercitarlo en el futuro).

¿Es justa esta situación, que supone la consagración de un flagrante caso de inseguridad jurídica del ciudadano frente a la Administración (que es lo peor que puede suceder en un Estado de Derecho)? ¿Cesará algún día, o se moderará en un justo término? ¿Goza esta actuación de amparo legal o, incluso, constitucional? ¿Qué puede hacer el ciudadano frente a esto? Es lo que vamos a tratar de analizar en este post.

Los impuestos que gravan las transmisiones entre particulares son el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales Onerosas y el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones (para las transmisiones lucrativas, mortis causa o inter vivos). Dichos impuestos son tributos cedidos a las Comunidades Autónomas, en función de los puntos de conexión previstos por la normativa específica del impuesto en cuestión.

Actualmente, la vigente Ley 22/2009, de 18 de Diciembre, por la que se regula el sistema de financiación de las CCAA, como anteriormente la Ley 21/2001, reconocen a éstas competencias para regular los aspectos sobre “gestión y liquidación” de los impuestos objeto de análisis en el presente artículo (ITPAJD e ISD).

Pero como ya estableció el Tribunal Constitucional en su Sentencia 161/2012, de 20 de Septiembre (en relación a la Comunidad Autónoma de Andalucía), y ha reiterado recientemente en otras dos importantes sentencias, la 25/2016, de 15 de Febrero (Murcia) y la 33/2016, de 18 de Febrero (Galicia), de ningún modo tienen las CCAA atribuidas competencias para modificar los medios de comprobación de valores previstos en la normativa estatal, y menos aún para regular e introducir ex novo medios no previstos en la Ley General Tributaria, pues la propia Ley de cesión competencial (artículo 55 de la Ley 22/2009) obliga a las CCAA a sujetarse a los criterios del Estado.

El artículo 46 del Real Decreto Legislativo 1/1993, de 24 de Septiembre, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados, y el artículo 18 de la Ley 29/1987, de 18 de Diciembre, del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, establecen que “la Administración podrá comprobar el valor de los bienes y derechos transmitidos por los medios de comprobación establecidos en el artículo 52 de la Ley General Tributaria -actualmente, artículo 57 de la Ley 58/2003, de 17 de Diciembre, General Tributaria-“.

Este artículo 57 de la LGT recoge los diferentes medios a que puede recurrir la Administración tributaria para comprobar los valores declarados para los bienes o derechos cuya transmisión constituye el hecho imponible del impuesto respectivo, así, entre otros: estimación por referencia a los valores publicados en registros oficiales de carácter fiscal (que, tratándose de bienes inmuebles, será el valor catastral multiplicado por un coeficiente multiplicador dependiendo del municipio); precios medios en el mercado; dictamen de peritos de la Administración; valor asignado en pólizas de contratos de seguro, o en la tasación a efectos de hipoteca; valor declarado en otras transmisiones del mismo bien, etc.

Llama la atención que los citados preceptos de las Leyes reguladoras del ITPAJD y del ISD establecen que “la Administración podrá comprobar“; es decir, no existe una inexcusable obligación administrativa de comprobar el valor real de los bienes transmitidos que dan lugar al devengo del impuesto, sino que se establece una mera potestad de la Administración actuante, para llevar a cabo dicha comprobación de valores.

Sin embargo, el ejercicio de dicha potestad no debe ser caprichoso ni arbitrario, pues ello generaría indefensión y vulneraría los más fundamentales derechos de los contribuyentes administrados, sino que ha de obedecer a argumentadas motivaciones; esencialmente, la existencia de indicios fundados de ánimo defraudatorio a la Hacienda Pública, al ser los valores declarados por el contribuyente notablemente inferiores a los resultantes de la comprobación de valores realizada por la Administración actuante, lo que indudablemente determinaría una menor cuota tributaria a ingresar por razón del impuesto devengado, y generándose por las circunstancias concurrentes en el caso concreto razonables sospechas de que los valores declarados no pudieran corresponderse con los valores reales o precios de transmisión, cometiéndose fraude fiscal.

En el caso de compraventas u otras transmisiones onerosas formalizadas en escritura pública notarial, es indudable que el riesgo de ese fraude fiscal es menor, dado que los Notarios son sujetos obligados por la normativa en materia de prevención de blanqueo de capitales y fraude fiscal (Ley 10/2010, de 28 de Abril, Ley 7/2012, de 29 de Octubre, y demás normativa complementaria y de desarrollo); de forma que en la hipótesis de concurrir indicios fundados de fraude fiscal, por ser el precio declarado es notoriamente inferior al realmente entregado o no acreditarse el medio de pago suficientemente, el Notario ha de comunicar la operación a los órganos de control competentes. Por ello, defiendo que en estos casos no debería haber lugar a expediente alguno de comprobación de valores por la Administración tributaria competente.

Así, considero que en las liquidaciones fiscales complementarias por comprobación de valores, cuando el precio o valor fijado y declarado por el contribuyente como base imponible del impuesto es real, resulta acreditado, no es temerariamente inferior al valor establecido por la Administración tributaria y, sobre todo, ha sido controlado por un Notario (funcionario público independiente, recordemos) que no aprecia indicios de falsedad en la declaración del precio en la escritura, y ejerce su función y obligación de comprobar los medios de pago empleados por las partes, se conculcan y vulneran, al menos, los principios constitucionales de capacidad económica, justicia y no confiscatoriedad (principios generales de ordenación tributaria consagrados en el artículo 31 de la Constitución Española y en el artículo 3 de la LGT):

  • La capacidad económica del contribuyente en el acto cuya realización da lugar al devengo de un impuesto resulta de manifiesto y se cristaliza en la propia suma de dinero que él mismo ha pagado como precio, no en cualquier otro valor superior.
  • Sostener lo contrario es ontológicamente una injusticia.
  • Y determina una actitud de la Administración tributaria ferozmente recaudadora rayana con la confiscación al ciudadano.

Sin embargo, en las transmisiones gratuitas (o en las onerosas no documentadas en escritura pública notarial, o en las documentadas públicamente en que el Notario haya comunicado la operación por indicios de declaración de precios o valores inferiores a los reales) sí que deben existir siempre unos valores fiscales claros y públicos que sirvan de baremo; es lógico pues, en caso contrario, se motivaría a declarar en el documento contractual un valor de transmisión ínfimo a fin de soportar una menor carga tributaria.

Pero han de tratarse, insisto, de valores fijados por la Administración en base a criterios de cálculo meridianamente claros, certeros y dotados de la suficiente publicidad; pero que sea uno, o dos (uno principal, y uno supletorio), y no una pléyade de criterios como los recogidos en el artículo 57 LGT. Además, es una exigencia que el valor fijado mediante la aplicación de dicho método resulte suficientemente motivado; ya que lo que no es admisible, y así lo ha declarado la Jurisprudencia, es que la valoración dada por la Administración tributaria actuante no esté debidamente motivada, motivación que debe ser puesta en conocimiento del obligado tributario para alegar lo que crea procedente en defensa de su derecho. Y, por supuesto, a salvo en todo momento y lugar el derecho del interesado a acreditar un menor valor del determinado fiscalmente mediante la pertinente tasación inmobiliaria.

Lo que no cabe es que no se explique por la Administración actuante cómo se ha determinado el valor catastral de los inmuebles actualizados a la fecha del devengo del impuesto, ni cuál es el valor de partida para alcanzar esa suma, ni cuáles han sido los específicos coeficientes de actualización anuales tomados en consideración para determinar el valor, pues, como es práctica habitual, el día del devengo del impuesto no se suele realizar ningún dictamen o valoración del inmueble por peritos de la Administración; todo lo cual vulnera el derecho del contribuyente a conocer en plenitud los fundamentos técnicos y fácticos de la valoración efectuada por la Administración que necesitará para, en su caso, ejercer las acciones procedentes en defensa de su derecho, generándose indefensión para el obligado tributario.

En este sentido, merece la pena traer a colación la reciente sentencia del Tribunal Supremo 14/2016, de 18 de Enero, dictada en unificación de doctrina, que critica el recurso generalizado de la Administración Tributaria a la tasación pericial contradictoria, y exige “una valoración individualizada, en contraposición a la naturaleza del precio medio, de carácter objetivo y general, por lo que se exige que el perito razone la aplicación de dichos precios medios, lo que en la mayoría de las ocasiones obligará a una inspección personal del bien a comprobar“.

