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Otro intento de engaño de Sánchez a Puigdemont. Esta vez a cuenta de la modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal

Atribuyen al Sr. C. Puigdemont un reproche continuo que, al parecer, aquél dirige al Sr. presidente del Gobierno de España, D. Pedro Sánchez, refiriéndose a éste en los siguientes términos: “es un maestro en el arte del engaño, pero ya le conocemos los trucos y hemos de tomar todas las precauciones”. Quizá fruto de esta desconfianza, el pasado día 30 de enero, en el Pleno del Congreso de los Diputados, Junts votó en contra de la aprobación del texto presentado de la proposición de Ley Orgánica de amnistía, pactada previamente en la Comisión de Justicia de la Cámara Baja, lo que obligó a su devolución a la Comisión de Justicia, de cara a una nueva negociación.

Este revés político sufrido por el PSOE, partido firmante de la proposición de ley orgánica que ahora ha sido devuelta a toriles y, por ende, por el propio Gobierno socialista, verdadero demiurgo y responsable de las negociaciones y promesas continuas al Sr. Puigdemont, como era de prever, ha escocido mucho al presidente Sánchez. Sin embargo, esta vez el posicionamiento del Gobierno parece claro respecto a la inmodificabilidad de la propuesta pactada: «el texto de la ley no se toca», dando a entender que se ha llegado a un límite que, de traspasarse, otorgaría a la propuesta el marchamo de palmariamente inconstitucional (si es que ya no se ha traspasado con creces esa frontera constitucional).

Al mismo tiempo parece que, en principio, la reforma del Código Penal en lo que afecta a los delitos de terrorismo, Moncloa también lo descarta de plano, pero según ha dado a entender el propio Presidente del Gobierno en una entrevista televisiva (en la cadena La Sexta, concretamente), se está contemplando seriamente la posibilidad de modificar el articulado de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECRIM), para conseguir que la formación política de Puigdemont vote a favor de la proposición de ley orgánica de amnistía.

Según han publicado algunos medios de comunicación, la propuesta del Sr. Sánchez consistiría en modificar la regulación de plazos de la instrucción de las causas penales (artículo 324 LECRIM), en las que están encausados elementos muy importantes del independentismo catalán, para impedir que se prolonguen indefinidamente en el tiempo.

En el contexto actual bien pudiera pensarse que esta nueva ocurrencia gubernamental obedece, por una parte, a los últimos pasos procesales desarrollados en el «caso Tsunami Democrático», en el que un Magistrado de la Audiencia Nacional, titular del Juzgado Central de Instrucción nº 6, que está investigando al expresidente Puigdemont y a la secretaria General de ERC, Dª Marta Rovira, por haber participado, presuntamente en delitos de terrorismo, habiendo ordenado la prórroga de la instrucción por un periodo de seis meses, al amparo del citado artº. 324. 1 LECRIM. Pero no sólo esta causa es relevante, ya que también otro Juzgado, en concreto el titular del Juzgado de Instrucción nº 1 de Barcelona ha decidido investigar una supuesta trama rusa, el llamado «caso Voloh», que parece implicar también a estrechos colaboradores del expresidente de la Generalitat huido de la Justicia. Este Juez, según se ha publicado en prensa, igualmente ha prorrogado seis meses la investigación sobre la supuesta trama de apoyo político, económico y hasta militar del presidente de Rusia, Vladímir Putin, al aparato gubernamental catalán en 2017. En este caso, el principal delito imputado a los presuntos responsables es el de traición.

Pues bien, ante esta incómoda situación judicial en la que se encuentran el Sr. Puigdemont y sus colaboradores mas cercanos, acusados de delitos tan graves como el de terrorismo, de traición y de malversación, tan difíciles de amnistiar en España, en Europa y en cualquier parte del mundo, el Presiente del Gobierno, se saca de la chistera –quizá como última moneda de cambio para conseguir el voto favorable de Junts cuando vuelva la ley de amnistía a votación del Pleno del Congreso– la posibilidad de modificar la LECRIM, no con la intención de reducir los plazos de instrucción, sino para «arrebatarles» a los Jueces la potestad de ordenar la prórroga, de oficio o a instancia de otras partes del proceso, supeditando la ampliación del plazo de instrucción a la petición expresa, atribuida, esta vez en régimen de monopolio, al Ministerio Fiscal. De manera que si el Fiscal no solicitara la prórroga, la autoridad judicial no pudiera actuar de oficio, con el desenlace final del archivo prematuro, pero definitivo, de estas causas penales.

Ante esta última maniobra para convencer al Sr. Puigdemont de que, con la modificación de la LECRIM, que dejaría en manos de la Fiscalía –que parece estar seguro de controlar el Gobierno– la solicitud de la prórroga del plazo de las investigaciones penales, se disiparían los temores de un horizonte penal tan oscuro para los investigados independentistas, cualquier asesor jurídico del expresidente de la Generelitat le debería avisar de lo «engañoso» del ofrecimiento. En efecto, dar por seguro que esta reforma legislativa se pueda producir en un tiempo razonable, sin impedimentos constitucionales y que vaya a producir los efectos deseados por sus promotores, constituye un acto de imprudencia legislativa casi equiparable al intento de aprobación de la propia ley de amnistía.

En esta ocasión los asesores de Moncloa, en su afán de agradar a sus socios políticos, intentan reintroducir un extraño artefacto procesal, cuya ineficacia ya había  sido probada en el pasado reciente, con la particularidad de que el acortamiento de las instrucciones penales por decisión exclusiva del Fiscal fue precisamente expulsado por el propio Gobierno socialista en el año 2020. Con ello, los prelegisladores parecen demostrar muy pocos escrúpulos (yendo contra sus propios actos políticos) y, además, evidenciando un escaso conocimiento de los pilares en los que se apoya el sólido sistema procesal penal español.

Si nos remontamos al año 2015, el Gobierno popular del Sr. Rajoy, tras el oportuno procedimiento legislativo, consiguió que se aprobase una importante reforma de la LECRIM parecida a la que ahora se anuncia (Ley 41/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para la agilización de la justicia penal y el fortalecimiento de las garantías procesales), consistente en establecer unos plazos máximos de la instrucción de los procesos penales (uno de seis meses para los asuntos sencillos y otro de dieciocho meses, para los asuntos declarados complejos); plazos que podían prorrogarse hasta los treinta y seis meses, y además, al igual que ahora pretende hacer el Gobierno socialista, sólo el Juez podía declarar la complejidad de la causa y su prórroga a instancia del Ministerio Fiscal.

Como era de esperar, aquella ocurrencia legislativa de privar al Juez de cualquier iniciativa, ex officium, acerca de la prórroga del plazo de instrucción, relegándole al papel de espectador impasible ante la inevitable expiración de los plazos en causas especialmente delicadas, hizo saltar las alarmas en muchos ámbitos, constatándose el riesgo cierto de que se pudiera generar una cascada de impunidades relativas a hechos graves, de instrucción compleja, sobre todo vinculados a la corrupción o la criminalidad organizada. Todo ello propició que, en diversas ocasiones, se presentaran proposiciones de ley por parte de varios grupos parlamentarios que tenían como objetivo la derogación del citado artº 324 LECRIM. Finalmente, dicho precepto no fue derogado, sino simplemente reformado por la Ley 2/2020, de 27 de julio, quedando la razonable regulación vigente que, a mi juicio, acompasa correctamente un plazo razonable de instrucción criminal, fijado en un año, desde la incoación de la causa, con la previsión de una prórroga, de forma sucesiva, y sin límite de ampliaciones, siempre el Juez lo acuerde motivadamente, de oficio, o a instancia de cualquiera de las partes, no sólo a instancias del Ministerio Fiscal. Lo más paradójico de todo estriba en que fue el Presidente del Gobierno y secretario general del PSOE, el Sr. Pedro Sánchez, el principal responsable de la reforma del año 2020, quien pretende ahora revertir la reforma de la LECRIM, al menos, en lo que respecta a atribuir a la Fiscalía, en exclusiva, la legitimaciónpara pedir la prórroga de las instrucciones.

Es este un tema muy complejo, que tiene muchas aristas y muchas vertientes discutidas (en el pasado) y discutibles (en el futuro) –la propia existencia de un plazo de la instrucción en los delitos de investigación compleja, sobre todo en los delitos contra la vida, en causas relacionadas con la corrupción, terrorismo, criminalidad organizada; la posibilidad o no de interrumpir los plazos de investigación; los presupuestos para acordar las sucesivas prórrogas; régimen jurídico de las diligencias de investigación practicadas extemporáneamente, etc.–, pero en lo que no debiera haber disenso alguno es en criticar que las correspondientes prórrogas de la instrucción sólo se prevean a instancia del Ministerio Fiscal. Este aspecto del futurible nuevo artº 324 LECRIM, de confirmarse, resultaría, de nuevo, absolutamente inaceptable.

Mientras que nuestro diseño procesal penal descanse sobre los pilares de la instrucción criminal atribuida a los Jueces y Magistrados, constituye un auténtico dislate jurídico, una incoherencia máxima (como sucedió con el esperpento legislativo de 2015), dejar en manos de la Fiscalía la solicitud de la prórroga del plazo de las investigaciones penales. No es razonable, ni probablemente constitucional (artº 117. 3 CE: «el ejercicio de la potestad jurisdiccional en todo tipo de procesos, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales determinados por las leyes […]») entregar a los Fiscales esta innegable función de naturaleza jurisdiccional, puesto que la decisión sobre si debe prorrogarse la investigación constituye un inequívoco «enjuiciamiento», de graves consecuencias, en un sentido o en otro.

Además, como señaló en su día la propia Fiscalía General del Estado en su Circular 1/2021, de 8 de abril, la actual previsión legal de que el Juez de instrucción, de oficio o a instancia de cualesquiera de las partes, incluso del propio investigado (¿por qué no?), oídas todas ellas, podrá acordar prórrogas sucesivas por periodos iguales o inferiores a seis meses, es mucho más respetuosa con los derechos fundamentales a la tutela judicial efectiva, a utilizar todos los medios de prueba y a un proceso con todas las garantías, contemplados en el artº 24 CE.

Así las cosas, somos de la opinión de que, si se impulsara en estos momentos una reforma de la LECRIM en el sentido que ha insinuado el Presidente del Gobierno, no sólo no evitaría las nuevas prórrogas ya decretadas por los Juzgados instructores de los casos «Tsunami Democrático» y «Voloh», que se extenderán, como mínimo, durante un periodo de seis meses más, sin tener en cuenta que no será sencilla la tramitación de una ley tan emblemática como la LECRIM, máxime con las claras dudas de inconstitucionalidad que entrañaría el condicionamiento de la investigación criminal a la sola voluntad del Fiscal, maniatando al verdadero director de la instrucción penal en España: el Juez de Instrucción. No en vano los últimos tres grandes intentos legislativos recientes de atribuir la dirección de la instrucción penal han fracasado.

