La propuesta de la Comisión de Expertos sobre las sociedades cotizadas (IV)

Continuamos nuestro peregrinaje particular por el intrincado mundo de las sociedades cotizadas, al hilo del informe de los Expertos (ICE), en su comparación con la Propuesta de Código Mercantil (PCM). En el primer post planteamos nuestra tesis (aquí) y en los dos siguientes intentamos demostrarla (aquí y aquí). En éste de hoy continuaremos tratando algunos temas relevantes, para dedicar el siguiente y último a unas conclusiones finales.

8.- Retribución de los administradores

La cuestión de las retribuciones de los consejeros es una “piedra de toque” del gobierno corporativo, pues donde más claramente se muestra la lucha entre el interés propio y el interés de la sociedad y el posible conflicto de intereses. Y es tan importante que ha sido objeto de Libros Verdes de la Unión Europea y hasta de un referéndum en Suiza, tras cierto escándalo, para establecer un límite a los sueldos de los ejecutivos, la famosa propuesta 1:12 (que hubiera implicado que ningún directivo pueda ganar en un mes más de lo que gana en un año el más modesto de sus empleados). Finalmente no ha sido aceptada quizá por ser demasiado ambiciosa.

Pues bien, la PCM se basa en tres ejes: reconocer que el cargo no es gratuito, crear unas comisiones de retribuciones formada por consejeros independientes que propondrán la política en este campo, y establecer, lo que es la gran novedad, que “la suma de todas las retribuciones variables del conjunto de los administradores, cualquiera que sea su naturaleza, en ningún caso podrá superar el uno por ciento de los beneficios que se obtengan en cada ejercicio por la sociedad antes de la deducción del impuesto correspondiente”. Un cambio muy importante, en la línea exigida por algunos sectores que consideraron escandalosas muchas actuaciones en el ámbito de las remuneraciones y que entendieron que la única medida razonable para evitar el conflicto de intereses, siempre presente, era la limitación directa. Y lo cierto es que un 1% del beneficio de una cotizada…

En cambio, el ICE rechaza de plano limitar “por mandato legal y de forma arbitraria, el importe de las remuneraciones de los consejeros de las sociedades cotizadas”. No da demasiadas explicaciones de por qué es tan arbitraria la propuesta de la PCM, salvo una difusa llamada al principio “cumple o explica”, que precisamente el ICE no sigue al sugerir a continuación  una regulación legal muy extensa y complicada. Y lo cierto es que ésta tampoco es totalmente desechable, dado que introduce una loable llamada a ciertos principios programáticos, como la razonabilidad, y algunas modificaciones que pueden ser de interés: la existencia de una “política de remuneraciones” que debe ser aprobada por la junta con carácter vinculante, comprendiendo la remuneración total de los consejeros. Quizás el truco es que luego el Consejo es el competente –dentro de la “política” fijada por la junta- para fijar las de cada consejero tanto “por sus funciones de administración” como, especialmente, por sus “funciones ejecutivas (a través del correspondiente contrato)”. Y respecto de éstas no se limita necesariamente la cuantía. Es decir, el límite cuantitativo que debe fijar la junta se refiere sólo a las retribuciones que perciban los administradores “en su condición de tales” (art. 217,3). O sea que, si no nos equivocamos, es el Consejo el que sigue fijando las retribuciones de los que verdaderamente importan. Además, es muy posible que la junta pueda ser dominada por la dirección a la hora de fijar esa “política de remuneraciones”, y no es ilusorio pensar que pudieran producirse de nuevo los casos, que tanta alarma social han generado, de situaciones de sueldos crecientes cuando los beneficios son decrecientes.

En el problema, en el fondo, es el del conflicto de intereses. No cabe que uno mismo se fije la remuneración, como no cabe que la validez y el cumplimiento de un contrato quede al arbitrio de una de las partes contratantes, como dice el art. 1256 del Cc. Y para evitar tal cosa, solo parece posible una limitación del tope del variable establecida por la ley (como reconocimiento implícito de la incapacidad de la junta para regularlo) o bien, si se considera que la junta no puede descender a esos pormenores, que las remuneraciones sean fijadas por otra instancia que no sean los propios remunerados, como ocurre en Alemania, en que es el pleno de la Comisión de Vigilancia el competente para determinar la modalidad y cuantía de las remuneraciones de la dirección (Ley sobre la proporcionalidad de la remuneración de los miembros de la dirección de 31 de julio de 2009).

9.- Acumulación de cargos

La Propuesta de Código de Sociedades Mercantiles de 2002 ya mostró su preocupación por este tema estableciendo una incompatibilidad entre la presidencia del consejo y la condición de consejero-delegado o miembro de la comisión ejecutiva. Ésta fue una de las cuestiones que más crítica y oposición suscitó por parte de “los poderes económicos”[1] y explica, al menos en parte, el fracaso de esa Propuesta.

De la experiencia se aprende, así que el 283-39 de la PCM no lo prohíbe ya, aunque establece unos requisitos de cierto peso para permitirlo. Concretamente, señala que “El nombramiento del presidente del consejo de administración de sociedad cotizada como consejero-delegado o miembro de la comisión ejecutiva habrá de estar expresamente previsto en los estatutos de la sociedad y requerirá el voto favorable de los dos tercios de los miembros del consejo de administración”.

Por su parte, vamos a ver los que exige el ICE:

«Artículo 529 septies. Separación de cargos.

1. Salvo disposición estatutaria en contario, el cargo de presidente del Consejo de Administración podrá recaer en un consejero ejecutivo. En este caso, la designación del presidente requerirá el voto favorable de los dos tercios de los miembros del Consejo de Administración.

2. En caso de que el presidente tenga la condición de consejero ejecutivo, el Consejo de Administración, con la abstención de los consejeros ejecutivos, deberá nombrar necesariamente un consejero coordinador entre los consejeros independientes, que estará especialmente facultado para solicitar la convocatoria del Consejo de Administración o la inclusión de nuevos puntos en el orden del día de un consejo ya convocado, coordinar y reunir a los consejeros no ejecutivos y dirigir, en su caso, la evaluación periódica del presidente del Consejo de Administración».

La diferencia de trato es bastante significativa, pues el hecho de que la acumulación de cargos tenga que estar prevista expresamente en los estatutos (según la PCM) coloca a muchos gestores de sociedades cotizadas que los acumulan en la actualidad, en una situación bastante incómoda, como resulta del todo evidente.

10.- Representación en caso de conflicto de intereses

El art. 231-63 de la PCM impide al socio y al representante votar en los asuntos en los que tenga un interés en conflicto con el de la sociedad. Por su parte, el ICE no considera conveniente establecer esta prohibición con carácter general, porque entiende que peca por exceso. No hay razón, afirma, que justifique que el socio mayoritario no pueda votar cuando la minoría plantea, por ejemplo, su revocación como administrador. Así que propone limitar la prohibición a los casos más graves, enumerando cinco de ellos (art. 190) pero exigiendo para algunos de esos casos que esa prohibición esté expresamente prevista en los estatutos. En los demás supuestos los socios no están privados de su derecho de voto, sin perjuicio de dejar abierta la posibilidad de impugnación.



[1] A. Rojo, “La Propuesta de Código de Sociedades Mercantiles”.

Una ley no aplicada es peor que la ausencia de ley. Sobre la Ley de lucha contra la Morosidad.

