HD Joven: La Universidad de Barcelona, al servicio del ‘procés’

La semana pasada, la Universidad de Barcelona (UB) se adhirió, con nocturnidad y alevosía, al “Pacto Nacional por el Referéndum”. El Consejo de Gobierno de la UB, aprovechando que sus más de 60.000 estudiantes ya estaban de vacaciones y que el 20 aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco copaba los medios de comunicación, decidió plegarse a los intereses de la Generalitat y contribuir a aquello que Salomon Asch definió, desde la psicología social, como “poder de la conformidad en los grupos”.

En la década de los 50, los experimentos de Asch demostraron que la presión de una multitud sobre una cuestión determinada puede acabar causando conformidad en el individuo que disiente. Tan interiorizada se tiene la teoría de control de masas en la Generalitat que ha logrado que la inmensa mayoría de universidades de Cataluña se adhieran a un pacto partidista con el objetivo de demostrar una amplia aceptación social en torno al referéndum.

En el caso de la UB, como en muchas otras universidades, la mancha de dicha adhesión no se podrá borrar hasta que no logremos, como mínimo, echar a los fanáticos que lo han permitido. No me voy a extender demasiado sobre las razones de por qué una Universidad pública no debería haber tomado cartas en el asunto, pero no puedo avanzar sin exponer algunos argumentos fundamentales. Básicamente, cabe citar cuatro cuestiones capitales. En primer lugar, no debería haber tomado parte porque nos encontramos ante una decisión ilegítima puesto que el Consejo de Gobierno de la Universidad se elige por razones académicas, no ideológicas; en segundo lugar, porque se trata de una decisión opaca, tomada a espaldas del alumnado y del resto de la comunidad universitaria; en tercer lugar, porque es una decisión partidista que erosiona las bases de la convivencia en la comunidad; y, en cuarto lugar, porque es una decisión ilegal por quebrantar la neutralidad que debe mantener toda institución pública y que socava, de este modo, la libertad ideológica y el pluralismo político que establece nuestra Constitución y que supone la base de la democracia.

Ciertamente, podríamos dar muchos otros argumentos. Por ejemplo, que dicha decisión atenta contra el prestigio de nuestras universidades. Sin embargo, hace tiempo que las instituciones catalanas, comandadas por el separatismo, perdieron dicho prestigio, rigor y solidez. De hecho, la estratagema nacionalista para otorgar legitimidad social a un referéndum independentista que no la tiene ha pasado ya a la fase de “el fin justifica los medios”. Porque parece que para el gobierno de la Generalitat todo vale si conduce a unos pocos hacia el fin deseado. Sino pregúntenle, por ejemplo, al Síndic de Greuges de Cataluña (Defensor del pueblo), quien también se ha plegado abiertamente al servicio del independentismo y ha expresado públicamente que “le daría vergüenza” formar parte de Societat Civil Catalana, asociación líder en la lucha contra el secesionismo.

No obstante, y aunque el gobierno de Puigdemont trate de taparlo y de mirar hacia otro lado, todo este ‘procés’ infinito provoca daños inconmensurables a la sociedad catalana y española. Los déficits de la empresa nacionalista están dejando ya demasiadas víctimas por el camino. Me atrevería a decir que la peor parte se la están llevando los niños y niñas en las escuelas, puesto que son el futuro de nuestra sociedad. Niños y niñas que han de soportar una campaña tras otra de nacionalización del entorno escolar, amparados únicamente por resoluciones judiciales que -miren por donde- en Cataluña no se respetan, ni obedecen. Niños y niñas que, ante el desprecio nacionalista, han de ser protegidos por sus familias bajo riesgo de escrache por pedir únicamente lo que el derecho les otorga: un modesto, pero fundamental, 25 % de enseñanza también en lengua castellana. Sí, la oficial en su país. Qué extraño, ¿verdad?

Y claro, ahora que tenemos universidades con ideología oficial y con intereses partidistas, ¿en qué papel quedarán aquellos colectivos de estudiantes universitarios cuyo objetivo es el de luchar contra los abusos nacionalistas? ¿A quién pedirán amparo cuándo lo necesiten? ¿A quién solicitarán ayuda cuando la requieran? Véase, de este modo, la aberración de dotar de ideología a una institución pública y el desprestigio que ello supone.

Pero seamos honestos, todo esto de la independencia está confeccionado por un mismo patrón y sigue, por ende, unas mismas premisas. La Universidad de Barcelona, como otras, no es una excepción. Esta adhesión ha vuelto a poner en evidencia dos aspectos fundamentales que hacen que el ‘procés’ resulte, sobre todo, profundamente tóxico e ilegítimo. Es tóxico porque divide, crea bandos confrontados y obliga a posicionarse. Encontramos una muestra de ello en el resultado de la votación para la adhesión, donde únicamente 24 persona, de 50, votaron a favor del Pacto Nacional por el Referéndum. Y es ilegítimo porque se confecciona de arriba a abajo y no dispone de suficiente base social. La adhesión de la UB supone un clarísimo caso puesto que el capricho opaco de una veintena de personas condiciona el devenir de más de 60.000 estudiantes. Como digo, este patrón se repite en muchos otros casos y podríamos citar numerosos ejemplos.

No obstante, lo cierto es que nada de lo que hace el gobierno de la Generalitat está funcionando. La adhesión de la UB al Pacto Nacional por el Referéndum es un burdo intento más de lograr aceptación social, aunque a estas alturas, de las bases independentistas, ya solo se desprende agotamiento. La población está más hastiada que nunca. Las dificultades para comprar urnas de verdad (no de cartón) son descomunales, el pulso con el Gobierno central parece extenuante, las dimisiones internas hacen mella, las purgas le dan un toque autoritario y fascistoide y la desconfianza entre los socios de gobierno crispa a las bases independentistas, que son quienes han bebido de esa fuente de progreso, bienestar, libertad y riqueza que supuestamente significa la independencia. A todo lo anterior habría que sumarle la falta de garantías y los escasos y dudosos apoyos internacionales que ha recibido el ‘procés’.

En definitiva, apuesto a que el 1 de octubre no habrá referéndum. No obstante, espero que un ‘procés’ como el vivido, un proceso ilegal, opaco e ilegítimo, impulsado con nocturnidad y alevosía, no salga gratuito. Espero que después de este dantesco espectáculo no se vayan de rositas, porque muchos catalanes, cuando todo acabe, habremos pagado un precio muy alto.

HD Joven: Primera condena a prisión permanente (revisable)

Hace pocos días que se ha dictado la primera condena a pena de prisión permanente revisable en España desde la introducción de dicha medida punitiva en nuestro ordenamiento jurídico por la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal (en adelante, “LO 1/2015”). Más conocido como el parricida de Moraña, David Oubel, fue hallado culpable de asesinar a sus dos hijas después de haberlas drogado, concurriendo en sus actos los agravantes de alevosía, parentesco y circunstancia de ser las hijas menores de 16 años. Además de su pena privativa de libertad, no podrá acercarse a la madre de las niñas a quién deberá indemnizar con 300.000 euros.

Aún no disponemos de la sentencia ya que el fallo fue dictado in voce por la Presidenta de la Sección Cuarta de la Audiencia Provincial de Pontevedra, después de que por unanimidad el jurado declarara culpable al reo. Sin duda, cuando se publique, su lectura nos clarificará los extremos de la argumentación jurídica. De cualquier forma, lo que ahora pretendemos es analizar los dilemas en torno a la prisión permanente revisable.

Desde la óptica sociológica, punto de vista que a veces descuidamos los juristas, se ha consolidado en nuestro país la idea de que las penas son bajas, de que casi nadie va a la cárcel y de que algunos criminales no deberían salir de ella.

En las dos primeras cuestiones el imaginario colectivo se equivoca, como revela una lectura comparativa de nuestro Código Penal con sus homólogos europeos, o el hecho de que en España haya un 32% más de población carcelaria con respecto a la media de la UE. La tercera, en cambio, puede someterse a debate.

En la UE la mayoría de países, salvedad de Portugal y Croacia, contemplan la cadena perpetua en una modalidad más o menos parecida a la prisión permanente revisable española. Este simple dato revela que ninguna de las normas jurídicas internacionales directamente aplicables en nuestro país, más concretamente el derecho de la Unión Europea y el Convenio Europeo de Derechos Humanos, resultan incompatibles con las diferentes modalidades de la prisión perpetua.

La propia Exposición de Motivos de la LO 1/2015 hace referencia a las sentencias del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos (en adelante “TEDH”) en los casos Kafkaris vs. Chipre, Meixner vs. Alemania, Bodein vs. Francia, y Hutchinson vs. Reino Unido en las que el TEDH, según el legislador español, “ha declarado que cuando la ley nacional ofrece la posibilidad de revisión de la condena de duración indeterminada con vistas a su conmutación, remisión, terminación o libertad condicional del penado, esto es suficiente para dar satisfacción al artículo 3 del Convenio”, avalando así la prisión permanente revisable.

Dando por buena la interpretación del legislador sobre la jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo, quedaría analizar el encaje de tal punición en nuestro texto constitucional.