En estas circunstancias, con las dificultades que está teniendo el Gobierno en sacar adelante algunas iniciativas legislativas decisivas para sus supervivencia en el poder, ¿alguien puede creerse que esta nueva reforma proyectada se va a emprender en aras de mejorar la forma de administrar la justicia penal, para que se agilicen los pleitos pensando en el bien de los justiciables en general o, por el contrario, simple y llanamente para beneficiar a personas con nombres y apellidos y que puedan eludir, con la ayuda del Gobierno, la acción de la Justicia? No obstante, y ante tanto condicionante prelegislativo y jurisdiccional, si yo fuera el Sr. Puigdemont no me tranquilizaría en absoluto esta nueva maniobra, supuestamente «imaginativa», del presidente del Gobierno.

Una primera aproximación al Anteproyecto de Ley de Acciones Colectivas

A principios de este año, el Ministerio de Justicia y el Ministerio de Consumo hicieron público el Anteproyecto de Ley de Acciones de Representación para la Protección de los Intereses Colectivos de los Consumidores[1] (en adelante, el “Anteproyecto”). A pesar de llevar la firma de los dos departamentos ministeriales por tratar sobre una materia transversal como es la protección de los consumidores, esta iniciativa legislativa regula cuestiones eminentemente formales, o lo que es lo mismo, de derecho procesal. De hecho, en caso de aprobarse, estaríamos ante una de las reformas más relevantes en materia procesal civil desde la aprobación de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (en adelante, la “LEC”).

Aunque ya en el título nos referimos a las acciones de representación como “acciones colectivas”, es importante aclarar que la regulación planteada dista mucho de parecerse a las “class action” americanas, lo cual no es sino la consecuencia de la clara intención del legislador comunitario de crear un sistema propio, diferenciado y, en todo caso, más conservador.

Como desgraciadamente viene sucediendo cuando se trata de incorporar normas comunitarias a nuestro Derecho, España llega tarde en la transposición de la Directiva (UE) 2020/1828 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 25 de noviembre de 2020, relativa a las acciones de representación para la protección de los intereses colectivos de los consumidores (en adelante, la “Directiva”). Decimos esto porque la Directiva establecía el día 25 de junio de 2023 como fecha límite para que los Estados miembros comenzasen a aplicar las disposiciones normativas de trasposición (art. 22), pero entrado ya el mes de mayo, el Gobierno ni tan siquiera ha remitido a las Cortes un proyecto de ley para poner en marcha el procedimiento legislativo.

Entrando en cuestiones de contenido, hay que celebrar que por fin se esté planteando la creación de un sistema tutela colectiva de los intereses de los consumidores, sistematizado y dotado de un cauce procesal específico. El régimen actualmente vigente en esta materia, con una regulación dispersa e incompleta, se ha caracterizado principalmente por su total ineficacia práctica o escasísima aplicación.

Sin perjuicio de lo que luego diremos sobre el modelo elegido por el prelegislador y los aspectos mejorables del Anteproyecto, la reforma habrá merecido la pena si llega a tener como efecto reducir −en mayor o menor medida− el fenómeno de la litigación masiva. Tras una década en la que se han ido sucediendo varias oleadas de pleitos de esta naturaleza (participaciones preferentes, cláusulas suelo, gastos hipotecarios, etc.), ya nadie duda de que esta fórmula de tutela de los derechos de los consumidores es ineficiente, tanto para los justiciables como para la propia Administración de Justicia. Partiendo de una buena regulación y una vez haya transcurrido el tiempo de adaptación para que los operadores jurídicos (jueces, abogados, etc.) aprendamos a utilizar las nuevas herramientas, las acciones colectivas pueden constituir una magnífica alternativa a la actual realidad de la litigación de consumo.

Es importante destacar que el Anteproyecto apuesta decididamente por el modelo “opt-out” para la de tutela colectiva resarcitoria. Por tanto, la acción, el proceso y su resultado vincularán a todos los sujetos titulares de derechos o intereses lesionados por la conducta ilícita del empresario (con excepciones[2]), a no ser que estos soliciten expresamente su desvinculación. Frente a este modelo normativo, se encuentra el denominado “opt-in” o de inclusión voluntaria, en el que solo se hacen valer en el proceso los derechos e intereses de aquellos consumidores afectados que hayan manifestado expresamente su voluntad de adherirse y quedar vinculados por el resultado del pleito.

La polémica estaba servida fuera cual fuese el modelo elegido, dado que estamos ante un debate conceptual que enfrenta dos visiones de la cuestión totalmente irreconciliables. Ambos modelos caben en la directiva y cada estado miembro está transponiendo a su manera. Se argumenta a menudo que el modelo “opt-in” incentiva la calidad frente a la rapidez, y es que en un sistema “opt-out” quién interpone la demanda primero cierra el mercado para todos los demás. Por el contrario, los defensores del “opt-out” sostienen que la adhesión voluntaria dificulta en exceso la preparación de este de este tipo de procesos, convirtiendo en ineficaz la tutela de los intereses colectivos de los consumidores.

Sin pretender resolver aquí el eterno debate, si creemos que en un entorno jurídico como el español, totalmente primerizo en materia de acciones colectivas, puede que un sistema “opt-out” implique ciertos riesgos al inicio, por ejemplo, a la hora de garantizar que cualquier consumidor afectado tenga la posibilidad real de conocer la existencia del proceso y, por tanto, de optar en su caso aso a quedar excluido del mismo. En este y otros muchos aspectos, una regulación como la del Anteproyecto planteará retos enormes para todos los operadores.

Otro de los elementos clave en todo debate sobre esta materia, por no decir el quid de la cuestión, es sin duda el de la financiación del proceso por terceros o, lo que es lo mismo: quién puede costear el litigio, cómo y con qué límites en cuanto al retorno de la inversión. Respecto de este punto, el prelegislador ha optado por no regular exhaustivamente la financiación del litigio, más allá del establecimiento de mecanismos tendentes a evitar que se produzcan conflictos de intereses que puedan perjudicar a los consumidores. De este modo, dejando un amplísimo margen de libertad en cuanto a la remuneración del tercero financiador (incluyendo el pacto de cuota litis), se opta por el modelo menos intervencionista. En mi opinión, un asunto tan delicado como éste −y del que va a depender en buena medida el éxito o fracaso de la nueva regulación− no debería quedar en el aire. Es deseable que la futura ley incluya unas reglas de juego claras y precisas, por supuesto, al margen de la regulación procesal de la LEC.

También son muy relevantes las reglas de legitimación para el ejercicio de acciones colectivas. En este sentido, la Directiva opta por un sistema de acceso restringido, en el que únicamente tendrán legitimación para interponer este tipo de demandas determinadas entidades habilitadas y sujetas a supervisión (vid. arts. 4 y 5), a diferencia del modelo estadounidense, genuinamente abierto al ejercicio de acciones de representación por cualquier consumidor afectado. Conforme dispone el Anteproyecto, además del Ministerio Fiscal y ciertas entidades de derecho público (estatales, autonómicas y locales), tendrá legitimación las asociaciones de consumidores “habilitadas”. Entre otros requisitos, la habilitación requerirá “demostrar el desempeño de manera efectiva y pública durante un periodo mínimo de doce meses (…) de la actividad de su fin de protección de los intereses de los consumidores”].

Además de las cautelas mencionadas en cuanto a la legitimación, se prevé la creación de un Registro Público de Acciones de Representación, adscrito al Ministerio de Justicia, cuya función será fomentar la transparencia y el conocimiento de las acciones de representación en marcha, tanto en general, como por sus posibles beneficiarios. Sin duda, del buen funcionamiento y eficiencia de este registro público dependerá en buena medida el éxito o fracaso de la nueva regulación, toda vez que la publicidad −no meramente formal sino entendida como difusión efectiva al público− es la piedra angular del sistema.

Sobre estas y otras cuestiones, no cabe duda de que el Anteproyecto dará mucho que hablar en el sector legal durante los próximos meses y a buen seguro, generará opiniones encontradas. Está por ver qué pueda quedar de esta iniciativa una vez haya superado la tramitación parlamentaria. Y desde luego, no cabe esperar que la eventual reforma legislativa tenga efectos inmediatos. Más bien al contrario, creemos que la generalización del uso de los nuevos instrumentos procesales será lenta y requerirá de un profundo cambio cultural. Pero si al final del día conseguimos operar exitosamente ese cambio, las acciones colectivas pueden terminar por convertirse en un cauce procesal tremendamente eficiente, garantizando el derecho a la tutela judicial efectiva de los consumidores y, al mismo tiempo, ahorrando ingentes cantidades de recursos a la Administración de Justicia.

 

[1] https://www.mjusticia.gob.es/es/AreaTematica/ActividadLegislativa/Documents/Anteproyecto%20de%20Ley%20acciones%20representativas.pdf

[2] En el Anteproyecto se prevé que el Tribunal podrá optar por el sistema de “out-in” cuando la cantidad reclamada para cada beneficiario supere los 5.000 euros. Y al margen de lo anterior, en el caso de que los consumidores afectados por la acción de representación resarcitoria tuvieren su residencia habitual fuera del territorio español, establecerá el tribunal en todo caso el modo y el plazo dentro del cual habrán de manifestar su voluntad expresa de vincularse a aquella y, en consecuencia, al resultado del proceso.

La nueva regulación en torno a la presentación de los recursos de amparo: lo urgente sobre lo importante

A mediados del mes de febrero se anunció por parte del Tribunal Constitucional un “plan de choque” (término utilizado en la nota de prensa difundida por el propio tribunal) para la agilización de la tramitación y resolución de los recursos de amparo. En el Boletín Oficial del Estado del pasado 23 de marzo se publicó el Acuerdo de 15 de marzo de 2023, del Pleno del Tribunal Constitucional, por el que se regula la presentación de los recursos de amparo a través de su sede electrónica. Entre las nuevas formalidades se halla la de cumplimentar un formulario, al que se accede desde la sede electrónica del Tribunal, donde se debe hacer una “exposición concisa” de las vulneraciones constitucionales denunciadas, una “breve justificación de la especial trascendencia constitucional del recurso”, así como una acreditación del modo en el que se ha producido el agotamiento de la vía judicial previa.

Lo anterior no sustituye a la demanda de amparo, pero se incorporan los siguientes requisitos:

1. El escrito de demanda tendrá una extensión máxima de 50.000 caracteres (no se especifica si con o sin espacios).
2. Se utilizará la fuente «Times New Roman», en tamaño de 12 puntos, y el interlineado en el texto será de 1,5.
3. Cada archivo PDF que acompañe a la demanda contendrá un solo documento, en formato editable y cuya denominación permita identificar su contenido.

Inmediatamente revisé los dos últimos recursos de amparo que he presentado como abogado ante el citado Tribunal. Uno contaba con 57.928 caracteres (sin espacios) y el otro con 52.953 (también sin espacios), lo cual determina que no pasarían el requisito formal.