 La Ley 11/2013, de 26 de julio, de medidas de apoyo al emprendedor y de estímulo del crecimiento y de la creación de empleo, concretamente en su Capítulo segundo, Artículo 33 “Modificación de la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales” ha introducido diversos cambios relevantes en la legislación antimorosidad.
La mencionada Ley 11/2013 ha incorporado a nuestro derecho interno diversas normas dictadas por la Directiva 2011/7/UE de 16 de febrero de 2011, y que han supuesto una serie de cambios sustanciales en la Ley 3/2004, de 29 de diciembre. La nueva norma que versa sobre el Artículo 4 la “Determinación del plazo de pago” establece que el plazo de pago que debe cumplir el deudor, si no hubiera fijado fecha o plazo de pago en el contrato, será de treinta días naturales después de la fecha de recepción de las mercancías o prestación de los servicios. Por otro lado, la nueva legislación ratifica que los plazos de pago no podrán ser ampliados mediante pacto de las partes por encima de los 60 días naturales, tal como estableció la Ley 15/2010, de 5 de julio. No obstante, estudios recientes de la  Plataforma Multisectorial contra la Morosidad (PMcM) revelan que el plazo medio de pago en España se encuentra en torno a los 94 días y que en los últimos cuatro años apenas ha disminuido. El motivo es que muchos compradores siguen imponiendo plazos de pago de 90 días a sus proveedores ya que no existe control estatal a estas prácticas abusivas.
El filosofo René Descartes, que era matemático, físico y licenciado en derecho por la Université de Poitiers, escribió: “Los Estados mejor organizados son los que dictan pocas leyes, pero de rigurosa observancia”. En otro orden de cosas el insigne jurista Federico de Castro y Bravo expresó en una ocasión la siguiente máxima: “En España, la abundancia de leyes se mitiga con su incumplimiento”. La profundidad y sutileza de los textos del profesor de Castro han influido a varias generaciones de juristas. Sus teorías han sido objeto de amplios trabajos por parte de la doctrina jurídica. La mayoría de su pensamiento jurídico está ya tan asumido por la doctrina y la jurisprudencia que se ha convertido en cultura legal común de la mayoría de letrados.
El hecho de que uno de los primeros juristas españoles del siglo XX pronunciara esta lapidaria sentencia nos lleva a pensar que el profesor Federico de Castro estableció una irónica regla no escrita de derecho; las leyes se publican en el BOE pero luego nadie se encarga de realizar una función coercitiva para asegurar el cumplimiento de la norma jurídica.  En nuestro siglo el Estado Español legisla cada vez más sobre cuestiones implicadas en la actividad empresarial. Cada año en España se produce un aluvión legislativo imposible de asimilar incluso para el jurista más docto, a menos que tenga memoria fotográfica para recordar la apabullante cantidad de normas promulgadas. Como muestra un botón: solamente a lo largo del año 2012 se promulgaron 7 leyes, 29  Reales Decretos Leyes, 1.744 Reales Decretos, casi 3.000 órdenes y decenas de millares de normas de rango menor. Así las cosas, en España hay en vigor unas 100.000 leyes y normas.
Otro punto es que el preclaro político Álvaro de Figueroa y Torres –más conocido como Conde de Romanones–, que fue  Presidente del Congreso de los Diputados, ministro y tres veces Presidente del Consejo de Ministros durante el reinado de Alfonso XIII, dijo en una ocasión : “Señorías, hagan ustedes las leyes y déjenme a mí los reglamentos”. El célebre político liberal sabía por experiencia que el poder legislativo tiene su espacio haciendo las leyes pero el ejecutivo puede reservarse la última palabra mediante los reglamentos. Un Reglamento bien redactado es decisivo para que se pueda implementar en la práctica una ley promulgada.
En 1540 el escritor galo François Rabelais escribió: “las leyes son como las telas de araña, puesto que las mosquitas y las pequeñas mariposas quedan atrapadas pero los grandes tábanos dañinos las rompen y atraviesan”. El mismo pensamiento fue expresado por Jonathan Swift, que escribió la siguiente máxima: “Las leyes son como las telas de araña, que atrapan a las moscas pequeñas, pero dejan pasar a través de ellas las avispas y abejorros”.  Honoré de Balzac manifestó la misma idea a través de este adagio: “Las leyes son como las telas de araña, a través de las cuales pasan libremente las moscas grandes y quedan enredadas las pequeñas”.
Ahora bien nuestra legislación antimorosidad vigente padece el síndrome de la tela de araña y además el acuñado por el profesor de Castro; nos encontramos ante una importante carencia jurídica que impide que se implante el plazo máximo de pago de sesenta días; en particular para las grandes corporaciones empresariales.
Para solucionar esta situación de incumplimiento de la Ley, y parafraseando al Conde de Romanones, hay que hacer un reglamento para que se cumpla la Ley, ya que una norma jurídica no aplicada es sin duda algo peor que la ausencia de norma. Por tanto, un punto de vital importancia para combatir la morosidad en la práctica empresarial es la promulgación de un Régimen Sancionador que penalice el incumplimiento de la Ley. Los estudios realizados por la PMcM han llegado a la conclusión de que sin penalizaciones administrativas a las empresas insumisas, será imposible conseguir el cumplimiento efectivo de la legislación antimorosidad. Consecuentemente, sería deseable que cuanto antes el Gobierno plasme en un reglamento el régimen sancionador.

La propuesta de la Comisión de Expertos sobre sociedades cotizadas (III)

En el post anterior iniciamos el análisis de algunas de las cuestiones más debatidas en relación a la regulación de las sociedades cotizadas, con la finalidad de poder deducir cuál es el espíritu que anima la propuesta de los expertos (ICE) en relación a la del nuevo Código Mercantil (PCM). En éste post examinamos tres más.
5.- Conocimiento de la identidad del accionista.
El derecho a conocer la identidad del accionista es una cuestión que tiene una relevancia práctica mayor de la que pudiera parecer. El conocimiento es poder y la posibilidad de apelar al accionista, ya sea como medio de obtener financiación, ya sea como forma de que apoyen o rechacen la gestión de los administradores, se ha convertido en una cuestión de carácter prioritario, tanto para las emisoras como para los accionistas, muy dispersos en este tipo de sociedades.
La dificultad de conocer estos datos está en que son las entidades que llevan los registros de valores las que los tienen y no las emisoras. La ley ha tratado de establecer mecanismos para facilitar este derecho, pero de una manera algo extraña: si bien la Ley del Mercado de Valores estableció  en 1988 con carácter general y sin restricciones, el derecho de las emisoras a conocer la identidad de sus accionistas (a través DA 1ª punto 6 introducido en la LSA), el RD 116/1992 (art.22) introdujo una grave limitación a este derecho al distinguir entre aquellas sociedades que por disposición legal hubieran de tener títulos nominativos (p.ej. bancos, seguros, televisión..) y las demás sociedades, que no es del caso estudiar aquí. Baste decir que fue corregida en la ley 2/2011 -que modifica el art. 497 LSC- al establecer la obligación de las entidades que lleven los registros de comunicar en cualquier momento que lo solicite y con independencia de que sus acciones tengan que ser o no nominativas por disposición legal los datos necesarios para la identificación de sus accionistas.
Ahora bien, el indicado RD 116/1992, tenía una virtud: imponía que cualquier  información en relación a la identidad de los accionistas de la que dispongan las entidades emisoras debía estar permanentemente a disposición de cualquiera de ellos. Ello permitiría que la emisora y los minoritarios jugaran en igualdad de condiciones.
Pues bien, la PCM mantiene el mismo criterio que la LSC pero introduce algo más: “El mismo derecho tendrán las asociaciones de accionistas que se hubieran constituido en la sociedad emisora”. No menciona el derecho del accionista aunque, mientras no se derogue, seguiría rigiendo el RS 116/1992 que concede toda esa información al accionista.
¿Y el ICE qué hace? En resumidas cuentas, dificultar el ejercicio de este derecho por quien no sea la emisora, pues mantiene el mismo criterio aperturista respecto de éstas –las sociedades emisoras-  pero respecto al accionista y las asociaciones lo limita:
En relación a las asociaciones, porque, como se vio en el post anterior, dificulta su constitución exigiendo un mínimo de cien personas.
En relación al accionista individual, porque se le exige “que tenga individual o conjuntamente una participación de, al menos, el tres por ciento del capital social, exclusivamente a efectos de facilitar su comunicación con los accionistas para el ejercicio de sus derechos y la mejor defensa de sus intereses comunes”. Y además se le amenaza: “En el supuesto de utilización abusiva o perjudicial de la información solicitada, la asociación o socio será responsable de los daños y perjuicios causados”.
O sea, si lo que el accionista quería es tener acceso a la identidad de los socios para poder agrupar un tres por ciento y así poder exigir la convocatoria o ejercer otros derechos, se le pide tener ya lo que él pretende conseguir: el 3%. Y además se le señala un objeto concreto: comunicar con el accionista.
¿Es esto una mejora del gobierno corporativo? Así lo entiende el ICE que en su justificación habla de que “si debe avanzarse en este ámbito y ampliarse el derecho de los accionistas… parece excesivo lo dispuesto en el Real Decreto 116/1992”, y debe establecerse una participación mínima e imponer responsabilidades. Repetimos: ¿esto es “avanzar y ampliar”?
6.- Limitaciones a los derechos de voto
Este tema de las limitaciones a los derechos de voto es ya un clásico, entre otros motivos porque la ley ha cambiado pendularmente en los últimos años, según interesaba apoyar a un amigo o a otro dentro de nuestras sociedades cotizadas. Lo que se discute es si es adecuado permitir a la sociedad imponer límites a los derechos de voto de sus accionistas, con la finalidad de que ninguno de ellos pueda, por la simple vía de incrementar su participación, minar un determinado pacto de control del que no forma parte. En definitiva, si es posible alterar la proporcionalidad entre participación y voto.
Si tal cosa es o no conveniente desde un punto de vista de política legislativa lo ha analizado magníficamente Jesús Alfaro en este interesantísimo artículo (aquí). Aunque a primera vista podría parecer que esa posibilidad no es más que una herramienta para permitir blindar de manera ineficiente una mala gestión, no hay que precipitarse, porque estos pactos de limitación de los derechos de voto pueden producir efectos muy positivos (dispersión de propiedad, diversificación de riesgos, reducción del coste de capital, ventaja comparativa frente a otras medidas anti opas, etc.). En definitiva, los blindajes deberían preocupar cuando son obra autónoma de los administradores, pero no de los accionistas (porque al fin y al cabo hay que presumir que estos saben lo que les conviene).
Estamos completamente de acuerdo (otra cosa es la valoración que nos suscite la concreta situación de las sociedades cotizadas en España, donde la preponderancia de los administradores sobre los accionistas nos parece muy preocupante), pero lo que interesa destacar ahora es cómo resuelven esta situación tanto la PCM como el ICE.
La PCM prohíbe en el art. 282-3 las cláusulas estatutarias que fijen el número máximo de votos que puede emitir un mismo accionista. Por su parte el ICE apuestan por dejar las cosas como están en la actual Ley de Sociedades de Capital (tras la última reforma se permiten). Pero lo curioso es el argumento que dan: “no se ha considerado oportuno en este momento reabrir el debate”.
Vaya. ¿Por qué no? Los expertos no nos lo dicen. Se supone que, en su condición de expertos, podrían haber arrojado alguna luz sobre qué circunstancias concretas de nuestro mercado societario han sido tenidas en cuenta para forzar esta concreta solución. Pero sólo podemos imaginarlas.
7.- Responsabilidad de los administradores y la “business judgment rule” (BJR)
La verdad es que en sede de responsabilidad de los administradores ni la PCM ni el ICE se caracterizan precisamente por su valentía. Como ha demostrado Blanca Villanueva en su tesis doctoral, mientras existan tan pocos incentivos reales no cabe esperar de los accionistas, especialmente de los minoritarios, la más mínima actitud combativa (si la cosa sale bien se beneficia la sociedad y si sale mal el demandante corre con las costas). No es de extrañar que las poquísimas acciones que se interponen tengan como demandantes a los nuevos administradores o accionistas que han sucedido en el control a los demandados.
Pero lo que choca es que la única novedad significativa en esta sede que propone el ICE sea consagrar legislativamente la denominada BJR cuyo objetivo es proteger la discrecionalidad empresarial en las decisiones de negocio. Obviamente, la cuestión tiene mucha importancia en relación a la responsabilidad de los administradores, pues la propuesta considera que el administrador se comporta de manera diligente (quedando por tanto al margen de responsabilidad) cuando actúa de buena fe sin interés personal en el asunto objeto de decisión, con información suficiente y en el marco de un procedimiento de decisión adecuado. En estos casos la empresa se puede ir al garete como consecuencia de decisiones empresariales erróneas, pero el administrador no responde de nada.
La propuesta probablemente tenga sentido económico, pero sólo si se encuentra acompañada de un conjunto de medidas complementarias que incentiven el ejercicio de la acción cuando esas circunstancias de exoneración no concurren y no, como ahora, cuando las posibilidad de ejercicio, debido al propio marco de regulación, son mínimas. Es decir, si en la actualidad los administradores responden poco, el ICE pretende que todavía respondan menos.
La cuestión que nos planteamos es, si en este momento por el que está atravesando la sociedad española y especialmente sus grandes sociedades cotizadas, es más interesante fomentar la confianza de los gestores a la hora de tomar decisiones empresariales (pese a que el número de acciones que se interponen sea escasísimo) o, por el contrario, facilitar la exigencia de responsabilidades por los errores cometidos. El ICE opta aquí de manera muy clara por la primera posibilidad, pero lo cierto es que ésta no es la línea en la que – tras la apoteosis de irresponsabilidad que ha puesto de manifiesto la crisis internacional- parece moverse el Derecho comparado. La BJR ha sido la tradicional en el Derecho anglosajón, efectivamente, y por su influencia en la Europa continental, pero, como decimos, en un marco institucional muy distinto. Recordemos que ahora, incluso en el ámbito del Derecho penal, la tendencia es la contraria. Sobre este tema ya hemos escrito en este blog (aquí) y a dicho análisis nos remitimos.
 

