Vuelvo a analizar los entresijos del poder, y lo hago tomando como referencia dos formas diferentes de entender y concebir la sociedad en la que vivimos (que no agotan, ni mucho menos, los puntos de vista desde los cuales esta sociedad puede ser analizada). La sociología, la psicología de masas o la economía son también perspectivas diferentes, y cada cual arroja una visión distinta de una sociedad caleidoscópica, llena de matices y compleja en su comprensión global. Pero, zapatero a tus zapatos, y como yo soy jurista, centraré estas reflexiones en la diferente forma de ver la sociedad que tenemos los juristas frente a los políticos (aunque muchos de ellos sean, curiosamente, de formación jurídica).
El político, si bien dice perseguir el bien común (en última instancia quizás lo haga realmente), también tiene como fin el monopolio del poder, y esto es algo que estamos comprobando un día sí y otro también, lamentablemente. El político se encuentra condicionado por una determinada ideología (la que le impone su partido) y a ella se debe, aunque en su fuero interno pueda pensar otra cosa. Si él o su partido no han alcanzado ninguna cota de poder, su actuación se encuentra guiada por la finalidad de alcanzarlo, por encima de cualquier otra cosa. Y si ha alcanzado el poder, su finalidad primordial consiste en conservarlo, azuzando a los rivales y lanzando sobre ellos las posibles críticas que le sean dirigidas, con un efecto “boomerang”. Pero como no quiero que se me entienda mal, aclaro ya desde ahora, que este “cliché” es un simple esperpento, al que afortunadamente no obedecen todos los políticos y no deja de ser algo así como la mera caricatura del político (a secas). Dicho esto, dejo para más adelante, la plasmación real de nuestra clase política en la España de hoy, que por sus actos los conoceréis.
Por su parte, el jurista es a la par ciudadano y, como tal, no participa del poder público (más que en el fugaz momento de depositar su papeleta de voto) pero se convierte en crítico del poder desde la plataforma del Derecho y su formación (o deformación) como jurista. Aquí se abren varias ventanas desde las cuales se puede enjuiciar a la Sociedad y al papel que van desempeñando los políticos, como son la sociología del Derecho, la filosofía del Derecho o el puro positivismo, al estilo de Kelsen (1). Sobre esta diversidad de perspectivas me remito al maestro Gustav Radbruch en donde se encuentra una magnífica exposición de las mismas, (2) entre las que me gustaría destacar, muy especialmente, la del también maestro Ihering (que me dejó su impronta desde la juventud) (3).
En cualquier caso (salvo en el positivismo puro) el jurista tiende a analizar el cumplimiento del ideal de justicia, tanto en las normas como en la forma en que se interpretan y aplican por los diversos operadores jurídicos. De este enfoque del Derecho es responsable John Rawls que introduce el concepto de “justicia política” que viene a alcanzarse en dos etapas. “La primera etapa acaba con un consenso constitucional; la segunda, con un consenso entrecruzado”. La Constitución -dice Rawls- ha de limitarse a satisfacer “ciertos principios liberales de la justicia política, principios, que “basados en un consenso constitucional, son aceptados simplemente como principios, y no se fundan en determinadas ideas de la sociedad y de la persona de una concepción política, por no hablar de fundarlos en una concepción pública compartida. Así pues, el consenso no es profundo”. Incluso “tampoco es amplio: es de corto alcance, (porque) no incluye la estructura básica, sino sólo los procedimientos políticos de un gobierno democrático” (4).
Sin embargo, con semejante planeamiento no llegamos a parte alguna, ya que conduce a la necesidad de una especie de unanimidad a la hora de fijar el ideal de justicia y ética, algo realmente utópico en los tiempos que corren (marcados por la diversificación ética). Por mi parte, me limitaré a señalar que, sin llegar al extremo de Rawls, entiendo que ese ideal de justicia debe localizarse en la Constitución vigente en cada momento y que cualquier comportamiento contrario a la misma, ha de ser tachado como arbitrario. Muy especialmente, en lo que concierne a la forma de Estado y a los derechos y libertades fundamentales, puesto que, o bien se reforma la propia Constitución (por los cauces establecidos para ello) o bien se cumple con ella. Quiere ello decir que, si un determinado poder público trasgrede la Constitución, no solo pierde su legitimidad, sino que está actuando de forma ilegal y debe responder por ello.
Conclusión que aplico, por de pronto, a la Generalitat, tanto por su desacato a la sentencia que impone el uso del español en la enseñanza en un porcentaje mínimo (25%), como por tolerar el acoso al niño y a la familia de Canet, lo cual es claramente extensivo al Gobierno de la Nación. Gobierno que, por cierto, también ha actuado de forma contraria a Derecho en los estados de alarma, pero ninguna responsabilidad o consecuencia se sigue de ello, lo cual me parece incomprensible como jurista. Y volvemos, con lo anterior, hacia la perspectiva política, porque aquí está el meollo de lo que me gustaría transmitir ahora. Me refiero a la calificación jurídica de las decisiones que se están tomando (en materia de gasto público, por no mencionar más que un aspecto notorio) con la única motivación de favorecer a quien, con sus votos, permite que se mantenga en el poder el Gobierno. ¿Acaso no es eso abuso de poder y arbitrariedad, (proscritas por el artículo 9.3 de nuestra Constitución)? Entonces ¿por qué motivo no se anulan tales decisiones?