De la prescripción del art. 25.2 de la Constitución (las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”) provienen las mayores reservas a este respecto. La sola posibilidad de mantener a alguien de por vida en la cárcel no parece ajustarse muy bien a los fines de reeducación y reinserción social. Sin embargo, la presión permanente revisable no abdica de rehabilitación del condenado –al menos no sobre el papel- ya que su regulación del tercer grado y suspensión de la ejecución (artículos 78bis y 92 del Código Penal) fija unos horizontes temporales definidos a partir de los cuales no se permite al Estado mantener al condenado privado de libertad, salvo que constate que no se ha rehabilitado de la causa que le llevó a prisión. Si hasta que se cumple tal fecha, la pena ha estado orientada a la rehabilitación, es decir, a que pueda alcanzar el tercer grado y/o la suspensión, esta medida punitiva supera su primer escollo de posible inconstitucionalidad.

Tales límites temporales se configuran, así mismo, como garantía de que la pena no será inhumana o degradante por desconocer el condenado cuánto se prolongará su presidio. Este sabe que entre los 25 o 35 años -según el tipo y número de delito cometidos- el tribunal está obligado de oficio a revisar su caso para estudiar concederle la suspensión de la pena. En caso de denegárselo, cada dos años deberá de nuevo proceder a una revisión de oficio.

En cualquier caso, bajo prisión permanente revisable, el sujeto tiene unas fechas límite que una vez transcurridas establecen que sólo puede permanecer en prisión si el Tribunal considera que sigue sin rehabilitarse. Cuestión más dudosa es la adecuación constitucional de esta inconcreción que puede degenerar en inseguridad jurídica. ¿Cómo se determina la rehabilitación en términos jurídicos? E incluso más recelos se desprenden sobre la previsión para delitos de terrorismo, pues se condiciona la suspensión a mostrar “signos inequívocos de haber abandonado los fines y los medios de la actividad terrorista” y a haber colaborado con las autoridades (artículo 92 del Código Penal).

Una interpretación literal de este último precepto plantea la incógnita de qué sucede con los terroristas que no pudieran colaborar con las autoridades o que decidieran colaborar con ellas cuando la información que pudieran aportar careciera de utilidad. Más inquietante es la idea de que abandone “los fines”. El terrorismo no es aceptable para el Estado de Derecho, pero sus “fines” –v.g. independencia de Euskal Herria, pueden ser una causa política perfectamente legítima, que de conculcarse confrontaría el Código Penal con la libertad ideológica –y en su caso, libertad de expresión-, ambos derechos fundamentales de nuestra constitución (arts. 16.1 y 20 CE) y también recogidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos (arts. 9 y 10) y en la Carta de Derechos Fundamentales de la UE (arts. 10 y 11).

Sin perjuicio de que algún terrorista vuelva a acabar en Estrasburgo, sobre estas cuestiones habrá de pronunciarse el TC cuando resuelva los recursos de inconstitucionalidad interpuestos respectivamente por la oposición y el Parlament de Catalunya. Además, por primera vez en su historia, quizás el Más Alto Tribunal se pronuncie sobre si las penas privativas de libertad tienen en nuestro ordenamiento jurídico alguna clase de límite temporal al margen de que se les exija encaminarse a la rehabilitación del penado.

Quisiera concluir con una reflexión en términos político-criminales. Hay que plantearse que la prisión permanente revisable puede recaer sobre dos tipos de personas. Por un lado, tenemos a aquellos sujetos que pueden reinsertarse en la sociedad; por otro, a quienes nunca podrán rehabilitarse. Por mucho tiempo, la existencia de los últimos ha sido un tabú que ahora empezamos a afrontar. La psicopatía y la psicopatía sexual son unos buenos ejemplos de tales sujetos a los que hoy día la ciencia no sabe cómo tratar. Legítimamente la sociedad se pregunta por qué el Estado los deja en libertad después de haber detectado a uno y quizás, sólo quizás, debamos empezar a considerar que no debe hacerlo.

Hay que recordar que la psicopatía no deja efectos en sede de culpabilidad, pues no impide al sujeto entender la ilicitud de sus actos. Esto obliga en la actualidad a enviar a la cárcel a un sujeto que sabemos de entrada que no puede rehabilitarse. Este punto es quizás el más necesario de reforma.

Aunque afrontemos el hecho de que algunos criminales no son susceptibles de rehabilitarse, de lege ferenda, el legislador nunca debería perder de vista la perspectiva rehabilitadora que debe presidir las instituciones penitenciaras. Si tales sujetos deben permanecer de por vida privados de libertad, quizás la cárcel no sea el sitio más adecuado y haya que establecer mecanismos adecuados para garantizar su ingreso y, en su caso, rehabilitación en un centro psiquiátrico especializado.

 

HD Joven: Más patriotas

La semana pasada, los editores de HD Joven estuvimos hablando entre nosotros (técnicamente, escribiendo; ya saben que ahora gran parte de la comunicación se produce a través de WhatsApp) sobre la semana del “World Pride” y la oportunidad de escribir al respecto. Aprovechamos nuestra colaboración mensual con Qué Aprendemos Hoy para publicar un serial de artículos sobre la regulación de los derechos del colectivo LGTBIQ+ en España y en el resto del mundo (aquí, aquí y aquí).

El fin de semana acudimos a la celebración del Orgullo y advertimos que, tanto en la manifestación (acto central) como en la posterior algarabía que se extendía por las abarrotadas calles de Madrid, ondeaban banderas de prácticamente todos los países del mundo, salvo la de uno: el anfitrión. Ello nos llevó a plantearnos el que ahora es el tema principal de este post: ¿por qué los ciudadanos españoles somos tan reticentes a enorgullecernos de nuestro país y de nuestra bandera? ¿Será que todavía heredamos la vetusta carga de una guerra y un régimen dictatorial que muchos ni siquiera vivimos? ¿O traerá esto causa en la utilización con fines políticos que se ha venido haciendo de la (no) exhibición de la bandera tanto en un sentido como en el otro?

A muchos, la simple formulación de las anteriores preguntas les bastará para situarnos políticamente en la derecha, sino en la extrema derecha (desgraciadamente, hoy la política está plagada de etiquetas y eslóganes…). Les pedimos por favor que nos dediquen un poco más de tiempo, pues esto no va de partidos políticos, sino de países.

España es el tercer país del mundo que se lanzó a aprobar la Ley de Matrimonio Homosexual (Ley 13/2005); de hecho, incluso antes de aprobarse, la ley ya contaba con un amplio consenso de la ciudadanía (más de dos tercios). Tras la aprobación de ésta y otras normas surgidas en favor del colectivo LGTBIQ+, analizadas en el primer post del serial antes mencionado, nuestro país se ha convertido en el más tolerante con dicho colectivo. Eso debería ser motivo suficiente de #orgullo.

Es cierto que tenemos mucho trabajo por hacer. Todavía hoy, el número de agresiones que sufre este colectivo es alarmante e intolerable, pero ello no obsta para que nos sintamos orgullosos de que nuestro país, al menos a este respecto, haya sido pionero en la regulación de estos derechos. Como decíamos en nuestro serial, es preciso recordar que 73 países aún castigan penalmente las prácticas homosexuales por considerarlas aberrantes y contrarias a la ley (en 10 de los cuales el castigo es la pena de muerte) y que en muchos de los países más avanzados del mundo no existe regulación.

Eso en cuanto al particular asunto del matrimonio entre personas del mismo sexo, pero ¿qué hay de la cuestión de las banderas? Sin pretender abordar un recorrido histórico por los motivos que llevan a ciertos partidos a reivindicar la bandera de la Segunda República, los colores de la actual bandera nacional lo llevan siendo desde finales del siglo XVIII, salvo el referido periodo republicano (1931-1939). Es decir, que ha sido nuestra bandera durante más de 200 años, en los que ha habido diferentes formas de Gobierno: desde la monarquía absolutista, pasando por la dictadura, hasta nuestra actual monarquía parlamentaria.

A nadie se le escapa que fue precisamente la recuperación de la bandera rojigualda que acompañó a la instauración de la dictadura franquista, y durante los casi cuarenta años siguientes, la que provocó que una parte de la ciudadanía la relacionase con dicho régimen y, por ende, con las ideologías fascistas. Así, gran parte de los partidos (de izquierda y, particularmente, de los sectores republicanos) nunca han acabado por asumir los colores de la actual bandera como propios. De hecho, es bastante inusual que en las manifestaciones que se convocan en nuestro país, como la del pasado sábado con motivo del Orgullo, se pueda atisbar a alguno de sus participantes portando nuestra enseña nacional, siendo las banderas republicanas, o incluso otras más polémicas, más habituales.

Resultó bastante polémico para determinados sectores de nuestro país el gesto que tuvo el actual Secretario General del PSOE, Pedro Sánchez, cuando apareció durante el acto de su proclamación como candidato a la presidencia para las elecciones generales del 20 de diciembre de 2015 delante de una enorme bandera de España. Gesto que fue, a nuestro modo de ver, uno de los mayores aciertos que tuvo el otrora candidato socialista para desterrar ciertos rechazos que ha tenido tradicionalmente el sector más izquierdista del partido con nuestra enseña.

Para ser justos en el reparto de culpas, no debemos obviar que el origen de esta situación no es por completo ajeno a los sectores sociales y partidos políticos más escorados a la derecha. En este sentido, el excesivo uso por parte de estos grupos de la bandera rojigualda (en cierto modo, haciendo de la misma patrimonio propio y excluyente) ha servido para confirmar en sus creencias a los del otro lado de la trinchera. Los extremos no sólo se tocan (como se suele decir) sino que en ocasiones se retroalimentan.

Comoquiera que sea, a día de hoy, nuestra bandera está estigmatizada por nosotros mismos, igual que nuestro país. Lo peor de todo es que, en efecto, tenemos que atribuir esta situación casi en exclusiva al uso partidista que –por unos y por otros– se ha llevado a cabo. Este hecho, per se, debería ser suficiente para desacreditar cualquier etiqueta. La bandera debe ser un elemento (simbólico) del Estado con carácter neutro y finalidades identitarias que nada tienen que ver con el enaltecimiento de una dictadura, la apología de una ideología conservadora o, en fin, nada que suponga un menoscabo en los derechos alcanzados a este punto no sin esfuerzo. Sólo la ciudadanía puede revertir el uso ilegítimo que de la bandera nacional han hecho los partidos políticos.

Quizás digamos esto porque pertenecemos a esas nuevas generaciones a las que la Guerra Civil les suena como algo terrible, sí, pero muy lejano, por lo que no existe entre nosotros tanto debate sobre qué representa o deja de representar nuestra actual bandera constitucional.

Para nosotros, no hay duda: la enseña nacional que tenemos a día de hoy es la única que representa a todos los ciudadanos españoles y bajo la cual cabe cualquier tipo de ideología y pensamiento. Y es la que debería seguir vigente en el futuro, aún cambiando la forma de gobierno de nuestro país y volviendo –quién sabe– a ser una república.

La excepción, nada baladí, de toda esta historia la encontramos en el deporte. Fernando Alonso, Rafa Nadal, Pau Gasol, Alberto Contador, Javier Gómez Noya, Mireia Belmonte, las selecciones nacionales de fútbol, baloncesto y un largo etcétera llevan años despertando los instintos patrióticos más primarios. Las hazañas deportivas hacen florecer banderas nacionales decorando los balcones, multiplican la venta de camisetas y otros signos representativos de España, provocan desplazamientos y concentraciones de miles de personas y, por supuesto, despiertan sentimientos de todo tipo a lo largo y ancho del territorio nacional.

Esta época de éxitos deportivos concatenados que vivimos desde hace unos lustros pareciera demostrar que el rechazo al símbolo nacional es más deliberado que instintivo y que requiere de una actitud consciente y premeditada de menosprecio a la bandera. ¿Es esa asociación –consciente o asimilada– entre ideología y aceptación o rechazo a la bandera española la que provoca el aparente desapego? Es posible que la militancia doctrinal requiera de asideros más estéticos que reales.

Y es por todo ello que creemos justo reivindicar la neutralidad de nuestra bandera y la recuperación de una suerte de entusiasmo nacional que elimine los prejuicios que sobre ambos arrastramos, sobre todo cuando se trata de prejuicios que, en este caso y en estos tiempos, ni siquiera parecen sustentarse por ninguna razón de peso.

Fue España quien decidió proteger al colectivo LGTBIQ+. Una España de consenso que agrupaba a personas de todos los sectores de la política nacional. Y es la bandera de España la que mejor representa lo que debiera enorgullecernos: que nuestro país es tolerante.

 

Fuente primera imagen: Actuall

Fuente segunda imagen: Javier Ramos

HD Joven: Un nuevo episodio de la batalla entre Uber y los taxistas

Hace algunas semanas tuvimos novedades acerca de un asunto que puede marcar el futuro de la llamada “economía colaborativa”. Me refiero a las conclusiones emitidas por el Abogado General del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), D. Maciej Szpunar, a propósito de la cuestión prejudicial planteada por el Juzgado de lo Mercantil nº 3 de Barcelona, tras una demanda presentada por la Asociación Profesional Élite Taxi -agrupación de taxistas de la Ciudad Condal- contra Uber, solicitando que se sancionara a ésta por competencia desleal, prohibiéndole, además, la prestación de servicios de transporte.

Ante dicho planteamiento, el Juzgado decidió solicitar la interpretación del TJUE, para la calificación de la actividad de Uber como empresa de servicios de la sociedad de información o de transporte.

Esta disquisición es nuclear, puesto que dependiendo de cómo se califique la actividad que lleva a cabo dicha sociedad, las consecuencias son completamente opuestas. Por un lado, en el caso de que se califique a Uber como empresa de la sociedad de la información, se le aplicaría, entre otras, la Directiva 2000/31/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 8 de junio de 2000, no requiriendo licencia o autorización alguna para operar, acogiéndose al principio de libre prestación de servicios que proclama la norma para ese tipo de servicios. Por el contrario, en el supuesto de que se calificase su actividad como incluida en el sector del transporte, se les podría exigir operar a través de licencias u otro tipo de requisitos que determinen los Estados miembros.

Pues bien, en este caso, el Abogado General, en sus conclusiones, se ha puesto del lado del sector del taxi, al calificar a Uber como una sociedad que presta un servicio mixto, esto es, que parte lo ofrece como servicio de la sociedad de la información y otra parte no, a la cual no se le puede aplicar la Directiva de la sociedad de la información, ya que considera que (i) la prestación que no se facilita por la vía electrónica (esto es, la del transporte de personas), no es económicamente independiente de la facilitada mediante la vía electrónica, como podría ser las plataformas intermediarias en la compra de billetes de avión o la reserva de hoteles; (ii) unido a que “los conductores que circulan en el marco de la plataforma de Uber no ejercen una actividad propia que exista de manera independiente de dicha plataforma”; y, en último lugar, porque (iii) “Uber controla los factores económicamente relevantes del servicio de transporte urbano ofrecido”.

Adicionalmente, D. Maciej Szpunar menciona una serie de actuaciones que realiza la sociedad, como imponer a los conductores condiciones para formar parte de ella, premiar económicamente a aquéllos que realizan muchos trayectos,  llevar a cabo un control sobre la calidad del servicio que prestan los conductores además de determinar el precio del servicio.

Todo ello lleva al Abogado General a determinar que la prestación de servicios de transporte es la actividad principal de Uber, y, por lo tanto, no puede ser considerado como un mero intermediario que pone en contacto a pasajero y conductor. Calificando la actividad que lleva a cabo como de “organización y gestión de un sistema completo de transporte urbano bajo petición” (sic) y proponiendo al Tribunal la calificación del servicio ofrecido por Uber como servicio en el ámbito del transporte, lo que llevaría a quedar sometida a las exigencias impuestas por los Estados miembros a los transportistas para poder prestar sus servicios en cada país.

¿Seguirá el Tribunal de Justicia de la Unión Europea el criterio del Abogado General? Lo veremos en los próximos meses, si bien, hay algo que parece evidente: decida lo que decida el Tribunal, habrá un antes y un después de dicha sentencia para el mundo de la “economía colaborativa”, ya que sus efectos se podrían aplicar a otras plataformas que también operan de una manera similar a Uber, aduciendo que solo son intermediarios, como Airbnb o Blablacar (en cuanto a éste último, resulta muy útil el artículo publicado en este blog a propósito de la última sentencia de un Juzgado de lo Mercantil de Madrid).

Si bien, en el caso de que el Tribunal determine que no se les puede aplicar la normativa de las sociedades de los servicios de la información, sino la relativa al sector en el que operan -véase hostelería o transporte-, los Estados miembros podrían exigirles las autorizaciones y licencias que se demandan a otros operadores del sector, como los taxis o los hoteles, lo cual haría tambalearse el negocio del sector.

Lo cierto es que dichas nuevas plataformas se aprovecharon en un primer momento de los vacíos legales que se encontraron para operar en los diferentes ordenamientos sin tener que cumplir con ninguna exigencia legal, al contrario que sus competidores. Aunque no lo es menos que, ciertas empresas, como Uber, se han adaptado en los últimos tiempos, en parte, al actual marco normativo con la solicitud de las licencias VTC. Asimismo, parece más que evidente que este tipo de compañías no son meros intermediarios, sino que tienen una influencia importante en el servicio final que se presta. Nadie se plantea equiparar la influencia que pueden llegar a tener en el servicio o producto que se ofrece al consumidor plataformas intermediarias como Booking o Skyscanner -las cuales sí que ofrecen indudablemente un servicio de la sociedad de la información-, con la que tienen Uber o Cabify.

Como ya indicamos los editores de HD Joven en el capítulo dedicado a la economía colaborativa del reciente libro de Sansón Carrasco, “Contra el capitalismo clientelar”, es necesario resolver la situación de incertidumbre jurídica en la que vivimos con respecto a esta nueva realidad, realidad que por cierto ha venido para quedarse, con una legislación acorde y precisa –que no abundante- sobre la materia, sin olvidarnos de desregularizar los sectores tradicionales a los que se les exige unos requisitos demasiado estrictos para operar. Utilizando una frase del antiguo primer ministro de Finlandia, Jyrki Katainen, el objetivo debería ser “impulsar un entorno regulatorio que permita la creación de nuevos modelos de negocio, al tiempo que se protege a los consumidores y se aseguran condiciones fiscales y laborales justas”. Está claro que es fácil decirlo, más difícil llevarlo a la práctica, pero debemos intentarlo.