La propuesta de la Comisión de Expertos sobre sociedades cotizadas (II)

Continuamos la serie iniciada la semana pasada con un primer post en el que denunciábamos el procedimiento seguido por el Gobierno en esta materia. Para justificar la crítica -como apuntó con acierto un comentarista- es imprescindible entrar en el detalle de algunos puntos concretos, con la finalidad de demostrar que las propuestas que hace el Informe son claramente más limitativas de los derechos de los accionistas o más  favorables a la dirección de las sociedades que las del Código mercantil. Dedicaremos este post y el siguiente al análisis de algunos de los temas más clásicos y conflictivos en esta sede, y el último a unas conclusiones finales.
1.- Facultades de la CNMV
La propuesta de Código Mercantil (PCM en adelante), en sus artículos 283-1, 283-9 y 283-22, atribuye a la CNMV las facultades de solicitar la convocatoria de la junta de accionistas, asistir a ésta e impugnar sus acuerdos en el caso de sociedades cotizadas, solicitando incluso la suspensión del acuerdo.
En principio, tales atribuciones parecen un acierto, si se tiene en cuenta: 1) El ya cansinamente decretado declinar de la junta y la poca operatividad de sus instrumentos internos de control, en particular por los requisitos mínimos para convocatoria e impugnación de acuerdos; 2) El carácter de supervisor de la CNMV que, en principio, ha de implicar que el ejercicio de estas facultades no sea abusivo –que es el riesgo que tiene facilitar la impugnación, por ejemplo- y que se haga por el interés general. Esta posición de la PCM supone reconocer que, en ocasiones, son necesarios mecanismos externos a los de la propia sociedad para garantizar los intereses de los inversores y de la comunidad en general.
Sin embargo, en el Informe de la Comisión de Expertos (ICE en adelante), estas facultades del supervisor “suponen una injerencia excesiva en la actividad societaria que no se justifica al contar con prerrogativas suficientes en la regulación administrativa correspondiente para tomar las medidas oportunas para la defensa del interés público respecto de las sociedades cotizadas”, por lo que entienden que no es adecuada la incorporación a la legislación vigente.
Parece, en primer lugar, que las simples apelaciones a la “injerencia excesiva” son demasiado genéricas y poco fundamentadas. Para empezar, entre las funciones de la CNMV, conforme al art. 13 LMV, se encuentra la supervisión e inspección de los mercados de valores y de la actividad de cuantas personas físicas y jurídicas se relacionan en el tráfico de los mismos, el ejercicio sobre ellas de la potestad sancionadora, velar por la transparencia de los mercados de valores, la correcta formación de los precios en los mismos y la protección de los inversores entre otras.
Es decir, la CNMV podrá sancionar si se comete alguna infracción o informar de ella, pero lo que no podrá hacer será convocar la junta, asistir a ella o impugnar sus acuerdos, si no existe una norma que específicamente le autorice. Y nos preguntamos, ¿tanto molestan esas escasas facultades, que normalmente serán de ejercicio excepcional? ¿No tiene sentido que el interés público pueda ser defendido en unas juntas de sociedades que –como se reconoce- son inoperantes?
Nos parece un poco contradictorio que los expertos muestren por un lado su total confianza en instituciones de control como la CNMV, al afirmar que esta institución ya cuenta con prerrogativas suficientes para disciplinar el mercado, y por otro su total desconfianza, al calificar esas intromisiones como injerencias no justificadas. Contradictorio y curioso, a la vista de que el ICE está patrocinado… por la CNMV
2.- Creación de asociaciones de accionistas. Foros.
Las asociaciones de accionistas se han incorporado no hace mucho a nuestra legislación. Como dice Fernando Zunzunegui (aquí), son unos instrumentos de mediación entre administradores y accionistas minoritarios, que no fueron demasiado bien vistas por los administradores de las cotizadas que, si bien en general se declaraban a favor de estimular la participación del socio, no veían con buenos ojos que los accionistas puedan tener más protagonismo en la vida social. Paralelamente, los Foros Electrónicos de Accionistas favorecen la comunicación entre socios con carácter previo a las juntas de accionistas, permitiendo la publicación de propuestas que sirvan como complemento del orden del día y otras iniciativas.
Ahora ambas iniciativas están recogidas en el art. 539 de la LSC que básicamente se remite al desarrollo reglamentario. La PCM desarrolla algo la regulación, estableciendo un mínimo de cien personas y un máximo de un 0,5 del capital para poder formar parte, introduciendo la obligatoriedad de la inscripción de la asociación en el registro mercantil y la del depósito de sus cuentas, así como la de la sociedad de habilitar un espacio para ellas en la página web de la sociedad, y la de la CNMV de facilitar gratuitamente información sobre ellas; finalmente, cabe destacar  la prohibición de recibir pagos de la sociedad cotizada y la obligación de la asociación de establecer un registro de las representaciones recibidas. Quizá de ella es criticable la obligatoriedad de inscripción en el registro mercantil, dado que se trata de una institución civil a la que tal inscripción nada añade, salvo más trámites, ya que como asociación debería ir antes al registro de asociaciones.
Por su lado, el ICE parte de la reforma del art. 539 de la LSC pero con la técnica de la PCM. Ahora bien, con unas muy significativas modificaciones. Para empezar, mantiene el requisito mínimo de asociados de la PCM: 100 personas, que ni se menciona ni justifica en el texto explicativo. En la práctica ello supone, como se puede imaginar, una dificultad enorme para su constitución. Como antes señalábamos, esta es una asociación normal con algún rasgo diferencial: las escasas atribuciones especiales que se le dan, como la posibilidad de conocer la identidad de los socios (art. 282.4 PCM) o la legitimación para solicitud pública de representación (art. 283.14 PCM), que no justificarían el establecimiento un número mínimo de accionistas.
En segundo lugar, se introduce la obligación de someter sus cuentas a un informe de auditoría, que sí se menciona en el texto explicativo del ICE como elemento para dar mayor trasparencia a su actuación, pero que parece totalmente innecesaria en una simple asociación que, no teniendo ánimo de lucro, presumiblemente, va a tener unas cuentas bastante sencillas. Eso sí, dificultará y encarecerá el ejercicio de las asociaciones. Por otro lado, en el ICE se suprime la obligación de la sociedad de habilitar un espacio en su web para las asociaciones y en su caso un enlace a la web de esta así como la obligación de que la CNMV dé información sobre las asociaciones.
Conclusión: el ICE respecto a la PCM o la ley vigente, dificulta la creación de las asociaciones con el establecimiento de requisitos mínimos en su constitución y en su desarrollo y restringe la información sobre ellas en la web de la sociedad y en la CNMV, sin dar ninguna razón para ello, (salvo el requisito absurdo de la auditoría). Blanco y en botella.
3.- Definición de la minoría al objeto de atribuirle los derechos correspondientes
El art. 231-23 de la PCM define lo que se entiende por minoría a los efectos de atribuirle una serie de derechos (solicitud de convocatoria, impugnación de los acuerdos de la junta en caso de anulabilidad, impugnación de acuerdos del consejo, nombramiento de expertos y auditores….). A estos efectos establece una graduación en función del capital (hasta un millón de euros, la minoría es el 5%; en las sociedades de capital superior a un millón y hasta diez millones, el 5% hasta un millón y el 3% del capital que exceda de esa cifra; en las sociedades con un capital superior a diez millones, en el exceso de esa cifra el porcentaje será de un 1%). En resumen, en las cotizadas podemos concluir que la minoría tiene esa condición y, por tantos, los derechos que la ley le atribuye, en torno al 1% del capital.
Pues bien, para el ICE, ese porcentaje debe ser del 3%. Y eso que manifiesta que uno de sus objetivos fundamentales es “revitalizar el funcionamiento de las juntas generales y la participación de los accionistas”. La razón que utiliza es que es mejor establecer un único porcentaje fijo para todo tipo de sociedades, por lo que decide escoger el 3% (ni para ti ni para mí) que es la media ponderada entre el BBVA y la sociedad del pipero de la esquina. Y el motivo que alude para rechazar el porcentaje variable es que su utilización “carece de las ventajas que compensen su mayor complejidad y va en contra de la tan necesaria seguridad jurídica en esta materia” (sic) (pág. 16).
¿Complejidad? ¿Inseguridad jurídica? Sí, claro, se nos olvidaba, en matemáticas somos los últimos en PISA. Si estuviésemos en Corea sería diferente, porque un niño coreano de diez años estaría en perfectas condiciones de calcular qué porcentaje define la minoría en cualquier sociedad del IBEX en menos de treinta segundos.
Pero pasemos al tema siguiente (último que vamos a tratar en esta segunda entrega) porque tiene mucha relación con el anterior:
4.- Legitimación para impugnar los acuerdos de la junta general
Aquí el ICE saca mucho pecho, y convendría averiguar si hay motivo para ello.
Considera que la PCM se queda muy corta al exigir un 1% para impugnar los acuerdos (como derecho de la minoría), restringiendo de manera improcedente los derechos de los accionistas. Ellos proponen excluir este derecho de los que caracterizan la minoría y bajarlo hasta el 0,1% para las sociedades cotizadas (pág. 30).
Impactante, ¿no? Bueno, no tanto, siempre es conveniente leer la letra pequeña, y aquí hay mucha. Por resumir, y sin perjuicio de aclaraciones posteriores, hay bastante humo. La razón es que el ICE elimina la distinción entre acuerdos nulos y anulables (aparentemente, porque lo que es nulo siempre será nulo) y en realidad convierte casi todos en anulables fijando un plazo de caducidad de un año, pero además excluyendo también de la posible impugnación algunos supuestos muy sensibles.
Como simple ejemplo en este mundo tan preocupado por la transparencia, y para no hacer demasiado largo este post, pensemos en un caso tan típico de impugnación como el defecto de información.  ¿De lo dicho podríamos presumir que la propuesta de Código permite impugnar sólo al 1% del capital y la de los expertos al 0,1%? Ni hablar.
Para la PCM, son acuerdos nulos los adoptados con violación grave del derecho de información (art. 214-12,c). Las violaciones no graves podrían ir por la vía de los anulables, que sí requieren el 1% y para los que se establece un plazo de 3 meses. Pero los graves son nulos ¡y para los nulos no hay porcentaje! Para la impugnación de los acuerdos nulos están legitimados todos los socios (art. 214-16,1) y el plazo es de un año.
Si pasamos a examinar este caso en el informe de expertos nos llevaremos una desagradable sorpresa, pues se excluye expresamente de la posible impugnación (art. 204,3) “la incorrección o insuficiencia de la información, salvo que la información incorrecta o no facilitada haya sido esencial para el ejercicio razonable” de los derechos del accionista. En conclusión, que si no es grave no hay derecho a impugnar (cuando para la PCM todavía podría ser anulable), pero si es grave la legitimación que ofrece la PCM es mucho más amplia, al ser nulo y no exigirse porcentaje alguno. La diferencia de trato respecto al pequeño accionista es notable, especialmente si nos percatamos de que el 0,1% del capital medio en las sociedades del Ibex-35 es nada menos que 934.000 euros.
Continuaremos con otros interesantes temas en el próximo post de la serie.

Ley de emprendedores y segunda oportunidad (II): ¿a quién se le perdonan las deudas?

En otro post ya adelanté algunos de los inconvenientes que presenta la Ley de Apoyo a los emprendedores (LE), refiriéndome al escaso ámbito de aplicación que iba a tener remisión de las deudas a la persona física insolvente, que tiene que abonar una cantidad de pasivo extraordinariamente alta para poder beneficiarse de esta media. En esta segunda (y última) entrada sobre el tema, pretendo poner sobre la mesa otras graves disfunciones que genera la regulación de esta importante excepción a un principio fundamental como es el de responsabilidad patrimonial universal.
La primera de ellas es la referente al deudor que se va a beneficiar de este “perdón”. Lo lógico sería que se tratara del que los americanos denominan “honest but unfortunate debtor” (deudor honesto pero desafortunado), un deudor víctima de la mala suerte, que deviene insolvente por circunstancias que no puede controlar (paro, enfermedades, divorcios etc..), pero nunca un deudor cuya conducta sea reprochable derivada de una gestión patrimonial negligente. Se trata de evitar que el caradura, el moroso profesional se beneficie de esta medida.
La LE no exige la buena fe en el deudor insolvente para que pueda beneficiarse del fresh start. Basta que el concurso sea fortuito y que no haya condena penal por delitos como el del art. 260 CP y otros “singularmente relacionados con el concurso”. Pero, a mi juicio, no todo el que no es un delincuente merece que le perdonen las deudas. La buena fe en este terreno, no puede equivaler a ausencia de dolo o culpa grave (que es lo que se exige para el concurso culpable), pues hay una zona gris, un comportamiento imprudente que si bien no nos conduce al concurso culpable sí nos debe llevar a denegar la exoneración. El legislador español debería haber incluido una cláusula de cierre que le permitiera al juez valorar en el caso concreto la actuación del deudor en aras a determinar si es o no merecedor de la exoneración. La LE ata de pies y manos al juez: o se declara culpable el concurso o se exoneran las deudas. No hay término medio.
Además en el proceso concursal no hay prejudicialidad penal (art. 189 LC) y, a su vez, el juez penal no está vinculado por la calificación del concurso, por lo que un concurso puede ser fortuito y, sin embargo, que haya condena penal del concursado. ¿Qué pasa si concluido el concurso hay abiertas diligencias penales? ¿Podrá el juez mercantil exonerar al deudor del pasivo pendiente, dado que no hay condena penal o deberá esperar a que concluya el proceso penal? A mi juicio, el juez mercantil debe esperar al pronunciamiento penal.
En España se permite la exoneración “directa” tras la liquidación del patrimonio del deudor, sin un adecuado control del comportamiento del deudor, lo que convierte a nuestra regulación en un “coladero”. Ni siquiera se establece un requisito común en la mayoría de los países de nuestro entorno y es que haya transcurrido un determinado período de tiempo desde que se obtuvo la última exoneración y que suele fijarse en 8 años. En cambio y, sorprendentemente, el art. 231.4 LC impide acudir al procedimiento extrajudicial al deudor que hubiera alcanzado un acuerdo extrajudicial en los tres años anteriores a la solicitud!!. Se ponen más obstáculos al acuerdo que a la exoneración de deudas, lo que es ciertamente insólito.
Por otro lado, aunque se pretende dar una segunda oportunidad al deudor, lo cierto es que la nueva regulación no aporta novedades que traten de paliar el problema del sobreendeudamiento hipotecario, auténtico problema de muchas familias. Sigue sin poderse paralizar la ejecución de la hipoteca que grava la vivienda habitual del deudor a diferencia de lo que sucede con bienes afectos a su actividad empresarial. No es exonerable la deuda hipotecaria (ni aquí ni en ningún país), en tanto que es deuda garantizada, pero ejecutada la hipoteca antes o durante el proceso concursal, si queda pasivo pendiente, será crédito ordinario y podrá exonerarse. A estos efectos, hay que tener en cuenta el art. 579 LEC que establece otra exoneración para la deuda pendiente tras la ejecución de la hipoteca (si el deudor en 5 años paga el 65% de la deuda, se le exonerará el 35% y si en 10 años paga el 80% de la deuda, se le exonera el 20%), que nada tiene que ver con la recogida en el art. 178.2 LC. El art. 579 LEC no exige buena fe, ni incapacidad económica (se le perdona la deuda aunque le haya tocado la lotería al deudor)….., norma que será difícil de conciliar con la segunda oportunidad concursal que opera con principios distintos.
Por último, cabe preguntarse lo que acontece con los fiadores, avalistas y coobligados solidarios del concursado. Si éste se beneficia de una exoneración de deudas ¿podrá el acreedor dirigirse contra los sujetos que garantizaban el crédito precisamente en caso de insolvencia del deudor? La lógica aconsejaría que sí. De hecho en la mayoría de los países de nuestro entorno así se establece expresamente: el acreedor no podrá reclamar la deuda pendiente al concursado, pero sí a los garantes. A legislador español se le ha olvidado decirlo al modificar el art. 178.2 LC. Sí se acordó de hacerlo cuando reguló el efecto de las quitas y esperas del convenio concursal (art. 135 LC) y también en el nuevo art. 240 LC cuando trata del efecto del acuerdo extrajudicial de pagos, permitiendo a los acreedores que puedan dirigirse contra los garantes a los que no les afectaban las quitas. Pero ¿qué pasa con los fiadores si hay una exoneración de deudas decretada judicialmente por imperativo legal? Si no dice nada expresamente el legislador, según los principios generales contenidos en el Código Civil, extinguida la obligación del deudor principal cae la del fiador (art. 1847 CC) y lo mismo para la propagación de efectos de la quita de la totalidad de la deuda hecha a uno de los codeudores solidarios (art. 1143 CC). Si esto es así, el acreedor no podrá reclamar su crédito exonerado al deudor principal ni a los garantes y esto sí que es un auténtico despropósito que desnaturaliza las garantías personales y que puede tener un impacto extraordinariamente negativo en el mercado crediticio.
Como se puede apreciar, el tema da para mucho (estudio el tema más extensamente en un artículo que saldrá publicado en el próximo número del Anuario de Derecho Concursal). Excepcionar el principio de responsabilidad patrimonial universal para la persona física insolvente provoca efectos en “todo el sistema” y por ello esta regulación se tenía que haber realizado con extraordinaria cautela y teniendo a la vista lo que acontece en otros países, en los que esta medida está vigente desde hace mucho tiempo. El legislador español parece que afronta el problema de la insolvencia de la persona física (y hay que aplaudirlo) pero lo hace de manera inadecuada: no habrá segunda oportunidad para el que realmente la necesitan y la tendrán los deudores que no la merecen.