En definitiva, considero que la revisión del sistema propuesta, bien articulada, es la más adecuada -en términos de justicia material- y acomodada al principio de capacidad económica del contribuyente que ha de inspirar la aplicación de todo gravamen tributario. Se ha de satisfacer el impuesto por el precio libremente determinado por las partes, revelador de su capacidad económica, declarado y acreditado; no por más valor que ése, fijado por la propia Hacienda Pública recaudadora, que ejerce de forma apabullante como juez y parte. Ésta sólo es una modesta opinión personal, pero, como dijo Martín Lutero, “el pensamiento se halla libre de impuestos”.

 

Este post es una versión adaptada de otro más extenso publicado por el mismo autor en el blog “Notaríabierta”.

 

No hay derecho a lo que ocurre con el IVA de los impagos

El Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA) es un tributo de naturaleza indirecta que recae sobre el consumo y grava las entregas de bienes y prestaciones de servicios realizadas por empresarios, de modo que en cada una de las fases sólo recaiga sobre el valor añadido en la misma, para lo cual se descuenta el impuesto soportado en las compras. Así,, el IVA grava los actos de consumo y está soportado por el consumidor final, ya que sobre él recae el pago del impuesto.

El funcionamiento del IVA es relativamente sencillo: cada una de las empresas de la cadena de producción de un artículo o la concesión de un servicio añade el IVA por su participación y es el consumidor final quien debe hacer frente al valor agregado. Por esto, las empresas podrán reembolsarse las cuotas del IVA soportado en las compras de productos y servicios necesarios para desarrollar su actividad.

El problema surge cuando se produce un impago. Si el acreedor no consigue cobrar una factura, debe liquidar a Hacienda la cuota impositiva repercutida, aunque nunca consiga cobrar su crédito. Por tanto, en caso de que una factura sea incobrable, de momento el proveedor debe pagar de su propio bolsillo la cuota del IVA devengada, impuesto que, en teoría, tendría que haber abonado el deudor. Puedo asegurar que en cuarenta años de actividad profesional en el ámbito de la gestión de riesgos, no me he encontrado con ningún moroso arrepentido que, al menos abone a su acreedor la cuota del IVA de la factura impagada, con el fin de paliar el perjuicio que le ha causado al no cumplir con su obligación de pago; a fin de cuentas al deudor no le costaría nada abonar el IVA al acreedor, ya que recupera el importe del tributo mediante la deducción de la cuota de IVA soportada.

De esta forma, el pobre acreedor, encima que no cobra, debe pagar como una penalización a Hacienda en forma de liquidación forzosa en la caja de la Administración Tributaria del IVA devengado en la factura, lo que perjudica aún más su frágil tesorería. Para más INRI, cuando el proveedor no dispone de liquidez para abonar el IVA de las facturas impagadas, tiene que solicitar un aplazamiento a la Administración Tributaria y pagar el correspondiente interés de demora, que no es moco de pavo.

Ahora bien, la deducibilidad del IVA corresponde también al criterio de devengo; de forma que el moroso se deduce en la autoliquidación la cuota de IVA soportada de las facturas recibidas, y que seguramente nunca pagará. Consiguientemente, el deudor no abona la factura y además gracias al procedimiento de deducción del impuesto por el criterio de devengo, se embolsa alegremente la cuota de IVA soportada, como una especie de recompensa tributaria a su comportamiento moroso. Vamos, una aberración legal contra toda lógica. Además, muchos morosos contumaces se salen con la suya, ya que un elevado porcentaje de acreedores no reclama judicialmente la deuda.