Mientras tanto, la batalla en los tribunales parece que no dará tregua, por mucho que se pronuncie el TJUE,  ya que acabamos de conocer una sentencia del Juzgado de lo Mercantil nº 12 de Madrid, que ha desestimado íntegramente la demanda interpuesta por la Federación Profesional del Taxi de Madrid contra el otro gran enemigo del sector, Cabify, dictaminando que esta última no ha incurrido en competencia desleal, ni ha violado normativa alguna relacionada con el transporte, puesto que las conductas que se denunciaban no podían ser cometidas por una empresa que actúa como intermediara y que no ha quedado acreditado que Cabify obligue a los titulares de las licencias a cometer ninguna infracción, ni que con las supuestas infracciones denunciadas, entre las que se encontraban circular captando clientes o sin disponer de hoja de ruta, haya obtenido ventaja competitiva alguna respecto a los taxis. Como pueden ver, el debate está servido, quizás, ¿hasta el pronunciamiento del TJUE? Permítanme que lo dude.

HD Joven/Universidad, sí: Educar a educarse

Este martes, los responsables de Hay Derecho Joven comenzamos una colaboración con “Universidad, sí”. Esta colaboración tendrá un carácter mensual o bimensual y consistirá en la publicación en la página web de “Universidad, Sí” de artículos de carácter científico sobre asuntos relacionados con la educación, que después serán reproducidos en la página web de la Fundación Hay Derecho. El primer artículo de la colaboración fue escrito por Ignacio Gomá Garcés (vean link aquí) y es el siguiente:

Hace más de 2.400 años, en el famoso Templo de Apolo de la ciudad de Delfos fue inscrito un aforismo que venía a recoger, en sólo cuatro palabras, uno de los principios fundamentales de la inconmensurable filosofía griega: “Conócete a ti mismo”. A menudo atribuida a Sócrates, esta breve ley, tan estudiada y analizada a lo largo de los tiempos, todavía no se ha puesto en práctica, a pesar de que hoy todos la aceptan como indiscutible y a pesar de que a todos nos la enseñan en el colegio.

Este hecho es revelador porque muestra una deficiencia intrínseca de nuestro sistema educativo. Vaya por delante que no soy ningún experto en educación, sino un atento e incansable observador de la misma, en parte porque parece erigirse como el centro y origen de todas las cosas. Y es que, cuandoquiera que participe en un debate sobre un tema de actualidad y a medida que profundizo en el mismo con mi interlocutor, pronto ambos llegamos a la conclusión -y, esta vez sí, a un acuerdo- de que el problema es de la educación. Ya sea sobre las elecciones, sobre la formación del abogado (la menciono porque es mi profesión) o sobre el auge de los llamados “desmemoriados” (término que utilizan los historiadores Jean-Claude Barreau y Guillaume Bigot para referirse a aquéllos, tan comunes hoy en día, que han quedado sin pasado simplemente por haberlo olvidado -refiriéndose al bajo nivel de Historia que tienen los millennials franceses), siempre se presenta el mismo dilema. El dilema es tan recurrente porque todo español se encuentra repetidamente ante la misma encrucijada: inevitablemente obligado a arrastrar sus carencias a lo largo de su vida y desprovisto de las habilidades requeridas para desprenderse de ese lastre.

Como en un círculo vicioso (téngase en cuenta que estoy generalizando y que soy consciente -incluso a través de mi propia experiencia- de que no siempre es así), los profesores, herederos de un sistema insuficiente en muchos aspectos, transmiten esas mismas insuficiencias a sus alumnos. De ahí que afirme que la forma en que estudiamos a Sócrates en la escuela demuestra tanto un ejemplo de las fallas del sistema como una pura contradicción: es prueba tanto del indudable valor que al pensamiento socrático le atribuimos como de una profunda insensibilidad respecto al mismo, pues no cabe duda de que no practicamos sus enseñanzas, sino que tan sólo las memorizamos. Y todo ello, en definitiva, evidencia que algunas de las carencias de nuestro actual sistema educativo son consustanciales a éste y, por tanto, de más difícil solución.

En efecto, las insuficiencias del sistema educativo se manifiestan en diversos aspectos, pero más que nunca en el plano personal, lo cual es a mi juicio más grave. Durante nuestra etapa escolar y universitaria, nuestros educadores insisten constantemente en el aprendizaje memorístico y de datos, pero no en el aprendizaje sobre uno mismo (“conócete a ti mismo”) y sobre las herramientas (emocionales, sociales, intelectuales) de que todos disponemos, pero a las que sólo unos pocos saben sacar partido.

En lo que a mí respecta, nadie en el colegio me enseñó a ser persona y nadie en la Universidad me enseñó a ser un buen abogado o jurista. Quizás por ello se dice que la carrera de Derecho consiste simplemente en memorizar; en parte es cierto, pero no debería ser así. La ciencia del Derecho es un buen ejemplo de todo esto porque el estudio de la norma, por un lado, y su aplicación, por otro, con frecuencia distan de parecerse, por lo que tan importante como estudiar y aprehender su significado es saber cómo aplicarla; no bastando, en ningún caso, sólo lo primero.

Como sabiamente dice un proverbio chino, muy manido últimamente en política, “regala un pescado a un hombre y le darás alimento para un día, enséñale a pescar y lo alimentarás para el resto de su vida”. Está bien obligar a los alumnos a leer a Calderón de la Barca, pero lo ideal sería transmitirles la pasión por la lectura. Está bien que un alumno acumule un conocimiento notable de Filosofía, pero de poco le servirá si no está acostumbrado a razonar. Está bien que un estudiante de Derecho sepa recitar una ley con los ojos cerrados, pero de poca utilidad le resultará si no es capaz de convencer del espíritu de la misma a un juez o de comunicársela de forma comprensible a un cliente; en el día de mañana, nadie acudirá a ti para que le recites artículos del Código Civil de memoria, sino única y exclusivamente para que les resuelvas un problema. Y, para ello, es necesario pensar, mostrar empatía, tener capacidad de comunicación, ser persuasivo y hacer uso de otras muchas habilidades que permiten unir una buena idea con su puesta en práctica, que es, en definitiva, para lo que estudiamos: para ejercer una profesión útil para la sociedad.

Habilidades como hablar en público, aprender a razonar o trabajar en equipo se dejan a un lado cuando han demostrado ser relevantes para el éxito en la vida; personal, familiar y profesional. Son particularmente interesantes, a este respecto, los estudios de Daniel Goleman respecto de la inteligencia emocional y social, en los que demuestra que las habilidades emocionales y sociales devienen cruciales, no sólo para el desarrollo profesional, sino también para la felicidad y éxito del individuo.

La vida y el futuro, por definición, nos deparan circunstancias imprevistas y nuevas, contra las que nunca nos habremos enfrentado antes y, por ello, más que una acumulación ingente (si es que lo es) de datos, que es igualmente precisa, nos urge aprender a usar los instrumentos de que disponemos para desenvolvernos exitosamente en la vida. Sin embargo, al menos por mi experiencia, durante la etapa escolar y universitaria se ignora que una parte importante del aprendizaje debe producirse a través de la experimentación y, a través de ésta, de la crítica. Cuando un adolescente desarrolla la pasión por la lectura, o cuando aprende a ser crítico y constructivo con su entorno o empático y comprensivo con los demás, o cuando asimila la cultura del esfuerzo o la importancia de situarse en el lugar y en el tiempo en la Historia, el resto viene solo.

Lo que hace más de dos milenios dijera Sócrates, hoy continúa siendo una realidad. Y si un filósofo de su talla supo resumir en cuatro palabras gran parte de un pensamiento a primera vista inabarcable, creo que hoy puedo extrapolar esas mismas palabras a la cuestión educativa y afirmar que lo más importante que debería haber aprendido en mi etapa escolar es a conocerme a mí mismo para que, hoy, hubiera podido sacar lo mejor de mí, por mi propio bien y, al fin y al cabo, por el de todos. Y es que si me hubieran enseñado a educarme en el colegio, no habría necesitado volver más.

HD Joven: ¿Emprendedor? ¿Tiene una Start-up? Cómo cumplir con sus obligaciones legales

Sé que nuestros lectores esperaban una entrada sobre la reciente moción de censura… Nada de eso, dejémonos de circos innecesarios y atendamos a los temas que realmente preocupan.

Si tienen una idea de negocio y aún no se atreven a dar el siguiente paso por la incertidumbre que suscita la metodología jurídica para darle forma; incluso si ya están en la operativa en su fase semilla, espero que este post les sea de utilidad y les proporcione los tips necesarios para eliminar dudas que, créanme, son difíciles de solventar a no ser que acudan a un abogado.

Intentaré hacerlo, además, de forma clara y sencilla para que personas sin formación en derecho se formen un esquema claro al respecto.

En primer lugar, es preciso diferenciar dos ramas obligacionales que el emprendedor deberá asumir cualquiera que sea la forma jurídica que elija para vehicular su negocio –al margen de las obligaciones administrativas para algunos sectores regulados-:

– Obligaciones con la Seguridad Social.

– Obligaciones fiscales.

Sobre estas bases, existen principalmente, por sus ventajas ante el resto, tres formas distintas de constituir su negocio:

1. Régimen de empresario individual (o trabajador por cuenta propia/autónomo).

2. Constitución de una sociedad mercantil (Sociedad Limitada).

3. Comunidad de bienes.

En mi opinión, adoptar la forma de sociedad mercantil sólo tendrá sentido si con su constitución se pretende:

a) Protegerse ante acreedores en caso de necesidad de inicio de operaciones con apalancamiento (financiación externa). Teniendo en cuenta que la Sociedad Limitada tiene personalidad jurídica independiente a la de los socios que participan en ella, en principio solo respondería el patrimonio de la misma ante futuras deudas.

b) “Dividir el pastel”, si me permiten la expresión, entre los dos o más socios que inicien el negocio. Es la forma más efectiva para que la participación de cada socio quede perfectamente delimitada en forma de porcentaje de participaciones sociales (acciones, en Sociedades Anónimas).