Voy a comenzar resaltando los argumentos favorables a esta medida. El primero y más utilizado sostiene que se trata de una línea seguida por otros tribunales similares. Efectivamente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y su Tribunal General, el Tribunal Supremo de Estados Unidos o, en España, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, ya han introducido alguna formalidad parecida a la que ahora impone el TC español. No constituye, por tanto, ni una rareza ni una medida insólita.

Continúo abordando el problema del enorme atasco generado en el Tribunal Constitucional a causa de la avalancha de recursos de amparo. En 2021 se presentaron 8.294, una carga objetivamente inasumible para un Tribunal con 12 magistrados. Sigo con la exposición de la genérica mala calidad de los escritos presentados por los profesionales a la hora de solicitar el amparo. Según la memoria del Tribunal relativa a 2022, el 53% de los escritos de demanda adolecen de una “absoluta falta o de una insuficiente justificación” de la denominada “especial trascendencia constitucional”.

A la luz de los datos anteriores, parecería razonable adoptar las medidas de referencia con el fin de agilizar la tramitación de los recursos y forzar de alguna manera el cumplimiento de los requisitos procesales su interposición.

Sin embargo, conviene ponerles algunos reparos que intentaré resumir del modo más objetivo y comprensible posible:

a) Afectación al servicio público esencial de la Administración de Justicia: Los abogados estamos acostumbrados a que el tiempo y la carga de trabajo afecte al derecho de defensa. En los juzgados y tribunales no es inusual que el juez limite el número de testigos propuestos por las partes o el tiempo de intervención de los alegatos orales, esgrimiendo problemas de tiempo. Las vistas se señalan en algunos casos cada cinco o diez minutos, cuando resulta evidente que no puede desarrollarse un juicio con diversas pruebas en ese lapso temporal. Ahora las limitaciones llegan a los escritos a presentar. Se exige resumir, ser esquemático y breve con el argumento, pero no una erradicación de la verborrea inútil o de los discursos innecesarios, sino de la urgencia a la hora de sacar el trabajo.

Puede que, en ocasiones, proceda acortar el uso de la palabra ante alegatos inútiles y se requiera brevedad frente a temas sencillos y concretos. Algunos asuntos se deben defender de forma elemental y concisa. Pero no es menos cierto que, a veces, existen controversias jurídicas complejas y múltiples quejas sobre vulneración de derechos fundamentales, por lo que esa exigencia de acortar y resumir puede afectar al derecho de defensa.
Sirva este ejemplo tan clarificador. El Auto del Tribunal Constitucional 119/2018, de 13 de noviembre, necesitó de casi cien páginas para decidir sobre la inadmisión de un recurso de amparo y para valorar la especial trascendencia constitucional y la existencia del derecho fundamental vulnerado (330.973 caracteres, sin contar los espacios). En un asunto similar, ¿es correcto exigir al abogado que se limite a 50.000 para abordar idénticas cuestiones?

Imponer estas limitaciones de tiempo y de extensión no es correcto, ya que existen diferencias entre un recurso de amparo que denuncia la vulneración de un solo derecho, imputando esa vulneración a un solo órgano, que otro que denuncie alternativa o acumulativamente dos, tres o hasta cuatro vulneraciones de derechos frente a varios órganos (pensemos en recursos contra la actuación de la Administración y, posteriormente, contra la actuación de los Tribunales). Limitar de forma indiscriminada todos los posibles recursos de amparo, como si todos tuviesen la misma complejidad, supone afectar directamente al derecho de defensa. Afectación que, por otro lado, no viene recogida precisamente en una ley, sino en un mero acuerdo del Pleno de un Tribunal.

Estas limitaciones se han asumido como normales en la Administración de Justicia, pero pensemos en su traslación a otros servicios públicos. ¿Veríamos con normalidad que los médicos exigiesen a los pacientes que contasen sus dolencias o síntomas en unos concretos minutos o a través de un determinado número de palabras? ¿Admitiríamos que los hospitales calculasen su carga de trabajo para, luego, establecer sistemas de inadmisión de pacientes si se sobrepasa ese umbral? La especial trascendencia constitucional de los recursos de amparo resulta similar a exigir características especiales en las enfermedades de los pacientes para optar a un tratamiento médico.

b) El fracaso de la nulidad de actuaciones: Se añade a lo anterior el estrepitoso fracaso que ha supuesto la nulidad de actuaciones como mecanismo para asegurar que el Poder Judicial cumpla con su labor de garante de los derechos fundamentales, y para que la opción de acudir ante el Tribunal Constitucional quede, no sólo como subsidiaria, sino incluso como residual. La disposición final primera de la Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo, que reformó la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional e introdujo el requisito de la “especial trascendencia constitucional”, modificó la nulidad de actuaciones para potenciar la protección de los derechos fundamentales amparables en sede judicial y asegurar la subsidiariedad del recurso de amparo. Las cifras son rotundas. Se dijo que la pretendida “objetivación” del amparo quedaría compensada en la vertiente de la protección subjetiva de los derechos con esa reforma de la nulidad de actuaciones, pero, evidentemente, no ha sido así y no se ha compensado nada. La protección subjetiva del amparo se ha sacrificado sin establecer ningún mecanismo alternativo que atenúe ese efecto. Es decir, que a un ciudadano le hayan vulnerado sus derechos fundamentales no basta para que el Tribunal Constitucional decida intervenir, requiriendo ahora que el asunto trascienda al interés del recurrente y contenga algún asunto de relevancia objetiva o de interés general para que el amparo sea admitido. Sin embargo, semejante restricción no ha venido acompañada de vías alternativas para equilibrar los perjuicios que para la ciudadanía ha supuesto esta modificación.

c) Inseguridad jurídica y arbitrariedad en la “especial trascendencia constitucional”. El ejemplo del Auto 119/2018 sobre la inadmisión de un recurso de amparo constituye una excepción. De forma abrumadoramente mayoritaria, las inadmisiones del tribunal alegando el incumplimiento de este requisito no superan las tres líneas por la vía de una providencia. En ausencia de motivación o argumentación alguna, se afirma que no se ha cumplido con un requisito procesal, sin posibilidad de recurso para el ciudadano ni explicación comprensible. No y punto final. La manifestación más evidente y palmaria de la arbitrariedad proscrita en nuestra Constitución en el artículo 9.3 se desarrolla a diario en el Tribunal Constitucional a través de estas inadmisiones redactadas en apenas un par de líneas, lo que supone una completa distorsión o desnaturalización de la función de protección de los derechos fundamentales por parte del Tribunal Constitucional.

En consecuencia, si bien mis iniciales razones para justificar estas recientes medidas impuestas en los recursos de amparo pudieran darles cobijo, considero que los perjuicios que acarrean son superiores a sus supuestos beneficios dado que, centrándose en la urgencia de acelerar y desatascar la institución, relegan la importancia de una correcta protección y garantía de los derechos fundamentales.

 

Calvario probatorio

Se amontonan los artículos sobre la reforma llamada del Sí es sí y sus efectos, y ahora nos toca la reforma de la reforma, nacida del miedo a la indignación popular y que, por ese pecado original, naufragará. No concurre una sola condición para parir una buena ley: es producto de los apretones electorales; conserva la falsa retórica de la ley actual a la vez que endurece las penas, ajustándolas a martillazos; no hay detrás ningún objetivo criminológico serio basado en un análisis sosegado de los datos reales. Y luego está la cháchara: cientos de opinadores opinando a todas horas sobre una materia en la que no manejan los conceptos más elementales, sin que esto les impida realizar afirmaciones categóricas sobre lo que había, lo que se modificó y la solución. Comprendo como nadie el hastío.

Por eso he pensado que es más interesante detenerme en un aspecto desaparecido del debate público, si es que alguna vez estuvo ahí. La ley importa, claro, pero la quincalla demagógica sobre el mágico avance que se supone acaba de lograrse oculta una realidad desagradable conocida solo por algunos profesionales y que padecen los ciudadanos que toman contacto con ella. Un juicio penal es un asunto asqueroso siempre, porque siempre lo protagoniza una víctima que sufre. Usted seguro que inmediatamente ha pensado en la víctima del delito que es objeto de acusación en ese juicio. Si es así, ha olvidado que a veces la víctima es el acusado que no es responsable de delito alguno. Ambos son víctimas; ambos merecen un proceso que mantenga todas las alarmas, todas las precauciones. Pero ambos tipos de víctimas deberían ser desiguales en un aspecto contraintuitivo.

Solemos narrar el delito y su castigo como algo que sucede en fases: primero hay un hecho lo suficientemente grave como para que se castigue penalmente a su autor; más tarde hay un proceso formalizado para delimitar el alcance del castigo. Esta narrativa es vieja como el mundo. Primero la indignación por el mal; después el castigo basado en la autoridad. Pero es errónea. Han sido precisos siglos de excesos para crear un aparato discursivo que desconfíe de la autoridad, de la indignación popular y de las prisas por castigar. Su creación más extraordinaria es la presunción de inocencia. Que la evolución civilizatoria haya forzado a transitar desde la respuesta natural y primaria frente a la acusación hasta la concesión al «malvado» de una ventaja capital demuestra la trascendencia del peligro, pero su carácter artificial es su debilidad; por eso es siempre la primera víctima de cualquier involución, a veces de involuciones que el mainstream vende como progreso.

Lo hemos visto con la cultura de la cancelación y el me too. Lo vimos con el simplismo en la descripción y tratamiento de la violencia doméstica, y la respuesta penal desigual basada en identidades grupales, un anatema para cualquier idea de derecho civilizado y racional. Lo estamos viendo de nuevo con el discurso en esta materia. No solo por el ascenso del punitivismo, empujado con fuerza desde los extremos —de la derecha que basa su respuesta única frente al crimen en el castigo y desde la izquierda empeñada en imponer su planteamiento ideológico como diagnóstico— sino por ese discurso que ve en la presunción de inocencia un obstáculo y no un bien precioso.

De hecho, la expresión «calvario probatorio» ya mina los cimientos de la presunción de inocencia. La idea que subyace es la antes indicada: hay una víctima de un delito y hay que facilitar que el mal que ha sufrido no se incremente en el proceso posterior. Esa idea, a la que se apuntan tantos y tan buenos «padres de familia», es natural, pero en los que han de guiarnos es síntoma de pereza y de ausencia de la autocontención y prudencia de que deben hacer gala los mejores. La idea correcta es la contraria: el proceso penal tiene por objeto saber si se ha producido un delito y, solo entonces y en tal caso, si puede atribuirse a alguien concreto. La prueba con todas sus garantías no solo es imprescindible, sino que es la puerta que nos permite pasar de una situación formal de no delito a una situación formal de delito que justifique la sanción de la colectividad. En la práctica cotidiana este desiderátum puede desenvolverse mejor o peor, y la falibilidad de las instituciones humanas precisa de mecanismos constantes de corrección que nunca impedirán del todo los errores y el sufrimiento. Pero no hay un sistema alternativo que no suponga un retroceso civilizatorio.