La propuesta de la Comisión de Expertos sobre sociedades cotizadas (I): Un ejemplo más de nuestro derrumbe institucional

Iniciamos hoy una nueva serie dedicada a examinar la propuesta de la Comisión de Expertos designada por la CNMV sobre sociedades cotizadas. Pero si usted piensa que no vale la pena seguirlo, porque éste es un tema que sólo interesa a los mercantilistas, está muy equivocado. A menos que no sea ni pequeño accionista, ni consumidor ni siquiera ciudadano, claro. Entonces tiene permiso para no leer este post.
Conviene comenzar diciendo que, como muchos de nuestros lectores sabrán, con antelación al Informe que vamos a comentar en esta serie, la Comisión General de Codificación había elaborado a instancias del Gobierno de España una propuesta de Código Mercantil que ha suscitado bastante polémica por muchos motivos. Sobre esta propuesta y alguno de sus indudables excesos hablaremos en otro momento. Pero uno de sus aspectos más controvertidos ha sido, sin duda alguna,  su regulación de las sociedades cotizadas, a la que se le ha acusado de ser excesivamente intervencionista.
En este sector existen fundamentalmente dos posturas que cabe resumir como sigue: Por un lado, los partidarios de la autorregulación, del “cumple o explica” (es decir, del explica por qué no cumples), y del soft law. Por otro lado, los partidarios de la regulación, del “cumple sí o sí” y del law (a secas).  Son dos posturas razonables y defendibles, desde luego, pero lo que a nosotros nos sorprende enormemente es que siempre se discutan en el mundo de las ideas, puras, platónicas, donde viven los ángeles, sin descender casi nunca al mundo real de cómo está funcionando un mercado concreto en un tiempo y lugar determinado. Esta actitud ha sido y sigue siendo muy característica de la ciencia y de la política en nuestro país, y quizás derive de nuestra pasión por la tertulia de café y de nuestra renuencia a abrir los ojos y mirar alrededor. Porque quizás lo que pueda ser idóneo en un marco en el que funcionan los incentivos propios de una fase avanzada del capitalismo, puede no ser lo más conveniente para el capitalismo castizo o “capitalismo de amiguetes” que nos caracteriza.
Por simplificar, si los organismos reguladores  -el Banco de España, la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, la Dirección General de los Registros y del Notariado, etc.- no funcionan adecuadamente, por amiguísimo o nepotismo, o simplemente porque están capturados por aquellos a los que debían regular; si por el tipo de mercado regulado en el que funcionan nuestras grandes compañías abunda el revolving door entre política y empresa; si más del 60% de las sociedades del IBEX presentan una composición accionarial que hace a sus gestores inatacables en una junta general; entonces la regulación idónea para nuestras sociedades cotizadas no puede ser idéntica a la que existe en otros mercados más abiertos, transparentes y controlados.
En definitiva, la regulación no puede ser la misma si la propiedad está en condiciones de imponer sus verdaderos intereses sin adulteraciones espurias en beneficio de unos pocos o, si por ser tal cosa imposible, conviene presumir una voluntad objetiva que penalice la flexibilidad a cambio de evitar el abuso, a la vista de que los supuestos instrumentos de control no funcionan. Por ese motivo pensamos que el que sea imprescindible tener en cuenta la situación real del mercado para decidir la regulación idónea en un momento determinado, no admite mucha discusión. Como iremos viendo a lo largo de esta serie de posts, hay otras posturas diferentes de la del soft law y la del hard law: el derecho es el arte de lo justo y de lo injusto y habrá que usar el mecanismo más adecuado en cada momento según la realidad que haya de ser regulada.
Ahora bien, cuál sea exactamente nuestra situación y qué concretas medidas pueden ser las más oportunas para afrontarla, eso sí admite discusión, por supuesto y nos parece lógico que se puedan tener distintas opiniones al respecto. Lo que no nos parece tan lógico es que se encargue a la Comisión General de Codificación un análisis, y que cuando ese análisis no gusta a las grandes sociedades cotizadas, en vez de decirlo así abiertamente y asumir el correspondiente coste político, el Gobierno encargue otro informe técnico, a través de un propio como la CNMV, a otro grupo de expertos, integrado por personas que no son expertas en absoluto y, además de ellas, por algunos de los abogados de los despachos más importantes del país, con el único objetivo de minar la autoridad científica del primero.
Sorprende también que los medios de comunicación hayan presentado esta iniciativa de la Comisión de Expertos como la panacea de la democratización de nuestras sociedades cotizadas. Sabemos que nuestra prensa no está hoy, desgraciadamente, lo suficientemente preparada para enjuiciar estas situaciones por sí sola, a veces ni siquiera muy interesada, pero la presentación retórica realizada por el propio grupo de Expertos sin duda ha ayudado, acusando incluso a la propuesta del Código de falta de ambición en muchas ocasiones. En los próximos post iremos examinando que hay de verdad en todo ello, y qué son meros fuegos artificiales, pero lo que no cabe negar ha sido su eficacia mediática a la hora de destruir la autoridad (la mucha o poca que tuviese) de la propuesta del Código Mercantil.
El resultado es previsible, especialmente en un país como España. Se creará una nueva Comisión “mixta”, en la que los que no obtuvieron respaldo a sus posturas doctrinales en la Comisión General de Codificación, gozarán de una nueva legitimación y de una renovada autoridad, pero no la derivada estrictamente de la fuerza de sus argumentos (que no discutimos que pueda ser muy potente), sino de la que emana, al modo de los ungidos de antaño, del poder del altísimo.
Seguir  a la segunda parte

“Doing Business”, soplar y sorber….

Estos días de atrás la prensa acogía con desapego y decepción el Doing Business 2014 que, con rápidas lecturas que miran al año que aún no ha llegado, se está convirtiendo cada vez más en una especie de tótem de referencia entre los reguladores mercantiles y financieros de todos los países del mundo. La metodología empleada permite obtener conclusiones más o menos razonables y, lo que es más importante, comparables. Su éxito radica, a mi entender, precisamente en la comparabilidad de los resultados. Y es que, siendo el sustrato económico complicado de modelizar, hay que reconocer que el Banco Mundial ha conseguido un nivel óptimo de comunicación de las conclusiones que año a año vierte esta publicación…. En ese equilibrio entre inevitable complejidad de la realidad y simplicidad en su presentación, el producto Doing Business es de lo más eficaz y consigue lanzar a los reguladores nacionales a una especie de competición por hacer escalar puestos a sus países en cada uno de los ranking parciales que se muestran.
Como observador de la realidad, la opinión pública (publicada, mejor…) se hace eco de esta carrera y analiza apresuradamente la posición de cada corredor. Titulares como “España cae al puesto 52 del ‘ranking’ de mejores países para montar negocios” o “España, por detrás de Ruanda y Túnez para hacer negocios” son algunos de los que podíamos leer estos días. El impacto reciente de los comentaristas radiofónicos sobre el público (gestores públicos y votantes) es aún mayor al correrse en un terreno especialmente embarrado por la crisis económica, como aquí ocurre.
Simplificando las cosas, la premisa de partida del Banco Mundial es que los empresarios (los ahora llamados emprendedores) deben contar con un marco regulatorio que simplifique y facilite la puesta en marcha de proyectos empresariales. Y ciertamente no puede dudarse de que el entorno jurídico, no siendo la única, sí que es una de las variables claves en el desarrollo empresarial y la competitividad económica, especialmente en las primeras fases (start-up).
Lo cierto es que ya se está consiguiendo que entre dentro de la incorrección política tratar de defender controles y salvaguardas en el proceso de creación de empresas, cuestión ésta en la que el estudio viene centrando parte de su atención. Lo relevante es el número de días que transcurren entre el diseño del proyecto empresarial y el día que comienza la producción o se abre al público. Las best practices se concentran en la eliminación de trámites, papeles, documentación al emprendedor que conduzcan acortar esos plazos. Disminuir días es correr más rápido y subir en el ranking.
Faltan quizá reflexiones, simples pero algo más trabajadas, sobre algunos aspectos del entorno en el que se mueve la carrera. El marco temporal es relevante; no es lo mismo los 100 metros lisos (o vallas) que una maratón. Bajando más a terreno, hay intereses sociales que, junto al acortamiento de los plazos, demandan mayor control sobre la creación de empresas y que se definen también como buenas prácticas. La obtención sistemática de información sobre la persona física (titular real) que está detrás del proyecto empresarial es una de ellas, como medida clave para minorar el riesgo de blanqueo de dinero en un tráfico jurídico cada vez más complejo y globalizado, por poner un ejemplo que me resulta cercano en estos últimos años. Los requerimientos normativos en este ámbito se traducen en trámites y en aportación de documentos que han de encajarse en el acortamiento de plazos. ¿No es una buena práctica la obtención de información sobre el titular real por parte de quienes intervienen en el proceso de creación de proyecto empresarial? Así lo entiende la comunidad internacional o el propio Banco Mundial, que empuja a acortar plazos, en un maravilloso libro que acaba de publicar con el sugerente título de Los Dueños de la Marioneta, en alusión a cómo se utilizan personas jurídicas en la ocultación de activos procedentes del delito.
No es distinto lo que ocurre con los intereses públicos en otros ámbitos del ordenamiento jurídico-público, como el energético o el financiero.  Es en éste último, por cierto, en el que se ha producido de forma más notoria un cierto debate conceptual entre la desregulación y la necesidad de controles, también en la creación de la empresa financiera. Y no puede decirse que la reflexión mayoritaria al final haya ido en la línea de la necesidad de retirar controles. En realidad, a nadie sorprende a estas alturas constar cómo la máquina del derecho administrativo, como instrumento de ensamblaje de políticas públicas, incrusta cada vez más controles en el ámbito privado; la libertad de pactos, también en la creación de empresas, se mueve cada vez con más límites. Y el mantenimiento de controles justificados o la adición de nuevos controles no siempre encajan bien con la reducción de días en el proceso de creación de personas jurídicas y su ranking.
Como el Banco Mundial, los reguladores nacionales tienen que cuadrar el círculo. Se enfrentan a la necesidad de trasladar al papel oficial intereses públicos no siempre compatibles. Ni la realidad social es plana, ni los intereses públicos son binomiales (todo o nada, blanco o negro); admiten grados de realización y el regulador en cada uno de los ámbitos del derecho administrativo lo sabe bien. La mezcla de intereses contrapuestos al diseñar la norma jurídica es lo que late con frecuencia debajo de ciertos textos que, leídos por algún ilustre ilustrado, le llevan a concluir de forma simplista que la norma está mal hecha… que en algunos casos, también.
En la regulación del proceso de creación de empresas, estoy seguro que cualquier regulador dispone de un potente arsenal de argumentos para convencer al responsable político de varias cosas, ante la inevitable pregunta del “¿qué podemos hacer?”. La primera es que una retirada apresurada de alguno de los controles para escalar en el ranking del Doing Business del año siguiente no es una decisión acertada. Puede que lo sea en el corto plazo, para los 100 metros lisos, pero el marco jurídico que acompaña a la competitividad  sostenible, debe centrarse más bien en obtener las condiciones necesarias para la maratón.
La segunda es que la tentación de la ambigüedad forzada y calculada con la que en ocasiones se quieren conciliar intereses irreconciliables no siempre resulta la mejor opción. Y no es sólo por la lesión a la seguridad jurídica (que seguramente ya bastaría), sino porque la terca experiencia nos muestra como en el medio y largo plazo, en la carrera de fondo, lo más probable es que no ninguno de los intereses del mix acabe alcanzándose.
Me preocupan, en realidad, los reguladores del resto del mundo, porque los españoles conocen bien el viejo dicho que a todos nos han dicho desde pequeños en algún momento… No se puede soplar y sorber al mismo tiempo.