Por su importancia, sin ánimo de ser reiterativo, repito que estos dos son los únicos puntos ventajosos de la sociedad mercantil frente al empresario individual o la comunidad de bienes.

Todo lo demás son desventajas a nivel burocrático, pecuniario (costes de constitución y mantenimiento) y de cumplimiento normativo (al menos uno de los socios deberá cumplir con las obligaciones sociales correspondientes*, además de las fiscales por parte de la sociedad en general). Está bien, si me apuran, puede que encuentre un tercer punto que gira en torno a la futura venta de tu idea materializada en una empresa exitosa, aunque el know-how, que suele ser lo más valioso, se adquiere independientemente de la forma legal con la que inicies tu negocio.

*¡OJO! Si al final deciden constituir una sociedad, es posible evitarse el que uno de los socios deba de darse de alta en el RETA para cumplir con sus obligaciones sociales.

¿Cómo? Dando entrada a un socio minoritario (un familiar, amigo de los socios, etc), que será el administrador “activo” de la sociedad, no retribuido, pero que, por su condición de socio sin participación de control (dándole, por ejemplo, el 1% del capital social), quede exento de darse de alta en el RGSS o RETA. Los otros socios (de control; titulares de la mayoría del capital social) serán “pasivos”, porque en teoría no realizarán tareas de ni de gestión ni de organización) y por ello tampoco deberán darse de alta en ningún régimen de la Seguridad Social.

Si es usted un emprendedor individual, o su socio es alguien de mucha confianza –familiar-, y por lo tanto no precisa “dividir su pastel” (ojo con esto), recomiendo iniciar su operativa como empresario individual, dándose de alta en el Régimen Especial de Trabajadores Autónomos (RETA) y en el censo del Impuesto sobre Actividades Económicas con el modelo 037 a su disposición en la página de la Agencia Tributaria. De este modo, estaría cumpliendo con las obligaciones mencionadas anteriormente; sociales, por un lado, y fiscales, por otro.

Una vez cumpla con estos requisitos para el inicio de la actividad, solo deberá pagar su cuota de autónomo, beneficiándose de la llamada “Tarifa Plana”, según la cual, si es menor de 30 años, y cumple otros requisitos menores, abonará mensualmente 50€ de cuota durante el primer año.

¡OJO! A priori cualquier persona que efectúe una actividad por cuenta propia estaría obligada a darse de alta en el RETA y pagar sus cuotas. Y digo a priori porque no es algo pacífico, ya que existe abundante jurisprudencia que excluye a ciertas personas de esta obligación, todo ello a partir de la Sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Supremo de 29 de octubre de 1997, que estableció a grandes rasgos la necesidad de que la actividad por cuenta propia sea habitual y con fines lucrativos para que la persona esté obligada a darse de alta en el RETA.

Por tanto, como es el caso de muchos emprendedores, si su actividad principal es otra (y está dado de alta en el Régimen General de la Seguridad Social trabajando por cuenta ajena con un empleador) y además no supera el umbral del salario mínimo interprofesional percibido en un año natural con su start-up, puede quedar excluido de la obligación de alta en el RETA.

Fiscalmente, deberá presentar de forma trimestral sus declaraciones de IVA e IRPF. Ahora bien, tenga en cuenta que ciertas actividades podrán beneficiarse del llamado Recargo de Equivalencia como régimen especial de IVA, según el cual el autónomo pagará un IVA más alto del habitual a sus proveedores (5,2% más 21%) a cambio de no tener que presentar declaraciones de IVA a Hacienda. Una notoria ventaja para el pequeño emprendedor. Sin embargo, ya que no declara el IVA repercutido, tampoco podrá deducirse el IVA soportado. Por otro lado, lamentablemente, no es compatible este régimen especial para la actividad de comercio electrónico.

Por último, en cuanto a las comunidades de bienes, es la opción más recomendada para aquellos emprendedores que inicien una actividad por cuenta propia (cuando se trata de dos o más comuneros) y desean fijar una política de retribuciones y participación en las pérdidas y las ganancias. Cada uno de ellos será autónomo y deberá cumplir con los requisitos antes expuestos ya que la comunidad de bienes carecerá de personalidad jurídica propia. La verdad es que se trata de un híbrido entre sociedad mercantil y empresario individual y es muy recomendable para aquellos que desarrollen una actividad paralela por cuenta propia y deseen fijar ciertos pactos entre ellos ahorrándose la constitución de una Sociedad Limitada.

En fin, que el tedioso camino legal para operar sin miedo no trunque el nacimiento de los proyectos que puedan rondar nuestras cabezas. Salgan rápido de este mal trago y embárquense en el maravilloso mundo del emprendimiento. ¡Adelante!

HD Joven: “Poder Judicial al rescate (cuando el Ejecutivo se disfraza de Legislador)”

“Es el legislador, y el Gobierno en desarrollo de la Ley, los que han tipificado las obligaciones en materia de seguridad privada y han tipificado como infracciones administrativas algunas de las contravenciones a dicha normativa, sin que pueda posteriormente el órgano sancionador incluir la conducta que considera ilícita, indistintamente, en cualquier tipo infractor.

Y la interpretación del contenido de los tipos sancionadores y el control del proceso de subsunción de los hechos probados en los preceptos aplicados es una función que, de acuerdo con lo establecido en el art. 117.3 CE, corresponde en exclusiva a los Jueces y Tribunales ordinarios.”

A la vista de esta conclusión que alcanza la Sala Quinta de la Audiencia Nacional en su Sentencia de 1 de febrero de 2017 (Rec. 138/2016), cabría preguntarse: ¿qué actuación habrá desarrollado el órgano sancionador a lo largo del expediente, para que la Audiencia Nacional le afee de esta manera la extralimitación en sus funciones?

En los últimos años, especialmente tras la crisis económica, es notorio que se ha experimentado un incremento de sanciones administrativas. Desde un punto de vista legal, esto no supondría mayor problema si la Administración se limitase a sancionar conductas que contraviniesen específicamente lo establecido en un tipo sancionador concreto. Pero lejos de esto, la Administración ha tendido en los últimos tiempos a intentar encajar con calzador cualquier tipo de conducta en los tipos que llevaban aparejadas las sanciones pecuniarias más elevadas. Precisamente, la resolución de la Audiencia Nacional resuelve sobre unos de estos casos.

La citada sentencia (obtenida en un procedimiento en el que he tenido la oportunidad de llevar la dirección letrada) confirma una del Juzgado Central de lo Contencioso-Administrativo, que anulaba una sanción que el Ministerio del Interior impuso a una empresa de seguridad por no comunicar un salto de alarma de robo y que llevaba aparejada una multa de 30.000 Euros. La infracción está regulada en el artículo 57.1.n) de la Ley 5/14, de 4 de abril, de Seguridad Privada, que considera infracción grave «La falta de transmisión a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad competentes de las alarmas reales que se registren en las centrales receptoras de alarmas privadas, incluidas las de uso propio, así como el retraso en la transmisión de las mismas, cuando estas conductas no estén justificadas».

Como se puede observar, el Legislador no reprocha a las empresas de seguridad que no se dé aviso de alarma a la policía cualesquiera que fueran las circunstancias, sino que únicamente sanciona cuando esta señal de alarma se registre, es decir, llegue a su central receptora de alarma, y no se comunique. En el citado expediente sancionador, la empresa de seguridad logró acreditar en vía administrativa mediante una pericial que la alarma no se registró en su central por causas ajenas a su servicio y que por eso no pudo comunicar el robo a la policía.

La policía, pese a dar por probado este hecho, continuó instruyendo el expediente sancionador, entendiendo que pese a que la conducta de la empresa de seguridad no encajase exactamente en el tipo, cabía interpretarlo en relación a otros artículos de la normativa de seguridad privada, alegando que si la señal de alarma no se registró fue debido a que la empresa de seguridad había elaborado un proyecto de instalación inadecuado. Llegados a este punto, es de resaltar que tal conducta (proyecto de instalación erróneo): (i) está tipificada en una norma de rango inferior (reglamento); (ii) no fue objeto de prueba alguna por parte del órgano sancionador a lo largo del expediente y; (iii) que conlleva una sanción menor 3.000 Euros.

De todo ello podemos concluir que el órgano sancionador, ante la evidencia de que la conducta de la empresa de seguridad no encajaba en el tipo, en lugar de archivar el expediente y en su caso iniciar uno nuevo al objeto de probar un indebido proyecto de instalación del sistema de seguridad, justificó la imposición de una sanción de 30.000 Euros aplicando analógicamente un precepto que describía una conducta que no había sido objeto del procedimiento, ni había sido probada (y que en todo caso, conllevaría una sanción 10 veces inferior a la impuesta conforme a otro tipo sancionador específico). Es decir, el órgano sancionador se extralimitó y, usurpando la función del legislador, al cerciorarse de que la conducta de la empresa no encajaba exactamente en el tipo por el que inicio el expediente, creó un tipo infractor frankensteiniano, elaborado a partir de varios tipos infractores menores.