Una relación sexual consentida entre adultos nunca debe ser típica porque no es dañina y es consustancial a los seres humanos. Un homicidio en defensa propia sí es dañino, pero está justificado y eso lo hace impune. De ahí que la clave de bóveda no sea el consentimiento sin más, sino «algo más». La prueba tiene que contemplar la denunciada relación inconsentida como un todo. Da igual que definamos el consentimiento o no; si no queremos crear una distopía en la que una conducta (que en este mismo momento en que usted lee esto está siendo realizada por cientos de millones de personas) sea delito o no dependiendo, no de cómo se ha producido, sino de una interpretación formal del consentimiento, tendremos que descender en cada caso concreto al qué, al dónde y al cómo y al qué, dónde y cómo que se puede probar. Ese proceso probatorio, que incumbe al que sostiene que hay delito, debe persistir. La víctima real seguirá sufriendo dos veces, primero por el delito, luego por el proceso, y lo más que podemos lograr es minimizar el segundo sufrimiento. Nunca evitarlo.

Pero aún hay otra vuelta de tuerca que nunca se considera y es la realidad del proceso probatorio en delitos que se producen en la intimidad y entre personas que han desarrollado entre sí alguna trama basada en la convivencia. El contacto sostenido entre seres humanos genera una red de afectos y malquerencias, intereses compartidos e individuales, relaciones económicas, comportamientos generosos y egoístas, relaciones cooperativas y de poder. Esa red incide en una cuestión capital. Si la prueba de la existencia y autoría de un delito se basa solamente en la declaración de la presunta víctima, estamos muy cerca de una inversión de la carga de la prueba. Represénteselo: la declaración testifical de la víctima por sí sola se parece mucho a la acusación por sí sola. El Tribunal Supremo buscó un punto de equilibrio: no negaba la validez de esa prueba aunque solía exigir elementos periféricos objetivos; más tarde la admitió como única prueba de cargo siempre que contase con tres requisitos: ausencia de incredibilidad subjetiva derivada de las relaciones entre acusado y víctima demostrativas de un posible móvil espurio (por ejemplo, la venganza, el resentimiento, la obtención de beneficios), la verosimilitud (es decir, la lógica interna de la declaración) y la persistencia en la incriminación, entendida en un sentido sustancial. Sin embargo, en la práctica, sobre todo en los delitos de violencia entre personas que son o han sido pareja, esta exigencia se fue relajando y admitiendo cada vez más excepciones o, cuanto menos, una interpretación menos exigente. La simple existencia de un tormentoso proceso de divorcio o separación no bastó para afectar al principio de incredibilidad, cuando es obvio para cualquiera que, de tratarse de cualquier otro delito, un conflicto mucho menor ya sería visto con enorme recelo.  ¿Por qué sucedió esto? Yo tengo una hipótesis: los tribunales, sometidos a una presión social extrema producto de los casos mediáticos de mujeres muertas a manos de sus parejas o exparejas (con denuncias previas desatendidas), nadaron a favor de corriente y decidieron solo absolver en casos en los que los fallos de la versión de la acusación resultaban muy evidentes. Esto es algo que percibe cualquier abogado defensor que haya llevado asuntos de esta naturaleza. De hecho, se extendió una práctica peligrosa, hoy en remisión: recomendar conformidades por la amenaza de condena pese a que el caso fuese uno de «su palabra contra la mía» para obtener el beneficio de la rebaja en el tercio. Hay una razón añadida que lo explica: esas conformidades llevaban aparejadas penas de prisión leves con alejamiento que no impedían un posterior acuerdo de custodia y solían suspenderse. La vía penal se usó a veces como una forma de resolver conflictos básicamente civiles. Hoy esa práctica disminuye porque las condenas en materia de violencia tienen legal y socialmente unas consecuencias que llevan a muchos acusados a no aceptar ese supuesto mal menor que era la conformidad (por ejemplo, en materia de custodia o relación con los hijos).

Ahora contemplen esta misma práctica extendida a delitos que llevan aparejadas gravísimas penas de prisión. Estos días he leído algunos extractos de sentencias de delitos contra la libertad sexual que contienen relatos en los que tribunales no aprecian violencia o intimidación (pese a tratarse de conductas a las que el «sentido común» si atribuye estas características) que indignan a muchas personas. Habrá entre los miles de sentencias algunas aberrantes (absolutorias y condenatorias), pero el error más habitual es extractar de entre las declaraciones de hechos probados partes del relato que se basan exclusivamente en la declaración de la víctima y que han sido negados por el acusado. Sí, a veces el tribunal no da por probada violencia o intimidación, pero suele ser porque ya ha tenido que dar un salto probatorio para dar por probada una relación inconsentida basándose exclusivamente en lo que la víctima afirma. Debería ser natural que los tribunales aumenten su exigencia cuando tienen que tomar decisiones que llevan a prisión a personas durante muchos años. Y no es extraña esta parcelación, porque muy a menudo esos mismos tribunales salvan inconsistencias, contradicciones e incluso falsedades de las declaraciones de las víctimas que podrían dar lugar a una absolución.

Esta es la clave. Si existe hoy en España una inclinación de los tribunales, lo es a favor de creer los testimonios acusadores frente a parejas o exparejas. Un abogado defensor de una persona acusada de un delito de violencia o contra la libertad en el que la prueba esencial o única es la declaración de la víctima (cuando hay relación previa habitual entre acusador y acusado) se encuentra no ante un calvario probatorio, sino ante un trabajo de Sísifo. En el mundo judicial real la presunción de inocencia se ha ido relajando por un desplazamiento de la carga de la prueba. El único camino, a menudo, para no tener que llegar a una casi prueba de los hechos negativos, ha sido cuestionar la narración de la acusación examinándola incisivamente, para encontrar inconsistencias y mentiras, si es que las hay. Y esa labor se hace además con extremo cuidado, precisamente porque, contra la narrativa dominante, los tribunales suelen en la práctica estar del lado de quien acusa, al menos hasta que en el proceso aparece alguna prueba de falsedad.

Por eso el discurso es populista y peligroso. Salvo que no importe, para meter a los agresores sexuales en la cárcel, que terminen allí muchos que no lo son. Esas personas también serán víctimas de una terrible injusticia. Si relajamos aún más los estándares —la ministra Montero ha llegado a plantear un escenario en el que no solo no se pregunte a la víctima si consintió, sino que sean los acusados los que tenga que declarar que se aseguraron de que había consentimiento, eliminando el derecho a no declarar contra uno mismo— esto pasará más de lo que pasa hoy. Pregunten entonces a ese acusado inocente cómo se siente al comprobar que el sistema (no la injusticia individual, sino una colectiva e institucionalizada) trabaja para llevarlo a prisión, cuando en abstracto a él le debería bastar con esperar que se prueben su autoría y culpabilidad. Pregúntenle por el calvario probatorio.

Los efectos del reconocimiento del derecho a la exoneración del pasivo insatisfecho en los procedimientos judiciales seguidos contra el deudor

La virtualidad de la exoneración del pasivo insatisfecho o régimen de segunda oportunidad es que el concursado insolvente persona física puede ver extinguido el pasivo  tras la ejecución del patrimonio o tras el cumplimiento de un plan de pagos. Esto significa que esas deudas exonerables que quedan pendientes se extinguen y el acreedor no podrá reclamarlas. Este es un efecto del auto de conclusión de concurso de persona física que decreta la exoneración.

Por lo tanto, concluido el concurso los acreedores no podrán iniciar procesos de ejecución contra el deudor que “ha limpiado” su historial de impagos. Esto es precisamente lo que dice el art. 490 del Texto refundido de la ley concursal : «los acreedores cuyos créditos se extingan por razón de la exoneración no podrán ejercer ningún tipo de acción frente el deudor para su cobro, salvo la de solicitar la revocación de la exoneración.» Como complemento a este artículo, el nuevo artículo 492 ter determina que la resolución en la que se acuerde la exoneración «incorporará mandamiento a los acreedores afectados para que comuniquen la exoneración a los sistemas de información crediticia a los que previamente hubieran informado del impago o mora de deuda exonerada para la debida actualización de sus registros.»

Hasta aquí la regulación parece clara. El problema es cuando hay una ejecución pendiente, cuando se declara el concurso y el juez mercantil concluye con un auto que declara la exoneración del pasivo. Es claro que tal ejecución se paraliza tras la declaración del concurso, pero cabe plantear lo que acontece cuando el concurso ha concluido. Pues bien, ni la redacción originaria ni la actual establecen que el tribunal que acuerda la exoneración deba dirigirse, a instancia del deudor o de oficio, a los juzgados en los que se tramiten o puedan tramitarse procedimientos judiciales contra el deudor por créditos exonerables.

El tema se agrava porque no queda muy claro en la nueva regulación de la exoneración qué créditos se ven afectados por la misma. Efectivamente, antes de la reforma operada por la Ley 16/2022, el art 497.1 TRLC establecía que la exoneración se extendía “a los créditos ordinarios y subordinados pendientes a la fecha de conclusión del concurso, aunque no hubieran sido comunicados e incluidos en la lista de acreedores. Pues bien, esta referencia expresa desaparece en la Ley 16/2022, pero el párrafo primero del artículo 489 parece claro al extender los efectos no a los créditos reconocidos en la lista de acreedores o incluidos en el auto de exoneración, sino a la totalidad de las deudas, salvo las enumeradas en el párrafo segundo, que se refiere a las no exonerables. Por lo tanto, la inclusión o no inclusión de un crédito en concreto en los hechos o parte dispositiva del auto acordando la exoneración no es un requisito formal exigible para la efectividad de la exoneración. Por eso el artículo 490 no hace referencia a los acreedores incluidos en un listado, sino a cualquier acreedor cuyos créditos se extingan. En suma, puede suceder que un crédito resulte exonerado, aunque no aparezca especificado en el auto de conclusión del concurso que decreta la exoneración.

El auto en el que se acuerda la exoneración del pasivo insatisfecho puede considerarse una resolución judicial meramente declarativa. Por lo tanto, no es posible la ejecución del mismo y el deudor no puede instar la ejecución judicial de la resolución conforme a las reglas del artículo 517 y concordantes de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC). El artículo 521 de la LEC es claro: «No se despachará ejecución de las sentencias meramente declarativas ni de las constitutivas.» Así lo refleja la práctica judicial, rechazando el despacho de ejecución del auto de exoneración, y así lo corroboran algunas audiencias provinciales (por ejemplo, la Audiencia de Girona en resolución de 14 de enero de 2019 (ECLI:ES:APGI:2019:8-A).

            No es procesalmente correcto afirmar que el auto acordando la exoneración tiene efecto de cosa juzgada respecto de las reclamaciones que los acreedores puedan iniciar o reanudar contra el deudor en procedimientos declarativos o de ejecución. No concurre ninguno de los requisitos para entender que el auto de exoneración tenga un efecto directo sobre las reclamaciones actuales o futuras contra el deudor que afecten a créditos exonerables.

            Por lo tanto, el deudor tendrá que acudir, que personarse, en las reclamaciones judiciales que pudieran reanudarse o iniciarse tras la exoneración para alegar que la deuda reclamada se ha extinguido como consecuencia del auto de exoneración. Esta actuación corresponderá formalmente al deudor ya que el administrador concursal habrá sido cesado y sus cuentas se habrán aprobado, por lo que no tendrá ninguna competencia o facultad.

            En un concurso de acreedores en el que se hubiera designado administrador concursal y se hubieran abierto todas las piezas o fases del concurso, la declaración de concurso se hubiera publicitado convenientemente, el administrador concursal se hubiera dirigido a los acreedores conocidos, se hubiera elaborado una lista provisional de créditos concursales con su clasificación y cuantía que podría haber sido fiscalizada por los acreedores o por el propio deudor, se hubieran hecho las comunicaciones correspondientes a los juzgados y tribunales en los que se instaban ejecuciones pecuniarias contra el deudor, se habría publicitado conclusión del concurso y la rendición de cuentas del administrador concursal y, por último, se habría dado el traslado correspondiente de la petición de exoneración. Por lo tanto, los acreedores habrían tenido la oportunidad en distintos momentos del procedimiento de insolvencia no solo de conocer la situación del deudor, sino también la posibilidad de personarse e impugnar la lista de acreedores. Agotadas todas las fases del concurso, sería difícil aceptar que el acreedor ha quedado indefenso o que la exoneración se acuerda de manera sorpresiva. Concedida la exoneración y concluido el concurso, el juzgado tendría que comunicar las resoluciones correspondientes a los tribunales en los que se habían paralizado las ejecuciones del deudor y notificado a los acreedores la extensión de la exoneración del pasivo.

            Sin embargo, la práctica habitual en los concursos de personas naturales ha puesto de manifiesto que la insuficiencia inicial o sobrevenida de masa activa lleva a que la mayor parte de los procedimientos no lleguen ni tan siquiera a la fase común.  Además, en muchos procedimientos no se designa administrador concursal, por lo que no hay una lista de acreedores contrastada, sino un listado de créditos facilitado por el deudor en el que pueden no constar todos los créditos.  La Ley 16/2022 al regular el concurso sin masa o con masa insuficiente (artículo 37 bis y siguientes del TRLC) establece un procedimiento de declaración en el que se traslada a los acreedores la decisión de designar administrador concursal, habilitando un plazo de tiempo muy reducido para que los acreedores pendientes de las publicaciones oficiales (la norma no prevé una notificación personal de estas resoluciones a los acreedores) decidan sobre la conveniencia y los riesgos de designar un administrador concursal. Además, la norma no prevé la propuesta de administrador concursal para investigar sobre la insuficiencia de bienes o la corrección de la lista de acreedores.

 Tras la entrada en vigor de la Ley 16/2022 se ha constatado que un porcentaje muy elevado de peticiones de exoneración del pasivo insatisfecho se instan tras la petición de un concurso sin masa o con masa insuficiente, sin propuesta de designación de administrador concursal y con una lista de acreedores elaborada por el deudor y no sujeta a publicación alguna (lo que se publicita es el auto de declaración de concurso, con indicación expresa del total pasivo, pero no de la lista de acreedores que incorpora el deudor). En muchos casos los acreedores, incluso los que aparecen en casi todos los procedimientos, no tienen tiempo material ni capacidad organizativa para solicitar el nombramiento de administrador, o para comunicar el estado de su crédito (que puede haberse alterado cuantitativamente o transmitido a un tercero). Tampoco hay comunicación a los juzgados que pudieran estar tramitando reclamaciones contra el deudor.

  En este contexto, se dictará un auto acordando la conclusión del concurso y la exoneración definitiva sin más trámite que puede no tener incidencia en reclamaciones judiciales en concurso o nuevas reclamaciones de créditos exonerables.

Es cierto que nada impide al deudor solicitar un testimonio del auto de exoneración y plantear en los juicios declarativos o ejecutivos la extinción del crédito. Para articular esos medios de defensa normalmente tendrá que acudir representado por abogado y asistido por procurador, tendrá que plantear la oposición conforme a los plazos y formalidades del procedimiento judicial correspondiente.

No siempre será fácil que un deudor esté en disposición de conocer y asumir que el dictado del auto de exoneración del pasivo no cierra definitivamente las reclamaciones posibles. Se abren así nuevos laberintos judiciales por los que deberá manejarse un deudor normalmente exhausto y convencido del poder “mágico” del auto de exoneración.

La vía de la ejecución del auto de exoneración por el propio juez del concurso queda vedada por el artículo 521 de la LEC. No hay en la normativa concursal ninguna disposición que haga referencia al modo concreto en el que hacer efectiva la exoneración. Se podría forzar una interpretación flexible del artículo 521.2 de la LEC para solicitar al juez que acordó la exoneración que libre los mandamientos requeridos a los juzgados en los que se reanudaron ejecuciones o se iniciaron nuevas reclamaciones de créditos exonerados, aunque no hubieran sido formalmente relacionados en el auto de exoneración.

Quizás hubiera sido conveniente que, al ampliar el articulado de la exoneración, en el desarrollo del artículo 492, se hubiera incluido una disposición expresa que habilitara al tribunal que acordó la exoneración para que se dirija no sólo a los sistemas de información crediticia, sino también a cualquier autoridad judicial o no judicial que inicie o reanude reclamaciones para que concluya esos procedimientos, sin obligar al deudor a actuar en esas reclamaciones, evitando así el riesgo de que pudiera pasarse un plazo o se dejase de atender una formalidad procedimental o, simplemente, se encontraran con una autoridad judicial o administrativa que no acepta o no reconoce la exoneración. En definitiva, hubiera sido necesario habilitar un cauce procesal bien en la normativa concursal, bien en la normativa procesal ordinaria que dotara de un efecto inmediato y ex lege de la exoneración y su extensión, atribuyendo con carácter exclusivo y excluyente al juez del concurso la competencia para establecer qué créditos de los alegados por el deudor quedarían exonerados y cuáles no se exonerarían, conforme a los parámetros del nuevo artículo 489. Esta competencia exclusiva sí se reconoce en el nuevo artículo 499.2 del TRLC al juez del concurso en los supuestos de exoneración provisional por plan de pagos, pero nada se dice en los supuestos de exoneración definitiva, previa liquidación del patrimonio del deudor.

En suma, la reforma presenta carencias y desajustes en el ámbito procesal que los tribunales deberán superar vía interpretativa con el objeto de  que la exoneración del pasivo decretada sea efectiva.

¿Y si aplicáramos a la sanidad pública las recetas del Ministerio de Justicia para el “servicio público” justicia?

En los últimos tiempos se nos trata de imponer la errónea idea de que la Administración de Justicia no es un Poder del Estado, el tradicional Poder Judicial, sino un “servicio público” más, al estilo de la Sanidad o de la Educación. Los responsables del Ministerio de Justicia aún van más lejos y, en vez de contentarse con la consideración del Poder Judicial como un mero servicio público, ya hablan, en sus panfletos ministeriales, de transformar el “Ecosistema Justicia”, para hacerlo más accesible, eficiente y contribuir al esfuerzo común de cohesión y sostenibilidad, en un horizonte 2030.

Y para conseguir esta mejora sustancial del “Ecosistema” de togas y puñetas, se propugnan, como “bálsamo de Fierabrás”, tres tipos de medidas, que redundarán, según ellos, en una indudable mejora del servicio público justicia, mucho más cercano a la realidad social sobre la que se proyecta. En concreto, se proyectan tres programas de mejora en la eficiencia del servicio: 1) eficiencia organizativa; 2) eficiencia procedimental; y 3) eficiencia digital.

El primer programa para mejorar el servicio-ecosistema justicia, según esas fuentes ministeriales, el organizativo, consistiría, básicamente, en la transformación y agrupación de los juzgados unipersonales (por ejemplo los juzgados de primera instancia, civiles, o los juzgados de instrucción, penales) en un gran órgano jurisdiccional colegiado, denominado Tribunal de Instancia -uno por cada partido judicial- en el que se agruparán todos los Jueces, Letrados de la Administración de Justicia (antiguos secretarios judiciales) y demás personal auxiliar (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Organizativa del Servicio Público de Justicia).

El segundo programa es el de eficiencia procedimental, orientado a una mayor agilización de los pleitos, y se fundamentaría en exigir, con carácter previo al proceso jurisdiccional, el intento de un acuerdo “amistoso” a través de los denominados MASC (Medios Adecuados para la Solución de Conflictos, como la mediación, la conciliación, la transacción, etc., o cualquier otro medio que propicie el acuerdo. Sí, avezado lector, se habla de medios “adecuados”, como si la sentencia de un juez no fuera una forma “adecuada” de Administración de Justicia). Y para el justiciable que no se muestre lo suficientemente “colaborador” en la consecución de un acuerdo previo (aunque la otra parte le haya perjudicado gravemente, a causa de innegables ilícitos civiles) corre el riesgo cierto de ser condenado en costas, por “abusar” del servicio público, cuando podría haberse evitado el pleito con una actitud más conciliadora (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Procesal del Servicio Público de Justicia).

En tercer lugar, hay otro programa dirigido a la transformación digital de la Administración de Justicia, sustituyendo la mayoría de los juicios y vistas judiciales en unas actuaciones telemáticas, mediante la generalización del uso de la videoconferencia, si los jueces lo consideran oportuno (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Digital del Servicio Público de Justicia).

Y algunos, pocos, de los que seguimos con interés esta evolución prelegislativa en materia de Justicia, reflexionamos y nos preguntamos, si estos van a ser los remedios infalibles para mejorar un servicio público colapsado: ¿por qué no aplicar las mismas “recetas” a otro servicio público también sobrecargado de trabajo, como es la sanidad, que tantas protestas y controversias está produciendo en los días que corren?