Para recuperar la cuota de IVA, el acreedor no puede proceder directamente a la rectificación de la cuota impositiva repercutida mediante una factura rectificativa, y a compensar el IVA liquidado a Hacienda, como ocurre en los demás casos contemplados en el artículo 80 de la Ley del IVA. A consecuencia de esta disposición legal, el acreedor está obligado a cumplir con una serie de requisitos formales –muy exigentes y con plazos perentorios– si quiere conseguir la reducción de la base imponible y la rectificación de la repercusión del IVA en la factura emitida; requisitos indispensables para obtener la compensación de la cuota del IVA en la correspondiente autoliquidación. Este mecanismo fiscal es perverso, puesto que si el acreedor no tramita la reducción de la base imponible, remite la correspondiente factura rectificativa al destinatario de la operación y consigue de facto una inversión del sujeto pasivo; de modo que el deudor deberá reintegrar a Hacienda la cuota del IVA que se ha deducido. En caso de que el acreedor no tramite la compensación del IVA, el moroso se enriquecerá injustamente y de forma definitiva, con la cuota del IVA que se ha embolsado.

Tradicionalmente, el Estado Español ha sido muy reticente a permitir que los acreedores puedan recuperar el IVA de las facturas incobrables. La norma legal que, en caso de facturas impagadas, autoriza al acreedor a compensar el IVA liquidado a Hacienda, se encuentra en el artículo 80 de la Ley 37/1992, de 28 de diciembre; artículo que trata exclusivamente sobre la modificación de la base imponible. En su primitiva redacción, este artículo no ofrecía ninguna opción al acreedor para recuperar el IVA en caso de sufrir un crédito incobrable; es decir, los acreedores debían soportar la pérdida con resignación, ajo y agua.

En el año 1993, Pedro Solbes, en su condición de Ministro de Economía y Hacienda, promovió una reforma para que los acreedores pudieran compensar el IVA, pero sólo cuando el deudor hubiera sido declarado judicialmente en quiebra o suspensión de pagos. A esta primera enmienda legislativa, siguieron otras nueve, que fueron facilitando poco a poco más opciones para que los acreedores recuperasen el impuesto. Por ejemplo, la reducción de la base imponible del IVA cuando se produce el impago de la contraprestación, pero no exista una situación de insolvencia de derecho, se añadió a partir de enero de 1998 en la reforma introducida por la Ley 66/1997, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales. Sin embargo, este supuesto estaba restringido a los casos en que el destinatario de la operación fuera empresario, comerciante o profesional. Hubo que esperar a la reforma realizada por la Ley 62/2003, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, para que se incluyera su aplicación a los créditos adeudados por morosos que no fueran empresarios o profesionales; es decir a personas físicas que sean consumidores y administraciones públicas, pero con un límite mínimo de 300 euros de base imponible. A estas enmiendas legislativas, siguieron otras nueve, de modo que la transformación que en doce años ha experimentado el citado artículo 80 LIVA, bien podría ser objeto de un trabajo de investigación, puesto que ha pasado de tener solamente 178 palabras a 1.522 en la actualidad.

No obstante, las condiciones y trámites exigidos al acreedor para reducir la cuota imponible y compensar el impuesto liquidado a la Hacienda, son todavía una carrera de obstáculos. En particular, cuando el moroso no ha sido declarado en concurso, el acreedor está obligado a realizar una serie de complejos trámites y gastar bastante dinero en reclamaciones judiciales o notariales con el fin de cumplir con las disposiciones legales para reducir la base imponible y solicitar la compensación del IVA. Además, los plazos para realizar los trámites son perentorios y sospechosamente breves, lo que provoca que con frecuencia expire el plazo y la posibilidad de recuperar el IVA se desvanezca.

En la mayoría de los casos, cuando se trata de facturas incobrables, las microempresas y autónomos no tramitan la compensación del IVA liquidado a Hacienda y experimentan una pérdida adicional totalmente injusta. Según las estimaciones realizadas por el Sindicato de Técnicos del Ministerio de Hacienda (Gestha), las microempresas y pymes liquidan unos 800 millones de euros anuales en concepto de IVA de facturas que no han llegado a cobrar y que puede que nunca cobren. Esta cuantía representa una buena “propina” para las arcas del Estado y, de paso, para los morosos recalcitrantes.