Por todo ello la sentencia de la Audiencia Nacional, acertadamente señala lo siguiente: “debe confirmarse el razonamiento de la sentencia de instancia que la falta de comunicación de la alarma real a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, a que se refiere este tipo infractor, no describe el incumplimiento de la finalidad preventiva y de protección e instalación de sistemas adecuados a las características del establecimiento, obligación, como hemos visto, regulada y sancionada en distintos preceptos reglamentarios”.

Los abogados somos bastante pesimistas cuando acudimos al orden jurisdiccional Contencioso-administrativo, por aquella clásica leyenda –de sala de togas y pasillo de juzgado- relativa a que la Administración nunca falla en su contra, pero lo cierto es que durante estos últimos años, en los que el afán recaudatorio (vía sanciones) se ha redoblado por parte de la Administración, son los jueces de este orden los que –al igual que hicieran los del orden civil para proteger al ciudadano frente a los abusos de la banca-, están generando una doctrina jurisprudencial sólida en defensa de los intereses de los administrados.

La conclusión es clara: cuando el Derecho y la razón te asistan, continúa hasta las últimas consecuencias. Como acertadamente dijera el escritor británico Lewis Carroll; “Puedes llegar a cualquier parte, siempre que andes lo suficiente.”

HD Joven: Nuestros cómodos Ministros

En un artículo del año pasado, Irene Lozano defendía la necesidad de reformar el Reglamento del Congreso de los Diputados a fin de evitar que éste fuera “un lugar demasiado cómodo para el Gobierno”, como ocurre ahora. Y es que, en efecto, cuando debería ser el lugar más hostil de todos, el Gobierno se siente cómodo en el Hemiciclo, más aún en las distintas Comisiones.

Para quien dude de esta afirmación, no tiene más que ver la última comparecencia del Ministro Rafael Catalá en la Comisión de Justicia celebrada el pasado 10 de mayo ante los diversos escándalos acaecidos en el seno de la Fiscalía (que, por el momento, ya han provocado la dimisión de Moix). Acusado de manipular los nombramientos de los altos cargos del Ministerio Fiscal con intereses partidistas y de nada menos que presionar al Fiscal General del Estado y al Fiscal Anticorrupción para impedir el registro del domicilio de Ignacio González con ocasión de la investigación del “caso Lezo”, a Catalá en ningún momento le tembló el pulso durante las dos horas que permaneció bajo el escrutinio de los parlamentarios. Incluso se permitió, en un ejercicio de templada altanería, dar lecciones de captación de talento a los Diputados de la Comisión.

De algunos habituales de la Cámara baja he oído que todo empeoró sustancialmente con la proliferación de las redes sociales e Internet. Desde que los Diputados advirtieron que sus discursos tendrían un mayor efecto cuanto más espectaculares fuesen, comenzaron a dejar a un lado los aburridos tecnicismos de la actividad parlamentaria y, paralelamente, a tratar de protagonizar la escena. En definitiva, a tratar de salir en la tele.

Una prueba de esto es el vergonzoso espectáculo de Gabriel Rufián ante la comparecencia de Daniel de Alfonso, ex Director de la Oficina Antifrau de Cataluña, en la Comisión de Investigación de la utilización partidista del Ministerio del Interior. Baste decir que el señor Rufián terminó su intervención dirigiéndose a Daniel de Alfonso con un “hasta pronto, gánster, nos vemos en el infierno”. ¿Y cuál fue, después de todo, la conclusión de esta investigación? Que Rufián apareció en todos los medios.

Una comisión tan excepcional como la que tiene por objeto la investigación de las aspiraciones clientelistas de un Ministerio debería abordarse con un carácter mucho más profesional y técnico, con el objeto de desgastar a los comparecientes y obtener información valiosa que poder arrojar a los presuntos culpables. Pero ni el poco tiempo que duran las comparecencias ni lo poco atractivo que para el ciudadano puede esto resultar invitan a los Diputados a hacer bien su trabajo. El teatro es una prebenda que sale más rentable.

Pero esta situación no podrá sostenerse indefinidamente sin que el Congreso pierda su credibilidad institucional y la ciudadanía termine por retirarle su confianza. Una democracia y un Estado de Derecho que se precien, como ya decía el viejo Montesquieu, no pueden existir sin una separación efectiva de poderes. Y, si el control parlamentario no funciona, los checks and balances entre el Legislativo y el Ejecutivo se desvanecen, la ya existente crisis de legitimidad de las Cortes se acentúa y, finalmente, nuestra democracia se resiente.

Un Diputado de Unidos Podemos, Alberto Rodríguez, se vanagloriaba la semana pasada en Twitter de que su grupo parlamentario era el que más iniciativas había presentado de momento, un poco para contrarrestar un criterio que ha ido asentándose en los ciudadanos de que a los legisladores morados les gustan mucho los viajes en autobús, pero poco el trabajo parlamentario de verdad, que es menos espectacular, menos rebelde y, por qué no decirlo, más desagradecido. El gráfico que adjuntaba era el siguiente:

A día 30 de mayo de 2017, el número de iniciativas registradas en el Congreso por Unidos Podemos (como grupo parlamentario, dejando a un lado las iniciativas presentadas por sus Diputados a título personal) ya ascendía a 1.265. No obstante, atención, porque los datos son engañosos. De esas 1.265 iniciativas, la mitad (617 exactamente, el 49%) eran Proposiciones no de Ley (carentes de efectos jurídicos) y otras 559 (el 44%) eran solicitudes de comparecencias de autoridades ante la Cámara (y sólo 14 de ellas ante el Pleno). Entre el resto de iniciativas se encuentran 10 interpelaciones urgentes, 9 mociones y 20 leyes. Por tanto, pese a ser legisladores, el 98% de sus iniciativas no son legislativas.

A propósito, de entre las 20 leyes registradas, 15 no superan las 5 páginas (con su exposición de motivos incluida), 9 de ellas no pasan de 2 páginas y media y sólo una supera las 20.

Debe tenerse en cuenta que Unidos Podemos es el segundo partido más grande de la oposición y, si son éstas las cifras de las que presume, la eficacia del control parlamentario del Gobierno ya queda de por sí bastante desacreditada. Las cifras del Partido Socialista, por cierto, son muy parecidas, aunque ligeramente mejores.

En cualquier caso, lo peor es que el problema ni siquiera es de números, sino del tipo de iniciativas y de la forma en la que éstas se tramitan. Respecto del caso de Unidos Podemos, como veíamos, el grueso de las iniciativas son solicitudes de comparecencias y proposiciones no de ley. Las primeras sirven para establecer un canal de comunicación entre el Legislativo y el Ejecutivo, pero rara vez tienen especial repercusión y/o efectos reales. Respecto de las segundas, yo mismo defendí en un artículo la utilidad relativa de las proposiciones no de ley, en la medida en que, cierto es, no despliegan efectos jurídicos, pero su valor político sí es importante, pues permiten introducir un tema concreto en el discurso público, y dan salida a asuntos menores que, de otro modo, ni siquiera serían objeto de debate. Cuestión distinta es el uso exagerado que de ellas se hace. Sólo el número tan elevado de proposiciones no de ley debatidas, no en el Pleno, sino en Comisión (existen 35 comisiones en esta legislatura, sin contar las distintas subcomisiones y ponencias) desvirtúa uno de los dos únicos argumentos que le quedaban a esta iniciativa para sobrevivir. ¿Qué efecto político real tiene una proposición no de ley por la que se insta al Gobierno a que se posicione en el seno de la Unión Europea en contra de prorrogar el uso del herbicida tóxico glifosato (no me invento nada, pueden encontrar el contenido de la misma aquí), que próximamente será debatida en la Comisión de Agricultura y guardada, a partir de entonces y me atrevo a decir que para siempre, en un cajón?

En cualquier caso, ello no cierra el debate sobre la utilidad de otras muchas iniciativas parlamentarias que no presentan los grupos, sino los Diputados, como las preguntas escritas. El Gobierno rara vez se “moja” en sus respuestas, lo cual ya fue criticado por el Senador de Compromís Carles Mule cuando irónicamente preguntó al Gobierno: “¿Qué protocolos tiene adoptados el Gobierno ante la posibilidad de un apocalipsis zombi?”. El Gobierno, a propósito, respondió que no disponía de “protocolos específicos para dicha eventualidad, entre otros motivos, porque poco se puede hacer llegado ese momento”.

Similares críticas reciben las preguntas orales en Pleno. Hace no mucho tiempo yo mismo pensaba que aquellos debates que se televisaban desde el Hemiciclo eran principalmente espontáneos. Sin embargo, nada de eso: casi con una semana de antelación, los distintos miembros del Gobierno ya saben sobre qué les van a preguntar los Diputados. Y, a poca intuición que tengan, pueden incluso anticipar el discurso de sus adversarios y preparar sus correspondientes réplicas. Cierto es que, a fin de dar respuestas más trabajadas, es preciso conceder un margen de tiempo al Gobierno para que las prepare, pero ello no obsta para tratar de encontrar una fórmula que permita presionar verdaderamente al Gobierno, como, por ejemplo, que se puedan registrar preguntas con 24 horas de antelación o que una parte de éstas se formule in situ. Mariano Rajoy es conocedor de este problema y se ríe del resto de partidos, a mi juicio con cierta gracia. A Pablo Iglesias le tuvo esperando varios minutos mientras le explicaba la teoría de la división de poderes como si de un alumno de primero de Derecho se tratara (y leyéndolo de una hoja que probablemente no preparó él). Preguntado por los aforamientos, a Albert Rivera le respondió, tras otra explicación teórica simplona también leída directamente de una hoja que sostenía con la mano, que la reforma de los aforamientos era algo que no urgía y que “no por mucho madrugar amanece más temprano”. Como él cerraba el breve debate y sus 134 obedientes Diputados le iban a aplaudir de cualquier modo, el éxito dialéctico estaba garantizado.

Ante este panorama (el de Catalá, el de Rufián, el de Rodríguez y el de Rajoy, más común de lo que pueda parecer), la necesidad de tomar medidas es evidente. Y, como dije este martes en otro foro y al principio de este artículo, lo primero es abordar una reforma del Reglamento del Congreso. No soy, ni mucho menos, el primero que lo ha dicho. Así lo han advertido antes políticos, Letrados de las Cortes, juristas, periodistas y muchos más. El Reglamento requiere, de hecho, de una reforma integral, pero haré mías algunas de las propuestas recogidas por Pérez Alamillo en su sesudo trabajo: asegurar la espontaneidad en las preguntas orales al Gobierno, fortalecer las funciones de las comisiones de investigación, posibilitar las interpelaciones al Presidente del Gobierno, potenciar el protagonismo individual de los Diputados o proveer a éstos de formación parlamentaria específica. Cuestión distinta es que al partido del Gobierno, normalmente mayoritario, le interese aprobar esta reforma, pero lo cierto es que, tan sólo con estas pocas medidas, el control parlamentario del Gobierno incrementaría sustancialmente.

Y, hasta el momento, ¿cómo se encontrarán nuestros Ministros? Cómodos. Terriblemente cómodos. Y así lo estarán hasta que el Legislativo entienda que al Parlamento no se viene a comunicar. Al Parlamento se viene a parlar, a legislar y a controlar al Gobierno. Y ninguna de las tres, de momento, se hace demasiado bien.

HD Joven: La figura del becario, la polémica de Jordi Cruz y la jurisprudencia

Recientemente ha saltado a la opinión pública la polémica sobre si los becarios deberían o no deberían cobrar. Parte de esta disputa la ha sufrido el televisivo chef Jordi Cruz, quien afirmó que los becarios en su restaurante no cobran porque “estás aprendiendo de los mejores en un ambiente real, no te está costando un duro y te dan alojamiento y comida. Es un privilegio. Imagínate cuánto dinero te costaría eso en un máster en otro sector”. Y claro, el debate sobre si un becario debería cobrar o no, está servido. En este sentido, el diputado Alberto Garzón publicó en su cuenta de Twitter lo siguiente: “Justificar el trabajo no remunerado (sea de chefs sea de otra profesión) es un salto hacia atrás; concretamente hacia la esclavitud” (parece que conoce que un becario ni puede ni debe ser un trabajador). Asimismo, el economista Juan Ramón Rallo, defendió al chef diciendo: “tiene toda la razón cuando carga contra la demagogia […] Es evidente que tales empresarios no son hermanitas de la caridad que prestan formación de manera desinteresada y filantrópica, pero tampoco hay ningún motivo para exigirles que lo sean”.

En mi opinión, el problema de fondo real es que en España se está utilizando la figura del becario para cubrir puestos de trabajo que, dado el nivel de responsabilidad que se les exige, deberían corresponder a personas con contrato laboral, con todo lo que eso conlleva (derechos, obligaciones, etc). El puesto de becario está pensado para dotar a los jóvenes de un conocimiento práctico y en un ambiente laboral real, no para que realicen el trabajo de un profesional a bajo coste o gratis. Sólo cabría la posibilidad de no pagar al becario si la empresa estuviera invirtiendo realmente en su formación. En caso contrario, estaríamos ante un abuso de poder que acabará por terminar con dicha figura, permitiendo que políticos, como Alberto Garzón, hablen de esclavitud. Todos conocemos a alguien, si no lo hemos sufrido en nuestras propias carnes, al que una empresa le ha contratado bajo esta fórmula, siendo pagado, en el mejor de los casos, con un curso online que casi nunca se completa, para así poder formalizar un convenio de prácticas en lugar de un contrato de trabajo. Pero, ¿qué dice nuestro marco jurídico y la Inspección de Trabajo sobre este asunto?

La última norma dictada al respecto es el Real Decreto 592/2014, de 11 de julio, por el que se regulan las prácticas académicas externas de los estudiantes universitarios. En el artículo 2 del mismo, se establece que: “constituyen una actividad de naturaleza formativa realizada por los estudiantes universitarios y supervisada por las Universidades, cuyo objetivo es permitir a los mismos aplicar y complementar los conocimientos adquiridos en su formación académica, favoreciendo la adquisición de competencias que les preparen para el ejercicio de actividades profesionales, faciliten su empleabilidad y fomenten su capacidad de emprendimiento”, a lo que añade que: “dado el carácter formativo de las prácticas académicas externas, de su realización no se derivarán, en ningún caso, obligaciones propias de una relación laboral, ni su contenido podrá dar lugar a la sustitución de la prestación laboral propia de puestos de trabajo”. Además, en su artículo 3 se disponen los fines de las mismas, que deberán “contribuir a la formación integral de los estudiantes complementando su aprendizaje teórico y práctico, facilitar el conocimiento de la metodología de trabajo adecuada a la realidad profesional en que los estudiantes habrán de operar, contrastando y aplicando los conocimientos adquiridos, favorecer el desarrollo de competencias técnicas, metodológicas, personales y participativas, obtener una experiencia práctica que facilite la inserción en el mercado de trabajo y mejore su empleabilidad”. Todos estos fines tan loables, conforme al artículo 6 del mismo texto, deberán recogerse en un proyecto formativo que “deberá fijar los objetivos educativos y las actividades a desarrollar”.

Esto es lo que dice la norma que lo regula, es decir, que su contenido no “podrá dar lugar a la sustitución de la prestación laboral propia de puestos de trabajo”. Sin embargo, como todos conocemos, esto no es lo que está sucediendo últimamente. Son muchas las empresas que están utilizando esta figura para sustituir a puestos de trabajo con una relación laboral. Es cierto que si las empresas están recurriendo a este tipo de “fraude” -a pesar de ser el país del Lazarillo de Tormes y la picaresca-, quizás el debate no debería tratar sobre si los becarios deberían o no deberían cobrar, o de si se trata de esclavitud o no, sino que debería enfocarse hacia si nuestra legislación laboral permite, con suficiente flexibilidad, que las empresas puedan incorporar a jóvenes profesionales sin tener que recurrir a estas “artimañas” que desvirtúan a una figura que, bien utilizada, es positiva. También se podría debatir sobre si una empresa que no genera beneficios suficientes como para poder contratar personal, y a la que no le queda otra que tener que recurrir a la figura del becario no remunerado para poder contar con capital humano suficiente, debería seguir existiendo.

Que la figura del becario tiene que ser de carácter formativo, nos ayuda a entender la jurisprudencia y las decisiones que, en algunos casos, ha tomado la Inspección de Trabajo, como podemos comprobar en los siguientes ejemplos:

En primer lugar, la sentencia de 5 de mayo de 2014 del Juzgado de lo Social Nº 22 de Madrid. En ella se reconoció la existencia de relación laboral porque “los becarios se integran en el departamento de servicio al cliente […] y realizan las mismas funciones que el resto de los trabajadores del equipo, sin que […] elaborara un proyecto específico para las prácticas externas y sin que” se realizaran “funciones de tutoría”. En segundo lugar, la STS 4986/2015, donde se acredita la existencia de relación laboral porque aunque “el becario recibió al inicio una formación teórica durante la primera semana” y “estuvo aprendiendo el sistema informático” […] ”el resto del tiempo estuvo prestando servicios de cajero, ocupando el puesto de trabajo de otro trabajador que estaba de baja por incapacidad temporal y sin la presencia del tutor de la entidad que se encontraba en otra provincia, siendo sus tareas supervisadas por el resto de los empleados.”

Lamentablemente, estos dos ejemplos no sientan la única interpretación. Los tribunales también afirman que el tema debatido es esencialmente casuístico, por lo que pueden existir pronunciamientos contrarios. Así lo ilustra la sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia e la Comunidad Valenciana de 20 de julio de 2010, en donde se niega la existencia de relación laboral por parte de dos becarios argumentando que “las ausencias de empleados en las oficinas o bien eran circunstanciales o bien estuvieron cubiertas por trabajadores en misión” y que “la actividad practica realizada por los codemandados fue adecuada a la finalidad de la beca de facilitar la formación práctica del becario, respondiendo así al plan formativo preestablecido por el Convenio”.

Lo que está claro es que la comparativa de sentencias y la lectura del Real Decreto nos ayuda a reafirmarnos en que el puesto de becario tiene que ser, efectivamente, una figura formativa. Los becarios deben contar con un plan específico de formación, con el que se le aporten unos conocimientos prácticos que completen lo que ya aprendieron en los libros de la Universidad o en los Institutos de enseñanzas técnicas, pero nunca deberían ser utilizados como forma de contratación barata o gratuita.

