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Descubriendo al Impuesto de las Grandes Fortunas

El pasado día 10 se publicaba una enmienda de autoría compartida por el grupo parlamentario socialista y el grupo parlamentario confederal de Unidas Podemos-En Comú Podem-Galicia en Común.

Dicha enmienda propone la creación de un “nuevo” impuesto, con el título “Impuesto Temporal de Solidaridad de las Grandes Fortunas”, en adelante, ITSGF.

Sirvan estas breves líneas para dar una visión de lo que es, o no es, esta figura.

Empecemos diciendo lo que no es. A pesar de su título, no es un impuesto que grave las grandes fortunas. Desde luego, no grava a las grandes fortunas de Aragón, ni las de Canarias, ni las de las dos Castillas, ni las de la Comunidad Valenciana, ni las de Extremadura ni las de La Rioja. Huelga decir que tampoco se grava a las grandes fortunas de Navarra ni las del País Vasco.

Grandes fortunas inferiores a 17.5 millones de euros tampoco se gravan en Cataluña. Y hay que superar los 24 millones para empezar a ser gravados en Asturias, Cantabria o Murcia. Más lejos queda Baleares, en que tampoco tributan por este impuesto patrimonios inferiores a 210 millones de euros.

En resumen, el impuesto no se dirige contra todas las grandes fortunas de este país, sino contra las grandes fortunas de Madrid y de Andalucía, que son las únicas que resultan gravadas por este impuesto a partir de los 3.7 millones de euros (en Galicia se gravan los patrimonios a partir de 8.6 millones de euros).

Por lo tanto, es un impuesto selectivo, que se dirige contra unas pocas comunidades autónomas, en concreto, las pocas que han hecho uso de sus competencias normativas reconocidas en la LOFCA (Ley orgánica 8/1980, de financiación de las comunidades autónomas) en el ámbito del impuesto sobre el patrimonio (IP).

Dicho de otro modo, las comunidades que no ejercieron competencias normativas y que soportan impuesto sobre el patrimonio (IP), evitan este “nuevo” impuesto, porque lo que se pague por aquél, se detrae de éste.

Adviértase que el IP está íntegramente cedido a las comunidades autónomas, es decir, las comunidades autónomas que no han ejercido competencias normativas se quedan con toda la recaudación de ese IP. Por el contrario, el ITSGF es un impuesto estatal no cedido, es decir, su recaudación queda toda ella para el Estado.

Lo que nos lleva a la “solidaridad”. Ya se advierte que la “solidaridad” es más territorial, que subjetiva. Las grandes fortunas de Madrid o de Andalucía no se gravan en pro de los ciudadanos madrileños o andaluces, respectivamente, (el ITSGF no está cedido), sino que su gravamen acrecienta las arcas estatales y benefician también a las restantes comunidades.

Para ser gráfico, resulta paradójico que si Andalucía o Madrid hubieran decidido no bonificar el IP, las grandes fortunas andaluzas y madrileñas se gravarían por el IP en beneficio de sus ciudadanos más necesitados; y que, sin embargo, por el mero hecho de haber ejercitado una competencia cedida por el Estado, las grandes fortunas andaluzas y madrileñas resultan ahora gravadas por este “nuevo” ITSGF, que redunda en beneficio de, pongamos por ejemplo, los ciudadanos catalanes. Y al contrario no sucede lo mismo: las grandes fortunas catalanas, por seguir con el ejemplo, no se gravan en beneficio de los ciudadanos andaluces, pues el IP revierte enteramente en la respectiva comunidad.

Así las cosas, si no es plenamente un impuesto a las grandes fortunas, y tampoco resulta del todo cierto que sea un impuesto de solidaridad, ¿qué es?

Si camina, vuela y grazna como un pato, es que es un pato.

Si uno lee los 28 artículos que regulan esta figura, evidenciará que estamos ante un impuesto sobre el patrimonio, siendo constantes las remisiones a la Ley 19/1991, de 6 de junio, del Impuesto sobre el Patrimonio (IP). Es un calco fiel de este impuesto, hasta el punto de que, en la mala costumbre de “copiar y pegar” redacciones, se ha redactado un artículo doce, referente al límite de cuota íntegra, que va a generar importantes dudas interpretativas.

Es, por tanto, un “IP Bis”, no cedido a las comunidades, para gravar lo que éstas hayan decidido bonificar en el “IP” original, en ejercicio de las competencias normativas cedidas.

O lo que es lo mismo, es la neutralización de las deducciones y bonificaciones habilitadas por las comunidades madrileña y andaluza (y gallega en menor medida), en ejercicio de una competencia normativa previamente conferida por el Estado.

Así configurada, la nueva figura impositiva atenta contra uno de los pilares sobre el que se erigió el sistema de financiación autonómico en 1980: la corresponsabilidad fiscal.

Hasta el año 2001, las competencias normativas en materia del Impuesto sobre el Patrimonio (IP) se limitaban al mínimo exento y a la tarifa. Estando además la tarifa muy condicionada.

Fue en 2001 cuando, en un potenciamiento de la corresponsabilidad fiscal, se ampliaron las competencias normativas cedidas a las Comunidades Autónomas (CCAA), permitiéndoles legislar, en lo que al IP interesa, en materia de deducciones y bonificaciones, y eliminando los condicionantes que regían en materia de tarifa.

Esa reforma de la LOFCA por medio de la Ley Orgánica 7/2001 fue fruto de un acuerdo del Consejo de Política Fiscal y Financiera de las Comunidades Autónomas, de 27 de julio de 2001.

El Consejo citado es un órgano de coordinación entre el Estado y las CCAA que fue creado por el artículo 3 de la LOFCA “para la adecuada coordinación entre la actividad financiera de las Comunidades Autónomas y de la Hacienda del Estado”.

Está integrado por el Ministro de Economía y Hacienda, el Ministro de Administraciones Públicas y el Consejero de Hacienda de cada Comunidad o Ciudad Autónoma. Y sus acuerdos requieren de una mayoría absoluta de los votos correspondientes al número de miembros de derecho que integran el Consejo. Huelga decir que este “nuevo” impuesto que supone una derogación encubierta de las competencias normativas cedidas, ha sido anunciado con prescindencia absoluta del citado Consejo.

En otro orden de cosas, la potencial cesión de competencias normativas requiere de una ley de cesión ad hoc, y de una aceptación expresa por parte de la comunidad respectiva en su correspondiente Estatuto de Autonomía.

En el caso de Madrid, su Estatuto de Autonomía recoge la cesión, y permite su modificación, previo acuerdo de aceptación de la Comisión Mixta de Transferencias del Estado-Comunidad de Madrid y exigiendo de la tramitación por el Gobierno, del acuerdo alcanzado en esa Comisión, como un proyecto de ley que debe ser aprobado por las Cortes Generales.

Huelga decir también que se ha prescindido del citado acuerdo, y tampoco se ha tramitado proyecto de ley ninguno.

Por lo tanto, podemos concluir que el ITSGF es, en resumidas cuentas, una derogación unilateral por el Estado, de las competencias normativas cedidas en su día a las comunidades autónomas en materia del impuesto sobre el patrimonio, sin seguir con los cauces legalmente establecidos.

Por último y como reflexión final, no está de más recordar que el impuesto sobre el patrimonio que ahora se quiere rescatar por la puerta de atrás, siempre fue considerado un impuesto menor, del que se decía que cumplía una función meramente censal. Hasta el punto de que fue el gobierno socialista del Presidente Zapatero el que lo suprimió de facto en el año 2008.

Las vueltas que da la vida.

Catalán, escuelas y cohesión social. Sobre el acuerdo de la Generalitat de 4 de enero de 2022

El día 5 de enero de 2022 se publicaba en el Diario Oficial de la Generalitat de Cataluña (DOGC), el acuerdo del Gobierno de la Generalitat de 4 de enero sobre la defensa del catalán, de las escuelas y de la cohesión social (ver aquí). Se trata de un acuerdo que no puede ser entendido al margen de la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 16 de diciembre de 2020 que establece la necesidad de que al menos un 25% de la docencia se imparta en castellano a todos los alumnos del sistema educativo catalán, y de la que me ocupaba en un artículo de hace unos meses (ver aquí). Una vez firme esa resolución
judicial al haber inadmitido el Tribunal Supremo el recurso de casación planteado contra la misma, la Generalitat hizo expresa su voluntad de desobediencia y en este sentido dirigió un correo a los equipos directivos de los centros escolares catalanes conminándoles a continuar aplicando los proyectos lingüísticos existentes, sin modificarlos como consecuencia de la mencionada sentencia. Me ocupaba de ello en el artículo que acabo de indicar.

Ante esta voluntad expresa de desobediencia, varias organizaciones que llevaban años defendiendo los derechos lingüísticos de los ciudadanos catalanes y consiguiendo que los tribunales reconocieran que el castellano no podía ser excluido como lengua de aprendizaje, iniciaron una campaña destinada a conseguir la ejecución forzosa de esa sentencia y a denunciar su incumplimiento.

La respuesta de la Generalitat es el Acuerdo de 4 de enero de 2022, un Acuerdo que, como veremos, es significativo.

El Acuerdo tiene tres concreciones: reafirma el compromiso del Gobierno de la Generalitat en la defensa del catalán, anuncia que pondrá al servicio de los equipos directivos de los centros educativos los servicios de asesoramiento, representación y defensa jurídica de la Generalitat y exige responsabilidades a las personas o entidades que ataquen “injustamente” a personas o colectivos por la defensa y uso del catalán o por el ejercicio de sus funciones.

A mi juicio es un Acuerdo que atenta gravemente contra principios democráticos básicos y contra el Estado de Derecho, tal como intentaré mostrar a continuación.

En primer lugar, el Acuerdo supone una deslegitimación radical de las decisiones judiciales que establecen la necesidad de que el castellano sea lengua vehicular en las escuelas catalanas. En dicho Acuerdo se lee que la enseñanza en catalán es la que se deriva tanto del Estatuto de Autonomía de Cataluña como de la Ley de Educación y de textos internacionales suscritos por España, para añadir que “Pese a ello, últimamente, varias actuaciones políticas y judiciales han puesto en cuestión el modelo de enseñanza en catalán, legalmente establecido, al margen de la comunidad educativa, de la ciudadanía y de los poderes públicos elegidos democráticamente”.

La afirmación de que las decisiones judiciales han puesto en cuestión el sistema de enseñanza “legalmente establecido” no puede ser interpretado más que como la acusación de que las sentencias a las que se refiere no se han ajustado a Derecho. Se trata de una afirmación que es perfectamente legítima en un particular o en un político, pero que no puede ser introducida en un texto normativo publicado en un Diario Oficial sin poner en cuestión las bases mismas del Estado de Derecho, que exigen que los poderes públicos acaten las decisiones judiciales. Una deslegitimación como la que se acaba de describir, en el marco de un Acuerdo formal del gobierno autonómico supone una vulneración grave de elementos nucleares del Estado de Derecho, que debería tener consecuencias no solamente internas, sino también internacionales, especialmente en el marco de la UE, pues no podemos olvidar que ésta es especialmente vigilante del respeto por parte del poder ejecutivo de las decisiones judiciales, como se ha podido comprobar en los casos abiertos en relación a Polonia y a Hungría.

La deslegitimación, sin embargo, va más allá; pues, tal y como se acaba de indicar, el acuerdo publicado en el DOGC indica que las decisiones judiciales se han producido al margen de la comunidad educativa, la ciudadanía y los poderes públicos elegidos democráticamente. Esto es, existe un reproche implícito, pero claro, a quienes recurren a los tribunales para obtener la garantía de sus derechos en contra de los criterios del poder ejecutivo, a los que éste suma la comunidad educativa (en buena medida, configurada por este mismo poder ejecutivo) y la ciudadanía, de la que parece excluir a quienes optan por presentar sus alegaciones ante los tribunales.

Una crítica de esta entidad al recurso a los jueces es completamente inadmisible a partir de estándares democráticos elementales. El hecho de que un texto oficial cuestione que se acuda a los mecanismos jurisdiccionales para la obtención de la tutela judicial supone una enmienda a los pilares de la democracia liberal que se ha construido en Europa desde el fin de la II Guerra Mundial y que constituye el núcleo del ordenamiento jurídico de la UE y de sus estados miembros.

Pero aún hay más. Tal como se ha adelantado, el acuerdo incluye la exigencia de responsabilidades tanto políticas como penales, administrativas “o de otra naturaleza” a las personas o entidades que “ataquen injustamente a personas o colectivos por la defensa y el uso del catalán o por el ejercicio de sus funciones”. Se trata de una decisión especialmente perturbadora, porque en el contexto en el que se adopta el acuerdo es claro que tales personas o entidades son aquellas que han exigido ante los tribunales la enseñanza bilingüe y que han denunciado por otras vías los incumplimientos de la Generalitat. Esta amenaza de exigencia de responsabilidades, no solamente jurídicas para el caso de que se hubiera actuado ilegalmente, sino también políticas “o de otra naturaleza” parece buscar el amedrentamiento de la sociedad civil que cuestiona las actuaciones del poder público y es, por tanto, también otra quiebra significativa de elementos básicos del Estado de Derecho. Los ciudadanos no pueden ser coaccionados por el poder público para que dejen de exigir la garantía de sus derechos ante los tribunales de justicia o por los medios legales que consideren oportunos. Aquí es necesario llamar la atención sobre el hecho de que el Acuerdo de 4 de enero no limita la exigencia de responsabilidades a los casos de actuaciones “ilegales”, sino que lo extiende a las que el gobierno considere “injustas”, lo que supone dotar a ese gobierno de un margen de discrecionalidad en la apreciación de las actuaciones que han de ser perseguidas que carece de fundamento legítimo.

La exigencia de responsabilidades se extiende también a los “ataques” a quienes ejerzan sus funciones. De nuevo el contexto nos aporta la explicación de a qué se refiere este extremo.

Tal como hemos indicado, ya en noviembre el Gobierno de la Generalitat, a través de su Consejero de Educación, trasladó instrucciones a los equipos directivos de los centros educativos para que no modificaran sus proyectos lingüísticos; esto es, para que siguieran excluyendo el castellano como lengua vehicular. Ante esta situación, las entidades defensoras del bilingüismo han anunciado que pondrán en marcha las actuaciones judiciales que consideren necesarias para conseguir la plena efectividad de la Sentencia de 16 de diciembre de 2020. La advertencia contenida en el Acuerdo de 4 de enero parece dirigida a informar que esas actuaciones podrán ser consideradas como “ataques” injustos que podrían dar lugar a la exigencia de responsabilidades “políticas, penales, administrativas o de otra naturaleza”. De nuevo el intento de amedrentar a la disidencia dentro de Cataluña.

A esto se une el segundo de los Acuerdo adoptados, en relación a la puesta a disposición de los equipos directivos de los centros educativos de los servicios jurídicos de la Generalitat. No entraré ahora en ello, pero es necesario apuntar que el auxilio a los funcionarios por parte de la Administración en los casos en que estos funcionarios actúen en el ejercicio de sus funciones no alcanza a liberar a estos de su responsabilidad cuando de forma dolosa o por culpa grave incumplan una obligación legal, lo que incluye la necesidad de acatar las decisiones judiciales.

Seguramente habrá ocasión de volver sobre este punto más adelante, así como sobre el régimen lingüístico en las escuelas catalanas. Ahora interesa sobre todo destacar que el Acuerdo de 4 de enero, publicado en el DOGC del 5 de enero supone un cuestionamiento inasumible de las decisiones judiciales y del recurso a los tribunales en contra del criterio del poder público, así como una indisimulada amenaza a las personas y entidades que han cuestionado la enseñanza monolingüe en catalán. Se trata de hechos graves que atacan frontalmente elementos esenciales del Estado de Derecho, por lo que no deberíamos permanecer indiferentes ante ellos.

La falacia de la armonización fiscal

Con ocasión de la tramitación parlamentaria de la Ley de Presupuestos Generales del Estado para el año 2021, a instancias de un partido que hace bandera de la ruptura de España, se ha puesto encima de la mesa la necesidad de acabar con el presunto “dumping fiscal” de la Comunidad de Madrid (y alguna otra Comunidad Autónoma) y restablecer una “armonización fiscal” que, en cierto grado, homogeneice el tratamiento tributario a los ciudadanos de toda España… (perdón, de una parte de España).

Más allá de las cuestiones técnicas y de las concretas propuestas de modificación normativa, en mi humilde opinión, el debate debería centrarse acerca de qué se entiende por “armonización fiscal” y si es deseable o no.

Así, sin más, a todos se nos antoja deseable porque el término “armonía” tiene una evidente connotación positiva. Sin embargo, sugiero atender más allá de este velo semántico para conocer la verdadera naturaleza de la controversia.

Para empezar, no cabe hablar de la “armonización fiscal” como un todo, sino que deberían atenderse, como mínimo, a aspectos distintos y complementarios: la competencial-normativa, la relativa al gasto público y la vertiente de ingresos públicos.

La armonización fiscal competencial-normativa exigiría que los distintos gobiernos e instituciones políticas, así como las correspondientes administraciones, dispongan de similares competencias y atribuciones, tanto normativas como de capacidad de gestión y administración.

Es inviable predicar la armonización cuando alguno de los actores políticos tiene muy restringido su ámbito de decisión y actuación, quedando sometido a las normas y dictados de terceros. Es decir, sólo cabe hablar de armonización cuando los actores políticos gozan de un cierto grado de autonomía.

Por supuesto, esta igualdad de facultades y competencias puede dar lugar a respuestas disímiles; es habitual que el comportamiento de los actores políticos y reguladores difiera y las soluciones sean divergentes. Es inherente a nuestra condición humana.

Sucede, por ejemplo, con la regulación de la tributación de los beneficios empresariales a nivel estatal. Aparte de las diferencias entre los tipos impositivos, existen notorias discrepancias en cuanto a la estructura de los tributos, la determinación de la base imponible, las exenciones y beneficios fiscales, etc. Aunque, en casi todos los países existe alguna figura tributaria asimilable a nuestro Impuesto sobre Sociedades (Corporate Tax), no hay una regulación o marco tributario común, armonizado, pese a los infructuosos intentos en los distintos foros internacionales y multilaterales (especialmente, en la OCDE y la Unión Europea).

Sin perjuicio de lo anterior, la aspiración humana de conseguir una convivencia armónica entre iguales nos lleva a buscar marcos de referencias comunes. Pensemos en el Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA), un impuesto que podemos calificar como armonizado a nivel europeo en la medida que todos los Estados Miembros están sujetos a la misma normativa básica (Directiva 2006/112/CE y el Reglamento UE 282/2011) y con órganos comunes que tratan de garantizar una interpretación uniforme y una similar aplicación de la normativa (véase, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea).

Aun así, en aquellos aspectos en los que la normativa atribuye competencias a los Estados, estos han ido dando respuestas distintas, en función de sus conveniencias y necesidades. Por ello, a día de hoy, hay evidentes diferencias entre los tipos impositivos del IVA (del 16% de Alemania al 27% de Hungría), la aplicación de los tipos reducidos o en la determinación de las operaciones exentas.

Pero este margen de maniobra es relativo. Así, pese a que la normativa atribuye a los Estados miembros libertad para fijar el tipo impositivo, impone un gravamen mínimo: “(…) Para evitar que las diferencias entre los tipos normales del IVA aplicados por los Estados miembros provoquen desequilibrios estructurales en la Comunidad y distorsiones de la competencia en determinados sectores de actividad, debe fijarse un tipo normal del 15 % como mínimo.” (Considerando 29 de la Directiva IVA).

De nuevo en nuestro país, España, resulta que no existe un marco homogéneo en materia tributaria, sino que, existen territorios con una singularidad específica que mantienen un régimen de competencias normativas y administrativas que difieren del resto del territorio común. Así nos encontramos que, las provincias vascas y Navarra, poseen las competencias normativas y de gestión y recaudación de los tributos, sin perjuicio de coordinar e integrar su fiscalidad a las líneas generales del resto de España (artículo 3 de la Ley 12/2002, de 23 de mayo, del Concierto Económico con la CCAA del País Vasco y artículo 7 de la Ley 28/1990, de 26 de diciembre, del Convenio Económico con Navarra).

El resto de Comunidades Autónomas (irónicamente denominadas de “régimen común”) y Ceuta y Melilla (las ciudades con Estatuto de Autonomía) tienen un marco normativo y competencial igual o equivalente. En concreto, la Ley Orgánica 8/1989, de 22 de septiembre, de Financiación (LOFCA) y la Ley 22/2009, de 18 de diciembre, no sólo establecen el actual sistema de financiación de las Comunidades Autónomas (la distribución de la recaudación tributaria y la asignación a los entes autonómicos) sino que regula el reparto de competencias, así como la cesión total o parcial de los tributos.

En el caso concreto del Impuesto sobre el Patrimonio (IP) y del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones (ISD) aún siendo impuestos estatales (regulación base estatal común), no sólo se cede la recaudación, sino también parcialmente las competencias normativas a las CCAA (artículo 19 de la LOFCA y en los artículos 47 y 48 de la Ley 22/2009 de financiación autonómica).

Conviene apuntar que, atendiendo a su singularidad territorial y por motivos socioeconómicos, tanto la Comunidad Autónoma de Canarias como las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla gozan de ciertas prerrogativas diferenciadas. La principal diferencia es que, al quedar fuera del ámbito territorial del IVA (artículo 6 de la Directiva IVA), se hace preciso dotarlas de un gravamen indirecto específico (el Impuesto General Indirecto Canario y el Impuesto sobre la Producción, Servicios y la Importación en Ceuta y Melilla).

Sea como fuere, lo esencial es que este marco regulador común establece una homogeneidad de partida, en facultades, capacidades y competencias, para un mismo nivel político y administrativo (las CCAA y ciudades autónomas).

Resulta llamativo que, uno de los objetivos del actual sistema de reparto competencial fuera, precisamente, ampliar el grado de autonomía de las CCAA, entre otros, a través de la atribución de facultades para modificar y adaptar, parcial o totalmente, los tributos a las necesidades de financiación de los entes autonómicos:

“Los ejes básicos de este nuevo sistema son el refuerzo de las prestaciones del Estado del Bienestar, el incremento de la equidad y la suficiencia en la financiación del conjunto de las competencias autonómicas, el aumento de la autonomía y la corresponsabilidad y la mejora de la dinámica y la estabilidad del sistema y de su capacidad de ajuste a las necesidades de los ciudadanos.” (Exposición de Motivos de la Ley 22/2009).

Por consiguiente, en la actualidad (si obviamos los territorios forales), existe un elevado grado de armonización fiscal a nivel competencial y normativo, sin perjuicio que, atendiendo a la necesidad de respetar la autonomía y la voluntad de los ciudadanos de las distintas CCAA, se respete que los entes competentes tengan un cierto margen de decisión para que adecúen los tributos a sus necesidades de financiación y sus objetivos de política fiscal.

La armonización fiscal de los gastos públicos hace referencia a la igualación de las obligaciones y compromisos públicos por parte de los entes competentes. Es decir, qué bienes, servicios y prestaciones públicas, tanto en volumen como en intensidad, son demandados por la ciudadanía y asumidos por la administración autónoma competente.

En principio, las distintas Comunidades Autónomas tienen un marco competencial muy similar, asumiendo las principales prestaciones (Educación, Sanidad y Servicios sociales básicos) del mal llamado Estado del Bienestar.

Pues bien, para llevar a cabo su función se necesita un nivel de gasto determinado. Ahora bien, este gasto dependerá básicamente de dos variables: la demanda de servicios y prestaciones por parte de los ciudadanos y el grado de eficiencia y eficacia en la gestión de los recursos públicos.

La armonización fiscal, a nivel de gasto, exigiría que para un mismo bien, servicio o prestación pública, el gasto fuese equivalente entre las distintas CCAA (sin perjuicio de introducir algún factor corrector o de variabilidad). Por ejemplo, una plaza de residencia para la atención de una persona con discapacidad o una clase de Primaria en escuela pública deberían tener costes homologables.

Partiendo de un catálogo común de bienes, servicios y prestaciones, debería respetarse que los ciudadanos libremente escojan qué bienes y servicios públicos desean, así como qué prestaciones y ayudas están dispuestos a sufragar. Consideremos, por ejemplo, las televisiones públicas de titularidad autonómica. Si la ciudadanía elige no costear tal dispendio, entonces las CCAA podrían liberar el gasto público correspondiente bien para aplicarlo a otras partidas o bien para dejarlo en manos de sus ciudadanos.

En otro orden de cosas, si una CCAA demuestra una mayor habilidad en la gestión de los fondos y recursos, o sea, consigue un estándar de servicios y prestaciones públicas con un menor gasto de forma recurrente, ello le permite reducir las necesidades de financiación y liberaría la presión fiscal.

En el cuadro adjunto puede observarse que entre las CCAA escogidas hay notables diferencias en el gasto por habitante. Quizás uno de los debates más interesantes sería analizar con rigor a qué obedecen estas disparidades, considerando las variables que afectan en el resultado (estructura socioeconómica de la sociedad, dispersión poblacional, nivel de ingresos, prestaciones existentes, etc.). Quizás en la auditoría del gasto encontraremos alguna de las claves de la desarmonía.

 

Por último, se hablaría de armonización fiscal de los ingresos públicos cuando exista una identidad de medios y recursos para obtener los fondos necesarios para financiar el gasto público y asegurar el desarrollo de las políticas públicas.

Pues bien, a día de hoy, las CCAA tiene a su disposición básicamente los mismos instrumentos de financiación: recaudación fiscal (cesta tributaria), emisión de deuda y, en menor grado, la gestión patrimonial (venta y explotación de los bienes patrimoniales de titularidad de la administración) y la participación activa en los mercados (a través de entidades con objeto mercantil).

Si tenemos en cuenta que las dos últimas son residuales (o incluso, netamente deficitarias) y que la emisión de deuda está muy limitada, para maximizar los ingresos lo que les resta a las CCAA es ajustar el sistema tributario.

Por tanto, la cuestión es: ¿cómo incrementar la recaudación tributaria? Partiendo de la hipótesis de que no existe fraude fiscal (o mejor dicho, que la Administración tributaria autonómica es lo suficiente competente para reducirla a su mínima expresión), hay tres elementos básicos:

  • el ensanchamiento de las bases imponibles (ampliar los supuestos de hecho sometidos a gravamen, así como el importe de referencia para el cálculo del tributo);
  • el incremento de tipos impositivos;
  • el aumento de sujetos pasivos o contribuyentes.

Alguno me comentará que también se puede hacer aumentando las figuras impositivas. Correcto. Pero es que, esta opción es una combinación de las anteriores, pues implica un aumento de bases, tipos y/o sujetos pasivos, a la vez.

La cuestión es que teniendo todas las CCAA idénticos mecanismos y capacidad de decisión, mientras que la mayoría de ellas han optado por centrarse en los dos primeros asumiendo una inelasticidad del número de contribuyentes (presunción parcialmente errónea), otras confiaron en que una rebaja de bases y tipos se compensaba con creces con un engrosamiento del número de contribuyentes combinado con el efecto multiplicador de un mayor dinamismo económico. Es resumen, Laffer dixit.

La opción de la CCAA de Madrid de desmarcarse del resto aprovechando que seguían trayectorias opuestas (de mantenimiento y alzas fiscales) le facilita la atracción de “contribuyentes netos”: personas con un nivel medio-alto y/o alto de rentas (fuente de importantes ingresos públicos) pero con una reducida demanda de servicios y prestaciones públicas. La merma de recaudación en ciertos tributos se ha demostrado que se compensa con creces con el aumento en el resto de las principales figuras tributarias (IRPF, Impuesto sobre Sociedades e imposición indirecta).

* * * * *

Para ir concluyendo: el actual debate sobre la “armonización fiscal” es una añagaza que pretende esconder eventuales fracasos de diversos gestores públicos.

Si nos limitamos a la parte de España que conforman los territorios de régimen común, el grado de armonización fiscal ya es elevado; las CCAA disponen de idénticas competencias y facultades, poseen capacidades normativas iguales, tienen similares obligaciones públicas (un catálogo muy parecido de servicios y prestaciones públicas) y comparables medios de financiación.

A partir de ahí, el desarrollo y la evolución ha sido parcialmente desigual, en parte, debido a que los criterios y decisiones tomadas por los respectivos poderes autonómicos reflejan las lógicas diferencias ideológicas y de objetivos. Y esta disparidad de resultados son una bendición para los ciudadanos, porque nos permitirá contrastar y valorar las distintas alternativas de política fiscal y elegir, en consecuencia.

Pero es que, el teórico éxito de la CCAA de Madrid (y alguna otra) no se debería tanto a méritos propios como al demérito del resto. En efecto, la decisión del resto de CCAA de no moverse del tablero o de moverse en sentido contrario ha sido decisiva para agrandar la brecha y favorecer el propio atractivo de Madrid. ¿Podían haber seguido el ejemplo de Madrid? Por supuesto, pero no lo hicieron.

Quizás la idea que subyace tras la cacareada “armonización fiscal” no sea tanto aprovechar las enseñanzas de estos años de evolución del desarrollo autonómico para mejorar el actual sistema tributario, sino eliminar las diferencias programáticas e imponer una homogeneidad de políticas; “silenciar al disidente”. En definitiva, imponer una uniformidad en la mediocridad.

Competencias administrativas y pelotas de ping-pong

¿Son de verdad irrenunciables las competencias administrativas? La pregunta la realizo con tono de denuncia, por supuesto: casi un yo acuso. Y puede parecer retórica a la luz de la enfática proclamación de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Su Art. 8, Competencia, se expresa en el apartado 1 sin dejar resquicio a la duda: se proclama de manera enfática de la competencia (que “se ejercerá por los órganos administrativos que la tengan atribuida como propia”, salvo las excepciones de la delegación hacia abajo o avocación hacia arriba) que “es irrenunciable”. No hay fisuras ni matices.

“Competencias del órgano” y “potestades de la entidad” no son exactamente lo mismo, pero ese debate queda para otro momento. Lo cierto es que si nos encontramos en el planeta de la obligatoriedad del ejercicio de los correspondientes cometidos es porque los mismos, aunque puedan tener y tengan una víctima primaria, están al servicio de un tercero o unos terceros. Si la policía disuelve una manifestación, incluso con empleo de la fuerza contra las personas, es para que otros –terceros, en plural- puedan disfrutar de la calle, que es de todos. Si la unidad de carreteras de una Subdelegación del Gobierno expropia un terreno y priva de su titularidad a Fulano es porque hay que hacer una carretera que va a usar no ya Mengano, sino muchos Menganos: el interés público o general, en suma. Et sic et coetera.

El interés general o público tiene sus sufridores inmediatos: una verdadera pena. Pero eso no significa que la Administración no deba actuar (no sólo que pueda hacerlo). Reculer pour mieux sauter, que dicen los franceses. Sin un paso atrás no hay quien dé dos pasos adelante. Y es que, como bien explica la ley de la gravitación universal, las cosas, gusten o no, siempre pesan. La ingravidez sólo existe en el espacio sideral.

Lo natural de los gobernantes, así pues, es, en teoría, no sólo expandirse sin dejar vacíos, sino incluso luchar con el vecino para arañarle el espacio. La Ley Orgánica 1/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, regula, dentro de los conflictos de competencia, la figura de los negativos, que en teoría sería casi un cuerpo extraño en el sistema, cuando no un contradios.

El Código Civil, en su Título Preliminar, dedica su Art. 6, entre otras cosas, a la renuncia de los derechos reconocidos en las leyes. Y proclama que su validez queda condicionada a que no salga perdiendo el interés público, el orden público o terceros, el famoso “perjuicio” a los mismos. Derecho Administrativo -lo nuevo- y Derecho Civil cuadran una vez más: lo accesorio sigue a lo principal. Aunque hace más de cien años que la rama se separó del tronco, le sigue siendo secretamente fiel, como a comienzos del siglo XIX decían los líderes de la independencia de México acerca de la pervivencia, casi indeleble, de los elementos hispánicos –aquello había sido la “Nueva España”- en el país recién emancipado.

Borges, el gran Borges, es el autor de esa boutade tan real de que de la literatura fantástica forma parte no sólo la teología -obvio- sino también la metafísica. Olvidó citar al Derecho Administrativo, quizá porque no estaba familiarizado con él.

Y es que sucede que el titular del órgano público del que habla el Art. 8 de la Ley de 2015, el de las competencias teóricamente irrenunciables, es un político que, si ha llegado al puesto, es porque pertenece a un partido. Y, antes de mover un dedo, va a poner en marcha la calculadora electoral. Si acaso me decido a irrumpir en la manifestación ilegal, que es mi rigurosa obligación, ¿cuántos votos voy a perder? Si desalojo a los ocupantes de tal o cual inmueble, ¿qué van a decir de mí los periódicos y la oposición? Sin duda que de mi dejación saldrán perdiendo algunos, pero eso no se percibe o al menos la gente tarda mucho en caer en la cuenta, siendo así que por el contrario la víctima inmediata de la actuación va a estar muy presente desde el primer momento. Ya sabemos las paradojas y las contraindicaciones de lo que se conoce como la acción colectiva. No es tanto un balance de minorías y mayorías cuanto una ponderación del ruido que es capaz de generar cada quien.

La Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública -de la última época de un Zapatero, quien para entonces ya estaba desahuciado y, por tanto, le resbalaban las expectativas electorales- dedica su Art. 54 a lo que llama “Medidas especiales y cautelares”, a aplicar “con carácter excepcional y cuando así lo requieran motivos de extraordinaria gravedad y urgencia”. Se trata de “cuantas medidas sean necesarias”, incluyendo prohibir a la gente que se arrime. Y eso sin contar con lo que muchos años antes, en la primera legislatura de Felipe González, el período matusalénico, había establecido la Ley Orgánica 3/1986, de Medidas Especiales en materia de Salud Pública. O la Ley 14/1986, de 26 de abril, General de Sanidad.

Todo ello, dicho sea sin poner nombres y apellidos, está en las manos -“podrá”- de las concretas autoridades que sean competentes en materia de sanidad. Y, en fin, ya sabemos que, en el Diccionario jurídico-administrativo, podrá significa deberá: las potestades son por definición de ejercicio obligatorio. Más aún si se trata de defender la salud pública, sin la que no hay economía ni nada de nada. Muy en particular en una sociedad como la española, en la que la vida, y el comercio, se desarrollan al aire libre, entre abrazos o incluso besos y arrumacos. En Oslo, para bien o para mal, todo es distinto. Debe suponerse, dicho sea de paso, que para bien (nuestro). De hecho, son ellos los que vienen aquí en cuanto pueden y no nosotros los que, salvo necesidad imperiosa, vamos allí.

Confinar a las personas o incluso restringir su movilidad -eufemismo para no hablar de confinamiento: ya se sabe que todo se va en el disimulo y la semántica- puede ser la primera de las medidas, obligada y de sentido común, en los casos de pandemia. Y ocurre que en el Estado de las Autonomías esa competencia es en primer lugar de las Comunidades Autónomas, al menos en tiempos ordinarios, y a salvo de las funciones centralizadas de bases y coordinación, que por cierto vaya usted a saber lo que se quiso decir con ellas. Pero he aquí que, ¡ay!, estemos ante una potestad de ejercicio enojoso, porque cuando la calculadora de los votos se pone en marcha los resultados pueden acabar siendo unos u otros. Ya se sabe que el elector se muestra tan mobile como la donna de Rigoletto y lo mismo me termina echando en cara que he puesto en jaque su negocio, por poner un ejemplo socorrido. Los políticos, como gremio, carecen frente a la sociedad de toda capacidad de prescripción de recetas desagradables y ellos son los primeros en no ignorarlo: son conscientes de que, como las vedettes, viven de gustar, no de ejercer la ingrata pedagogía.

Ese es el contexto, nada feliz en los hechos: el Estado de partidos, que la Constitución proclama en su Art. 6, cuya preciosa cantinela conocemos: “expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Y sin olvidar también el Estado autonómico del Art. 2; hay que ver la cantidad de adjetivos que adornan nuestro Estado. Y eso sin contar lo de social, democrático y de Derecho del Art. 1.1, la monarquía parlamentaria y sabe Dios cuánta apelación más.

Así las cosas, acaba llegándose a una conclusión, ciertamente nada simpática, acerca del interés general. Ese interés general es lo que subyace al principio de irrenunciabilidad de las competencias, y al que la Administración debe servir “con objetividad” (Art. 103.1 de la Constitución), o sea, sin elucubraciones tácticas sobre los votos que –dicho sea sin discriminación de credos y con igual distancia de todos ellos- se ganen o se pierden si se hace o no se hace tal o cual cosa. La conclusión es que el interés general resulta difícilmente compatible con la democracia degenerada –la partitocracia de cortos vuelos y miras de campanario- y descentralización caricaturesca a la que, cuarenta años largos después de 1978, hemos terminado llegando a fuerza de ir cuesta abajo. Lo señalado en cursiva, que son sólo adjetivos, resultan aquí lo sustancial.

Es el Derecho Administrativo, cuando proclama la irrenunciabilidad de las competencias (una declaración ingenua, por lo que vemos), el que, aunque sólo sea por una vez, se encuentra en el buen camino. Y es la prosaica realidad que tenemos ante nuestros ojos –lo que los políticos no sólo dicen y no dicen, sino lo que hacen y no hacen- la que se está desviando y, además, peligrosamente. Ya sabemos lo del jardín de los senderos que se bifurcan.

En resumidas cuentas, que el bienintencionado Art. 8.1 de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público es poco menos que un grito en el desierto. Vemos a diario que competencias administrativas (algunas, por lo menos) provocan alergia en su titular, cuando no verdadera urticaria. Una competencia es algo que va de mano en mano va y ninguno se la queda, como la falsa moneda. O como una pelota de ping-pong. En nuestro gallinero político diríase como la peste, sólo que aquí no termina uno de encontrar a nadie parecido al Dr. Rieux. Quién le iba a decir al autor de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de 1979 que eso de los conflictos negativos de competencias –yo paso, ocúpate tú– iba a terminar siendo –sin formalizarlo judicialmente, eso sí- el pan nuestro de cada día.

La consecuencia está en los pésimos datos que vemos a diario en la prensa y que no engañan: somos los peores de Europa en salud. Y no vale la coartada de que se quiere defender la economía, porque lo cierto es que en economía –en teoría, se insiste, lo que explica la parálisis a la hora de decidir- también estamos a la cola. Se suele decir, con tono de llanto, eso de que “unos por otros, la casa sin barrer”. Aquí lo que está sin barrer no es una casa, sino dos: la de la salud y además la de la economía. Ni honra ni tampoco barcos.

“La Covid pone a prueba el Estado autonómico”, se lee en un artículo de El país el 30 de agosto, con la firma de Elsa García de Blas. Y es que “Comunidades y Gobierno se enfrentan por la gestión de la pandemia, que revela lagunas en un modelo con pocos mecanismos de coordinación”. Y una columna anexa se rotula “Declarar la alarma estigmatiza”, recogiendo palabras literales de un Presidente territorial, el de Aragón. Los maños son gente que no se calla: nobleza baturra.

“Fallo de país” es el título de un artículo de Elisa de la Nuez en El mundo en 18 de septiembre. “La negligencia con la que se ha gestionado la pandemia demuestra la falta de capacidad de gestión de todas las Administraciones Públicas, que necesitan (…) una profunda reforma estructural”. Porque “mientras no abordemos la reforma del sector público, estaremos condenados a seguir viviendo de eslóganes”.

Amador G. Ayora, en El economista, 19 de septiembre, diserta sobre “El ruinoso coste de las riñas políticas”. No hace falta extenderse en explicar su contenido.

“Un fracaso estructural”: Ignacio Camacho, ABC, 20 de septiembre: “El Covid ha delatado la grave debilidad sistémica que España sufre en términos sociales y políticos. A una dirigencia de pésima calidad se han unido una opinión pública cargada de prejuicios, un grave déficit educativo, una desoladora ausencia de pensamiento estratégico y un modelo institucional enredado en el caos competencial y jurídico”. La calamidad del diseño institucional se menciona sólo como uno de los factores -el último-, pero es donde ahora hay que poner el reflector. Las personas, necias o prudentes, situadas a uno u otro lado del espectro (lo del espectro no va con segundas) pueden acabar siendo casi irrelevantes, en el sentido de intercambiables. Un coche con mal motor no lo podría conducir ni el mismísimo Fangio redivivo.

Nuestra estructura política y territorial (carísima, por otra parte: un despilfarro) parece haber sido cincelada con esmero para conducir impepinablemente al mal gobierno. Y, cuando no hay más remedio que tomar una decisión, en los minutos finales o incluso en la prórroga, sólo acaba llegando si se consigue la neutralización del adversario político. Si Lorenzetti volviese a pintar la alegoría del mal gobierno, se fijaría en la foto del pasado lunes 21 de los dos especímenes en la Puerta del Sol. Tan sonrientes ellos. Qué monos.

No hace falta decir que, al fondo de todo, suena el eco del José Ortega y Gasset de “Rectificación de la república”, en diciembre del mismo 1931. No es esto, no es esto.

Por supuesto que ese tipo de lamentaciones tan amargas son muy anteriores a la Segunda República. La tradición de la intelectualidad española, al menos desde el barroco, con Francisco de Quevedo y Baltasar Gracián a la cabeza, es la del más absoluto pesimismo acerca de nuestros diseños organizativos. Parecía que por fin habíamos escapado de la maldición, pero el esfuerzo que tiene uno que hacer para ver algo positivo en este paisaje (“los minutos de la basura” del régimen del 78, como ha dicho Jorge Bustos en El mundo) resulta sobrehumano. Diríase una naturaleza muerta de Valdés Leal.

Estado de alarma y “desescalada”

“Las medidas excepcionales que se trata de justificar para la defensa de la constitución democrática son las mismas que conducen a su ruina” (Giorgio Agamben)

“El caso excepcional no se puede delimitar rigurosamente. No se trata, por consiguiente, de una competencia. La Constitución puede, a lo sumo, señalar quién está llamado a actuar en tal caso” (Carl Schmitt)

El estado de alarma es un estado excepcional, en el que la normalidad constitucional (y, por tanto, institucional; o el reparto de poderes, así como el ejercicio de los derechos fundamentales) se quiebra o interfiere. No es un “estado de excepción”, que es otra de las modalidades constitucionales de situaciones excepcionales. No pretendo reabrir aquí el manido debate jurídico-constitucional sobre si era o no adecuada la fórmula del estado de alarma o era necesario implantar el estado de excepción. Siempre defendí, como otros muchos, que, para hacer frente a la pandemia, la primera solución constitucional era la adecuada. Pero, el estado de alarma, como medida excepcional que es, ha de interpretarse restrictivamente.

El objetivo de esta entrada es otro: mi tesis es que si se sigue acudiendo al estado de alarma como estado excepcional para hacer frente a la desescalada es porque, al margen de vanas tentaciones de concentrar el poder en un solo punto con el objetivo de reforzar un liderazgo que no se ha producido (y dar, por fin, “buenas noticias presidenciales”), y aunque nadie nos lo cuente así, el Estado se nos presenta en esta seria coyuntura como una suerte de rey desnudo. Dicho de otro modo: da la impresión de que si no se mantiene la situación excepcional, la coordinación entre gobierno central y gobiernos autonómicos se tornará imposible. El modelo de “federalismo cooperativo” del Estado autonómico ha sido siempre el gran ausente y, por lo común, un total fiasco. Y prolongar el estado de alarma sólo confirma esta letal sentencia. No sé si la denominada co-Gobernanza resolverá algo, pero en todo caso llega tarde.

Nunca hasta ahora, se habían reunido (aunque fueran telemáticamente) tantas veces todos y cada uno de los presidentes autonómicos con el presidente del Ejecutivo central. En tiempos pretéritos, las distanciadas Conferencias de Presidentes eran, habitualmente, reuniones con sillas vacías. Y poco o nada operativas. Se impuso, así, la impotencia de ese órgano de cooperación y la reivindicación asimétrica de la bilateralidad (que puede hallar acomodo en determinados ámbitos materiales, pero no como regla general en éste). Sin embargo, ahora estaban todos. La gravedad de la emergencia sanitaria no permitía ausencias. El recurrente todos a una se ha hecho efectivo, no obstante, bajo las coordenadas de un mando único y, por la naturaleza de las cosas, con el consiguiente fortalecimiento del Ejecutivo central que todo estado excepcional comporta. Las Comunidades Autónomas han sido (como también lo fue la oposición política) receptoras tardías de un mensaje que ya había sido traslado anticipadamente en el balcón televisivo presidencial a la ciudadanía. Con algunas resistencias iniciales, hubo que admitir lo inevitable. La ley orgánica 4/1981, de 1 de junio, sobre los estados de alarma, excepción y sitio, se aprobó en un contexto constitucional en el que el Estado autonómico estaba aún en pañales. Fue muy poco o nada sensible a la nueva organización territorial del Estado que entonces comenzaba a pergeñarse. Todo lo más admitía una delegación en la presidencia de la Comunidad Autónoma en determinadas y acotadas circunstancias. Y en este traje, de costuras tan estrechas, hemos embozado una situación que puede terminar (ha estado a punto) de romper la prenda en pedazos. Como no hay tiempo de rehacer el traje (reforma de la Ley), lo mejor es “coserlo” con tino, inteligencia y buena política. De la que no se hace. Ni se ha hecho.

El problema de fondo ha sido el torpe mensaje verbalizado estos días pasados: así se ha dicho que si el Gobierno central no seguía ejerciendo los poderes excepcionales derivados del estado de alarma (que, no olvidemos, alteran radicalmente la normalidad constitucional tanto en lo que afecta al reparto ordinario de poder territorial como a los derechos fundamentales de la ciudadanía), vendría el caos; esto es, se dibujaba de inmediato un cuadro dantesco, que al parecer sería consecuencia de la impotencia de los poderes públicos estatales (pues todos lo son) para coordinarse adecuadamente y llevar a cabo políticas coherentes y acordadas de detención y combate contra la pandemia. En ese contexto, el virus, a diferencia de lo acaecido en otros países, también descentralizados, no se podría contener”. Así, “el estado de alarma o el caos”. La política siempre se ha confundido con la teología. El fracaso del Estado y la impotencia del propio Estado autonómico sería la conclusión. Sin poder centralizado no hay solución a la crisis. Tesis hartamente discutible. En efecto, en esta crisis ese Estado autonómico, a pesar de sus enormes debilidades y con desigualdades obvias, ha mostrado también, paradójicamente, fortalezas importantes. Como las han tenido algunos gobiernos locales. Los déficits mayores de gestión y coordinación se han detectado, por el contrario, en el nivel central de gobierno; pues se ha comprobado que ese pesado Gobierno y esa desfasada Administración Pública que actúa vicarialmente representaban una maquinaria inadaptada para tales menesteres. El Gobierno central se ha limitado, como decía Carl Schmitt, “al papel de simple pregonero del Derecho”. También a repartir prebendas o dejar incólumes a sus nichos electorales. Por lo que pueda venir. Y,  todo lo más, a promover una cooperación formal, no efectiva.

Ciertamente, los precedentes no ayudan a ser demasiado optimistas en el fortalecimiento horizontal de la cooperación interinstitucional. La cooperación territorial siempre ha estado dominada por una concepción vertical de impronta jacobina. El Senado nunca ha funcionado realmente como cámara territorial. Y las conferencias sectoriales son instrumentos trasnochados en la era de las redes y de la Gobernanza Pública (siempre transversal y flexible). No obstante, a pesar de todas esas limitaciones, la cooperación horizontal (con un enfoque más holístico y moderno) se debe intentar de forma leal y persistente. Gobernar la complejidad no es aplicar recetas caducas a problemas nuevos.

Por tanto, la solución constitucionalmente correcta no es prolongar injustificadamente una situación excepcional, sino retornar gradualmente a la normalidad constitucional. Y, para ese viaje, el estado de alarma comienza a ser un traje muy incómodo y desproporcionado. Hay, como se ha puesto de relieve estos días, un arsenal de herramientas constitucionales y legales que, con un mínimo de imaginación y planificación, permitirían afrontar esa desescalada y caminar en el objetivo común vencer la pandemia, pero sin que ello implique desapoderar por más tiempo a las Comunidades Autónomas o a los gobiernos locales de sus propias competencias, aplicando medidas proporcionadas, pactadas y ejecutadas lealmente por todas y cada una de las instancias de gobierno. En otros términos: se trata de hacer política “territorial” de verdad (no la aparente o formal) y dejar de esconderse detrás del Derecho de excepción que, como todos sabemos, fortalece al Gobierno y debilita al resto de poderes, también territoriales, así como pone en cuarentena innumerables derechos y libertades de la ciudadanía, transparencia incluida. El estado de alarma, aplicado de forma abusiva, deslegitima el poder y puede hacer añicos la democracia o la propia Constitución. Además, hoy en día, el conocimiento y control del territorio ya no lo tiene la Administración General del Estado. Está por definir (algo urgente) el papel del Gobierno central como Administración estratégica y de concepción. Por muchos ministerios y vicepresidencias que haya, no multiplicarán las competencias estatales. Están tasadas. Es más, las competencias que aún estén en sus manos las ejercerán peor, por un elemental criterio de que el cuarteamiento departamental reduce su eficacia. Ha quedado acreditado sobradamente.