Conferencia en Harvard: “Poder y dinero en las sociedades cotizadas: vuelta a los principios”

Este año le ha tocado a un servidor representar al Colegio de Madrid (designación que agradezco mucho a la junta) en el Seminario que el departamento de Derecho Mercantil de la Universidad Complutense, junto con el Real Colegio Complutense en la Universidad de Harvard y Law School organizan en esta última. Se trata de una fabulosa iniciativa que se debe a Juan Sánchez-Calero (que ha publicado en este blog) y que propende a varios fines: el académico puro; el conocimiento de una universidad puntera en el mundo a través de la presencia física en ellas y de conferencias que se reciben de profesores de Harvard; y al conocimiento mutuo entre diversos sectores y profesiones del Derecho en un ambiente distendido. En mi opinión, todos esos objetivos se han cumplido este año, con exceso. Cabe decir que asistieron varios colaboradores del blog, como Matilde Cuena o Blanca Villanueva, y muchos otros que estoy convencido que lo serán.
Con el tema que elegí pretendía hablar de algo genérico, más de un perfil de editor de ¿Hay Derecho? que de notario (para evitar ponerme en el terreno estricto de los avezados profesores de Derecho mercantil y en el específico leit motiv del Seminario, la reestructuración bancaria) y lo cierto es algunas cuestiones ya las había tratado en el blog: en este post cuya lectura sugiero como introducción, y también en el comentario a libros como el de Galbraith “La economía del fraude inocente” o en el del documental “Inside Job”. También influyó en ello la formación de la comisión de expertos para tratar la cuestión del gobierno corporativo, que acaba de evacuar su informe y que merecerá post aparte. Pero en la conferencia he tratado de ir un poco más allá y no me he limitado a constatar la realidad sino que he intentado interpretarla y hacer alguna propuesta. Todo un atrevimiento.
Es indudable que sobre estas cuestiones se puede hablar –y se ha hablado – mucho y desde muchos puntos de vista: el desplazamiento del poder de la junta al consejo y su necesaria revitalización; si han de mantenerse planteamientos exclusivamente orientados al incremento del valor de la acción o deben tenerse en cuenta también los intereses de otros interesados –los llamados stakeholders– como trabajadores, medio ambiente, etc. Respecto de ello mantengo una postura más bien ecléctica, pues es preciso reconocer que la empresa naturalmente debe tender hacia un incremento del valor de las acciones y al mismo tiempo tener en cuenta otros intereses implicados.
Pero no tengo una postura tan ecléctica en relación al papel que el Derecho ha tenido en los últimos tiempos en relación a las malas prácticas en el hoy llamado Gobierno Corporativo y también en la Responsabilidad Social Corporativa. En la conferencia mantengo que la crisis en una buena obedece a que ha habido manga ancha con las grandes empresas, revelada con una falta de regulación consciente en materias como la de los productos financieros,  en la admisión de conflictos de intereses importantes en materia de auditoría y contabilidad, en el descontrol absoluto en lo que se refiere a remuneraciones excesivas orientadas al corto plazo, que generan malos incentivos, así como poco rigor en materia de responsabilidad, lo que resulta evidente a la vista de los pocos directivos que han sido severamente castigados por el desastre; todo ello convenientemente encauzado en una técnica reguladora, la de los Códigos de Buen Gobierno, consistente en fomentar la adopción de estas recomendaciones por las sociedades cotizadas y la imposición de la obligación de transparencia y explicación, formulada bajo el cómodo principio del “cumple o explica”, que impone a los incumplidores la obligación de decir por qué no han cumplido, pero no la de cumplir (salvo los escasos supuestos en que se convierten en ley). Podrían ponernos a los contribuyentes esa misma técnica legislativa, ¿no?
En un segundo bloque de consideraciones, trato de enmarcar esta realidad en unos fundamentos más amplios, que no se me escapan. En esta situación ha influido, sin duda, el factor de la fagocitación del Derecho por la Economía, a lo que ha ayudado mucho la teoría contractual de la empresa, que configura esta como un simple nexo de contratos, básicamente el de agencia, en el que el elemento decisivo para disciplinar las conductas, más que controles internos o externos, es el mercado. Ello, traducido a nuestro campo, significa que el Derecho debe limitarse a minimizar los costes de transacción, estableciendo normas simplemente dispositivas y en caso de que no haya acuerdo, deberá asignar la solución que previsiblemente habrían adoptado las partes. Esto, evidentemente, reduce al Derecho a ser un simple comparsa de los intereses de los contratantes, con omisión de los terceros y de la comunidad en general. Para criticar este panorama, echo mano del último libro de Michael J. Sandel, “Lo que el dinero no puede comprar”, que denuncia brillantemente la mercantilización de muchos aspectos de nuestra vida, lo que lleva en su opinión a la corrupción de algunos de ellos, y pone sobre la mesa la evidencia de que tras la crisis no ha habido una reflexión profunda sobre el papel del mercado, como inicialmente parecía que iba a ocurrir.
Un segundo factor de importancia en esta cuestión es el cambio social y filosófico de los últimos cincuenta años: la posmodernidad. Es evidente que tras la segunda guerra mundial, el ideal de la razón que impone la necesidad de someter al individuo en reglas uniformes y estandarizadas al hilo de una determinada interpretación unitaria de la vida (los llamados metarrelatos: religiones, filosofía, ideologías…) empieza a hacer aguas a la vista de las tragedias bélicas y los totalitarismos a que dio lugar y frente a la conducta estandarizada y normalizada, sujeta a disciplina, se empieza a imponer el llamado proceso de individuación, en el que lo que prima es la manifestación de los deseos personales sin sujeción a coacción o a planteamientos globales, el consumo y el carpe diem (Lipovetski, Bauman, Beck). Este es el caldo de cultivo en el que se cuece la situación que estamos tratando: seducción, no coacción.
Un tercer factor, que me parece interesante, es el del paralelismo que esta situación mercantil tiene con la política: el desplazamiento del poder al ejecutivo con una práctica devaluación del principio de separación de poderes ha convertido al parlamento en un zombi, más muerto que vivo. Y quizá ello es más que un simple paralelismo: hay una conexión de fondo mostrada en el triunfo de las élites extractivas, categoría manoseada pero útil, que muestra cómo por medio de la corrupción o por medio de otras instituciones menos evidentes como la puerta giratoria o revolving door no es inimaginable una postura de lenidad por las autoridades y de otorgamiento de una regulación complaciente o incluso autoestablecida.
En el bloque final, me planteo qué habría que hacer ahora, a lo cual aventuro que no basta con hacer dos o tres retoques (como pretende, a mi juicio, hacer el informe de la comisión de expertos), sino que es preciso un verdadero cambio de paradigma mental y jurídico que considero debe contener estos ejes:
Primero.- El Derecho tiene un fin en sí mismo, como categoría independiente de la economía, pues no todo lo eficiente es justo, y el Derecho no debe renunciar a su vocación conformadora de la sociedad, a su voluntad de hacer reales los ideales que se consideran imprescindibles para la convivencia. Dworkin, Hart y otros muchos lo han propuesto de diversas maneras, pero muchos juristas tienen todavía síndrome de Estocolmo para con la Ciencia económica.
Segundo.- El Derecho ha de ser eficiente. En la búsqueda de lo justo, el Derecho ha de buscar los medios necesarios para obtener sus fines. Hacer que la gente haga lo que uno se propone no es tan fácil. Los instintos del ser humano, aunque estemos en la era tecnológica, siguen siendo los mismos: honor, poder, sexo, dinero…que son fuertes estímulos que no siempre es fácil controlar. El Derecho, más un arte que una ciencia (ars boni et aequi, decía Celso) y consiste en saber intuir qué parte de coacción y qué parte de seducción es preciso imprimir a las situaciones, igual que ocurre en la educación o en la jardinería. Es, pues, una cuestión de dosis y no de dogmas, lo que en política internacional tiene el correlato de la llamada teoría del poder inteligente de Joseph Nye, que aboga por la combinación de poder duro y blanco, según las situaciones.
En consecuencia, los Códigos de Buen Gobierno, aunque puedan cumplir alguna función, no pueden ser el mecanismo legislativo principal en cuestiones críticas; pero, ello no significa que haya que hacer más leyes y regular todo al mínimo detalle, pues ello más bien produce inseguridad jurídica y confusión e incluso favorece a quienes se trata de regular con hojarasca y resquicios, regulaciones especializadas que hacen olvidar los principios generales de responsabilidad por los actos propios, prohibición de la autocontratación y equilibrio de las prestaciones. En la conferencia me extiendo en algunos ejemplos de cuestiones que es necesario modificar: responsabilidad de los administradores, remuneración de los consejeros, conflicto de intereses.
Tercero.- El Derecho ha de ser realista. Es evidente que los mercados son globales y muy competitivos y que el mundo, particularmente el financiero se ha hecho muy complejo y tiene un equilibrio precario, como las colonias de termitas. También que hay instituciones que quizá no se van a recuperar, como la junta de accionistas. Ello significa que hay que regular con mesura y con valentía, siendo conscientes de que la realidad ha cambiado. Ahora bien, sin reforma de las instituciones políticas y reguladoras será muy difícil que las normas se creen y se hagan cumplir.
Y cuarto.- El Derecho es necesario, pero no suficiente. La posmodernidad nos ha traído un mundo público lleno de normas y un mundo privado sin normas (Javier Gomá). Pero la anomia de la vida privada fomenta conductas que se proyectan públicamente en conductas antosociales y el Estado solo puede reprimirlas hoy con coacción. Se impone un proceso recivilizatorio que haga inexcusable el desarrollo de conductas éticas también en el mundo público.
 

Pero… ¿la Ley de Emprendedores no era para quitar obstáculos?

Es pronto para hacer ni siquiera un juicio somero de la ley 14/2013 de apoyo a los emprendedores. Lo impiden sus casi cien páginas de artículos, casi todos de inmediata  entrada en vigor, pero muchos de ellos de difícil comprensión, y algunos de imposible armonización con el resto del ordenamiento jurídico.
Pero en estos poquísimos días de vigencia he tenido varias experiencias relacionadas directamente con el emprendimiento que nos pueden dar una idea del “apoyo” que pueden esperar de ella nuestros empresarios.
La primera es de un amigo que con otros dos socios va a poner en marcha una pequeña editorial, para la cual piensan constituir una Sociedad Limitada. La normativa anterior a la ley ya permitía la constitución prácticamente en 24 horas y, si se hacía con los estatutos tipo del Ministerio de Justicia, con un coste total de notaría y registro de 100 euros y con exención de pago de las tasas del BORME. Para evitar el desembolso del capital inicial de 3000 euros, les aconsejé aportar a la sociedad los ordenadores, impresoras y programas de software que tienen previsto utilizar en su actividad. Por tanto, con el sistema anterior, cualquier persona podía crear una sociedad en un tiempo y coste mínimos.
El sistema, tenía sin embargo algunos fallos de mero procedimiento pero importantes. El primero, que las sociedades que no se acogieran a los estatutos tipo no estaban exentas de las tasas del BORME (80 euros). El segundo, la absurda obligación de presentación a liquidación de documentos exentos impedía en la práctica la presentación telemática de estas escrituras, salvo que se hiciera a través de la plataforma CIRCE,  lo que a su vez exigía acudir previamente a otra oficina (los puntos de asesoramiento empresarial o PAIT). Para solucionar estas cuestiones hubieran bastado unas reformas muy sencillas: dar a los notarios la condición de PAIT  y suprimir la necesidad de previa liquidación de documentos exentos y la anacrónica y entorpecedora tasa del BORME (lo que agilizaría y abarataría además todas las presentaciones telemáticas al registro Mercantil).
¿Es esto lo que hace la ley? El art. 13 hace referencia a los notarios como PAIT (ahora llamado PAE) pero como el CIRCE todavía no ha habilitado la posibilidad de acceso a los notarios estamos igual que antes. Y en todo lo demás, estamos, increíblemente, mucho peor. En un alarde de bolchevismo, se ha preferido destruir el sistema anterior antes de construir el nuevo (el derecho transitorio, ¿qué era?): la ley 14/2013 ha derogado el Real Decreto-ley 13/2010 que regulaba la constitución telemática de sociedades, al tiempo que la nueva norma se remite a un posterior desarrollo de los estatutos “standardizados”, que no sabemos si son los mismos estatutos tipo de la orden 386/2010 u otra cosa (y la DA 10  a ulteriores desarrollos en relación con la escritura). La lógica y la responsabilidad nos indica que notarios y registradores deberíamos seguir aplicando los aranceles y los estatutos del procedimiento derogado a las nuevas constituciones telemáticas, pero desde luego la ley no lo hace, con la inseguridad jurídica que eso va a suponer. Pero lo peor es que no solo no se ha eximido de tasas del BORME  a todas las sociedades nuevas, sino que  al derogar la norma anterior se ha suprimido la exención que existía, por lo que el coste de la constitución super abreviada casi se va a duplicar. Tampoco parece que el registrador, hasta que se produzca el desarrollo reglamentario, esté obligado a calificar en los brevísimos plazos que prevé la ley, ni en los de la anterior ley derogada. Es decir que la con la nueva ley el procedimiento es ahora más largo, más caro, y con más incertidumbre que hace pocos días.
El segundo caso es el de una persona con empleo a jornada completa pero con  grandes dificultades para pagar su hipoteca, que para completar su sueldo (y tras hacer un curso a su costa) va a dedicar vacaciones y fines de semana a encuadernar protocolos notariales con otra compañera de oficina.  Uno de los problemas fundamentales es que es para ello tienen que darse de alta como autónomo con un coste mensual de 255 euros (cada una). Esto supone una duplicidad de cotización pues ya su empleador –y ellas- pagan por su trabajo, pero sobre todo absorbe una parte importantísima de los beneficios que van a obtener de este pluriempleo. Pero para eso está –en teoría- la Ley de Emprendedores, cuyo art. 28 justamente trata de evitar la excesiva penalización (palabras de la EM) de personas en situación de pluriactividad: personas trabajadoras y honestas que están dispuestas a hacer dos trabajos y a pagar impuestos y seguridad social por las dos en vez de cobrar en negro. En realidad las ventajas de la ley son más bien modestas: en vez de una cotización cuasi-nominal, que sería lo lógico ya que cotizan a tiempo completo en su trabajo, se concede una bonificación del 50% sobre la cuota. Menos da una piedra, dirán. Pues sí, pero poco menos, porque esa bonificación  dura 18 meses, y después hay otros 18 meses con una reducción de solo el 25%. Pero si leemos con más cuidado resulta que  una piedra le da a la trabajadora lo mismo que la ley: nada. Porque la ley exige que la trabajadora causa alta “por primera vez” en el régimen especial de autónomos. Como se trata –como dije- de una persona trabajadora y cumplidora de la ley, estuvo dada de alta hace años como autónomo para otra actividad, así que tiene pagar la cuota entera – o trabajar en negro…- .
Pero volvamos a mis amigos los editores, que parece que con la colaboración de notario y registrador van a conseguir inscribir la dichosa sociedad, aunque con mayor coste de tiempo de dinero que antes. Uno de los socios está en paro y va a ser su administrador y tratará de obtener financiación (de los propios escritores y  a través de crowdfunding). Aunque no va a cobrar nada, como administrador ha de darse de alta como autónomo y pagar la cuota dichosa. Pero para él tiene la ley el art. 29 sobre “reducciones a la seguridad social aplicables a los trabajadores por cuenta propia”, ya que tiene la “suerte” de ser mayor de 30 años, como exige este artículo. Es cierto que las reducciones menguan más que el increíble hombre menguante pues en un año pasará la reducción del 80% al 30%, para desaparecer  a los 18 meses, pero menos da una piedra. ¿Menos? No, de nuevo la piedra da exactamente lo mismo que la ley, porque ésta solo reduce la cotización a quién no haya estado cotizando como autónomo en los cinco años anteriores.  Y da la casualidad que este señor creó otra empresa de la que fue administrador y que tuvo que disolver por no poder pagar, entre otras cosas, su cuota de autónomo…
La esperanzadora Exposición de Motivos de la Ley habla de la necesidad de un “cambio de mentalidad” en la sociedad,  y de que “el fracaso no cause un empobrecimiento y una frustración tales que inhiban al empresario de comenzar un nuevo proyecto, y pase a ser un medio para aprender y progresar”.  Pero está claro que la que no cambia la mentalidad es la administración, que niega la bonificación a quien ha fracasado en un proyecto en los cinco años anteriores. Parece que ha de purgar ese fracaso durante ese tiempo (condenado a trabajar en la economía sumergida, se supone) hasta poder hacerse acreedor de nuevo de la bonificación. No parece la manera de favorecer el emprendimiento ni de reducir el fraude, ni, por tanto, de aumentar la recaudación.

El emprendedor es el moderno Sísifo


La prioridad de la administración evidentemente no es el apoyo al emprendedor sino mantener la asfixiante presión fiscal y administrativa sobre los contribuyentes. Basta ver el esquelético contenido del capítulo sobre “Simplificación de cargas administrativas”. Ocupa solo 2 paginas de las 96 de la Ley, y de sus seis artículos, solo hay tres que se dedican a simplificar  -mínimamente-  algunas de las infinitas obligaciones  (riesgos laborales, libro de visitas de la autoridad laboral y estadística: lean lo de la estadística, da risa ). El primero (art. 36) es una simple declaración de intenciones, el último (art. 41) regula un incomprensible sistema de otorgamiento de poderes del que lo único bueno que se puede decir es que es inaplicable (ya comentado en este blog). Pero nada como el art. 37: bajo el título “simplificación de caras administrativas”, dice “que las administraciones que establezcan nuevas cargas administrativas eliminarán al menos una de coste equivalente”. Es decir, que para la administración simplificar cargas administrativas no es reducirlas sino no aumentarlas. Lo malo es la falta de respeto a la verdad y al lenguaje, lo peor que es otra norma programática que no se va a cumplir, y cuyo cumplimiento es imposible de exigir.
Aunque desde luego la ley merece un análisis más detallado, la primera depresión, perdón,  impresión,  es que el poder sigue estando lejos de las verdaderas necesidades de los emprendedores y que la ley se queda, como mucho, a medio camino. Es imposible favorecer el emprendimiento y reducir el fraude si no hay una verdadera decisión de reducir las cargas administrativas (tasas del BORME, autoliquidaciones inútiles) y el exorbitante coste de seguridad social de los autónomos.  Esperemos que las reformas sigan.

El Emprendedor de Responsabilidad Limitada, un ejemplo más de “derecho inútil”

La reciente y varias veces anunciada ley 14/2013, de 27 de septiembre, de apoyo a los emprendedores y su internacionalización ocupa 96 páginas, muchas de ellas trufadas de sabrosas novedades que iremos tratando. Una es la introducción de una nueva figura en nuestro ordenamiento jurídico: el emprendedor de responsabilidad limitada.
Dado que todos tenemos muy poco tiempo y mucho que hacer, les ofrezco el resumen ejecutivo de mi artículo por si no quieren seguir leyendo: el llamado emprendedor de responsabilidad limitada, tal y como se regula en la ley, es una ocurrencia inútil e innecesaria. Y además es engañosa.
El único beneficio jurídico que produce constituirse como ERL es que su vivienda habitual no responde de sus deudas. Repito: no es el principal beneficio, sino el único. Y aún eso no estaría del todo mal si no fuera porque hay tantas excepciones a esa supuesta protección de la vivienda, que podría decirse que la regla general es la contraria. En concreto, sí sigue respondiendo la vivienda a pesar de ser ERL, en los siguientes casos:
 
– Frente a las deudas tributarias o a la Seguridad Social (que suelen ser las más importantes de un emprendedor).
– Si la vivienda tiene un valor superior a 300.000 euros (o en caso de ciudades de más de un millón de habitantes, 450.000 euros). Así, por ejemplo, si en Granada, Bilbao, Salamanca o Santander hay alguien cuya vivienda habitual valga 350.000 euros, que se olvide de ser ERL. Porque sí (no vaya a ser que alguien diga que beneficia a “los ricos”).
– Si las deudas no traen causa de la actividad empresarial.
– Si las deudas son anteriores a la constitución como ERL, salvo que consientan los acreedores (que como es lógico, estarán encantados de consentir la renuncia a embargar el inmueble).
– Si la vivienda en propiedad del ERL no es la que usa como residencia. De modo que si alguien se plantea esta posibilidad y vive alquilado o en casa de sus padres y tiene otra vivienda, que se olvide de constituir una ERL. Porque sí otra vez.
– Si la vivienda habitual es la del cónyuge del ERL.
– Si se traslada a otra vivienda habitual que ya no cumpla alguno de los requisitos legales. No queda protegida ni la antigua ni la nueva.
 
En definitiva, los acreedores frente a los que la vivienda habitual quedaría protegida serían, básicamente, por un lado, los proveedores; quizá, aunque no está claro, el personal laboral contratado, y los bancos que le financien. Pero, respecto de estos últimos  es bastante probable que cuando el ERL vaya a solicitar financiación, se la denieguen si el único bien de valor es precisamente esa vivienda, o le obliguen a hipotecarla o, incluso, a renunciar a la condición de ERL. Y, por cierto, lo harán con toda la razón puesto que lo que buscan es garantizarse la devolución del dinero prestado.
De modo que, en la práctica y dado que es poco frecuente que un autónomo tenga personal contratado (lo habitual es que se constituya en sociedad mercantil), la utilidad básica del ERL será proteger la vivienda de las reclamaciones de algún proveedor.
Pues bien, para obtener este magro efecto hay que hacer muchas cosas:
 
–         Firmar un documento, notarial o no, en el que conste la voluntad de constituirse como ERL.
–         Inscribirlo en el registro mercantil.
–         Hacerlo constar en el registro de la propiedad donde esté inscrito el inmueble.
–         Publicarlo en el BORME. La publicidad de la ERL, eso sí, está garantizada; aparece nada menos que en el registro de la propiedad, el mercantil, el BORME y en un portal web del Colegio de registradores.
–         El ERL deberá además someter a auditoría sus cuentas anuales.
–         Y deberá también depositar esas cuentas en el registro mercantil. Si no lo hace, a los siete meses del cierre del ejercicio, la vivienda responde de nuevo ilimitadamente.
 

- Batman, por qué no te haces emprendedor de responsabilidad lim... - ¡Calla, necio!


Como puede verse, esto es un nuevo parto de los montes: mucha parafernalia, muchos requisitos, mucha publicidad, pero poquísima utilidad.  Es decir, se acude a la misma técnica que cuando se regularon las medidas de protección al deudor hipotecario sin recursos y el famoso “umbral de exclusión”, el cual exige tantos requisitos para obtener unos -modestos – beneficios, que es aplicable a un número reducidísimo de casos. Al final, todo este montaje y este cúmulo de trámites y requisitos sirve para que José García, que tiene un puesto en el mercado, o María Pérez, que tiene una zapatería, si no pagan a algún proveedor, éste no pueda embargarles la casa. Pues qué bien. Para eso bastaba un mero artículo en la LEC.
 
 
La figura del ERL corre el grave peligro de caer en el desuso de manera inmediata, del mismo modo que le ha sucedido en la práctica a otra ocurrencia jurídica que en teoría sigue vigente, pero que es un fósil casi desde que nació: La sociedad limitada Nueva Empresa. En 2010, solamente el 0,6% de las constituidas lo hicieron con esta forma social.
El ERL es un ejemplo más de lo que se ha llamado, piadosamente, soft law, pero que con más justeza se califica como derecho inútil, derecho hueco o derecho placebo. Normas que carecen de una verdadera vocación de atender y solucionar necesidades y problemas reales para ser más bien instrumentos propagandísticos del gobierno de turno.  Los verdaderos destinatarios de una ley como la que regula el ERL no somos los ciudadanos, sino el periodista que asiste a la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros, y los funcionarios de Bruselas, para que a ver si cuando lean el BOE no entran en demasiadas profundidades y consideran que tenemos una legislación muy avanzada.
Y es que además en España tenemos ya una figura legal que cumple con mucha más ventaja las funciones del ERL: la sociedad limitada unipersonal. Con muy poco desembolso protege no solamente la vivienda sino todo el patrimonio del emprendedor y frente a todo tipo de acreedores. Además, un emprendedor puede constituir cuantas sociedades unipersonales necesite y puede introducir nuevos socios o transmitirla con enorme facilidad.
Legislar para la foto, como sucede en este caso, no es ni mucho menos inocuo.  En el fondo significa introducir un cierto engaño en la norma, se trata de legislar para poder decir que estás haciendo una cosa (permitir el emprendimiento, proteger a los más débiles, etc.) pero cuando se lee lo que aparece en el BOE nos damos cuenta de que lo que te han contado no es verdad, porque hay mucha letra pequeña. En el caso del emprendedor de responsabilidad limitada el engaño empieza desde su propia denominación. No es verdad que tenga limitada su responsabilidad con carácter general, como parece sugerirse. Por el contrario, su responsabilidad sigue siendo ilimitada… salvo algunas cosas, como diría Mariano Rajoy.
Es muy negativo que se acuda a leer una disposición legal pensando que tiene “trampas”, que donde parece conceder un derecho en realidad luego lo elimina para el 90% de los casos, que cuando te concede un beneficio fiscal tienes que tener un cuidado extremo porque seguro que desperdigados por el mismo texto hay francotiradores dispuestos a abatirte a la menor equivocación. Es muy negativo, en definitiva, pensar que el legislador no te esta hablando a ti como ciudadano sino que se está haciendo propaganda a sí mismo y que le da igual el resultado práctico de las leyes que promulga, puesto que su objetivo básico, la autopromoción, está cumplido. Todo ello provoca que cada vez se le tenga menos respeto a la norma, que se la considere bien una enemiga, bien una inutilidad que nadie va a tener en cuenta, bien algo completamente incomprensible porque está redactada de una manera que no se sabe qué ha querido decir. Y eso es malo para el Estado de Derecho.