Personalmente, si se utiliza escrupulosamente la figura del becario para lo que fue creada, no veo la necesidad de considerar obligatoria su remuneración. Como dicen Juan Ramón Rallo o Jordi Cruz, una serie de profesionales les está dedicando parte de su tiempo y recursos para formarlos en un ambiente de trabajo real, y eso, a la empresa, si se hace como debe hacerse, le puede acarrear ciertos costes. Cosa muy distinta es que los estén utilizando para sacar adelante el trabajo de un profesional, sin que en ningún momento exista un plan de formación y que supongan ahorros de costes. En ese caso, no es que personalmente considere que se les deba remunerar o no, sino que realmente debería existir un contrato de trabajo, estableciendo una relación laboral real con todos los derechos propios de un trabajador.

Como ya he comentado con anterioridad, quizás el debate debería enfocarse en torno a qué tipo de regulación laboral se encuentra vigente en nuestro país, ya que da la impresión de que bien las empresas no cuentan con la flexibilidad suficiente para apostar por los jóvenes graduados o bien que no son capaces de generar ingresos suficientes como para poder costear un capital humano y formado. Si nuestro tejido empresarial tiene este tipo de problemas, el debate no debería girar en torno a si se debería pagar a los becarios o no, sino que debería tratar sobre el modelo laboral y productivo que tenemos hoy en día.

Proyecto de Ley de Contratos del Sector Público: ¿nueva ley pero similares vicios?

Se está tramitando durante estos meses, en el Congreso, el Proyecto de Ley de Contratos del Sector Público, con la que se transpondrán –con más de un año de retraso- las Directivas europeas en materia de contratación del año 2014 (las llamadas Directivas de cuarta generación), las cuáles se tendrían que haber incorporado a nuestro ordenamiento jurídico con anterioridad al 18 de abril de 2016. Sin embargo, la situación de interinidad creada por la existencia de un Gobierno en funciones determinó que hasta el pasado mes de noviembre no se remitiera  a las Cortes Generales un proyecto para su debate y aprobación.

El texto presentado en el Congreso da muestra, una vez más, de la defectuosa técnica legislativa que impera en nuestro país desde hace no pocos años. En lugar de redactar una nueva ley más clara, sistemática y sencilla, se ha optado por seguir el esquema del actual Texto Refundido, elaborando un proyecto con nada menos que un total de 340 artículos (el vigente consta de 334) y 44 disposiciones adicionales, lo que da como resultado un texto farragoso y complejo.

Es importante destacar la enorme relevancia que en el día a día de un Estado tiene la legislación de contratos públicos, por las elevadísimas sumas de dinero público que mediante la misma se destinan y, de igual modo, por los objetivos y acciones que se pueden alcanzar. Asimismo (y lo afirmamos con cierto desasosiego), todo apunta a que supondrá –a la espera del debate acerca delas enmiendas que sus Señorías han presentado (más de 2.000) y de cómo quede una vez aprobado definitivamente- una oportunidad perdida para acabar con viejos vicios y conseguir, de una vez por todas, establecer un marco normativo que abogue por una implantación efectiva de los principios de transparencia, publicidad, igualdad y libre concurrencia en el ámbito de la contratación pública.

Resultaría harto extenso (y, no vamos a negarlo, también tedioso) desgranar todas y cada una de las modificaciones que el nuevo texto introduce, pero, sin embargo, consideramos que merece la pena llamar la atención sobre los principales aspectos que la reforma supone, así como de aquello de lo que podría haberse ocupado y que, pese a ello, ha decido olvidar (el lector inquieto que desee conocer de forma detallada los principales cambios del Proyecto, puede acceder al artículo del profesor Gimeno Feliu):

  1. Como primera novedad cabe destacar que el Proyecto incluye dentro de su ámbito de aplicación a partidos políticos, sindicatos y organizaciones empresariales, siempre que exista financiación pública mayoritaria. Pero, como dice el dicho, quien hace la ley hace la trampa, pues el propio artículo 11 excluye los contratos que tengan por objeto servicios relacionados con campañas políticas, quedando pues en una mera ilusión vacía de contenido práctico la pretendida sujeción de estos organismos a la normativa de contratación pública.
  2. En segundo lugar, hay que llamar la atención sobre el hecho de que se elimine el contrato de gestión de servicios públicos, modalidad contractual desconocida más allá de nuestras fronteras. En su lugar, los contratos sujetos a este régimen pasarán a ser contratos de servicios o bien, cuando se transmita al contratista el riesgo operacional, concesiones de servicios. Sin embargo, en realidad, como la propia exposición de motivos señala, no se ha producido un cambio sustancial en la estructura de dicho contrato, sino que más bien se ha reconfigurado para homogeneizarlo así a las disposiciones comunitarias. De este modo, se regulan específicamente aquellos contratos en los que la relación se establece directamente entre el empresario y el usuario del servicio, denominándose “contrato de servicios que conlleve prestaciones directas a favor de los ciudadanos”.
  1. Uno de los aspectos más sangrantes de la reforma es que supone continuar con la actual regulación en lo que a los contratos menores se refiere. Como es sabido, existe una modalidad contractual que permite adjudicar directamente los contratos cuyo valor se sitúe por debajo de una determinada cantidad, sin que deban someterse a un procedimiento con publicidad, en aras (al menos en teoría) a lograr una mayor eficiencia y agilidad en estas cuestiones “menores”. Para el contrato de obras, el límite se sitúa (y en el proyecto se sigue manteniendo) en 50.000 euros. Idéntica suerte corre el contrato de servicios, cuyo límite en este caso es de 18.000 euros. La cuestión estriba en cómo se ha usado por parte de nuestras Administraciones públicas este a priori loable instrumento para conseguir una actuación más rápida en la adjudicación de contratos de importe “pequeño”; pues no son pocas las ocasiones en las que nuestros representantes públicos han usado este instrumento de forma torticera, fraudulenta e incluso descarada.
  1. Como se puede apreciar en la práctica, múltiples contratos de servicios se han adjudicado directamente por un valor de 17.999 euros, con la vulneración del principio de publicidad, igualdad y libre concurrencia que ello supone. Por ello, si bien el Proyecto, con buen criterio, ha eliminado el procedimiento negociado sin publicidad por razón de la cuantía, al mantener la figura del contrato menor, sin tan siquiera reducir sus umbrales, flaco favor está haciendo en pro de la regeneración democrática y la lucha contra la corrupción.
  1. En cuanto a los criterios de adjudicación, se distinguen los criterios relacionados con el coste (incluyendo la mejor relación coste-eficacia) y los criterios cualitativos con el fin de identificar la oferta que presenta la mejor relación calidad-precio.
  1. En lo que se refiere a las modificaciones contractuales, estas se regulan en los artículos 201 a 205. El primero de ellos se prevé que los contratos “sólo podrán ser modificados por razones de interés público, en los casos determinados en esta subsección”. Y he aquí un punto positivo del Proyecto: se restringen los supuestos en los que cabe efectuar modificaciones.
  1. Otra novedad es la desaparición de la cuestión de nulidad (la cual se encontraba ciertamente en desuso), que se integra en el recurso especial en materia de contratación. Por otro lado, en cumplimiento de lo dispuesto en las Directivas, y para facilitar el acceso de las PYMES a la contratación pública, hay que destacar que se consagra como regla general la división del contrato en lotes, siendo excepcional por tanto, la no división del mismo; lo que da lugar a que, en caso de que se opte por no dividir un contrato en diversos lotes, ello deba justificarse convenientemente.
  1. Y ya, para terminar y no aburrir al estimado lector, añadir como aspecto positivo, que se endurecen las prohibiciones de contratar y los conflictos de intereses, pues estas abarcarían a familiares hasta ahora no incluidos, como son, a tenor del artículo 71 g), los hermanos y los cuñados, al extender este precepto las mismas “a parientes en segundo grado por consanguineidad o afinidad de las personas a que se refieren los párrafos anteriores”.

Por todo lo anterior, la Doctrina es unánime en criticar, además del mantenimiento del contrato menor, la pervivencia de las instrucciones internas de contratación, el hecho de que se haya limitado el recurso especial en materia de contratación a los contratos sujetos a regulación armonizada y la ausencia de una acción pública en materia de contratación. No obstante, a nuestro entender no procede enfrentarnos al nuevo texto normativo en ciernes  enarbolando una enmienda a la totalidad –tal y como algunos grupos políticos han propuesto- sino que lo adecuado será modelar y completar el texto vigente a través de las distintas aportaciones que, con ánimo constructivo y con altura de miras, realicen nuestros parlamentarios. Así, como conclusión, a la espera del texto definitivo que finalmente se apruebe, podríamos aplicar el refrán castellano mucho ruido y pocas nueces, pues, si bien en términos generales el nuevo texto supone una mejora del actual, su contenido queda muy lejos de cumplir con la tan generalizada y anhelada lucha contra la corrupción, la cual iba a ser, en su origen, la piedra angular de dicha reforma.

Esperemos, por consiguiente, que en sede parlamentaria se consiga pulir, mejorar y modificar el presente Proyecto con el fin de obtener, de este modo, un texto normativo regulador de los contratos del sector público firmemente comprometido con la transparencia, la igualdad, la libre concurrencia y la lucha contra el fraude, los “chanchullos” y demás corruptelas que desgraciadamente campan a sus anchas por los predios de la contratación pública.