Una de las promesas electorales estrella del Partido Popular en las elecciones de 2011, que se puede ver en su programa electoral, fue que autónomos y pymes sólo tendrían que pagar el IVA repercutido en las facturas emitidas cuando realmente las hubieran cobrado. A consecuencia de esta promesa electoral, el Gobierno de Mariano Rajoy aprobó en 2013 el Régimen Especial del Criterio de Caja (RECC) para el IVA, y que entró en vigor el 1 de enero de 2014. Este régimen de caja ha sido un fracaso estrepitoso, puesto que de los dos millones de potenciales beneficiarios de este régimen, menos del 0,5 por ciento ha optado por su aplicación, y muchos ya se han arrepentido. ¡Cuánta razón tenía el profesor Federico de Castro y Bravo cuando dijo aquel mordaz aforismo de que en España, la abundancia de leyes se mitiga con su incumplimiento!

Como conclusión, cuando se produce un crédito impagado, el sufrido acreedor debe pagar el pato y el moroso no sólo se va de rositas, sino que además saca tajada gracias a la deducción de la cuota del IVA. El legislador debería tomar buena nota de esta situación kafkiana e injusta, y si realmente el Estado quiere fomentar el emprendimiento, hay que cambiar la Ley del IVA para que los proveedores impagados, además de cornudos no se vean encima apaleados por el sistema fiscal.

HD Joven: La Agencia Tributaria, ¿el nuevo enemigo de la economía colaborativa?

La idea de este post no fue del autor, ni tampoco de ninguno de los otros editores adjuntos de HD Joven, sino de un ávido lector que propuso, tras los dos artículos de Ignacio Gomá Garcés, sobre la CNMC y la economía colaborativa (aquí y aquí), la realización de un tercer artículo, que relacionase lo anterior desde un punto de vista eminentemente fiscal.

La Comisión Nacional del Mercado y la Competencia (CNMC), en uno de sus informes (aquí), definió la económía colaborativa, como un modelo de consumo basado en el intercambio entre particulares de bienes y servicios que permanecían ociosos o infrautilizados, a cambio de una compensación pactada entre las partes. En dicho contexto han nacido innumerables ejemplos de economía colaborativa (Airbnb, Blablacar, Cabify, Uber, Wallapop, etc.), los cuales están relacionados, en un gran porcentaje, con Internet, las redes sociales y las aplicaciones móviles.

Dentro del debate que surge en torno a la economía colaborativa, uno de los aspectos más polémicos es la tributación. Obviando el deber tributario que tienen las plataformas que ofrecen estos servicios, realizando de intermediadores -generalmente a través de su portal en Internet-, que deberán tributar por el Impuesto de Sociedades por las ganancias que obtengan, procedentes, por ejemplo, del porcentaje que reciben de cada transacción, la publicidad de la web, etc., es preciso centrar el debate en el individuo que presta el servicio o entrega el bien y que generalmente cobra una retribución por el mismo.

Los principales elementos a considerar son el ánimo de lucro y la habitualidad. En el caso de que dichos elementos existan, el beneficiario deberá tributar por el ingreso obtenido. Sin embargo, no es todo tan sencillo como parece. En muchos de los casos de consumo colaborativo, como puede ser en Blablacar, únicamente se comparten gastos, es decir, la persona que ha ofrecido el servicio, no ha obtenido ningún beneficio. Sin embargo, en otros, hay un ánimo de lucro evidente y habitualidad en la persona que ofrece el bien o presta el servicio, véase en Uber o Airbnb. Cada caso es diferente, y, por desgracia, en la economía colaborativa no todo es blanco o negro.

Cada vez que un conductor presta un servicio o un propietario alquila una habitación de su vivienda, recibiendo por ello una contraprestación, estarían realizando una actividad económica, por la que, en teoría, deberían tributar. Pero ¿por qué impuestos? Los más directamente afectados son el IVA y el IRPF, que son los que analizaremos con mayor profundidad, aunque también podrían entrar en juego el Impuesto de Sociedades o el Impuesto de Actividades Económicas, entre otros:

En primer lugar, respecto al IVA, si acudimos a la Ley que lo regula (Ley 37/1992, de 28 de diciembre, del Impuesto sobre el Valor Añadido), ésta define en su artículo 4 el hecho imponible: “Estarán sujetas al impuesto las entregas de bienes y prestaciones de servicios realizadas en el ámbito espacial del impuesto por empresarios o profesionales a título oneroso, con carácter habitual u ocasional, en el desarrollo de su actividad empresarial o profesional”. Cabe destacar, como relevantes, el aspecto subjetivo, deben ser empresarios o profesionales, y el aspecto temporal, las actividades deben ser realizadas con carácter habitual u ocasional. A la hora de poner el foco sobre el individuo que presta los servicios, resulta pertinente, lo dispuesto en el artículo 5 de la propia LIVA, que establece qué se considera actividad empresarial o profesional: “Son actividades empresariales o profesionales las que impliquen la ordenación por cuenta propia de factores de producción materiales y humanos o de uno de ellos, con la finalidad de intervenir en la producción o distribución de bienes o servicios”. Por lo tanto, por ejemplo, en el caso de Uber, ¿se debería considerar al conductor que obtiene los ingresos, un profesional o empresario? Nos encontramos en una zona de grises, aunque teóricamente parecería que sí.

En el caso de Airbnb, en principio, el que obtiene la contraprestación no tendría que tributar por IVA, ya que los arrendamientos destinados a vivienda se encuentran exentos, en base al artículo 20.1.23 LIVAº, salvo que se presten servicios propios de la industria hotelera, como la limpieza ó el cambio de ropa, durante el mismo.

Por otro lado, en lo que respecta al IRPF, el hecho imponible del impuesto según el artículo 6 de la Ley del IRPF, es “la obtención de renta por el contribuyente”. Se podrían integrar las ganancias obtenidas por dichos usuarios prácticamente en todos los tipos de renta posibles, a saber, en los rendimientos del trabajo, de actividades económicas, rendimientos del capital  o ganancias patrimoniales, salvo que no haya obligación de presentar la declaración de la renta según los umbrales establecidos en la ley (art. 96 LIRPF).

Sin embargo, más allá de la teoría, ¿cuál es la realidad? En la práctica, una gran cantidad de estos ingresos no son declarados a Hacienda. Las razones principales son que los beneficiarios se aprovechan de la opacidad de las plataformas web que sirven de intermediarias, de la privacidad de las transacciones y de la falta de regulación, o simplemente por el mero desconocimiento de los obligados tributarios. Precisamente, esta semana ha dado comienzo la campaña de la declaración de la renta de 2015 y la Agencia Tributaria ha avisado que “en caso de haber recibido rentas por alquiler, deben incluirse en la declaración, así como cualquier tipo de renta por la que deba tributar y no conste en los datos fiscales” (aquí). Por lo tanto, parece que el cerco sobre la economía colaborativa no ha hecho más que comenzar y se ha convertido en una de las prioridades para el Fisco.

En esta línea, algunas de estas plataformas online que actúan como intermediarios se han desmarcado de la actuación de los usuarios que no declaran las ganancias que obtienen, insistiendo en que es responsabilidad de éstos el declarar dichos ingresos. A este respecto, Airbnb, por ejemplo, ofrece en su página web, recomendaciones y consejos a los huéspedes en relación al pago de impuestos (aquí).

Desde hace algún tiempo, en ciertos sectores se está reclamando una regulación específica para la economía colaborativa, tanto desde un punto de vista administrativo y de protección de consumidores, como fiscal (aquí y aquí). Cataluña, es una de las pioneras en iniciar el proceso para “habilitar” un marco jurídico en el que regular esta nueva realidad económica (aquí).

Lo que parece evidente es que una de las claves del repentino éxito de la economía colaborativa reside en el ahorro que obtienen los usuarios. Parte del mismo radica en la falta de intermediarios y en que muchas de estas actividades no son declaradas, y por ende, no abonan ningún tipo de impuesto, ni tienen que pagar por obtener y/o mantener una licencia, y, de esta manera, los oferentes de bienes o servicios pueden bajar el precio. Así, un conductor de Uber puede llegar a ofrecer precios más competitivos que un taxista, ya que no está obligado a tener una licencia (ahora en España los conductores Uber tendrán que contar con licencia VTC –aquí-), y raramente declarará (todas) sus ganancias.

El hecho de que se regulen específicamente o se ponga la lupa sobre este sector, no tiene por qué significar que el mercado sumergido que conlleva este tipo de actividades, acabe repentinamente, ya que los particulares encontrarán nuevas fórmulas de mitigar sus obligaciones fiscales, para seguir así obteniendo un menor precio, máxime  en un país como España, en el que el porcentaje de economía sumergida ya de por sí es altísimo (aquí).

En definitiva, lo único cierto es que una de las batallas más apasionantes de los próximos años va a ser la de las Agencias Tributarias luchando contra el sector de la economía colaborativa. Por ello, sería recomendable incentivar fiscalmente la declaración los ingresos obtenidos mediante el consumo colaborativo, lo cual se podría conseguir con unos impuestos no muy elevados, estableciendo una exención de un par de años por inicio de actividad ó fijando umbrales de no tributación, ya que de contrario, los particulares encontraran la vía de poder seguir intercambiando bienes y servicios entre sí, a precios realmente bajos y sin tributar por dichas rentas. Como se ha solido decir en esta saga, “no se pueden poner puertas al campo”.

 

Multinacionales, Impuestos y Comisiones Parlamentarias

Es conocido que las 7 grandes multinacionales tecnológicas (Apple, Amazon, Twitter, Microsoft, eBay, Google y Facebook) ingresaron en la Hacienda española en concepto de Impuesto sobre Sociedades de 2014, entre todas, poco más de 180 millones de euros, lo que supone una cifra irrisoria en relación al beneficio conjunto.

La realidad es que estas multinacionales, y no sólo éstas, sino todas en general,  contribuyen poco en concepto de Impuesto sobre Sociedades. Pero esto no sólo pasa en España. Según estimaciones que han sido asumidas por organismos internacionales de solvencia, el tipo impositivo medio mundial de estas grandes corporaciones no pasa del 2%. Y el caso es que lo hacen legalmente. Utilizan artificios contables (especialmente precios de transferencia, préstamos inter-grupo y royalties) que les permiten trasladar los gastos donde son (o lo son más) deducibles  y los ingresos, donde son menos (o nada) computables, practicando una contabilidad mundial  que podríamos llamar ‘deconstruída’, como la famosa tortilla.

A ello habría que añadir los ‘tax ruling’, o acuerdos a los que llegan las multinacionales con los diferentes gobiernos, que les permiten trasladar flujos entre sus filiales localizadas en diferentes estados y pagar menos, en definitiva. Recuérdese el escándalo que supuso la publicación de los documentos confidenciales que amparaban los acuerdos secretos pactados entre el Gobierno de Luxemburgo con 340 multinacionales, de 2002 a 2010.

Todo esto ha llevado en definitiva a la conformación de un Impuesto sobre Sociedades ‘a la carta’: cada corporación tributa según su propia conveniencia.

En los últimos días hemos visto que en España, la prensa se queja de que el gobierno ni siquiera envía inspectores a estas compañías. Hay que decir que, aparte de que esto no es así, la Inspección de Hacienda de cada país individual difícilmente puede evitar estas situaciones. En primer lugar porque, como hemos dicho antes, estamos hablando de operaciones que son, en su mayoría,  legales, es decir, que cumplen la normativa legal y fiscal de cada país afectado, entrando en el terreno pantanoso de la moralidad y la ética, donde en todo caso, la Inspección no puede, ni debe,  entrar.  En segundo lugar, porque estaríamos enfrentando Inspectores con competencia exclusivamente nacional a prácticas fiscales derivadas de operaciones efectuadas por multinacionales que actúan en un entorno de actividad económica globalizada.

¿Quiere esto decir que no se puede hacer nada frente a esta situación, que al fin y al cabo, es injusta desde el punto de vista fiscal, y por tanto, social? No. Se puede hacer y mucho.

Ayudaría bastante la armonización del Impuesto en el seno de la Unión Europea, pero por el momento, sólo se han producido al respecto  algunos intentos, que han resultado fallidos.  Sí se ha llegado sin embargo a importantes acuerdos de intercambio de información entre los estados miembros, que suponen un gran avance en la materia.