¿Serán capaces nuestros políticos (gobierno, oposición y poderes territoriales) de acordar leal y cooperativamente esta “desescalada” sin necesidad de mando único (por ejemplo, bajo unas directrices comunes pactadas horizontalmente) o sólo cabe en este país recurrir eternamente a fórmulas excepcionales (y no lo olvidemos, traumáticas), para volver a recuperar “la normalidad” perdida? Esta y no otra es la pregunta que deberán resolver. En poco tiempo.

Pandemia y Estado de Alarma

La crisis (o pandemia) de salud pública en la que estamos inmersos tiene múltiples efectos colaterales. En estos últimos días se está llamando a que el Gobierno declare el estado de alarma, como ya lo hizo en 2010 (RD 1676/2010, de 4 de diciembre) en la crisis del transporte aéreo derivada de los efectos de la huelga de controladores (un supuesto que nada tenía que ver con el actual). No cabe olvidar que el estado de alarma, aunque sea el más liviano en sus efectos, no deja de ser una situación de excepción constitucional. Y, por tanto, su adopción debe ser adoptada cuando se produzca una “alteración grave de la normalidad”, que puede darse, como expresamente recoge la legislación aplicable, en supuestos de “crisis sanitarias” (y se cita expresamente a las “epidemias”). En suma, la declaración del estado de alarma es una excepción a la normalidad constitucional como consecuencia de la gravedad de la situación (imposibilidad del mantenimiento de la normalidad por los poderes ordinarios de las autoridades competentes). En su declaración deben regir una serie de principios. No suspende la aplicación de derechos fundamentales, pero sí la adopción de medidas que limitan o restringen su ejercicio. Su afectación básica es a la modificación del ejercicio de las competencias ordinarias de las Administraciones y autoridades públicas. El propio Tribunal Constitucional tuvo la oportunidad de analizar y acotar el alcance del estado de alarma en la STC 83/2016, de 28 de abril.

En otras palabras, la excepción también es norma constitucional, si bien actúa sólo en determinadas circunstancias. La Constitución, por tanto, admite paréntesis o cesuras en sus efectos institucionales que juegan como excepción, para salvaguardarla o protegerla. Las quiebras de la normalidad constitucional siempre son, por definición, extraordinarias y transitorias, pues lo contrario significaría la propia negación de la idea constitucional.

La clave de cualquier excepción constitucional es que, como bien señalara Carl Schmitt, “el caso excepcional no se puede delimitar rigurosamente”. Según este autor, la excepción constitucional “no se trata, por consiguiente, de una competencia”. Pero, a pesar de su contundencia, este autor no podía ocultar lo obvio: “La Constitución puede, a lo sumo, señalar quien está llamado a actuar en tal caso”. Por consiguiente, hay excepciones constitucionales que sí se anudan a una competencia o que sirven para anular transitoriamente esta. Y el estado de alarma puede ser una de ellas. Es aquí dónde los problemas aparecerán.

El debate puede parecer técnico, pero tiene implicaciones políticas innegables. Especialmente, en la realidad político-constitucional española. Pues quien declara el estado de alarma es el Gobierno a través de Real Decreto, dando cuenta de inmediato al Congreso de los Diputados, así como de los decretos que apruebe durante ese período. El control político de la Cámara no duerme, sino que debe permanecer plenamente activo, con la finalidad de evitar abusos gubernamentales. La separación de poderes está viva, pues lo contrario sería negar el vigor de la Constitución.

La declaración del estado de alarma puede ser sobre la integridad o parte del territorio nacional. En este último caso, si esa declaración se circunscribe exclusivamente a todo o parte de una Comunidad Autónoma, el Gobierno puede delegar en la Presidencia de la Comunidad Autónoma respectiva la condición de autoridad competente. Pero si el ámbito territorial de la declaración extralimita el territorio de una Comunidad Autónoma, la actual regulación (y la interpretación hasta la fecha del Tribunal Constitucional) conlleva que la autoridad competente para adoptar las medidas del estado de alerta es el Gobierno, quien centralizaría las decisiones. No parece, por tanto, caber una delegación múltiple ni en cadena, por lo cual cabe intuir que una declaración de estado de alarma despertará muchos recelos en ciertos ámbitos políticos en cuanto que tal declaración puede alterar de forma sustantiva, si bien transitoria, el orden constitucional de competencias establecido en la Constitución y en los Estatutos de Autonomía. Pero ese es su sentido y finalidad, sin perjuicio de que en su aplicación se pretenda cohonestar con las competencias autonómicas y locales, algo que no resultará sencillo de articular de forma efectiva, salvo que la actuación del Gobierno se limite a normar y no a ejecutar (aún así, autoridades, policías y funcionarios, quedan siempre “bajo las órdenes directas de la autoridad competente en cuanto sea necesario para la protección de personas, bienes y lugares”; con lo que, cabe insistir, delegar la ejecución no resultará fácil).

Otro aspecto nada menor es la duración del estado de alarma, así como la intervención del Congreso de los Diputados en su prórroga. La duración del estado de alarma es de quince días. La competencia de declaración es exclusiva del Gobierno (dando cuenta e información al Congreso), pero la prórroga del estado de alarma requiere inexcusablemente la autorización del Congreso de los Diputados. Por tanto, la prórroga, según la interpretación del Tribunal Constitucional (de acuerdo con el Reglamento de la Cámara), se convierte en “elemento determinante del alcance, de las condiciones y de los términos de la misma, bien establecidos directamente por la propia Cámara, bien por expresa aceptación de los propuestos en la solicitud de prórroga, a los que necesariamente ha de estar el decreto que la declara”.

Dicho en términos más claros: el Gobierno es soberano para declarar el estado de alarma y fijar su alcance y medidas, pero no lo es para llevar a cabo la prórroga, que depende directamente de las mayorías del Congreso y de los condicionamientos (medidas) que los grupos parlamentarios puedan incluir en el desarrollo de esa prórroga. Por tanto, en una crisis como la actual, en la que su proyección temporal se puede extender varios meses, el Gobierno tiene sólo dos opciones: 1) Gestionar la crisis con sus propias competencias y las que le pueda otorgar la legalidad ordinaria, dentro de un marco de normalidad constitucional, dejando que sean las CCAA quienes adopten las medidas que, en ejercicio de sus atribuciones, les competan; 2) Declarar el estado de alarma que, ante su duración más allá de los quince días, deberá pactar necesariamente las condiciones de la prórroga con los grupos políticos (especialmente con sus apoyos parlamentarios en la investidura), algo que se muestra complejo de articular en algunos casos por la sencilla razón ya expuesta: el estado de alarma es un estado excepcional que quiebra, siquiera sea transitoriamente, la normalidad constitucional y, por tanto, el orden constitucional de reparto de competencias.

No se pregunten por qué el Gobierno sigue a estas horas deshojando la margarita. En lo expuesto brevemente tienen la respuesta. La solución no es políticamente fácil. Pero puede llegar tarde. Algunas Comunidades Autónomas se están así viendo empujadas a adoptar decisiones excepcionales amparadas en competencias materiales sustantivas sobre determinados ámbitos. Sin embargo, no cabe olvidar que determinadas medidas excepcionales, siempre que impliquen limitaciones o afectaciones a derechos y libertades, sólo se pueden adoptar constitucionalmente por el Gobierno mediante la declaración del estado de alarma, con la autorización del Congreso en caso de prórroga. Otra cosa es que, por parte del Gobierno central, se haga dejación de tales atribuciones o se mire hacia otro lado.

Cabrá tener por parte de todos (Gobierno y oposición, así como del resto de instituciones) cintura política y sentido de Estado para evitar que la pandemia termine no solo afectando a la población española y devastando los servicios públicos (en particular, aunque no solo, los sanitarios), sino que también se lleve por delante la credibilidad ya suficientemente deteriorada de nuestro sistema constitucional y el (hoy en día bajo) prestigio de la clase política. La responsabilidad ciudadana en esta gravísima crisis es importante, pero la de las instituciones (sean estatales, autonómicas o locales), gobernantes y partidos lo es mucho más. No perdamos de vista este aspecto.

El problema del catalán en la sanidad de las Islas Baleares

Ha sido noticia muy tratada en los medios estos días la Sentencia 15/2020 de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Baleares (ver aquí *) que ha declarado nulo el Decreto 8/2018 del Gobierno de las Islas, que regulaba la capacitación lingüística del personal sanitario. Sin embargo, como suele ser habitual cuando se comentan de forma periodística noticias de cierto calado jurídico, el tratamiento mediático dado a la misma y los titulares empleados no han sido del todo acertados. O no han llegado a transmitir a los lectores la verdadera dimensión del problema

La mayoría de titulares de prensa han hecho hincapié en que el TSJIB “ha anulado el Decreto que exigía el catalán a los profesionales de la sanidad balear”, cosa que es cierta pero cuyas consecuencias no son exactamente las que se deducen de la lectura de casi todas las noticias publicadas. Y no por la anulación del Decreto 8/2018, que efectivamente se ha producido por la Sentencia indicada (aun susceptible de recurso de casación) sino porque el problema lingüístico en la sanidad balear, y, en general, en todos los ámbitos de la Administración Pública, es de bastante más calado y tiene unos componentes bastante más complejos.

El origen de la discutida cuestión de la exigencia del catalán para ocupar una plaza en la Administración está en la sucesión histórica de Gobiernos que se ha dado alternativamente en las Islas Baleares hasta el año 2015. En general, cuando ha gobernado el PP, la legislación autonómica ha considerado que el dominio del idioma catalán, cooficial en las Islas según el Estatuto de Autonomía, debía considerarse un “mérito” para acceder a plazas en la Administración pública, mientras que con los Gobiernos del PSOE (siempre necesitado de sus socios izquierdistas e independentistas formando los llamados “Pactos de Progreso”) ello se ha considerado un “requisito”.

En el territorio de las Baleares ha estado en vigor una sucesión de Leyes autonómicas que han ido produciendo esos “bandazos” lingüísticos. Las Leyes reguladoras de la Función Pública 3/2007 (“Pacto de Progreso”), 9/2012 (PP) y 4/2016 (nuevamente Pacto de Progreso”) han ido modificando la consideración de la lengua catalana en el acceso a las plazas convocadas por la Administración, estando en vigor actualmente la última de ellas, que considera el dominio de la lengua “requisito” para el acceso a la Función Pública.

Pero, viendo el problema que esa exigencia generaba en determinados ámbitos de la Administración, especialmente en la Sanidad pública y en las islas menores (especialmente en Menorca e Ibiza), donde se había producido un éxodo de profesionales sanitarios con el consiguiente revuelo y movilización social -canalizados fundamentalmente a través de la asociación menorquina “Mos Movem” y de la Central Sindical Independiente y de Funcionarios (CSIF), que fue la que interpuso el recurso ante el TSJIB- el Gobierno de la socialista Francina Armengol buscó calmar los ánimos poniendo un parche de urgencia. Y ese parche fue el famoso Decreto 8/2018, que lo que hizo fue aplazar dos años la exigencia del dominio del catalán a los profesionales que se incorporaran a la Sanidad balear, y presionarles para que obtuvieran la correspondiente titulación lingüística en ese plazo privándoles, caso de no hacerlo, de los derechos de traslado y promoción en su carrera profesional.

Recurrido el Decreto 8/2018 por la CSIF ante los Tribunales de Justicia, el TSJIB ha dictado la Sentencia 15/2020, que considera nulo el Decreto por no respetar la reserva absoluta de ley exigible a toda modificación esencial del Estatuto de la Función Pública. Estima el TSJIB que el Gobierno balear no tenía competencia para hacer esa modificación vía Decreto del Consejo de Gobierno, y que debería haberse tramitado y aprobado en el Parlamento balear una modificación de la Ley de Función Pública para introducir, por la vía legislativa, las modificaciones a la exigencia del catalán a los profesionales sanitarios que el Decreto trataba de introducir por la vía gubernativa.

La conclusión, tremenda conclusión por otro lado, no es la que la mayoría de medios de comunicación han proclamado a viento y marea con titulares más o menos llamativos. El TSJIB no ha anulado la exigencia del catalán a los profesionales sanitarios que vengan a trabajar a las Islas Baleares. Ni mucho menos. Lo que ha dicho el TSJIB es que constitucionalmente el catalán, como lengua cooficial que merece promoción pública, puede imponerse como “requisito” para el acceso a la Función Pública en las Islas Baleares, y también que pueden establecerse ciertas excepciones a ello, y que “el nivel de conocimiento exigido ha de guardar proporción con aquel que precisa el tipo y nivel de la función o puesto a desempeñar”. Pero que todo lo anterior, al afectar al Estatuto de la Función Pública, debe regularse necesariamente en una norma con rango de ley.

La consecuencia de todo ello es que volvemos a la exigencia del catalán como “requisito” impuesta por la reforma de la Ley de la Función Pública efectuada por la Ley 4/2016. Y que el “truco” de la Presidenta Armengol, agobiada por la protesta social -especialmente organizada en la isla de Menorca, donde se quedaron sin servicio de oncología infantil- de “suavizar” temporalmente vía “decretazo” los requisitos lingüísticos a los profesionales sanitarios para no tener que convencer en el Parlamento balear a su compleja mayoría parlamentaria le ha salido mal. Por eso ha aparecido corriendo en los medios para apagar el fuego diciendo que “en Baleares no hay un problema lingüístico en la Sanidad, y hay menos médicos que quieran ir a Andalucía”, añadiendo que “si no vienen más médicos no es por el tema de la lengua, sino porque la vivienda en Baleares es más cara”.

Todo ello refleja las tensiones de un Gobierno autonómico cuya estabilidad depende de los partidos defensores de los “países catalanes”, y a los que siempre ha importado más continuar en su incesante proyecto de ingeniería social (que incluye aumentar la vinculación de las Baleares con Cataluña y tratar de erradicar el castellano de la vida pública) que tratar de prestar a los ciudadanos que les pagan los mejores servicios públicos posibles. Teniendo en cuenta, además, dos factores adicionales: el primero, que la lengua catalana no necesita ya una especial protección en las Islas (en contra de lo que siempre defienden), ya que es prácticamente la lengua vehicular única en la enseñanza pública y en la mayoría de la privada y la concertada; y el segundo, que las quejas registradas en la Consellería de Salud por razones lingüísticas en la atención sanitaria han sido ¡¡sólo 5!! en más de un decenio (en una población que supera con creces el millón de habitantes), todas ellas promovidas o precocinadas por conocidos talibanes del catalanismo local.

Buscando luz en el laberinto territorial

Antes de comenzar este post me gustaría señalar que el Estado de las autonomías producto del pacto constitucional del 78 en términos globales ha sido un éxito habiendo cumplido con un triple objetivo: 1) acercar la administración al ciudadano; 2) ensayar la puesta en práctica de diferentes políticas públicas; 3) dar satisfacción a las diferentes identidades territoriales junto con sus históricas reivindicaciones de autogobierno.

El Estado de las Autonomías  en palabras del Tribunal Constitucional en su famosa Sentencia 76/1983 de 5 de agosto, sobre el proyecto de Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (Fundamento Jurídico 2a) se caracteriza “por un equilibrio entre la homogeneidad y diversidad del status jurídico público de las entidades territoriales que lo integran (…)”

El equilibrio entre la unidad y la autonomía constituye un punto mágico, que ambicionan alcanzar todos los Estados descentralizados, pero de imposible consecución porque continuamente fluctúa a modo de péndulo por la tensión inevitable entre el todo (administración central) y las partes (administraciones regionales). 

En España y éste puede ser el quid de la cuestión, concurre una peculiaridad que no se da en el resto de  Estados Federales y descentralizados, consistente en la presencia de fuertes nacionalismos identitarios.

Así las cosas, se produce una triada conflictiva entre el Estado (administración central) – nacionalidades históricas (Cataluña y País Vasco, especialmente) y el resto de Comunidades Autónomas (CCAA) que se retroalimentan entre sí, en una especie de todos contra todos.

Las nacionalidades por usar la terminología del artículo 2 de la Constitución (en conexión con las disposiciones adicionales primera y transitoria segunda), no cesan en su demanda infinita de competencias al Estado como tránsito y puente para una posterior independencia, y el resto de las regiones (Comunidades Autónomas del artículo 143) no aceptan de buen grado que otros entes territoriales dispongan de más competencias. Y viceversa las primeras, las Comunidades Autónomas con fuerte impronta nacionalista tampoco gustan, que el resto de sus homónimos territoriales tengan el mismo estatus jurídico.

El propio Consejo de Estado con ocasión de su informe sobre una posible reforma constitucional del año 2006 (pág. 141) señalaba: “Con el sólido apoyo del principio de igualdad, nuestras Comunidades Autónomas tienden por lo común a considerar que no deben existir entre los ámbitos competenciales respectivos más diferencias que aquellas que, como la lengua, los derechos forales o la insularidad, tienen reconocimiento explícito en la Constitución. Cualquier otra ampliación de competencias que una Comunidad pueda conseguir para sí, mediante la reforma de su Estatuto, se convierte de inmediato en objetivo obligado para todas las que aún no han llegado a ese nivel.”

Los últimos ejemplos de este impulso de imitación, se pueden encontrar en la reciente Ley Orgánica 3/2019, de 12 de marzo, de reforma del Estatuto de Autonomía Valenciano en cuya exposición de motivos afirma: “ (..) la Comunitat Valenciana no puede permanecer impasible porque, ciertamente, no pretende estar por encima de ningún otro territorio dentro de España, pero tampoco va a consentir que sus legítimas aspiraciones se vean truncadas por la consolidación de un modelo asimétrico en el que unas comunidades autónomas puedan, en detrimento de otras, acceder a más competencias, a más financiación, a más inversiones o a más infraestructuras

Como colofón a este razonamiento, la Ley 8/2018, de 28 de junio, de actualización de los derechos históricos de Aragón,  establece en su artículo 1 que Aragón es una nacionalidad histórica, de naturaleza foral, cuya identidad jurídica, así como la voluntad colectiva de su pueblo de querer ser, se han mantenido de manera ininterrumpida desde su nacimiento 

En la España de hoy,  no hay nada que más una a las CCAA, que la expresión ¿Qué hay de lo mío?.

La “autonomía” no es solamente un derecho sino también una responsabilidad y no siempre se emplea para maximizar el bienestar ciudadano sino más bien, como elemento de protesta, y diferenciador del vecino regional, diluyendo el interés general como expresión de la igualdad entre españoles, bajo el paraguas de particularismos locales, históricos y culturales, erosionando con ello el concepto alumbrado por la ilustración de ciudadanía común.

En la última reforma de los Estatutos de Autonomía operada en la VIII legislatura (2004-08), en materia de inversiones del Estado en las CCAA, cada Estatuto de Autonomía ha escogido la regla de cálculo de la inversión del Estado en su territorio que más y mejor le conviene a sus intereses.

