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La nacionalización de las autopistas radiales

El caso de las autopistas radiales de Madrid, y los tramos en Castilla La Mancha, Murcia y Alicante que entran en el mismo paquete, son manifestaciones de dos aberraciones en la gestión pública en nuestro país. En primer lugar el derroche y la irresponsable planificación del capital público, que llenó España de aeropuertos sin aviones (Ciudad Real, Castellón, Lleida, etc.), de lujosos centros de ocio y cultura sin apenas público (Caja Mágica de Madrid y Ciudad de la Cultura en Santiago), de estaciones del AVE con escasos viajeros y de autopistas sin apenas automóviles, como las que nos ocupan. No eran éstas una muestra de “país moderno y próspero”, que decía el presidente Aznar en la inauguración de la R2.

La programación de las autopistas no se correspondió a un plan explícito de infraestructuras, respondía más a la oportunidad de negocio de unos pocos, y las  previsiones de tráfico que se hicieron fueron desorbitadas. En el caso de las radiales se preveía un tráfico ocho o nueve veces superior al que finalmente se produjo. No son infrecuentes en el mundo desarrollado errores de previsiones en el tráfico, pero nunca de esa magnitud. Que las adjudicatarias aceptasen esas previsiones sin más, ponía de manifiesto la seguridad que tenían de que el riesgo de incumplimiento no iba a recaer sobre ellas.

Y esto conecta con la segunda aberración: la asimetría que supone la socialización de las pérdidas mientras que se mantienen en el sector privado las ganancias. La comparación de lo ocurrido en el caso que estamos comentando y lo sucedido con las autopistas catalanes de Acesa, que acabaron integrándose en Abertis, revela esta asimetría con singular crudeza. En aquel caso la sociedad concesionaria incumplió repetidas veces el decreto de concesión, no aceptó sucesivas sentencias judiciales en su contra y su conducta, que expoliaba a los usuarios, fue sancionada favorablemente por un vergonzoso convenio acordado entre el gobierno central, la Generalitat y la concesionaria, plasmado en el RD 2346/1998, que liberaba a Acesa de sus incumplimientos y, como premio, le extendía el periodo de concesión, cuando ya entonces había expirado y la concesionaria había recuperado toda la inversión. ¿Por qué no se revirtió al Estado la gestión de las autopistas al término del plazo de la concesión o en el momento de firmar el convenio? La respuesta es obvia: un caso más de clientelismo. Un dato para ilustrar lo que supuso para la concesionaria el incumplimiento de normas y acuerdos y el abuso de los usuarios: cuando Acesa se integró en Abertis en 2003 valía 16,5 veces más que cuando la Caixa adquirió el paquete de control en 1987. Hoy, tras 49 años de concesión, cuando el periodo previsto era de 25, las autopistas siguen en las mismas manos y siguen generando un apetitoso flujo de caja para Abertis.

El caso que nos ocupa estos días tiene un resultado bien diferente del que acabamos de comentar. La socialización de las pérdidas de aquel plan chapucero de autopistas es la consecuencia de que, hasta la ley 40/2015 de hace un año, ha estado vigente el principio de Responsabilidad Patrimonial de la Administración (RPA), que obligaba a ésta a hacerse cargo de la parte no amortizada de la inversión, a no ser que el fracaso de la misma fuera imputable al concesionario. Y factores como un uso de la infraestructura menor del previsto, no se consideraba responsabilidad de estos. La actual Administración poco puede hacer más que negociar con los acreedores. Pero éstos ya no son las entidades que financiaron a los constructores y concesionarios, pues éstas asumieron parte de las pérdidas y vendieron sus créditos a fondos de inversión con el correspondiente descuento. Y la negociación con estos fondos es complicada.

La RPA genera incentivos perversos, pues no obliga a los adjudicatarios a realizar previsiones bien fundamentadas del uso de la infraestructura. La suma de la RPA y la ausencia de un plan transparente de infraestructuras producen estos resultados tan onerosos para el contribuyente. No necesariamente para el inversor, que se lleva por de pronto el margen de la obra y, bajo la RPA, puede ser compensado de toda o la mayor parte de su inversión

La mencionada ley 40/2015, sobre el Régimen Jurídico del Sector Público, cambia de forma muy sustancial las obligaciones de la Administración cuando se generan resultados negativos en una concesión, si estos no son imputables a la Administración. Un uso de la infraestructura inferior al previsto no debe ser considerado en la mayoría de los casos responsabilidad de la Administración. La compensación que se contempla entonces estará en función de la valoración de la concesión en el momento de la suspensión. Para la estimación de los flujos de caja hasta el final de la concesión, en la que debe basarse la valoración, la ley contempla la posibilidad de convocar una subasta entre inversores interesados, que revelará las previsiones que hacen esos inversores de los flujos de caja. El sistema propuesto es ciertamente exigente, pero sin duda eliminará la realización de proyectos de utilidad social dudosa: si el uso de una infraestructura no es demandada por los ciudadanos, su rentabilidad social será baja o nula.

Hay que confiar que, a partir de ahora, la Administración, en consonancia con la nueva Ley, no acuerde contratos de concesión en el que asuma la totalidad del riesgo, como ha ocurrido con el depósito submarino de almacenamiento de gas natural (proyecto Castor) o con el túnel bajo los Pirineos del tren de alta velocidad. En ambos casos las concesionarias, pertenecientes ambas al grupo ACS, han sido compensadas, por imperativos contractuales, del abandono del depósito de gas por sus consecuencias sísmicas en un caso y del escaso tráfico ferroviario en el otro. Dos experiencias más en las que el concesionario gana siempre y los contribuyentes pierden si las cosas van mal. Pero para evitar éstos casos no caben modificaciones legislativas. Sería necesario, como lo sería para que no vuelvan a producirse acuerdos tan vergonzosos como el de 1998 que hemos comentado, acabar con la práctica clientelar tan arraigada en nuestro débil Estado de Derecho.