A nivel mundial, es destacable y mucho, el proyecto BEPS (Base Erosion and Profit Shiftings), encargo del G20 a la OCDE.  Si tradicionalmente este organismo internacional se ocupaba de corregir los problemas de doble imposición internacional, con este proyecto la OCDE trata de evitar ‘la doble no tributación’. BEPS intenta limitar los ‘vacíos normativos’ existentes a nivel  internacional.  Una vez que sea firmado en 2016 por todos los países interesados (miembros del G20 y países en desarrollo, esto es lo interesante), éstos deberán modificar sus normativas fiscales nacionales para adaptarlas al acuerdo definitivo.

Pero existen otras vías, entre otras, la de apelar a la responsabilidad social corporativa, a través de la presión que pueden ejercer en la opinión pública la prensa, las ONG´s y otros organismos, y aquí es donde quería yo destacar la peculiar experiencia  de Reino Unido.  Aquí el gobierno ha contado y cuenta con la ayuda inestimable del Parlamento. Y me estoy refiriendo, en concreto, a la tarea de la M.P. Margaret Hodge, laborista, que fue Presidenta de la Comisión Parlamentaria de Cuentas Públicas (Public Accounts Committee). Dicha Comisión es responsable de la supervisión de las cuentas públicas, y existe en la Casa de los Comunes desde 1857. Pues bien, la Sra. Hodge convocó en 2012 a los grandes directivos de Google, Starbucks y Amazon para un interrogatorio ante la Comisión, emitido en internet. En el interrogatorio, del que les animo a ver un extracto aquí, los diputados de la Comisión realizan con bastante arrojo  preguntas a los directivos que,  por sus caras  y su voz titubeante, parece que nunca antes se han enfrentado a un tribunal semejante,  poniendo de manifiesto que los resultados son difíciles de creer.  Podemos destacar el caso de Starbucks, que molestó especialmente a los diputados: la empresa, que contaba con 7.000 empleados y 800 establecimiento en Reino Unido, había declarado pérdidas en Reino Unido en los últimos tres ejercicios.  Simplemente inexplicable.

El trabajo de dicha Comisión tuvo una gran repercusión mediática en Reino Unido, habiendo resultado muy fructuoso, que es lo que nos interesa destacar aquí. Días después del interrogatorio, Starbucks  prometió pagar ‘una cantidad significativa de impuestos en 2013 y 2014, independiente de si la empresa es rentable o no en estos años’, comenzando efectivamente en 2013 a realizar pagos por el Impuesto sobre Sociedades.

También a partir de la repercusión que el  informe de la Comisión tuvo en la opinión pública surgió la iniciativa de instaurar el Impuesto sobre Beneficios desviados (Diverted ProfitsTax), vulgarmente llamada ‘Google Tax’, que se basa en el planteamiento de que el volumen de ventas que una empresa multinacional tiene en un país concreto debe reflejarse en los impuestos que dicha empresa paga en dicho país (criterio de la fuente), frente a la situación habitual, en que estas empresas pagan sus  impuestos en el país de su residencia fiscal.

Más recientemente, en enero de 2016, Google ha llegado a un acuerdo con la HMRC (la Hacienda británica) por el que pagaba 171 millones en concepto de Impuestos atrasados (2005-2015) tras un cambio en su contabilidad. El gesto se ha celebrado en la prensa conservadora pero ha recibido duras críticas por parte de la oposición, que la califican de insignificante. Se calcula que en dicho período Google debió obtener un volumen de beneficio en Reino Unido de 24.000 millones de libras, con márgenes del 30%, debiendo haber pagado 200 millones de libras al año, según el partido laborista.

Por mi parte, no me parece correcto que las multinacionales paguen ‘à volonté’ sus Impuestos,  llegando a acuerdos  con los gobiernos que, al fin y al cabo, podríamos calificar también de ‘tax ruling’, aunque se refieran sólo al pago. Lo que yo quería destacar aquí es la labor de las comisiones parlamentarias en Reino Unido, en este caso, la Comisión Parlamentaria de Cuentas Públicas.  No sé a qué dedican su tiempo las comisiones parlamentarias en el Parlamento español, pero lo que sí creo es que ninguna ha arrimado el hombro de la manera en que la gente de la Sra Hodge lo hizo y sobre todo, con éxitos tan palpables.  ¿Quizás les podríamos exigir más?