En el Estatuto de Cataluña, la contribución del producto interior bruto catalán al PIB estatal (disposición adicional tercera); en el de Castilla y León, la superficie del territorio (art. 83.8); en el de Andalucía, el peso de la población (Disposición adicional 3ª.2); en el de Aragón, la superficie, los costes de la orografía y la despoblación (disposición adicional sexta), etc. Un auténtico sudoku que ni los mejores magos económicos podrían resolver, salvo que pensemos que los recursos son ilimitados.

El propio Tribunal Constitucional en su Sentencia 13/2007 de 18 de enero (para un caso distinto pero de semejante naturaleza) estableció (FJ.5) “ (…) no puede pretender cada Comunidad Autónoma para la determinación del porcentaje de participación que sobre aquellos ingresos le pueda corresponder la aplicación de aquel criterio o variable que sea más favorable en cada momento a sus intereses (…)”. 

La Comisión Europea en sus respectivos informes dentro del Semestre Europeo (2017, 18 y 19) no dejan de advertir a España sobre las disparidades autonómicas y la fragmentación en los sistemas de renta mínima garantizada, alertando sobre los distintos requisitos de acceso, cobertura e importe, dando lugar a que personas no reciban la ayuda. (Informe sobre España 2018 – Comisión Europea de 07/03/18 – pag. 54 -).

Otros ejemplos de desigualdad se encuentran a borbotones a lo largo y ancho de la geografía, textos educativos donde la historia – y hasta los ríos – es distinta según la Comunidad Autónoma donde se imparta, criterios de corrección distintos en los exámenes de selectividad, desigual aplicación en la Ley de dependencia, y un largo etc.

Ahora bien en los últimos años se está imponiendo en el debate público, como una verdad incontestable, la teoría de que descentralizar siempre y en todo caso es bueno, optimo e incluso hasta más democrático. ¿Acaso Francia no es una democracia? ¿La igualdad no es un valor democrático? 

Este es uno de los problemas de la España actual, donde todo se ideologiza, especialmente el lenguaje llegando a cotas obscenas. La palabra centralizar y armonizar tienen mala prensa y evocan a reaccionario, antiguo y demás lindeces. En cambio descentralizar suena moderno, progresista y cool. 

No se trata de establecer un debate binario, ni dictomótico, “centralización – descentralización”, como si fuera un juego de suma cero y no hubiera zonas intermedias, que las hay, reiterando que el experimento autonómico ha tenido muchas más ventajas que inconvenientes.

Pero sí es necesario llegados a este punto, tener un debate sincero y honesto y reconocer que si hay un “autogobierno” realmente necesitado de mejora y perfeccion es precisamente el autogobierno de España, como acertadamente señaló uno de los padres de la Constitución, Pérez-Llorca en su intervención en el Congreso de los Diputados el 10/01/2018 (BOCG n.º 408 pág. 20) en la Comisión para la evaluación y modernización del sistema autonómico.

Resultaría mucho más productivo debatir el adecuado y óptimo nivel de ejercicio competencial (Estado – Comunidades Autónomas – Entes Locales)  en función de criterios como la igualdad, eficacia, equidad y cohesión territorial y no en función de apriorismos ideológicos y sentimentales deformadores de la realidad. 

Por último sería saludable tener presente que la solidaridad es el mejor enganche de unión entre la unidad y la autonomía.

Enrique López, consejero de Justicia de la CAM. ¿Otra muestra de la marca España?

En el año 2013, cuando Enrique López fue nombrado magistrado del Tribunal Constitucional, publicamos en este blog un artículo firmado por Miguel Ángel Presno, con el título “Enrique López, magistrado del Tribunal Constitucional. ¿Otra muestra de la marca España?” En dicho artículo se comentaban las escasas credenciales técnico-jurídicas del Sr. López para ocupar ese cargo y, especialmente, su trayectoria político-institucional: “como vocal y portavoz del Consejo General del Poder Judicial, lejos de mantener el perfil institucional exigido para el órgano de gobierno de dicho Poder, se implicó de manera contumaz en la maraña política, cuestionando la labor de la mayoría parlamentaria del momento y llegando al extremo de defender que el Consejo hiciera, sin concurrir los requisitos legales para ello, informes sobre la reforma del Estatuto de Cataluña y la Ley que aprobó el matrimonio entre personas del mismo sexo.”

Esa trayectoria no hacía prever nada bueno en el ejercicio de su nuevo cargo, pero lo cierto es que el Sr. López no duró mucho en el mismo, pues dimitió menos de un año después. No obstante, no lo hizo por considerar que esa falta de neutralidad podía poner en duda el prestigio de una de nuestras instituciones fundamentales, absolutamente clave en la reputación internacional de España, como el tiempo se ha encargado de demostrar, sino por conducir una moto ebrio, superando en cuatro veces el límite legal permitido,  hacerlo sin casco y saltarse un semáforo rojo. A nosotros nos pareció siempre mucho más grave lo primero.

Pero el Sr. López no dejó la judicatura, sino que volvió a la Audiencia Nacional, donde se le asignó el caso Gürtel, la mayor trama de corrupción que ha afectado a un partido político en España, concretamente al PP. Pese a sus múltiples conexiones con este partido político, el Sr. López se negó a inhibirse. Así que tuvo que ser el Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional quien le apartase -aceptando la correspondiente recusación presentada por los fiscales del caso- en una reñida votación ganada para la recusación por 14 votos contra 4. En sus informes, los ponentes insistieron en que el Sr. López había accedido a todos los altos cargos a lo largo de su carrera impulsado directamente por el PP, al margen del medio centenar de ponencias encargadas a dicho juez en FAES, el laboratorio de ideas de ese partido. Pero el Sr. López defendió siempre, hasta el final, que no había motivos para su recusación.

Hace un mes la Presidenta del Gobierno de coalición PP-Cs de la Comunidad de Madrid decidió nombrar al Sr. López Consejero de Justicia e Interior. Como todo el mundo sabe, las competencias en materia de Justicia e Interior de las CCAA son importantísimas, y las de Madrid especialmente relevantes. En la distribución de carteras ministeriales (7 para el PP y 6 para Cs), el líder de Cs, Sr. Aguado, se reservó la de Deportes.

Este nombramiento ha confirmado a las claras, por si alguien tenía alguna duda, que el Sr. López ha sido, es y será el hombre del PP en la judicatura y en las instituciones a ella vinculadas. Por eso, desde una perspectiva ferozmente clientelar el nombramiento del Sr. López como Consejero de Justicia e Interior tiene todo su sentido y a nadie debe sorprender. El Sr. López ha hecho meritos suficientes, defendiendo a machamartillo la causa del PP allí donde ha estado, y es lógico que se le premie de esta manera. El PP manda así un mensaje muy claro a los miembros de la judicatura que quieran apostar por el caballo del PP para hacer carrera en su profesión: el PP nunca olvida a los suyos, por muchos escándalos que arrastren, personales y/o institucionales, siempre que, correlativamente, le demuestren una pareja fidelidad. Al igual que hacen con algunos de nuestros políticos ciertas empresas del IBEX, los favores no se olvidan y siempre se pagan, y que todo el mundo se entere, por favor. En realidad, que todo el mundo se entere es lo más importante.

Que la renovación del PP era un cuento ya lo sospechábamos, pero lo de Cs resulta un poco más sorprendente. Este partido hizo en sus orígenes bandera de la regeneración institucional, y es de justicia recordar que ha presentado en la pasada legislatura, tanto en el Congreso como en las Asambleas de las CCAA, iniciativas y propuestas más que suficientes para portar con dignidad esa enseña. Por eso mismo, no solo ceder la consejería de Justicia e Interior a cambio de la de Deportes, sino permitir que el PP designe para el cargo de consejero al genuino epítome carnal del régimen clientelar español en el ámbito de la justicia y de las instituciones, es sencillamente asombroso. ¿O acaso no preguntaron al PP a quién iba a nombrar?

Ahora tenemos legítimo derecho a dudar, si alguna vez llegase el caso de que el PP y Cs sumasen para formar Gobierno de la nación, si Cs consentiría perder la cartera de Justicia y que el PP nombrase para ese cargo a una persona tan significada en la defensa de todo lo que Cs dice abominar. ¿Cómo se puede apoyar al Sr. López por un lado y defender la reforma del CGPJ y la independencia de las instituciones por otro?  ¿No comprenden que premiar al Sr. López manda un mensaje a la carrera judicial que es absolutamente incompatible con cualquier estrategia de regeneración e independencia? Pero lo cierto es que este precedente de la CAM hace sospechar lo peor, si alguna vez llegase el momento, claro.

Dice el Sr. Aguado que es que para poner “pajines” o “aídos” en un gobierno, prefiere no hacerlo, prefiere potenciar y tener en cuenta el mérito y la capacidad de los perfiles que están en su entorno y poner al frente a los más preparados y a los más capacitados para la labor (aquí, literalmente). Cómo es lógico, se refiere a todo el gobierno, pues por que el gobierno sea de coalición no deja de ser un equipo solidario. No entro en la crítica explícita a esas dos ex ministras del PSOE ni a la implícita a las mujeres de su partido y de las del PP. Pero algo mejor que el Sr. López, para la CAM, para España, y especialmente para Cs, no parecía difícil de encontrar. Para el PP sí, desde luego.

 

Defensor del Pueblo: no desprestigien más nuestras instituciones, por favor

Parece claro, incluso para cualquier leguleyo, que el artículo 18.1 de la Ley Orgánica
3/1981, de 6 de abril, del Defensor del Pueblo (“Admitida la queja, el Defensor del
Pueblo promoverá la oportuna investigación sumaria e informal para el
esclarecimiento de los supuestos de la misma. En todo caso dará cuenta del contenido
sustancial de la solicitud al Organismo o a la Dependencia administrativa procedente
con el fin de que por su Jefe, en el plazo máximo de quince días, se remita informe
escrito…”), nada tiene que ver con el ejercicio de la legitimación activa que tiene el
Defensor para interponer recursos de inconstitucionalidad; pues en ningún caso ha de
dirigirse a ningún organismo o dependencia administrativa.

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