En este contexto, si se nos permite la ironía, y el “animus iocandi” (pidiendo disculpas de antemano, por la gravedad del asunto), ¿qué nos parecería si, por ejemplo, en Madrid, los responsables de la sanidad, o en Andalucía, copiaran el modelo de eficiencia del servicio público justicia diseñado por el Ministerio de Justicia, puesto que, al fin y al cabo, se trata igualmente de otro servicio público, y promovieran reformas legislativas de semejante proyección? La verdad es que no podemos ni imaginar la virulenta reacción que se produciría en gran parte de la ciudadanía, y con toda la razón, si se propusiera algo parecido a lo siguiente: en primer lugar, desde un punto de vista organizativo, imaginemos que en cada provincia desapareciera la distinción entre hospitales generales, hospitales intermedios, centros de salud de zona y los ambulatorios, y todos los centros sanitarios se unificaran, nominal y orgánicamente, en uno sólo (aunque cada uno mantuviera su sede física actual), denominado Hospital de Instancia Provincial, bajo la dependencia de un Director general nombrado políticamente, el cual pudiera redistribuir a su antojo todos los efectivos médicos, de enfermería y demás personal sanitario subalterno; por otra parte, en cuanto a la forma de acceso a los centros de salud, qué pensaríamos si se les impusiera a los usuarios del servicio público sanitario (por ejemplo, a los enfermos de la covid, a los heridos y contusionados menos graves, a los conductores que han sufrido un politraumatismo grave, o a aquel ciudadano que recibido un navajazo en la arteria femoral…) que antes de ser examinados por un médico de atención primaria, o por un médico especialista en traumatología, o antes de ser intervenidos de urgencia en un quirófano, debieran acreditar, documentalmente, que han intentado curarse previamente por sus propios medios o, al menos, que han acudido, sin haber obtenido la deseada sanación, a los MASC (Medios Adecuados de Sanación Cercana), tales como ir a una oficina de farmacia, o solicitar la intervención de un experto paramédico, acupuntor, curandero, etc. (todos los anteriores, por supuesto, habrán tenido que ser homologados previamente mediante la realización de cursos, o habrán obtenido unos certificados de calidad expedidos e impartidos por las autoridades sanitarias). Además, en caso de que los enfermos no hayan acreditado un verdadero empeño en evitar la visita al centro de salud o al hospital, o en caso de sobrevivir a la hospitalización y/o a la intervención quirúrgica, tendrían que pagar todos esos gastos sanitarios, por haber “abusado” del servicio público sanitario.

Finalmente, como tercera medida, se pretendería conseguir la descongestión hospitalaria mediante la utilización sistemática, salvo en los casos de intervenciones quirúrgicas y similares, de la videoconsulta médica. Esto es, la regla general será la atención al paciente por vía telemática, previa cita telefónica o a través de la página web habilitada al efecto. Sólo se accederá a la consulta médica presencial en los casos más graves, previamente autorizados por el Jefe Médico del Servicio de que se trate.

En definitiva, con la implementación de estas tres medidas, por supuesto, a coste económico cero, como viene siendo costumbre en la reforma de los servicios públicos, se acabaría con el problema de la congestión hospitalaria en poco tiempo, pero ¿cuál coste social? Pues bien, lo que nos parece una broma aplicado al servicio público sanitario, está pasando desapercibido porque el servicio público zarandeado es la Administración de Justicia, la “Cenicienta” de los servicios públicos, en la actualidad.

Nadie repara en la gravedad del asunto. No nos damos cuenta de que el maltrato sistemático a la Administración de Justicia, que es el Poder Judicial, repercute irremediablemente en una drástica disminución de la calidad del resto de los servicios públicos, dejando a los ciudadanos, sobre todo a los más necesitados, inermes ante las tropelías del poder político. ¿Dónde están los manifestantes?

 

Diez propuestas de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil. A propósito del Proyecto de Ley de medidas de eficiencia procesal

Actualmente se está tramitando en el Congreso de los Diputados el Proyecto de Ley de medidas de eficiencia procesal del servicio público de Justicia (Proyecto de Ley 121/000097), publicado en el Boletín Oficial de las Cortes en abril de 2022. Esta iniciativa legislativa del Gobierno se encuentra en fase de enmiendas al articulado, pudiendo presentar los diferentes grupos parlamentarios sus propuestas hasta el próximo 5 de octubre, salvo que la Mesa acuerde una eventual prórroga del plazo.

El Proyecto de Ley aborda cuestiones de diversa naturaleza y que afectan a aspectos tanto procesales como organizativos de la Administración de Justicia en sus diferentes órdenes jurisdiccionales. Pero aquí únicamente me referiré a algunas cuestiones estrictamente procesales que podrían abordarse con motivo de la amplia reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil (en adelante, “LEC”) que se pretende acometer:

1. Plazo de veinte días para la oposición a la apelación. El principio de igualdad de armas exige que el apelado disponga de un plazo para presentar la oposición al recurso, similar al plazo que tiene el apelante para interponer recurso frente a la sentencia, que es de 20 días. Con una mínima modificación del artículo 461, se corregiría esta anomalía procesal de difícil explicación y que contrasta con la equivalencia de plazos presente tanto en la primera instancia (demanda y contestación) como en los recursos de casación y extraordinario por infracción procesal.

2. Dos ideas para el juicio verbal: retorno de las conclusiones y eliminación del límite de la cuantía para recurrir. La expresión “podrá conceder” del artículo 447.1 de la LEC, introducida por la Ley 42/2015, de 5 de octubre, en la práctica, se ha traducido en la desaparición de la fase de conclusiones en la mayoría de los juicios verbales. Conviene corregir esta disfunción del proceso que no hace sino menoscabar el derecho a la tutela judicial efectiva de las partes.

Y lo mismo ocurre con el límite cuantitativo establecido en el artículo 455.1, que impide recurrir en apelación las sentencias dictadas en de juicios verbales por razón de la cuantía cuando ésta no supere los 3.000 euros. En un sistema de doble instancia plena como el español, en el que la segunda instancia se configura como un recurso de carácter ordinario, no existe justificación razonable para que los pleitos de escasa cuantía queden excluidos del recurso de apelación. El derecho de acceso a los recursos, integrando en el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24 CE), exige que cualquier justiciable –sea cual sea el interés económico en juego– pueda tener acceso a un órgano de apelación para que revise su caso.

3. Plazo de diez días para la presentación de informes periciales. También podría ser interesante modificar, aprovechando esta reforma, los artículos 337 y 338 de la LEC para: (i) ampliar a diez días el plazo de antelación con que se deben presentar los informes periciales antes de la audiencia previa, el juicio o la vista, en el caso de los verbales; (ii) y eliminar la expresión “en cuanto dispongan de ellos”, a fin de ofrecer seguridad jurídica y remover de la Ley un elemento subjetivo de muy difícil prueba.

El plazo actual de cinco días –coincidente con los últimos días en que los abogados preparan la vista– se antoja especialmente reducido en asuntos de especial complejidad, dificulta el estudio detenido del informe pericial y, por tanto, puede poner en riesgo el derecho de defensa.

4. Garantía de oralidad del proceso en la fase de conclusiones. Aunque el artículo 433 de la LEC no lo prevé, se han generado la práctica de dar por finalizado el juicio, posponiendo el trámite de conclusiones a un momento posterior y por escrito. La adición de este trámite procesal no previsto en la Ley, supone “estirar” (más aún) el procedimiento, ya de por sí generalmente largo.

Esta práctica indeseada y contraria al espíritu de la Ley –que precisamente, como dice su Exposición de Motivos, pretendía “diseñar los procesos declarativos de modo que la inmediación, la publicidad y la oralidad hayan de ser efectivas”– podría evitarse mediante la adición de una prohibición expresa en el artículo 433 de la LEC, como apoyo a la suficientemente clara referencia “oralmente” del Apartado 2. Garantizar la oralidad de las conclusiones podría contribuir en muchos casos a agilizar el proceso, evitando dilaciones indebidas.

5. Aclaración del régimen de impugnación de la cuantía (fuera de los casos de inadecuación del procedimiento). La regulación procesal vigente no establece de manera clara el momento procesal en que el tribunal ha de resolver sobre el incidente de impugnación de la cuantía, fuera de los casos de inadecuación del procedimiento (art. 422 LEC). Por razones de seguridad jurídica y eficiencia, la audiencia previa –como acto procesal dirigido a depurar el proceso–, es el momento procesal óptimo para que el tribunal dicte resolución sobre la fijación de la cuantía, en todos los casos.

6. Recurso de reposición en la vista de medidas cautelares. La Ley 42/2015, de 5 de octubre, introdujo con acierto el recurso de reposición frente a las resoluciones sobre prueba en el juicio verbal (art. 446 LEC), olvidando sin embargo hacer lo propio con las resoluciones de esa misma naturaleza que se puedan adoptar en la vista de medidas cautelares. Para acabar con esta discrepancia y homogeneizar el régimen de recursos, bastaría con modificar el artículo 734.3 de la LEC, a fin de establecer una remisión al régimen de recursos previstos para el juicio verbal.

7. Aclaración del régimen de condena en costas en la ejecución provisional. La regulación vigente de la ejecución provisional de sentencias ha dado lugar a interpretaciones dispares en materia de imposición e costas, en ocasiones dando lugar a situaciones manifiestamente injustas. A fin de clarificar la cuestión sería conveniente modificar el artículo 527.3 de la LEC, para que el ejecutado disponga por ley de un plazo determinado (que podría ser de 20 días), a contar desde la notificación del auto por el que se despacha ejecución, para cumplir voluntariamente la sentencia, sin condena en costas.

8. Dos precisiones sobre el régimen de aclaración y complemento. Sería conveniente también resolver desde un punto de vista normativo la contradicción existente entre el artículo 267.9 de la LOPJ y el artículo 215 de la LEC, optando claramente por un régimen de interrupción (y no de suspensión) de los plazos para recurrir. Por otra parte, con el objeto de evitar dilaciones indebidas en el proceso y adecuar la ley a la interpretación mayoritaria de las audiencias provinciales, también podría ser interesante aclarar en la norma que el plazo no se suspende ni interrumpe en los casos de denuncia error material manifiesto o aritmético.

9. Suspensión del plazo para contestar con la presentación de declinatoria. Con un mínimo ajuste en la redacción del artículo 64 de la LEC, se podría aclarar que la suspensión del procedimiento tiene efectos desde el día en que se presenta la declinatoria (y no desde el día en que se ordena por el letrado de la Administración de Justicia), ofreciendo certidumbre a las partes sobre el cómputo del plazo para contestar a la demanda una vez resuelta la declinatoria.

10. Extensión máxima de escritos y resoluciones judiciales. Dejo para el final una cuestión que sin duda divide a los profesionales del Derecho y especialmente a mis compañeros letrados. Pero tras la exitosa implementación de los acuerdos no jurisdiccionales adoptados por la Sala Primera del Tribunal Supremo (27/1/2017) y la Audiencia Provincial de Madrid (19/9/2019), en materia de casación y apelación, respectivamente, creo que podría ser interesante abrir el debate sobre la necesidad de establecer límites de extensión para el resto de escritos procesales y, por qué no, también para las resoluciones judiciales.

Los textos largos y reiterativos además de contribuir al actual colapso de la Justicia (entre otros muchos factores), dificultan la adecuada comprensión de los asuntos. En este sentido, podría impactar positivamente en la eficiencia y calidad de la Justicia (i) establecer límites máximos de extensión de escritos y resoluciones, salvo en aquellos pleitos que presente una especial complejidad, por razón de los hechos o de las cuestiones jurídicas planteadas; y (ii) hacer obligatoria la incorporación de resúmenes en aquellos casos en que se excedan esos límites.

En principio, todo parece indicar que la iniciativa parlamentarme podría convertirse en Ley a finales de este año o principios de 2023 (aunque cualquier escenario es posible en el momento político actual). Con motivo de la inminencia de su aprobación, pero sobre todo teniendo en cuenta que todavía cabe la presentación de enmiendas por parte de los grupos parlamentarios, es el momento oportuno para poner sobre la mesa ideas destinadas a mejorar determinados aspectos técnicos del proceso civil. Por el momento, someto estas diez propuestas a debate en este foro.

El pleito testigo, la conformidad y la mediación de mecanismos de eficacia y eficiencia procesal (II)

Puede consultar la primera parte de este artículo Aquí:

Problemática en el Procedimiento del Tribunal del Jurado

En sede de Jurado, y, por lo que hace al límite penológico de los seis años para el dictado de una sentencia de conformidad, cabe significar que, “Como recuerda la sentencia del Tribunal Supremo de 20-3-2012, además de asegurar la celeridad procesal a niveles mínimos para la sociedad, la búsqueda del consenso es un imperativo ético-jurídico que puede venir apoyado por dos parámetros constitucionales: 1º) Que la obtención del consentimiento del acusado a someterse a una sanción implica una manifestación de la autonomía de la voluntad o ejercicio de la libertad y desarrollo de la propia personalidad proclamada en el artículo 10 de la Constitución. 2º) Que el reconocimiento de la propia responsabilidad y la aceptación de la sanción implican una actitud resocializadora que facilita la orientación de reinserción social (art. 25.2 CE), y que en lo posible no debe ser perturbada por la continuación del proceso y el estigma del juicio oral. En definitiva, la conformidad es una institución que opera, no sobre el objeto del proceso sino sobre el desarrollo del procedimiento, posibilitando obviar el trámite del juicio oral por consecuencia del concurso de voluntades coincidentes. En el caso, está cumplida la triple garantía de la conformidad: consentimiento libre e informado del imputado que la presta (impuesto de sus consecuencias y de la firmeza de la resolución competente), ratificación asesorada de su abogado, y control de tipicidad y adecuación de la respuesta jurídica por el juez “. El fundamento tiene relevancia en la medida en que pone el acento de la conformidad no en el objeto del proceso penal sino en el procedimiento. Y con ello se precisa que la conformidad permite prescindir del juicio oral.

En el razonamiento segundo se dijo: ” Por tanto, no existiendo problema de fondo en cuanto a la viabilidad de esta forma de crisis procesal en sede del Tribunal del Jurado -de hecho se prevé en el artículo 50 en materia de disolución-, y son de aplicación analógica las normas generales de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (arts. 655 y 787, sin que lógicamente haya restricción cuantitativa, dado que el Magistrado-Presidente puede imponer la pena solicitada), lo procedente es aceptar la calificación refrendada por el Fiscal, la Acusación Particular, la Defensa y el acusado y pronunciar sobre la responsabilidad penal la correspondiente sentencia de conformidad“. Como puede observarse se ha prescindido de entrar en la dificultad que entraña el límite penológico pero, al mismo tiempo, se considera que la aplicación analógica de los artículo 655 y 787 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal justifican el dictado de la sentencia de conformidad, eso sí sin atenerse a ese límite. Se pone el acento, como resulta de los razonamientos expuestos, en la correcta formación de la conformidad.

En la sentencia de fecha 14 de junio de 2016, Procedimiento Jurado nº 5/95, (Audiencia Provincial de Barcelona), se razona que, “Sea como fuere, una primera y obligada reflexión, el escollo insalvable penológico que ha impedido plasmar la conformidad de consenso alcanzada por las partes intervinientes en este proceso, es decir, entre el Ministerio Fiscal, la Acusación Particular, la Acusación Popular y la Defensa del acusado, con su aquiescencia, habida cuenta la inviabilidad del instituto de la conformidad, en consideración a la pena finalmente pedida, de consuno, la de trece años y seis meses de prisión, pena aceptada por el acusado, dado que la previsión legal actual sólo posibilita la conformidad hasta el límite de pena situado en los seis años de privación de libertad”.

Ni que decir tiene que la conformidad deriva del principio del consenso, como instrumento o mecanismo de facilitación de la sentencia, siendo la misma alentada de consuno por las partes, por lo que, en principio, el planteamiento resulta respetuoso con el principio de legalidad, pero aquél óbice legal insalvable ha obligado a la constitución del Jurado, con una tramitación que se antoja innecesaria y con la repercusión de gastos que conlleva la conformación de todo Jurado, siendo ello contrario a las más elementales razones de economía procesal y material, por lo, diríase absurdo y oneroso que comporta tal conformación. En efecto, si la conformidad, por esencia, viene concebida por el legislador como un mecanismo para acelerar y simplificar el proceso penal, no se alcanza a comprender la limitación de pena de seis años de prisión para validar esa conformidad en sentencia, previa aceptación del acusado, asistido de su Letrado y con el informe favorable del mismo y de las demás partes concurrentes.

En el supuesto de autos, estaríamos ante un supuesto asimilable a la denominada por la doctrina autorizada culpabilidad de desenlace, aludida en la STSJ de Cataluña de fecha 10 de septiembre de 1997, en consonancia con el conocido “ple bargaining“, acuñado por el derecho anglosajón. EEUU, fruto de los acuerdos gestados entre las partes, producto, usualmente, de intensas negociaciones, en sintonía con las consideraciones contempladas en la Circular de la Fiscalía General del Estado 1/1998, de 8 de marzo. No se desconocen los eventuales riesgos que podrían suscitarse con el instituto de la conformidad ante elevadas peticiones de penas de prisión, pero no cabe soslayar que el acusado cuenta con la asistencia técnica y el asesoramiento adecuado de su Defensa letrada y el acuerdo con el control de legalidad del Ministerio Fiscal y del Magistrado Presidente del Tribunal.

Y se concluye que, “De “lege ferenda” sería harto deseable que se regule, se normativice, adecuadamente, la problemática que viene suscitando, en sede de procedimiento del Tribunal del Jurado, las conformidades en los distintos momentos procesales o fases de ese procedimiento especial y significadamente cuando las penas solicitadas superan los seis años de prisión. Desde la perspectiva económica, el elevado coste que supone la puesta en marcha de un Jurado justifica también la conveniencia de reformar el instituto de la conformidad para optimizar los escasos recursos con que cuenta la Administración de Justicia.

Por otra parte, no cabe duda de que la extensión de efectos de la sentencia y del pleito testigo conforman dos mecanismos procesales alumbrados por la LJCA y en materia tributaria, que podrían perfectamente extrapolarse al ámbito de la jurisdicción civil/ mercantil cuando se hubieren ejercido acciones individuales sobre condiciones generales de la contratación y hubiese recaído sentencia firme. La extensión de los efectos de esa sentencia testigo podría decidirse en un procedimiento sumario y contradictorio sin fase de prueba, por innecesaria, resolviéndose a medio de Auto cuando se trate de una misma situación jurídica.

Un aspecto que no debe orillarse es que con tal proceder se acrecentaría la llamada predictibilidad judicial y se contribuiría a la seguridad jurídica. No tiene sentido que el Tribunal Supremo, en Pleno, dicte una sentencia sobre cláusulas suelo, o sobre tarjetas revolving sentando doctrina, y las entidades financieras y Fondos de Inversión, recalcitrantes a cumplir con esos fallos, sigan obligando a los afectados a pleitear cuando las demandas de los clientes usuarios concernidas a las cláusulas suelo son estimadas en casi el 99 % de los casos, sin que se prevea por la ley un recargo de intereses disuasorios, como acontece con las aseguradoras renuentes al pronto atendimiento de las baremadas indemnizaciones derivadas de accidentes de tráfico, o no se les impongan multas por incurrir en manifiesta mala fe y temeridad procesal, forzando a los vulnerables usuarios a ejercer una demanda individual con el gasto que comporta que concluirá  indefectiblemente en una sentencia estandarizada favorable a sus intereses y además estableciendo que de tales pretensiones conozca un Juzgado de competencia provincial, con la pretendida excusa o pretexto de la cuestionable etiqueta de la especialización.

No hay que temer por la calidad de la justicia ni por una eventual merma hipotética del derecho a la tutela judicial efectiva cuando pretensiones idénticas (ya que sólo varían nombres, fechas y cantidades o tipo de interés) se resuelven, sistemáticamente, de la misma forma en sentencias clónicas, denominadas de rebaño.

Implantación de los MASC

Otro de los mecanismos que debe fomentarse es la implantación de Medios adecuados de solución de controversias (MASC) en los asuntos civiles y mercantiles que pueden coadyuvar en gran medida para la consecución de una justicia sostenible del servicio público de Justicia. Se trata de recuperar la capacidad negociadora de las partes rompiendo con la dinámica de sistemática confrontación, y a tal fin debería adjuntarse a la demanda el documento que acredite haberse intentado la actividad negocial previa a la vía judicial como requisito de procedibilidad, dotando de plena validez y eficacia el acuerdo alcanzado a través del MASC otorgándole la misma fuerza que si lo hubiese resuelto un juez. Es decir, con valor de cosa juzgada y con fuerza de título ejecutivo. Acuerdo que deberá ser elevado a escritura pública o bien homologado judicialmente cuando proceda.

Con esos mecanismos procesales, a buen seguro, se rendiría deseable pleitesía al principio de igualdad y se vería fortalecida la seguridad jurídica y afianzada la confianza del ciudadano en la Administración de Justicia. Es el reto de nuestro tiempo, la racionalidad de los recursos, la eficacia y eficiencia con la modernidad y con un servicio público de justicia sostenible.

¿Y si el cliente no quiere negociar? Reflexiones sobre el Anteproyecto de Ley de Medidas de Eficiencia Procesal

Imaginemos una situación que a buen seguro es habitual en cualquier despacho de abogados: un cliente al que se le adeuda una determinada cantidad de dinero quiere que le ayudemos a recuperarla, y al preguntarle si existe la posibilidad de llegar a un acuerdo simplemente nos contesta que no quiere negociar, quiere hacer valer sus legítimos derechos.

Llevar a buen término la decisión del cliente no sería un problema. Bastaría con buscar las alternativas procesales que maximizasen las posibilidades de cobrar en el menor tiempo posible la cantidad adeudada. Ahora bien, si esta misma situación ocurriese tras la entrada en vigor del Anteproyecto de Ley de Medidas de Eficiencia Procesal del Servicio Público de Justicia, el escenario podría cambiar sustancialmente.

En el citado Anteproyecto, aprobado por el Consejo de Ministros el pasado 15 de diciembre y cuyo trámite de audiencia pública concluyó en el mes de febrero, se prevé que las partes inmersas en un conflicto jurídico acudan, con carácter previo a la interposición de una acción judicial, a uno de los llamados “Medios Adecuados de Resolución de Controversias” (siguiendo el acrónimo empleado por el legislador, “MASC”).

Los MASC pueden ser definidos como cualquier tipo de actividad negocial a la que las partes de un conflicto acuden de buena fe con el objeto de encontrar una solución extrajudicial al mismo, ya sea por sí mismas o con la intervención de un tercero neutral.

En este sentido, el Anteproyecto tipifica varios MASC, como son:

  • la conciliación privada, en la que se requiere a una persona con conocimientos técnicos o jurídicos relacionados con la materia de que se trate para que gestione la negociación, al objeto de alcanzar un acuerdo conciliatorio con la parte a la que se pretenda demandar;
  • la oferta vinculante confidencial, que se refiere a la posibilidad de cualquiera de las partes de formular una oferta vinculante a la otra, quedando obligada a cumplir con su propuesta una vez la contraria la acepte; y
  • la opinión de experto independiente, que consiste en que las partes designen de mutuo acuerdo a un experto independiente que emita una opinión no vinculante respecto a la materia objeto de conflicto.

La regulación de los citados MASC puede resultar de utilidad para evitar determinadas tipologías de procedimientos. A modo de ejemplo, la opinión de experto independiente en un conflicto en el que el objeto de debate revista un marcado carácter técnico parece un medio idóneo para evitar un futuro procedimiento judicial. En el mismo sentido, la regulación de la oferta vinculante confidencial puede constituir un mecanismo adecuado para evitar procedimientos centrados en la valoración económica del objeto de debate.

Adicionalmente, para fomentar la utilización de los MASC, el Anteproyecto prevé la modulación del régimen actual de costas procesales, favoreciendo a la parte que ha hecho un uso eficaz de los MASC y perjudicando a quien ha rehusado negociar de forma injustificada.

Pues bien, es evidente que cualesquiera medidas legislativas cuyo objetivo sea fomentar la negociación y la reducción de procedimientos judiciales deben considerarse muy positivas y necesarias. Sin embargo, mayores dudas suscita la aplicación práctica del Anteproyecto cuando prevé obligar a cualquier persona que desee interponer una demanda judicial en el ámbito civil a que acuda previamente a un MASC.

Si el Anteproyecto entrase en vigor con la redacción actual, con carácter general, en las demandas civiles habría que acreditar que se ha acudido previamente a algún MASC. Esta acreditación se configura como un requisito de procedibilidad, por lo que su inobservancia podría dar lugar a la inadmisión de la demanda. No parece irrazonable preguntarse si la regulación prevista en el meritado Anteproyecto puede tener la virtualidad de dilatar, en algunos casos, la obtención de una tutela judicial efectiva.

Es por ello que las reformas previstas en el Anteproyecto nos llevan a plantearnos si existe, dentro del marco de esta posible futura norma, un derecho a no negociar o, dicho de otro modo, un derecho a exigir en los tribunales aquello que consideramos que legítimamente nos corresponde sin más dilaciones que las derivadas de un procedimiento judicial con todas las garantías.

Recordemos que el Derecho Procesal se fundamenta en la prohibición de autotutela. Dicho en palabras llanas: dado que el ordenamiento jurídico impide a los ciudadanos llevar a cabo por su cuenta actos violentos o coactivos para exigir o hacer valer sus derechos, se debe poner a su disposición un sistema de justicia eficaz que permita ver cumplidas sus legítimas expectativas. Y bajo esa perspectiva, cualquier norma que pueda dilatar, en la práctica, el legítimo acceso a la tutela judicial debe ser tomada en consideración con extrema cautela. Siguiendo la frase que suele atribuirse a Séneca: “Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía”.

Ciertamente, el fomento de métodos alternativos de resolución de conflictos así como el impulso a la negociación extrajudicial es loable e ineludible, pero ello no debería suponer un obstáculo para salvaguardar el derecho de quien decide acudir a la justicia sin dilaciones.

En este sentido, cabe reputar como positiva la modulación del régimen de imposición de costas para aquellas personas que previamente hayan acudido a uno de los medios adecuados de resolución de controversias previsto en el Anteproyecto de Ley, pero quizá habría que plantearse los problemas prácticos que puede llevar aparejados la obligación estricta de acreditar, con carácter general, que se ha acudido a dichos mecanismos como requisito de procedibilidad previo a la interposición de la demanda, siempre con la vista puesta en el derecho a obtener una tutela judicial efectiva.

Anteproyecto de la nueva ley de enjuiciamiento criminal

Con el anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal que salió a la luz volvemos a asistir una vez más a una iniciativa legislativa materializada, como suele ser costumbre con más sombras que luces. En este anteproyecto destaca una cosa por encima de las demás y es la atribución al Ministerio Fiscal de la instrucción, esta incesante voluntad política junto a la necesidad de expresar a la opinión publica un logro partidista ha sido lo que ha impulsado esta ley. Como consecuencia, nos encontramos con un anteproyecto parcheado, casposo, un compilado de borradores anteriores que además es totalmente obsoleto y anticuado con una estructura técnico procesal en algunos de sus puntos más propia del Paleolítico que de los tiempos actuales. Una ley que si llega a publicarse en estos términos nacerá vieja y desfasada.

Ya en su exposición de motivos este anteproyecto se refiere a las competencias de la instrucción de la siguiente manera:

“…la implantación de las Fiscalía Europea requiere, inevitablemente, la articulación de un nuevo sistema procesal, de un modelo alternativo al de la instrucción judicial que permita que el órgano de la Unión Europea competente asuma las funciones de investigación y promoción de la acción penal, al tiempo que una autoridad judicial nacional, configurada con el status de auténtico tercero imparcial, se carga de velar por la salvaguardia de los derechos fundamentales…”  Pues bien, si traemos a colación el artículo 2 de la Ley 50/1981, de 30 de diciembre, por la que se regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal dispone: “El Ministerio Fiscal es un órgano de relevancia constitucional que personalidad jurídica propia, integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial, y ejerce su misión por medio de órganos propios, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad.”

Por tanto, la atribución de la instrucción al Ministerio Público necesita una reforma profunda de su Estatuto Orgánico que garantice el consenso tanto por parte de la opinión pública como por parte de los otros poderes del Estado. Con este anteproyecto se ha comenzado la casa por el tejado, y sin ningún tipo de garantías previas.

Este cambio de timón es algo muy muy complejo a todos niveles, puesto que, para que pueda tomar cuerpo de manera eficaz y real, deben de involucrase distintas Administraciones Públicas con fuertes inversiones de gasto que, además, permitan asignar grandes partidas económicas que ayuden a la reestructuración de la planta judicial y a la reorganización de todo el organigrama del servicio público de Justicia. Este anteproyecto surge como una ley caprichosa que cegada por dar un nuevo mando a la investigación deja a un juez de garantías en una posición algo extravagante, del articulado para más inri se desprende claramente que no se sabe muy bien que hacer con él atribuyéndole casi cualquier competencia y dejando al Letrado de la Administración de Justicia en un limbo jurídico entre el Juez y el Fiscal olvidando en muchas actuaciones que el Fiscal no tiene atribuida la función jurisdiccional.

Sigue añadiendo en su exposición de motivos:

“…a la regulación y contenido de la actividad investigadora sigue, en el texto de la ley, la de su estructura procedimental. Con ella se da inicio al libro IV, íntegramente dedicado a la exposición secuenciada de las tres grandes etapas del procedimiento: investigación, el juicio de acusación y el juicio oral. Aunque el grueso de las novedades que se introducen en este ámbito comienza a hacerse evidente con motivo de la regulación de las indagaciones policiales previas, ya las normas dedicas a la denuncia revelan ciertos rasgos de modernidad y una línea directriz general de adaptación al contexto cultural y tecnológico de nuestro tiempo…”

Con un pequeño vistazo queda patente que esta no deja de ser más que una mera declaración de intenciones. La razón es simple: esta ley se articula con la idea base del puño y letra de antaño y con la extinción por completo del expediente judicial electrónico.

Este texto destaca por su marcado carácter antitecnológico y arcaico, como se desprende de casi todo su articulado. Se puede poner como ejemplo el artículo 321.1 párrafo primero que dispone: “1. La declaración de la persona investigada será consignada en un acta escrita en la que constarán la fecha, los nombres de los asistentes y el contenido de la misma…” ¿Manuscrito?

Cuando la Ley Orgánica del Poder Judicial en su artículo 230.3 dispone: “…Las actuaciones orales y vistas grabadas y documentadas en soporte digital no podrán transcribirse, salvo en los casos previstos en la ley…”, está haciendo una clara manifestación de intenciones: migrar hacia la tecnología e implementarla es una necesidad si queremos estar a la altura y no quedarnos atrás.

Este anteproyecto como digo nace totalmente desfasado, habla de actas escritas, transcripciones, testimonios del Letrado de la Administración de Justicia sobre actos en los que no interviene. Hay numerosos artículos, 150. 152, 321, 629…etc, donde se expresa constantemente la obligación, de grabar, levantar acta y transcribir. No tiene sentido, es contradictorio van en contra de los avances e intenciones de la Ley Orgánica del Poder Judicial y del proyecto de ley de Agilización procesal.

Desde el punto de vista estrictamente técnico-procesal, el texto hace aguas en todos y cada uno de sus artículos. Es un texto basado en un fondo y una voluntad política clara sin ningún tipo de calidad procesal que elimina y fulmina garantías constitucionales, como por ejemplo la Fe Pública. Esta, que es la garantía por excelencia en virtud de la cual los actos se consideran ciertos y reales, acaba totalmente extinguida y eliminada de un plumazo en este anteproyecto. Ello supone un ataque más a la seguridad jurídica del procedimiento. Más allá de eslóganes y propaganda, no es de rigor para una Democracia moderna y avanzada. Hay que cambiar la mentalidad y ser conscientes de que la virtualidad de la Administración de Justicia es necesaria. Este debe ser un texto procesal, de enjuiciamiento, y por tanto, tiene la obligación legal de centrarse en el trámite y en el procedimiento

Sin poner en duda la buena intención política de cualquier gobierno, no deja de ser significativo el empeño de este en abordar auténticas reformas procesales mastodónticas con la intención de mejorar nuestro Estado de Derecho, pero siempre con la premisa de hacerlo a coste cero y sin prácticamente inversión.  Esta propaganda de cara a la galería a lo único que contribuyen es a precarizar una Justicia que de por sí ya se encuentra muy mermada ante la falta de inversión.

La situación es complicada, la descentralización es un desastre para este servicio público agudizado por la falta de unidad, pero es hora que todos los operadores jurídicos remen en la misma dirección. Con un servicio público como es el de Justicia no debería hacerse política y mucho menos frivolizar con ello. Las necesidades de la Justicia son reales, pero son otras y las intervenciones tienen que ir dirigidas a consolidar nuestro Estado de Derecho, sanear nuestra democracia y proteger y garantizar la buena convivencia social.