Si admitimos, como legítimas y legales, actuaciones que comportan trato desigual entre las CCAA, y que tienen como única justificación clara y evidente “contentar” a determinados partidos políticos para seguir contando con sus votos, me temo que vamos por muy mal camino y nos alejamos, a pasos agigantados del Estado de Derecho. Porque todo lo que concierne al Estado social de Derecho, es, para los juristas, un concepto nuclear, porque así está escrito en el artículo uno de la Constitución (5) que impone, como valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico, la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Es decir, referentes a tener en cuenta, tanto por los ciudadanos como, muy especialmente, por los poderes públicos. Ese es, pues, el ideal que debe perseguir la relación entre la Política y el Derecho, pero para eso es necesario que todos los poderes públicos den ejemplo a los ciudadanos respetando y aplicando esos principios a su propia actuación.
Y también lo es el respeto a los principios de seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos. Unos principios que parecen ser ignorados por nuestros poderes públicos con demasiada frecuencia y a los que debería atenerse toda su actuación (incluida, por supuesto, la aprobación de normas, del rango que sean). De otro modo, difícil veo que tengan legitimación para exigirnos comportamientos que ellos mismos no siguen. Somos y seremos lo que los poderes públicos nos dejen ser, pero conviene que no olviden que no pueden forzarnos a incumplir nuestra propia Constitución y que por mucho poder que tengan la soberanía sigue residiendo en el pueblo. ¿Qué puede mejorarse la Constitución vigente en algunas materias? Obvio es, pero por los cauces previstos en la misma y no otros. Esta es mi posición, como jurista y como ciudadano, que ahora expongo de forma clara y sin titubeos.
NOTAS
1 “El tratamiento filosófico de la hermenéutica llevado a cabo por Gadamer, poniendo en valor el hermético y discutido legado heideggeriano, llevó a una notable relativización de lo metodológico, al negarse el presunto carácter siamés de Verdad y método. A nuestro trasterrado Luis Recaséns le había llegado ya la onda expansiva de Dilthey, que trabajara Ortega, y relativizaba a la vez las prestaciones silogísticas invitándonos a llevar a la práctica una lógica de lo razonable, que marcaba distancia con la racionalidad científico-positiva. Theodor Viehweg volvió a sacar petróleo de los yacimientos romanistas, planteando la tópica como alternativa al supersticioso culto al sistema. Josef Esser, que no es a estas alturas un autor de vanguardia, dejó claro que no cabe entender lo jurídico si olvidamos que comenzamos, queramos o no, por pre-entenderlo (Vorverständnis), gracias a una intuición no poco pre-reflexiva; denunciaba, a la vez, que el rey estaba desnudo y que todo jurista que se precie (y mejor que sea consciente de ello), lejos de ser fiel a un método indiscutible, acaba eligiendo dentro de una amplia gama de métodos (Methodenwahl) el que más propicio se muestre a servir de cobertura a la solución precomprendida y posteriormente sometida a reflexión”. Cfr: Andrés Ollero LA TENSIÓN ENTRE POLÍTICA Y DERECHO EN LA TEORÍA JURÍDICA en el siguiente Link: https://www.tribunalconstitucional.es/es/tribunal/Composicion-Organizacion/documentosmagistrados/OlleroTassara/Colaboraciones/306-POL-DER.pdf
2 Vid: “Introducción a la Filosofía del Derecho”; Ed. Fondo de Cultura Económica; México, 1951 3 Vid..El fin en el Derecho, trad. Leonardo Rodríguez, ed. Rodríguez Serra, Madrid, 1911.
4 Vid: RAWLS, John. El liberalismo político. Barcelona, Crítica, 1996
5 El artículo 1.1 de la Constitución dice, textualmente: “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
Doctor el Derecho por la UCM. Ex Letrado del Banco Hipotecario de España y ex Letrado de la Seguridad Social. Miembro Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Profesor Titular de Dº Administrativo en la UCM. Profesor del Master en Gestión de Infraestructuras. Equipamientos y Servicios impartido por el Colegio de Ingenieros de Caminos, Puertos y Canales. Abogado en ejercicio desde 1972 y actualmente, Director del Despacho Ariño y Asociados, Abogados. Autor de 12 libros y más de una treintena de artículos en revistas especializadas en Derecho Administrativo. Ha intervenido como conferenciante en diversos foros entre los que puedan destacarse el Banco Internacional del Comercio, la Escuela Judicial, el INAP, el Consejo General del Poder judicial, el Instituto de Estudios Europeos, y el Ilustre Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos.