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El Tribunal Europeo de Derechos Humanos confirma el espionaje de UPyD y lo califica de grave intromisión en el derecho a la vida privada y la correspondencia del denunciante

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictó ayer su sentencia sobre el caso del espionaje realizado por UPyD bajo la dirección de Rosa Díez y Andrés Herzog y que pueden consultar aquí.

Después de un somero resumen de los hechos -en los que se relata como la dirección del partido decidió monitorear el mail de un ex miembro, y acto seguido procedió a publicar y difundir los mensajes enviados a ese email por otros afiliados, incluido el demandante- afirma de manera contundente en su fundamento 36 lo siguiente:

“36.  El Tribunal señala, de entrada, que la interceptación y la divulgación de los correos electrónicos del demandante constituyó una grave intromisión en su derecho al respeto de su vida privada y de su correspondencia.”

Acto seguido, en sus dos siguientes fundamentos destruye el argumento defendido por el Sr. Herzog desde la fase inicial del procedimiento de que el partido tenía derecho a monitorear esos correos aplicando por analogía la regulación existente en el ámbito de la empresa.

En este sentido, la sentencia afirma (37) que “el Tribunal de Justicia concede gran importancia al hecho de que la intrusión se produjo en el contexto de la afiliación a un partido político. A este respecto, subraya el papel esencial de los partidos políticos en las sociedades democráticas. Los partidos políticos son una forma de asociación esencial para el buen funcionamiento de la democracia (véase Refah Partisi (el Partido del Bienestar) y otros contra Turquía [GC], nº 41340/98 y otros 3, § 87, TEDH 2003-II). Al reflejar las corrientes de opinión que fluyen entre la población de un país, los partidos políticos aportan una contribución insustituible al debate político que constituye el núcleo mismo del concepto de sociedad democrática (véanse Yumak y Sadak c. Turquía [GC], n.º 10226/03, § 107, TEDH 2008, y Özgürlük ve Dayanışma Partisi (ÖDP) c. Turquía, n.º 7819/03, § 28, TEDH 2012).”

Como lógica conclusión, la sentencia señala (38) que “las circunstancias del presente asunto son diferentes de las de los casos en los que la intrusión tuvo lugar en el contexto de una relación entre empresario y trabajador, que es contractual, conlleva derechos y obligaciones particulares para ambas partes, se caracteriza por la subordinación jurídica y se rige por sus propias normas jurídicas (véase la sentencia Bărbulescu, antes citada, apartado 117). El Tribunal de Justicia constata que las estructuras organizativas internas de los partidos políticos se distinguen de las de las empresas privadas y que los vínculos jurídicos existentes entre un empresario y un trabajador y entre un partido político y uno de sus miembros son fundamentalmente diferentes. El Tribunal acepta que la autonomía organizativa de las asociaciones, incluidos los partidos políticos, constituye un aspecto importante de su libertad de asociación protegida por el artículo 11 del Convenio y que deben poder ejercer cierto poder de disciplina (véase Lovrić c. Croacia, nº 38458/15, § 71, de 4 de abril de 2017). No obstante, la lealtad política que se espera de los miembros del partido o el poder de disciplina del partido no pueden dar lugar a una oportunidad ilimitada de controlar la correspondencia de los miembros del partido. (…)”.

Estas consideraciones justifican la apreciación realizada en el fundamento 36 ya citado sobre la grave intromisión realizada en los derechos del demandante.

La única razón por la que no se termina condenando al Reino de España por no tutelar adecuadamente los derechos del denunciante reside en que este puso en marcha un procedimiento criminal que fue archivado por consideraciones que el Tribunal Europeo ahora no está en condiciones de revisar, pues no puede asumir el papel de los jueces penales nacionales, manifestando a mayor abundamiento que el demandante a partir de ese sobreseimiento podía haber ejercitado la vía civil, que todavía estaba abierta (42 y 43).

Obviamente el demandante no puede estar de acuerdo con esta última consideración, pues el propio Tribunal ha declarado en varias ocasiones que los demandantes no tienen que agotar todas las vías a su alcance (sino que basta que agoten una). Tampoco puede estarlo con la no subrogación en la posición del juez penal español, pues de lo que se trataba era simplemente de poner de manifiesto la absoluta falta de consistencia del archivo decretado por la Audiencia Provincial, tal como puso de manifiesto en su día el voto particular de dos magistrados del Tribunal Constitucional (entre ellos el actual Presidente, Sr. Conde-Pumpido, único penalista de la sala).

Pero, en cualquier caso, alegra comprobar que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en esta ocasión (a diferencia del Tribunal Constitucional, que se limitó a las cuestiones formales) ha aprovechado la oportunidad para entrar en el fondo del asunto y dejar sentado de cara al futuro que la actuación de la dirección de UPyD dirigida por Rosa Díez y Andrés Herzog constituyó una intromisión grave e intolerable en los derechos de los monitorizados, y que los argumentos utilizados por este último para defender semejante intromisión son insostenibles.

Para terminar, solo dos consideraciones. La primera es que resulta algo triste, pero a la vez muy revelador, que el principal rastro que va a quedar de un partido que teóricamente vino para regenerar la vida política española sea una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la que recuerda el papel que debe jugar un partido político en la vida democrática y afea una actuación completamente contraria a sus valores más elementales. Quizás esto basta para explicar muchas cosas en relación al fracaso de esa opción política.

La segunda es el enorme daño que en un Estado de Derecho puede hacer una sentencia o un auto judicial caprichoso e inconsistente, como el dictado por la Audiencia Provincial en este caso -cuando la juez de instrucción ya había ordenado el procesamiento del Sr. Herzog- respecto del que no hay más recurso que acudir el Tribunal Constitucional y, en su caso, al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Haber llegado hasta el final y conseguir esa declaración contenida en los fundamentos  36, 37 y 38 de esta sentencia es un gran éxito, desde luego, pero, no nos engañemos, no es lo razonable ni deseable. La justicia debería ser más accesible. Y, sobre eso, todos en España, también los jueces, tenemos mucho que reflexionar.

 

¿Nuestra Constitución reconoce un derecho a morir? Sobre la STC 22/3/2023

Se acaba de publicar la sentencia del Tribunal Constitucional (en adelante TC) que rechaza la impugnación de la Ley 3/2021 que regula la eutanasia.

El recurso alegaba defectos formales (en particular la tramitación como proposición de Ley) y de fondo. En cuanto al fondo se hacía una impugnación general fundada en que el derecho a la vida “tiene naturaleza absoluta es indisponible y el Estado debe protegerlo incluso contra la voluntad de su titular”. Subsidiariamente se alegaba que la regulación incide de manera desproporcionada en el derecho a la vida, es decir que la regulación concreta no protege adecuadamente este derecho. Como la sentencia (con sus tres votos particulares) suma 187 páginas, me limito aquí a hace una aproximación a la cuestión general, que se centra básicamente en el conflicto entre autodeterminación personal y derecho a la vida. En todo caso, en cuanto al concreto procedimiento que la Ley establece, mi opinión es que es razonablemente garantista, aunque con defectos, sobre todo en cuanto a la protección de las personas con discapacidad y a las voluntades anticipadas (que traté aquí y con Lucas Braquehais aquí )

La conclusión de la sentencia es que “En conexión con los principios de dignidad y libre desarrollo de la personalidad (art. 10.1 CE), el derecho a la integridad personal del art. 15 CE protege un ámbito de autodeterminación de la persona que ampara también la decisión individual libre y consciente de darse muerte por propia mano” y de requerir esa “prestación” por el Estado, en los supuestos de enfermedad grave e incurable o padecimiento grave, crónico e imposibilitante  que define la Ley (el “contexto eutanásico”). Señala que el artículo 15 reconoce el derecho a la vida y obliga al Estado a evitar “ataques de terceros”, pero que no atribuye a la vida un valor absoluto ni por tanto impide el reconocimiento de una facultad de decidir la propia muerte en un contexto eutanásico. Añade que la interpretación de la Constitución debe “atender al contexto histórico” y que “no aprecia diferencia valorativa desde la estricta perspectiva del alegado carácter absoluto del derecho al a vida” entre la eutanasia y el rechazo de tratamientos potencialmente salvadores o la solicitud de cuidados paliativos, actos admitidos como constitucionales en anteriores sentencias. Los votos particulares y el profesor Josu de Miguel en este artículo– entienden que esto supone reconocer que la de la Constitución se deriva un nuevo “derecho fundamental de autodeterminación de la propia muerte”.  La sentencia, si bien limita la autodeterminación personal a la propia muerte a contextos eutanásicos parece seguir la línea del constitucional alemán (sentencia de 26 de febrero de 2020) que, aunque no reconoce la existencia de un derecho prestacional al suicidio, sí reconoce que el libre desarrollo de la personalidad implica decidir cuando y como morir incluso fuera de contextos eutanásicos

Examinemos los argumentos del Tribunal. El principal que es que del derecho a la libertad y a la integridad física deriva un derecho de autodeterminación personal a la propia muerte en el supuesto de un contexto eutanásico

Creo que esta idea es discutible. El propio TC reconoce que no hay una primacía total de la autodeterminación  sino que el contexto eutanásico produce una “tensión entre derechos”: por un lado el derecho a la vida (art. 15 CE), y por otro y la integridad física (art. 15) CE, la dignidad y el libre desarrollo de la personalidad por otro (art. 10 CE). El TC parece resolver esta tensión a favor de la autonomía porque el conflicto se produce “en la misma persona”, que por ello es la que debe decidir, estando el poder público obligado debe defender la vida solo “frente ataques de terceros”, sin que quepa hablar de “un paradójico deber de vivir”. A mi juicio esto no es así. En todos los países desarrollados se considera que el Estado está obligado a defender la vida, incluso contra la voluntad del titular: por eso existen programas para luchar contra el suicidio, se obliga a usar casco, o se puede llegar a internar contra su voluntad a las personas que por su situación psiquiátrica quieren atentar contra su vida.

Tampoco parece que fundar el derecho a morir en el de la integridad física del mismo artículo 15 sea conforme al espíritu de esta norma. Este derecho supone una extensión del derecho a la vida, pues no se protege solo la existencia, sino la integridad física/corporal y moral/mental. Por eso se concreta a continuación en la prohibición de “la tortura o tratos inhumanos o degradantes”. Sin embargo, en la interpretación del TC, en lugar de una ampliación se convierte en un condicionante: no disponer de esa integridad se convierte en algo que va contra la dignidad. Pero considerar que una vida en un contexto eutanásico supone no es digna de ser protegida por el Estado puede ir contra la igual dignidad de todos.

El TC, además, no tiene en cuenta que existen más intereses en juego, como reconoció el Tribunal Supremo de EE.UU en la sentencia Washington v. Glucksberg. La sentencia (de 1997) consideró que no cabía defender un derecho constitucional a la eutanasia, pues los Estados podían no reconocer ese derecho para proteger así otros objetivos lícitos de los poderes públicos, en concreto: prohibir la muerte intencional; preservar la vida; evitar el suicidio; proteger la integridad y la ética de la profesión médica y mantener su rol como persona que cura; y proteger a las personas vulnerables de presiones psicológicas. También el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en el caso Pretty c. Reino Unido y Mortier c. Bélgica concluyó que “el derecho a la vida no incluye, como contenido negativo del mismo, el derecho a la propia muerte”.

Esta complejidad de los intereses en juego resulta también de nuestra Constitución. El reconocimiento de la necesidad de especial protección a los mayores y personas con discapacidad (arts 50 y 51) deben orientar toda la legislación. La sentencia desecha estos argumentos porque la Ley no se refriere “de manera selectiva a estos colectivos”. Se trata de un argumento formalista pues cuando la ley define el contexto eutanásico como “limitaciones que inciden directamente sobre la autonomía física y actividades de la vida diaria, así como sobre la capacidad de expresión y relación”, está describiendo las discapacidades físicas y psíquicas muchos mayores y de todos los grandes dependientes. La Ley, además, no debe solo proteger los derechos sino que debe hacerlo de manera efectiva. En ese sentido el filósofo Sandel (aquí) plantea que el reconocimiento legal de un derecho a morir puede tener una influencia en la conciencia social de la vida, al aumentar el prestigio de las vidas independientes y devaluar la de las personas dependientes, pasando de ser algo excepcional a aplicarse de manera extensa. Aunque la Ley trata de establecer límites objetivos, la amplitud del concepto de “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” y el acarácter subjetivo del sufrimiento abre la puerta a su aplicación a cualquier dependiente.  La experiencia de Bélgica y Holanda, en los que se aprobó la eutanasia hace 20 años, parece avalar la intuición de Sandel, pues se ha ido produciendo un aumento de casos y también de los supuestos en los que se aplica la eutanasia.

Tampoco la naturaleza prestacional del derecho (la obligación del Estado a proporcionar la eutanasia) se deriva automáticamente de la autonomía de la voluntad. Parecería más respetuoso con una voluntad genuina y con el rol de los médicos admitir solo el suicidio asistido (como hacen Suiza y Oregón). También existen otras alternativas. Por ejemplo, en el Reino Unido se ha adoptado un sistema que trata de evitar al mismo tiempo el procesamiento de personas que han actuado por una verdadera compasión y el mensaje de desvalorización de la vida que implica despenalizar la eutanasia. Esta posibilidad -defendida por el Comité de Bioética de España en su  informe sobre la Ley de Eutanasia- es conforme con la Carta Europea de los derecho humanos, como declaró el TEDH en el caso Pretty c. Reino Unido. En esta materia, además, la sentencia es incoherente: comienza diciendo que de la Constitución “no se deriva necesariamente un deber prestacional del Estado” para después reconocer que existe un derecho a esa prestación.

El argumento de la equiparación valorativa de la eutanasia al rechazo de tratamientos médicos y los cuidados paliativos no parece acertado. Entre la eutanasia  y los cuidados paliativos hay diferencias en la intención, el procedimiento y el resultado, como explican los expertos en la materia, en particular la Organización Médica Colegial aquí. Más clara aún es la diferencia con el rechazo de tratamientos potencialmente salvadores.

Finalmente, las reiteradas referencias a la interpretación con arreglo al contexto histórico son discutibles. Como ha señalado el profesor De Miguel, el reconocimiento de un “derecho a morir” es la excepción dentro de los Estados de nuestro entorno. En Europa solo tienen una Ley equiparable a la nuestra Países Bajos y Bélgica y en EE.UU apenas media docena de Estados de los 51 de la Unión.

Todo lo anterior no quiere decir que la Ley de Eutanasia sea inconstitucional. Lo que no parece es que nuestra Constitución imponga el reconocimiento de un “derecho a morir prestacional”, como concluye la sentencia. Tampoco lo hacen, como hemos visto, la de EE.UU ni la Carta Europea de Derechos Fundamentales., ni ninguna declaración de derechos de las Naciones Unidas (el comité de derechos humanos sólo considera que la ayuda a morir con dignidad no es contraria al art. 6 del pacto de derechos civiles y políticos (derecho a la vida), en caso de enfermos terminales con graves sufrimientos físicos o mentales.

En este análisis preliminar de la sentencia, cabría incluso dudar de si verdaderamente está reconociendo ese derecho, como concluyen los magistrados discrepantes. La propia sentencia resume las conclusiones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre esta cuestión: (I) el derecho a la vida no incluye el derecho a morir; (ii) en el caso de que se reconozca debe sopesarse con otros intereses, y en especial con la protección de las personas vulnerables; (iii) los Estados disponen de un amplio margen para equilibrar estos derechos. No parece muy coherente con ese resumen que el TC descubra en nuestra Constitución un derecho a morir de tipo prestacional que parece restringir las opciones del legislador. Tampoco con la manifestación que para la creación de un derecho fundamental “esta prevista la reforma constitucional” y que el TC no puede sustituir al poder constituyente; ni con el hecho de que inicialmente diga “la norma fundamental ofrece cobertura a plurales opciones políticas” y que al TC “no le compete examinar si cabrían en el marco constitucional otras opciones legislativas”.

En cualquier caso, y a pesar de estas dudas, la conclusión de que de la Constitución se deriva necesariamente un derecho a morir de tipo prestacional derivado a su vez como señala la sentencia de “un fracaso de la ciencia médica en sanar al enfermo o aliviar su sufrimiento“ genera una preocupación que trasciende a este caso. Hace unos meses el profesor Germán Teruel se planteaba en este artículo si, tras la nueva composición y Presidencia del TC, este abandonaría una visión abierta de la Constitución y optaría por “identificarla con un programa alineado con los designios “progresistas” del legislador”, legislador siempre coyuntural en una sociedad democrática  Esta sentencia, al no limitarse a reconocer la constitucionalidad de la Ley, parece alentar este temor. Si esta línea de limitar la pluraridad de opciones políticas (art. 6 CE) se confirma, sus consecuencias para la seguridad jurídica (art. 9.3 CE), el orden político y la paz social (art. 10 CE) pueden ser gravísimas.

La nueva regulación en torno a la presentación de los recursos de amparo: lo urgente sobre lo importante

A mediados del mes de febrero se anunció por parte del Tribunal Constitucional un “plan de choque” (término utilizado en la nota de prensa difundida por el propio tribunal) para la agilización de la tramitación y resolución de los recursos de amparo. En el Boletín Oficial del Estado del pasado 23 de marzo se publicó el Acuerdo de 15 de marzo de 2023, del Pleno del Tribunal Constitucional, por el que se regula la presentación de los recursos de amparo a través de su sede electrónica. Entre las nuevas formalidades se halla la de cumplimentar un formulario, al que se accede desde la sede electrónica del Tribunal, donde se debe hacer una “exposición concisa” de las vulneraciones constitucionales denunciadas, una “breve justificación de la especial trascendencia constitucional del recurso”, así como una acreditación del modo en el que se ha producido el agotamiento de la vía judicial previa.

Lo anterior no sustituye a la demanda de amparo, pero se incorporan los siguientes requisitos:

1. El escrito de demanda tendrá una extensión máxima de 50.000 caracteres (no se especifica si con o sin espacios).
2. Se utilizará la fuente «Times New Roman», en tamaño de 12 puntos, y el interlineado en el texto será de 1,5.
3. Cada archivo PDF que acompañe a la demanda contendrá un solo documento, en formato editable y cuya denominación permita identificar su contenido.

Inmediatamente revisé los dos últimos recursos de amparo que he presentado como abogado ante el citado Tribunal. Uno contaba con 57.928 caracteres (sin espacios) y el otro con 52.953 (también sin espacios), lo cual determina que no pasarían el requisito formal.

Voy a comenzar resaltando los argumentos favorables a esta medida. El primero y más utilizado sostiene que se trata de una línea seguida por otros tribunales similares. Efectivamente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y su Tribunal General, el Tribunal Supremo de Estados Unidos o, en España, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, ya han introducido alguna formalidad parecida a la que ahora impone el TC español. No constituye, por tanto, ni una rareza ni una medida insólita.

Continúo abordando el problema del enorme atasco generado en el Tribunal Constitucional a causa de la avalancha de recursos de amparo. En 2021 se presentaron 8.294, una carga objetivamente inasumible para un Tribunal con 12 magistrados. Sigo con la exposición de la genérica mala calidad de los escritos presentados por los profesionales a la hora de solicitar el amparo. Según la memoria del Tribunal relativa a 2022, el 53% de los escritos de demanda adolecen de una “absoluta falta o de una insuficiente justificación” de la denominada “especial trascendencia constitucional”.

A la luz de los datos anteriores, parecería razonable adoptar las medidas de referencia con el fin de agilizar la tramitación de los recursos y forzar de alguna manera el cumplimiento de los requisitos procesales su interposición.

Sin embargo, conviene ponerles algunos reparos que intentaré resumir del modo más objetivo y comprensible posible:

a) Afectación al servicio público esencial de la Administración de Justicia: Los abogados estamos acostumbrados a que el tiempo y la carga de trabajo afecte al derecho de defensa. En los juzgados y tribunales no es inusual que el juez limite el número de testigos propuestos por las partes o el tiempo de intervención de los alegatos orales, esgrimiendo problemas de tiempo. Las vistas se señalan en algunos casos cada cinco o diez minutos, cuando resulta evidente que no puede desarrollarse un juicio con diversas pruebas en ese lapso temporal. Ahora las limitaciones llegan a los escritos a presentar. Se exige resumir, ser esquemático y breve con el argumento, pero no una erradicación de la verborrea inútil o de los discursos innecesarios, sino de la urgencia a la hora de sacar el trabajo.

Puede que, en ocasiones, proceda acortar el uso de la palabra ante alegatos inútiles y se requiera brevedad frente a temas sencillos y concretos. Algunos asuntos se deben defender de forma elemental y concisa. Pero no es menos cierto que, a veces, existen controversias jurídicas complejas y múltiples quejas sobre vulneración de derechos fundamentales, por lo que esa exigencia de acortar y resumir puede afectar al derecho de defensa.
Sirva este ejemplo tan clarificador. El Auto del Tribunal Constitucional 119/2018, de 13 de noviembre, necesitó de casi cien páginas para decidir sobre la inadmisión de un recurso de amparo y para valorar la especial trascendencia constitucional y la existencia del derecho fundamental vulnerado (330.973 caracteres, sin contar los espacios). En un asunto similar, ¿es correcto exigir al abogado que se limite a 50.000 para abordar idénticas cuestiones?

Imponer estas limitaciones de tiempo y de extensión no es correcto, ya que existen diferencias entre un recurso de amparo que denuncia la vulneración de un solo derecho, imputando esa vulneración a un solo órgano, que otro que denuncie alternativa o acumulativamente dos, tres o hasta cuatro vulneraciones de derechos frente a varios órganos (pensemos en recursos contra la actuación de la Administración y, posteriormente, contra la actuación de los Tribunales). Limitar de forma indiscriminada todos los posibles recursos de amparo, como si todos tuviesen la misma complejidad, supone afectar directamente al derecho de defensa. Afectación que, por otro lado, no viene recogida precisamente en una ley, sino en un mero acuerdo del Pleno de un Tribunal.

Estas limitaciones se han asumido como normales en la Administración de Justicia, pero pensemos en su traslación a otros servicios públicos. ¿Veríamos con normalidad que los médicos exigiesen a los pacientes que contasen sus dolencias o síntomas en unos concretos minutos o a través de un determinado número de palabras? ¿Admitiríamos que los hospitales calculasen su carga de trabajo para, luego, establecer sistemas de inadmisión de pacientes si se sobrepasa ese umbral? La especial trascendencia constitucional de los recursos de amparo resulta similar a exigir características especiales en las enfermedades de los pacientes para optar a un tratamiento médico.

b) El fracaso de la nulidad de actuaciones: Se añade a lo anterior el estrepitoso fracaso que ha supuesto la nulidad de actuaciones como mecanismo para asegurar que el Poder Judicial cumpla con su labor de garante de los derechos fundamentales, y para que la opción de acudir ante el Tribunal Constitucional quede, no sólo como subsidiaria, sino incluso como residual. La disposición final primera de la Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo, que reformó la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional e introdujo el requisito de la “especial trascendencia constitucional”, modificó la nulidad de actuaciones para potenciar la protección de los derechos fundamentales amparables en sede judicial y asegurar la subsidiariedad del recurso de amparo. Las cifras son rotundas. Se dijo que la pretendida “objetivación” del amparo quedaría compensada en la vertiente de la protección subjetiva de los derechos con esa reforma de la nulidad de actuaciones, pero, evidentemente, no ha sido así y no se ha compensado nada. La protección subjetiva del amparo se ha sacrificado sin establecer ningún mecanismo alternativo que atenúe ese efecto. Es decir, que a un ciudadano le hayan vulnerado sus derechos fundamentales no basta para que el Tribunal Constitucional decida intervenir, requiriendo ahora que el asunto trascienda al interés del recurrente y contenga algún asunto de relevancia objetiva o de interés general para que el amparo sea admitido. Sin embargo, semejante restricción no ha venido acompañada de vías alternativas para equilibrar los perjuicios que para la ciudadanía ha supuesto esta modificación.

c) Inseguridad jurídica y arbitrariedad en la “especial trascendencia constitucional”. El ejemplo del Auto 119/2018 sobre la inadmisión de un recurso de amparo constituye una excepción. De forma abrumadoramente mayoritaria, las inadmisiones del tribunal alegando el incumplimiento de este requisito no superan las tres líneas por la vía de una providencia. En ausencia de motivación o argumentación alguna, se afirma que no se ha cumplido con un requisito procesal, sin posibilidad de recurso para el ciudadano ni explicación comprensible. No y punto final. La manifestación más evidente y palmaria de la arbitrariedad proscrita en nuestra Constitución en el artículo 9.3 se desarrolla a diario en el Tribunal Constitucional a través de estas inadmisiones redactadas en apenas un par de líneas, lo que supone una completa distorsión o desnaturalización de la función de protección de los derechos fundamentales por parte del Tribunal Constitucional.

En consecuencia, si bien mis iniciales razones para justificar estas recientes medidas impuestas en los recursos de amparo pudieran darles cobijo, considero que los perjuicios que acarrean son superiores a sus supuestos beneficios dado que, centrándose en la urgencia de acelerar y desatascar la institución, relegan la importancia de una correcta protección y garantía de los derechos fundamentales.

 

El impacto de la Inteligencia Artificial en la libertad de expresión y de pensamiento. El papel de los neuroderechos.

Un valor innegociable de toda sociedad democrática es la libertad de expresión de sus ciudadanos. Este principio, cuyos orígenes se remontan a décadas de siglos atrás, fue consagrado como derecho universal a lo largo del siglo XX. Así, en su artículo 19 la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoció en 1948 que “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión” y que “este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.”

En la misma sintonía establecieron, años después, el Convenio [Europeo] para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (1950), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966) y la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (2000), este derecho en sus artículos 10, 19 y 11, respectivamente. En España, tras una larga evolución histórica, donde inicialmente se hablaba de la libertad de imprenta, la libertad de expresión se reconoció constitucionalmente en 1978.

Cabe señalar que esta garantía institucional no consiste solamente en la libertad del individuo de expresar su opinión, sino que comprende también su derecho a buscar, recibir y comunicar informaciones de toda índole, sin que éste esté se vea restringido, por razones no previstas en la ley. Asimismo, hay que tener en cuenta que, el ejercicio efectivo de esta libertad presupone la existencia de otra libertad esencial, que es la libertad de pensamiento, pues solamente se puede expresar lo que previamente se ha pensado y, a su vez, esa libertad de pensamiento solo puede ejercerse si está garantizado el libre albedrío, es decir, la libertad de actuar.

El advenimiento de los desarrollos tecnológicos ha supuesto un cambio de paradigma en el ejercicio de estas libertades; hoy en día, Internet constituye la fuente principal de difusión de ideas e informaciones, el mayor zoco del mundo para intercambiar ideas, opiniones y productos digitales de toda índole. Este trasvase ingente y continuado es responsable de la generación de una inmersa cantidad de datos, posiblemente uno de los activos más valiosos del siglo XXI. Y, pese a que esta facilidad para interactuar digitalmente podría generar la sensación de que las libertades de expresión, de información y de pensamiento se pueden ejercer hoy mejor que nunca, basta un breve repaso a los últimos acontecimientos para tomar consciencia de que la realidad es muy distinta.

En esta línea, pensemos en el rol que jugó la empresa Cambridge Analítica en la victoria de Donald Trump durante las elecciones estadounidenses de 2016 y que claramente limitó los derechos de muchos estadounidenses para votar libremente a su presidente, así como en la victoria del Brexit. Ambos casos gracias a la información que a través de Facebook se había recolectado sobre los perfiles de millones de usuarios a través de técnicas basadas en Inteligencia Artificial.

A idénticas conclusiones llegamos si analizásemos el complejo fenómeno de las fake news o noticias falsas, que inundan Internet y que conducen a la desinformación del individuo. O si analizamos el impacto que las  webs personalizadas, tienen en nosotros, al tener la capacidad de mostrarnos lo que nuestro perfil les ha “chivado” se adapta más a nuestras necesidades, privándonos de la posibilidad de conocer diferentes perspectivas y de contrastar informaciones. O si pensamos en el poder que los robots influencers tienen en sus seguidores y que según los estudios son capaces de generar más confianza a ellos que personas reales.

Todos estos ejemplos nos sirven para tomar consciencia del impacto directo que la Inteligencia Artificial tiene ya en nuestra libertad de expresión y de pensamiento y, deberían ponernos en alerta y hacernos reflexionar sobre los riesgos que las acechan.

Y es que no es de mera ficción que la Inteligencia Artificial es capaz de influir sobre los seres humanos e incluso de controlar su actividad cerebral, sino que también tiene el potencial de limitar su libertad de expresión y de pensamiento. De hecho, a medida que avanza la tecnología, emergen más y más proyectos cuyo objetivo principal es descifrar cómo funciona el cerebro, entender cómo se conforman los pensamientos y cómo se formalizan a través de la expresión oral y escrita.  La responsable de estos desarrollos es la neurociencia, una disciplina que estudia el funcionamiento del cerebro y desarrolla tecnologías consistentes en interfaces cerebro-ordenador (brain-computer interfaces”BCI”). ​

El ejemplo más representativo de esta tecnología es el proyecto BRAIN, impulsado por la administración del Gobierno de Barak Obama, y para el que trabajan más de 500 laboratorios de todo el mundo. Según el científico español Rafael Yuste, uno de los principales líderes de proyecto, su objetivo es desarrollar técnicas nuevas para poder cartografiar la actividad cerebral y desarrollar nuevos mecanismos que sean capaces de alterar la actividad de los circuitos neuronales. Eso permitirá tratar enfermedades tales como la epilepsia, el alzhéimer, el párkinson y la depresión.

Otro proyecto de esta envergadura es Neuralink, desarrollado por la empresa de Elon Musk, cuyo objetivo es desarrollar una interfaz bidireccional capaz no solo de estimular partes del cerebro, sino también de recibir e interpretar las señales que provienen de él.  Lo que está claro es que, una vez establecida esta conexión, y mediante el uso de Inteligencia Artificial se podrían llegar a identificar las emociones del individuo, inducirle estados de ánimo, leer sus pensamientos e incluso acceder a su memoria.

La evolución de la neurociencia si bien supone grandes avances para la humanidad, también puede llegar a cambiar el paradigma del ser humano, tal y como lo conocemos hasta ahora. Por lo tanto, es imprescindible la intervención del Derecho, que tristemente, hasta la fecha no parece, salvo excepciones, estar a la altura de las circunstancias.

Conscientes de los riesgos que implica la neurotecnología para el ser humano, un grupo de neurocientíficos, entre ellos, el científico anteriormente mencionado, Rafael Yuste, defienden la necesidad de establecer un conjunto de normas destinado específicamente a proteger el cerebro y su actividad a medida que se produzcan avances en neurotecnología. Esta disciplina se reconoce con el término neuroderechos e incluye los siguientes cinco derechos:

  • A la identidad personal, consistente en limitar cualquier neurotecnología que permita alterar el sentido del yo de las personas, así como en evitar que la identidad personal se pierda con la conexión a redes digitales externas.
  • Al libre albedrío, consistente en preservar la capacidad de las personas de tomar decisiones libremente sin injerencias y manipulaciones neurotecnológicas.
  • A la privacidad mental, se refiere a la protección del individuo del uso de los datos obtenidos durante la medición de su actividad cerebral sin su consentimiento, prohibiendo expresamente cualquier transacción comercial con esos datos.
  • A la protección contra los sesgos, encaminado a poner límites a la posible discriminación de las personas a partir del estudio de los datos de sus  ondas cerebrales.
  • Al acceso equitativo a la potenciación del cerebro, consistente en buscar la regulación en la aplicación de las neurotecnologías para aumentar las capacidades cerebrales, de manera que no queden solo al alcance de unos pocos y generen desigualdad en la sociedad.

Este grupo de neurocientíficos propone incluir estos derechos en la Declaración Universal de Derechos Humanos, dotándoles del estatus máximo, como derechos fundamentales.

Chile es un país pionero en materia de neuroderechos, al haber aprobado un proyecto de reforma de la Constitución para que se reconozcan estos derechos, convirtiéndose en el primer país que se dota de una legislación encaminada a proteger la integridad mental.

Por su parte, la Unión Europea en su Propuesta de reglamento del Parlamento Europeo y del Consejo por el que se establecen normas armonizadas en materia de inteligencia artificial distingue la Inteligencia Artificial en permitida (con tres niveles de riesgo, en alto, bajo y mínimo) y prohibida. ​En esta última categoría se incluyen todos los sistemas cuyo uso se considera inaceptable por ser contrario a los valores de la Unión Europea, como, por ejemplo, aquellos que violan derechos fundamentales. ​Sin embargo, en esa propuesta no se alude a los neuroderechos.

En conclusión, los desarrollos tecnológicos basados en la Inteligencia Artificial pueden influir y controlar la actividad cerebral, lo que constituye una potencial amenaza a la libertad de expresión y del libre albedrío de los seres humanos. En este sentido, se requieren acciones inmediatas por parte de los gobiernos que deben dar respuestas a este fenómeno a través del diseño correcto de su política en la materia. Los neuroderechos se presentan como una solución de mínimos, pero necesaria, para que la Inteligencia Artificial sea una herramienta en manos del individuo, en lugar de que sea el individuo la herramienta de la Inteligencia Artificial.

 

María Jesús González-Espejo, CEO del Instituto de Innovación Legal y Marilena Kanatá, abogada

El caso Pegasus: espías y estado de derecho

Ampliación y actualización de un artículo originalmente publicado en Crónica Global, que puede leerse aquí. 

Sigue la tormenta por el llamado “caso Pegasus”, el supuesto espionaje del CNI a distintos políticos independentistas, y, por lo que se ve, a los propios miembros del Gobierno, incluido el Presidente y Ministra de Defensa. El suceso ya parece más un vodevil que otra cosa, a la vista de que a la inevitable utilización política por los partidos independentistas -que no son precisamente unos adalides del Estado de Derecho, que digamos – en eterna clave victimista, se suma ahora la posibilidad de que este espionaje tenga algo que ver con los contactos de Puigdemont y su entorno con Putin, y de que el espionaje a su vez de parte del Gobierno tenga que ver con Marruecos. En fin, demasiado complicado para una jurista de a pie, así que dejo el análisis de lo que ha podido ocurrir aquí a los expertos en inteligencia, y de sus consecuencias políticas a los numerosos opinadores de este país.

Desde luego, lo que sí podemos decir es que el cese de la hasta ahora Directora del CNI, -al parecer una persona de la casa de impecable trayectoria profesional cuya cabeza había sido solicitada por partidos independentistas que sostienen al Gobierno- no parece una decisión acertada, desde el punto de vista de lo que se supone que deben de ser  las relaciones entre un Gobierno y sus servicios de inteligencia en un Estado democrático de Derecho. Todo esto  por no mencionar las surrealistas explicaciones dadas por el Gobierno y en particular por la Ministra de Defensa, hasta hace dos minutos la principal valedora de la cesada. En fin, un sainete más de los que producen bastante bochorno.

Pero dejando esto aparte, me centraré, básicamente, en los aspectos técnico-jurídicos del caso.

Parece indudable que la actuación de los centros de inteligencia nacionales, en España y en cualquier otra democracia, se mueve en los límites del Estado de Derecho. La justificación es que realizan tareas preventivas de enorme importancia de cara a amenazas tan graves como el terrorismo y si, los posibles ataques a la unidad territorial de un Estado, que están reñidas con la transparencia y la publicidad. Aún así, todos los Estados democráticos de Derecho, a diferencia de los Estados autoritarios, han hecho un esfuerzo por establecer un marco regulatorio y unas garantías para controlar la actuación de sus espías, lo que obviamente no es fácil y encierra una cierta contradicción con el sigilo y la reserva con el que tienen que desarrollarse las funciones que estos centros de inteligencia desarrollan. Entre estas funciones, de acuerdo con la normativa de otros países y también con la española, se encuentran las de obtener e interpretar información para proteger y promover los intereses políticos, económicos, industriales, comerciales y estratégicos de cada país, dentro o fuera del territorio nacional, o, por lo que aquí nos interesa, prevenir, detectar y posibilitar la neutralización de aquellas actividades de servicios extranjeros, grupos o personas que pongan en riesgo, amenacen o atenten contra el ordenamiento constitucional, los derechos y libertades de los ciudadanos españoles, la soberanía, integridad y seguridad del Estado, la estabilidad de sus instituciones, los intereses económicos nacionales y el bienestar de la población, entre otras.

En España, después del escándalo de los papeles del CESID (antecedente del CNI) cuya actuación se desenvolvía todavía bajo el amparo de normas sin rango legal y en un marco jurídico heredado de la dictadura, se promulgó una nueva Ley, La ley 11/2002, de 6 de mayo, reguladora del Centro Nacional de Inteligencia, que se complementa con la Ley Orgánica 2/2002, de 7 de mayo, reguladora del control judicial previo del Centro Nacional de Inteligencia.

Con respecto a la primera, su Exposición de Motivos proclama que: “La sociedad española demanda unos servicios de inteligencia eficaces, especializados y modernos, capaces de afrontar los nuevos retos del actual escenario nacional e internacional, regidos por los principios de control y pleno sometimiento al ordenamiento jurídico.” Por tanto, además de la modernización, uno de los objetivos de la Ley era, precisamente, el principio del control y sometimiento al ordenamiento jurídico. En cuanto a la misión del CNI siempre según la Exposición de Motivos es la de “proporcionar al Gobierno la información e inteligencia necesarias para prevenir y evitar cualquier riesgo o amenaza que afecte a la independencia e integridad de España, los intereses nacionales y la estabilidad del Estado de derecho y sus instituciones”

De la simple lectura de la Exposición de Motivos de la Ley y también de lo dispuesto en su art. 4 se desprende sin necesidad de ninguna interpretación jurídica muy sesuda que precisamente riesgos o amenazas como las que suponen o pueden suponer las actuaciones de los partidos independentistas (y más con los precedentes del otoño de 2017) entran dentro de esta misión, por muy socios de investidura que sean del Gobierno actual. Otra cosa es cómo hay que desarrollarla y con qué controles y garantías.

Existe, en primer lugar, un control parlamentario, aunque no parece que hasta la fecha haya sido demasiado efectivo. Este control se desarrolla a través de la Comisión que controla los créditos destinados a gastos reservados, a la que le corresponde el control de las actividades del CNI, conociendo los objetivos que hayan sido aprobados por el Gobierno y un informe anual sobre su grado de cumplimiento de los mismos y las actividades desarrolladas. Además, de acuerdo con la normativa parlamentaria, los miembros de esta Comisión son también los que conocen de los secretos oficiales. Esta Comisión llevaba más de 2 años sin reunirse y bloqueada por vetos cruzados, como tantas otras cosas en esta legislatura.

Según el art. 11 de la Ley, esta Comisión tiene, lógicamente, obligación de guardar secreto sobre las informaciones y documentos que reciban, y el contenido de las sesiones y sus deliberaciones será secreto. Esta Comisión tiene también acceso a las materias clasificadas. De ahí que sorprenda tanto que para tranquilizar a sus socios de investidura el Gobierno haya permitido que los supuestos espiados se sienten a controlar lo que hacen los espías, vía además modificación express de la mayoría necesaria para acordar la composición de la Comisión que no ha dejado en muy buen lugar ni al Congreso ni a su Presidenta. Ya sorprende menos  que precisamente algún diputado de los integrados a toda pastilla en la Comisión no haya tardado ni un minuto en contar lo que allí escuchó pese a lo que dice la Ley. Pero ya se sabe que muchos de nuestros diputados, con especial mención a los independentistas, se consideran sencillamente por encima de las Leyes que ellos mismos aprueban.

Claro está que la contradicción fundamental de todo esto se deriva del hecho de que los socios que ha elegido el Gobierno son susceptibles, como hemos visto, de ser objeto de actuaciones del CNI, lo que no quita, claro está, que deban de serlo con las garantías establecidas. Que son las de la autorización judicial previa a la que me referiré a continuación.

Efectivamente, además del control parlamentario existe un control judicial, que es el objeto específico de la Ley Orgánica 2/2002, de 7 de mayo, reguladora del control judicial previo del Centro Nacional de Inteligencia. Se trata, como su nombre indica, de un control judicial previo. Esta ley es de artículo único y lo que señala es que el Director del Centro Nacional de Inteligencia deberá solicitar al Magistrado del Tribunal Supremo competente la autorización para la adopción de medidas que afecten a la inviolabilidad del domicilio y al secreto de las comunicaciones, siempre que tales a medidas resulten necesarias para el cumplimiento de las funciones asignadas al Centro. Es decir, que para que el supuesto espionaje producido sea acorde con la normativa vigente y con las reglas del Estado de Derecho tiene que existir una autorización judicial previa, con independencia de quienes sean los espiados. Es importante también que estas actuaciones del Magistrado también son secretas. Y además se prevé que el Director del CNI ordene la inmediata destrucción del material relativo a todas aquellas informaciones que, obtenidas mediante la autorización judicial, no guarden relación con el objeto o fines de la misma.

Al parecer estas garantías, según explicaciones de la directora del CNI, sí se han respetado con respecto a algunos de los líderes independentistas, 18 en concreto, y en particular en relación con el Presidente Pere Aragonés. Pese a ello, probablemente el Gobierno ceda ante los independentistas y la cese, no sabemos muy bien por qué, dado que desde el punto de vista jurídico no hay reproche alguno y parece que desde el punto de vista profesional tampoco.

En todo caso, lo que sí podemos señalar frente a lo que se ha dicho interesadamente por muchos representantes políticos es que la regulación es muy similar a la que existe en otros países de nuestro entorno. Claro que lo que no se da en otros países de nuestro entorno son circunstancias tan extraordinarias como que los socios de investidura de un Gobierno puedan ser espiados legalmente (si es que ha habido autorización judicial, insisto, porque en caso contrario el espionaje sería ilegal) por realizar actuaciones que “pongan en riesgo, amenacen o atenten contra el ordenamiento constitucional, los derechos y libertades de los ciudadanos españoles, la soberanía, integridad y seguridad del Estado, la estabilidad de sus instituciones, los intereses económicos nacionales y el bienestar de la población, entre otras”. Y lo que no cabe duda es  que los socios independentistas del Gobierno han realizado estas actuaciones, es más, lo consideran un objetivo político legítimo y deseable. En definitiva, se trata de personas que, sean políticos o ciudadanos de a pie, pertenecen a grupos cuyas actuaciones, según la normativa mencionada, deben de ser prevenidas o neutralizadas por un servicio de inteligencia porque atentan contra principios básicos de la convivencia tal y como están recogidos en una Constitución democrática. Y eso sí que es una anomalía, para qué nos vamos a engañar.

Los internamientos psiquiátricos urgentes: un procedimiento que garantiza los derechos fundamentales de las personas con discapacidad

El pasado 3 de mayo salía una noticia en diversos medios de comunicación en la que se anunciaba que el Consejo de Ministros acababa de aprobar la Estrategia de Discapacidad para el 2022-2030 con el liderazgo por el Ministerio de Derechos Sociales. Entre las medidas propuestas para ser impulsadas, estaba la de reformar el artículo 763 de la Ley de Enjuiciamiento Civil que establece el internamiento psiquiátrico forzoso. Desde el ministerio liderado por Ione Belarra, se proponía asegurar medidas alternativas a la “institucionalización forzosa”, destacando la necesidad de prestar atención a las personas menores de edad.

En una de las noticias, el delegado de Derechos Humanos del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI), Gregorio Saravia, manifestaba que «Lo que está en juego cuando no se respeta la voluntad de una persona son los derechos humanos. Aquí no estamos hablando de alguien que ha cometido un delito, estamos hablando de que, por protección de esa propia persona, se dispone de su internamiento aún sin contar con su voluntad», y manifestaba que «la excepcionalidad de un internamiento forzoso no podía convertirse en regla «y es lo que está sucediendo ahora». Manifestaba que se estaban vulnerando derechos fundamentales con el actual sistema de internamientos.

La referida Estrategia de Discapacidad para el 2022-2030 no se encuentra publicada ni en la página web de Moncloa, ni en la del Ministerio de Derechos Sociales. Por tanto, tenemos como únicos datos los proporcionados por prensa y por las notas que figuran publicadas en las respectivas webs oficiales. No es la primera vez que la falta de transparencia pública a la hora de dar una noticia es caldo de cultivo propicio para que cada uno interprete lo que considere oportuno y pueda anatemizar al discrepante, acusándole de no haber leído la noticia.

Lo primero que hay que destacar es que probablemente la falta de formación jurídica entre quienes elaboran las notas de prensa y quienes redactan las noticias, llevan a mezclar diversos aspectos del tratamiento médico y asistencial de las personas con discapacidad. Una cosa son los internamientos urgentes por razón de trastorno psíquico  regulados en el artículo 763 LEC, otra son los internamientos asistenciales en residencias y centros de recursos -“institucionalización de la discapacidad”– y otra distinta son los medios de contención por sedación o mecánicos aplicados a personas con discapacidad, algo excluido expresamente en la Estrategia del Ministerio de Derechos Sociales por considerarlo materia correspondiente al Ministerio de Sanidad, si bien se manifiesta la necesidad de su regulación. Sobre esto último, por tanto, no me referiré, a la espera de lo que pueda anunciarse por el ministerio competente en un momento posterior.

Como estrategia política electoral, es un acierto convencer a la población de que es necesario legislar sobre algo ya legislado partiendo de una base errónea (si no falaz): es imprescindible modificar el artículo 763 LEC para que no se vulneren los derechos fundamentales de las personas con discapacidad, y, además, hay que proteger a los  menores de edad. Ante una afirmación así ninguna persona razonable puede mostrarse en contra, y es difícil convencerla de que esa reforma, planteada en esos precisos términos, es innecesaria. Mi experiencia en materia de internamientos psiquiátricos es lo suficientemente extensa -tanto en primera como en segunda instancia- como para afirmar que el procedimiento del artículo 763 LEC quizá sea uno de los procedimientos judiciales con mayores garantías que existen en nuestra legislación, salvedad hecha de la adopción de medidas cautelares y enjuiciamiento de delitos regulados en la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Para contextualizar el procedimiento de ingreso forzoso por trastorno psiquiátrico, es imprescindible hablar de la Ley Básica Reguladora de Autonomía del Paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica (Ley 41/2002, de 14 de noviembre). Dicha ley se fundamenta en la autodeterminación de las personas, dejando en manos de cada individuo la decisión sobre su propia salud. Así, si una persona, informada precisamente acerca de los riesgos que el tratamiento médico implica, se niega a ser sometida a este pese a ser imprescindible para salvar su vida, ningún médico ni juez podrá obligar a quien no quiere tratarse a hacerlo. El artículo 9.2, no obstante, establece cuáles son los supuestos en los que los médicos podrán intervenir sin necesidad de consentimiento del paciente (situaciones de riesgo para la salud pública o cuando el paciente no pueda prestar el consentimiento por estar inconsciente y en situación de riesgo vital).

Pese a que el artículo 9.3 establece la posibilidad de prestar consentimiento por representación (menores, personas con la capacidad de obrar modificada judicialmente -algo que ya no existe, por cierto- o personas en situación de inconsciencia, donde sus familiares pueden tomar en su lugar la decisión), en ningún caso, cuando la afección del paciente sea psíquica, cabe el consentimiento por representación, ni siquiera de los menores de edad. El artículo 763 LEC se aplica en estos casos frente al artículo 9.3 de la Ley 41/2002. Primera garantía del legislador para proteger a las personas con discapacidad: sólo un juez podrá tomar la decisión en estos casos.

El artículo 763 LEC regula el procedimiento de internamiento forzoso por razón de trastorno psiquiátrico y establece una garantía mayor cuando la persona a ingresar sea menor de edad. Básicamente, cuando alguien se encuentre en un estado mental que le impida tener conciencia de la realidad por causa de un trastorno psiquiátrico, el médico psiquiatra que le trate o que le atienda en urgencias, después de evaluar que no se encuentra en plenitud de facultades mentales, podrá, por su propia autoridad médica, ordenar el internamiento hospitalario para recibir el tratamiento que necesita y, adicionalmente, para someterle a pruebas de diagnóstico de la enfermedad cuyos síntomas de manifiestan por vez primera.

Cuando esto sucede, el hospital está obligado a comunicar en el plazo máximo de 24 horas al juzgado del partido judicial competente para ello, que dicho ingreso se ha producido, segunda garantía del legislador. A partir de ese momento, al juzgado dispone de otras 72 horas como máximo para ratificar o no el ingreso efectuado por el médico, de lo contrario deberá ser dado de alta, tercera garantía del legislador. En dicho plazo perentorio, la Comisión Judicial formada por el Letrado de la Administración de Justicia, el Médico Forense del juzgado y el juez, examinarán directamente y en privado al paciente, previo ofrecimiento de la posibilidad de estar asistido por abogado y procurador si así lo considera necesario.

También se procede a designar intérprete cuando la persona no habla español o se desenvuelve con dificultad en este idioma. Tres garantías más establecidas por el legislador, y van seis. Tras el examen judicial, el médico forense emite un dictamen independiente en el que valora tanto los informes médicos facilitados por el centro como su propia impresión resultado de la entrevista mantenida, séptima garantía. A continuación, se da traslado al Ministerio Fiscal como defensor de las personas con discapacidad y como garante de la legalidad en cumplimiento de los derechos fundamentales, e informa de manera independiente si se opone o no al internamiento, en base a las pruebas practicadas, octava garantía. El juez, finalmente, decide con independencia absoluta y deber de motivación si ratifica o no el internamiento. Si no lo hace, el paciente es dado de alta inmediatamente. Si lo hace, el auto es recurrible en apelación sin necesidad de abogado ni de procurador -novena garantía- y en él se requiere al hospital para que periódicamente informen del estado del paciente por si procede un nuevo examen. También se obliga a notificar el alta médica, décima garantía.

Cuando se trata de menores de edad, el 763 LEC obliga al juez a entrevistarse con los progenitores o tutores del menor, quienes normalmente ya habrán prestado su consentimiento para el ingreso (o, incluso, impulsado el mismo). Esto significa que si bien un progenitor o tutor puede sustituir la voluntad del menor para someterle a una intervención quirúrgica, un tratamiento médico o a la administración de una determinada medicación (artículo 9.3 Ley 41/2002), nunca puede hacerlo cuando se trate de un trastorno psíquico, donde siempre, aunque todos estén de acuerdo, incluido el menor, un juez tiene que ratificar el ingreso efectuado por el médico y los progenitores. Decimoprimera y cualificada garantía en caso de menores de edad. En estos casos, además, el juzgado recaba informe de los servicios públicos de asistencia al menor para que certifiquen que el centro sanitario en el que está ingresado el menor  es adecuado a su edad. Decimosegunda garantía.

Por tanto, decir que se va a impulsar una reforma del artículo 763 LEC para garantizar el respeto de los derechos fundamentales es faltar a la verdad. Con independencia de lo que diga el representante de CERMI, sin embargo doy el beneficio de la duda al gobierno en el impulso de la reforma y achaco a la falta de datos y de formación jurídica de los informadores las afirmaciones injustas vertidas en algunos medios de comunicación. Por otra parte, afirmar que hay que impedir que la excepción sea norma, deslizando la idea de que se ingresa más de lo que se debiera, es ignorante o falaz: un país en el que se han disparado las consultas por trastorno psíquico tras la pandemia y donde se están dando las primeras citas a más de seis meses con un colapso evidente de los servicios de salud mental, no podría internar por encima de lo imprescindible, aunque quisiera. Los hospitales públicos administran al dedillo cada cama, hasta el punto de que, en ocasiones, se ven obligados a dar altas antes de tiempo para atender casos más graves. ¿Qué generalización a la excepción reclaman desde CERMI? ¿Qué exigencia, por cierto, hace CERMI, tan complaciente con las medidas adoptadas por el gobierno para que la brecha social y económica no sirva para dejar desasistidas en salud mental a miles de personas por carecer de medios para pagar un psiquiatra privado? Precisamente parte del aumento de ingresos psiquiátricos forzosos obedece a la falta de tratamiento a tiempo.

Por descontado que lo preferible es que los pacientes sean atendidos en sus domicilios y que la institucionalización sea la última ratio. Desgraciadamente la endémica falta de inversión en salud mental ha convertido la asistencia familiar informal en la única salida de la mayoría de pacientes psiquiátricos y el ingreso en la excepción. Legislar con buenas intenciones no es suficiente para salvar vidas. Existiendo como existe un grave problema de asistencia primaria que no se ataja con inversión económica, pretender establecer por ley que los familiares se encarguen del cuidado de estos pacientes puede llegar a ser insultante para quienes no tienen otra opción que hacerlo sin apoyos públicos suficientes. Parece desconocerse que muchos enfermos mentales abandonan el tratamiento de forma voluntaria y únicamente con el tratamiento forzoso al que son sometidos con autorización judicial, no solo se están salvando vidas en los casos de intentos de suicidio, sino que se está frenando el deterioro neurológico que provoca la propia enfermedad mental no tratada.

Finalmente, en relación con la institucionalización a largo plazo, en otro artículo abordaré la problemática de los ingresos asistenciales en residencias de ancianos y centros sociales, sin regulación jurídica y sin control alguno si no fuera por la intervención de fiscalía y de los juzgados. El mismo gobierno que impulsó la controvertida Ley 8/2021, de 2 de junio, por la que se reforma la legislación civil y procesal para el apoyo a las personas con discapacidad en el ejercicio de su capacidad jurídica sobre la que ya me he pronunciado en un artículo anterior, “olvidó” reformar el artículo 763 LEC para dar cobertura a los ingresos residenciales de personas dependientes, bien para prohibirlos, bien para regularlos, puesto que el vacío legal existente sí puede estar dando lugar a vulneraciones de derechos fundamentales que no parecen interesar a nadie. El problema, me temo, es que es tal la inversión económica que ha de hacerse para proteger a personas en situación de vulnerabilidad pero sin deterioro cognitivo o deterioro escaso (ancianos que viven solos y no se alimentan bien, no se lavan, tienen riesgo de caídas, no toman la medicación, etc.) que se opta por ignorar el problema.

Una vez más, la falta de conocimiento de lo que sucede en la realidad permite ofrecer información que vierte dudas sobre el sistema, sobre los médicos psiquiatras y sobre el Poder Judicial y, de paso, desvía la atención sobre la falta de compromiso del gobierno en invertir seriamente en la atención a las personas con discapacidad y a sus familiares. El orden natural debería ser invertir y, después, mejorar la ley, no regular por ley y desaparecer.

De Corcuera a Marlaska

Hace casi tres décadas, en noviembre de 1993, José Luis Corcuera dimitía como Ministro del Interior del Gobierno de Felipe González como consecuencia de que el Tribunal Constitucional (Sentencia 341/1993, de 18 de noviembre) estimara parcialmente el recurso de inconstitucionalidad presentado por el Partido Popular contra la Ley de Seguridad Ciudadana aprobada durante su mandato, conocida popularmente como la “Ley Corcuera”.

Esta Ley, a juicio del Tribunal Constitucional, suavizaba de tal forma el concepto de “delito flagrante” (una de las tres situaciones excepcionales que, junto con el consentimiento y la orden judicial, contempla el art. 18.2 de la Constitución Española para permitir la entrada de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado en un domicilio) que posibilitaba “entradas y registros domiciliarios basados en conjeturas o en sospechas que nunca, por sí mismas, bastarían para configurar una situación de flagrancia”. El Tribunal Constitucional, con su pronunciamiento, blindaba así la inviolabilidad del domicilio como derecho fundamental y daba un aviso a navegantes (en especial, a los legisladores y sus tentativas de injerir en derechos tan elementales para los ciudadanos). El Ministro, que ya había anticipado públicamente que, si la justicia “modificaba una coma” de su ley, dimitiría, cumplió con su palabra y se marchó.

Recientemente, hace apenas tres semanas, este mismo derecho fundamental ha vuelto a ser objeto de debate y discusión. Debate que, a mi entender, no tiene excesivo recorrido desde un punto de vista jurídico, aunque lamentablemente en los tiempos que corren esto carezca de la más mínima importancia. Como recordarán, a finales de marzo de este año se difundieron a través de las redes sociales unas imágenes en las que se podían ver a determinados agentes de policía que, ante la sospecha de que se estaban organizando fiestas o reuniones que infringían las normas sanitarias en vigor, se presentaban en domicilios particulares intentando identificar a las personas que se encontraban en su interior. Ante la negativa de estas personas a permitir la entrada de los agentes en su domicilio, éstos hacían uso de la fuerza para acceder a los domicilios y así lograr la identificación pretendida. Las imágenes rápidamente se convirtieron en “virales” y se planteó en la calle la duda de si, independientemente de que la actitud de los jóvenes de infringir las normas sanitarias pudiera ser reprochable desde un punto de vista moral, realmente los agentes habían actuado de forma ajustada a derecho.

Como he señalado antes, la Constitución Española en su artículo 18.2 contempla únicamente tres excepciones a la inviolabilidad del domicilio: el consentimiento, la orden judicial y el delito flagrante. Simplemente con echarle un vistazo a las imágenes se descarta automáticamente la existencia de alguno de los dos primeros supuestos (es evidente que los agentes accedían sin contar con el consentimiento de los titulares de la vivienda y sin orden judicial). Siendo esto así, el único pretexto que pudiese permitir a los agentes acceder a dichas viviendas sería el hecho que se estuviese cometiendo un flagrante delito en su interior. Sin embargo, también cabe descartar con rotundidad la existencia de delito flagrante: celebrar una fiesta o reunión que incumpla las normas sanitarias en vigor se trataría, en su caso, de una infracción administrativa, pero en absoluto estaríamos ante un acto tipificado como delito en la legislación penal. Por todo lo anterior, surge una conclusión: las imágenes mostraban innegables vulneraciones de la inviolabilidad del domicilio.

Sin querer restar un ápice de importancia a la desproporcionada actuación que llevaron a cabo los agentes de policía, a mi juicio, lo que más daño provocó a nuestro sistema democrático y más resquebrajó la esencia de sus instituciones, tuvo lugar en las horas posteriores a la difusión de las imágenes.

Por un lado, tremendamente preocupantes fueron las declaraciones que realizó el Ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, cuando le preguntaron sobre el vídeo difundido. Analizando en frío la situación, Marlaska no tenía más que 3 opciones ante las preguntas de los periodistas: (i) mostrar su preocupación por las imágenes reconociendo un error por parte de los agentes, (ii) negarse a pronunciarse sobre las mismas (pudiendo incluso usar el pretexto de que las imágenes estaban siendo objeto de juicio), o (iii) justificar y defender el desempeño de los agentes de la policía. Como es de sobra conocido, Marlaska optó por la más incomprensible de todas las opciones: la justificación y defensa de las actuaciones policiales. Si bien en un primer momento pudiera sorprender que Marlaska optase por esta opción, lo cierto es que, conociendo su historial, lo ciertamente asombroso hubiese sido que entonase el mea culpa y reconociese el error. Por lo tanto, el panorama es el siguiente: un Ministro del Interior, juez de profesión y con una gran trayectoria en la Audiencia Nacional, justificando actuaciones policiales que suponen la vulneración de derechos fundamentales.

Por desgracia, el despropósito no terminó con las declaraciones del Ministro. Transcurridas unas horas, también en prensa, se reveló que las actuaciones de los agentes estaban fundamentadas y amparadas en una orden emitida por el propio Ministerio del Interior. Orden que, dirigida a la Dirección General de la Policía, solicitaba expresamente que se llevaran a cabo actuaciones para limitar las reuniones de grupos de personas en lugares tanto públicos como privados. Es decir, no sólo el Ministro del Interior había salido a justificar estas actuaciones a posteriori, sino que el mismo Ministro había emitido de forma premeditada desde su ministerio una orden que amparaba este tipo de comportamientos.

La existencia de esta orden es de una gravedad extrema ya que pone de manifiesto que, en la España del siglo XXI, derechos consagrados como fundamentales en nuestra Constitución son susceptibles de sufrir vulneraciones como consecuencia de decisiones arbitrarias del Ministro del Interior de turno. Marlaska, en su propósito de acabar con la ya más que pisoteada teoría de Montesquieu, se arrogó la potestad de decidir cuándo y por qué los agentes de policía pueden acceder a los domicilios particulares de los ciudadanos.

Cierto es que el virus no contribuye a crear una atmosfera particularmente propicia para el normal desarrollo del estado de derecho, pero precisamente ante situaciones adversas que ponen en peligro el correcto funcionamiento de las instituciones del Estado, es cuando todos debemos poner más de nuestra parte para que éstas se respeten.

Me temo que estamos ante una muestra más de la degradación a la que algunos políticos han ido sometiendo al sistema democrático, degradación que como hemos podido comprobar no es nueva pero que sin duda se ha acrecentado con motivo de la pandemia. Ante esta situación, los ciudadanos debemos ser intransigentes y tenemos el deber de defender que, salvo por escasísimas y concretas excepciones, el contenido y alcance de nuestros derechos fundamentales deben mantenerse intactos con independencia de que estemos conviviendo con una pandemia.

Si hay ciudadanos que sienten más miedo que respeto a las fuerzas de seguridad, algo se está haciendo rematadamente mal.

 

Estado… ¿de alarma?: del Derecho líquido a la liquidación del Derecho

El pasado 25 de octubre, el Gobierno decretaba para todo el territorio nacional el tercer estado de alarma en lo que llevamos de crisis sanitaria (RD 926/2020 de 25 de octubre). Recordemos que lo hacía para afrontar la segunda ola después del sindiós jurídico provocado por la dispersión de restricciones impuestas por las Comunidades Autónomas con distintas coberturas jurídicas y con dispar respuesta por los tribunales de justicia a la hora de ratificarlas. Sin embargo, si bienvenido fue el propósito clarificador y en cierto modo armonizador de ese nuevo estado de alarma, pronto pudimos observar que el mismo, lejos de ser una norma flexible que facilitaba la tan manida cogobernanza entre Estado y CCAA, se trataba de un decreto líquido. Además, en su pretensión de prorrogarse por seis meses sin prácticamente control parlamentario -algo que terminó siendo aceptado por el propio Congreso de los Diputados- suponía un harakiri del parlamentarismo, como sostuve en su día (aquí).

Pues bien, de aquellos polvos vienen los actuales lodos. Cuatro meses después, nos encontramos en la tercera ola y, de nuevo, el marco jurídico se ha visto desbordado. Y se ha desbordado no ya por la extensión del virus, sino por la incapacidad de nuestros políticos para generar una mínima concertación y para actuar con un mínimo sentido institucional que les lleve más allá de las cortas luces de los expertos en comunicación y demoscopia electoral. El espectáculo es berlanguiano: vemos como distintas Comunidades Autónomas exigen al Gobierno de la Nación que habilite la posibilidad de que puedan decretar el confinamiento y la respuesta informal de éste es que se las apañen con lo que hay y, en su caso, dispongan lo que crean oportuno de acuerdo con la legislación ordinaria. Para colmo, un destacado ministro avanza que, de modificarse las restricciones previstas en el decreto del estado de alarma, lo podría hacer el Gobierno sin pasar por el Parlamento. A mayores, en Castilla y León se ha llegado a llamar a la “rebelión”, imponiendo sus propios horarios al toque de queda y mandado a la policía a que haga pedagogía ante la duda de la licitud de la orden autonómica. Antes, en Madrid, se había coqueteado con interpretaciones “creativas” del decreto del estado de alarma. Mientras, el Ministro de Sanidad se mantiene en el cargo pero con un pie puesto en la campaña electoral de unas elecciones que ni siquiera se sabe cuándo se celebrarán, cuya suspensión ha sido suspendida judicialmente ante la falta de cobertura legal de la decisión, ya que tanto el legislador nacional como el autonómico han hecho mutis por el foro (lean el comentario de la profesora Susana de la Sierra –aquí-). Por no hablar de la estrategia de vacunación, adoptada sin forma jurídica conocida -como han advertido Verónica del Carpio y Gerardo Pérez (aquí)- y en la que, como escribía Arniches en su Autorretrato, cada cual trata de buscarse un amigo acomodador para que lo sitúe en una butaca mejor de la que le corresponde.

Se comprende así la frustración de cualquier jurista ante este bochorno. Aún así, inasequibles al desaliento, trataremos de esbozar algunas respuestas a las tres principales cuestiones que hoy están encima de la mesa: ¿puede una Comunidad Autónoma confinar de acuerdo con la legislación sanitaria o es una medida que debe adoptarse en el estado de alarma? ¿Puede una Comunidad Autónoma endurecer el horario del toque de queda previsto en el actual decreto del estado de alarma? Y, por último, ¿podría el Gobierno de la Nación acordar nuevas restricciones sin pasar por el Congreso de los Diputados?

En cuanto a la primera de las preguntas, debemos responder que no es posible que una Comunidad confine a los ciudadanos. Tanto es así que, si se entendiera lo contrario y las Comunidades pudieran haber decretado este tipo de medidas gravemente restrictivas de derechos fundamentales de forma generalizada, entonces carecería de todo sentido el haber decretado el estado de alarma, ya que el mismo sólo procede “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes” (art. 1 LO 4/1981). A mayores, como hemos tenido la oportunidad de discutir ya, el confinamiento de la población donde tiene mejor encaje es en las medidas previstas para el estado de excepción, por comportar, a mi entender, una suspensión de la libertad de circulación –aquí-.

En segundo lugar, el decreto del estado de alarma prevé un toque de queda entre las 23.00 y las 6.00, aunque permitía que los presidentes autonómicos, como autoridad delegada, modularan su comienzo entre las 22.00 y las 00.00 y su finalización entre las 5.00 y las 7.00. Por lo que, en principio, una Comunidad Autónoma no podía ampliar el horario más allá de esa franja. Sin embargo, la prórroga parlamentaria añadió la posibilidad de que las Comunidades pudieran “modular, flexibilizar y suspender” la aplicación de esta medida, entre otras ya previstas anteriormente, atendiendo a los indicadores sanitarios, epidemiológicos, etc. Ello parece abrir la puerta a que un presidente autonómico pudiera reescribir según su mejor criterio las principales restricciones previstas en el decreto. Lo cual comportaría el absurdo de dejar el decreto del estado de alarma como una norma prácticamente ayuna de contenido normativo, dispositiva por las autoridades delegadas, no sólo en cuanto a su eficacia, sino también en su contenido, que podría ser endurecido o flexibilizado. Una mera norma habilitante. Y, para colmo, ante el conflicto entre lo dictado por la autoridad delegada y el criterio del Gobierno, éste ha optado por recurrir ante los tribunales en lugar de revertir la propia delegación o avocar la decisión para sí derogando lo dispuesto por el presidente autonómico díscolo.

Por último, cuando se afirma que el Gobierno podría modificar las restricciones del decreto sin pasar por el Congreso se apunta una respuesta disparatada, desde el punto de vista democrático y de las garantías constitucionales, pero que el decreto del estado de alarma parece permitir. Lo que a mi juicio evidencia su ilegitimidad constitucional. Y es que su disposición final primera, admitida por el Congreso en su prórroga, habilita al Gobierno para que pueda “dictar sucesivos decretos que modifiquen lo establecido en este, de los cuales habrá de dar cuenta al Congreso de los Diputados, de acuerdo con lo previsto en el artículo octavo.dos de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio”. Sin embargo, a mi entender se invoca de forma distorsionada el art. 8.2 LO 4/1981, que exige al Gobierno dar cuenta de los decretos que dicte durante la vigencia del estado de alarma en relación con el mismo, pero en ningún caso ampara que, prorrogado el estado de alarma, el Gobierno pueda modificar su régimen. La lógica constitucional exige que, pasados los primeros quince días, el alcance del régimen establecido por el estado de alarma venga dado por el Parlamento, algo de lo que no puede disponer el propio Congreso dando por buena esta habilitación en blanco al Gobierno. Más aún en una prórroga de seis meses donde el control político ha quedado reducido a una mera “rendición de cuentas” con comparecencias mensuales del Ministro de Sanidad -originalmente se habían previsto quincenales- y cada dos meses por el Presidente del Gobierno (art. 14 Decreto 936/2020), sin que ni siquiera se haya contemplado un mecanismo para que el Congreso pudiera exigir la modificación de las restricciones o su levantamiento. Lo dicho, un harakiri del propio Parlamento.

En fin, a la vista de todo ello se comprende que me pregunte si estamos en un estado de alarma, previsto constitucionalmente en el marco del Derecho de excepción, con toda una serie de garantías, o dónde estamos. Se empieza jugando con un Derecho líquido y se termina liquidando el Derecho. Y, en buena medida, es lo que ha ocurrido en este período. Se ha perdido el respeto político por la forma jurídica y, con ello, lo que quizá no nos demos cuenta es que se ha hecho saltar por los aires el sistema de fuentes, con los pesos y contrapesos propio de todo Estado de Derecho, pero también el mismo principio democrático.

Coloquio. Estado de Derecho y COVID: necesidad o menoscabo de garantías y derechos fundamentales individuales

Continuamos con nuestros coloquios preguntando a los mejores expertos sobre cuestiones clave para el Estado de derecho, en la línea del trabajo que realizamos en nuestro blog y en nuestro videoblog.

La situación sanitaria, económica y social creada por la pandemia ha generado, como todos sabemos, una nueva legislación de urgencia, excepcional, en ocasiones contradictoria, que ha limitado derechos y libertades fundamentales. La limitación temporal de las normas excepcionales y las garantías legales que deben preservarse exigen de una valoración jurídica y un análisis técnico por parte de expertos. Desde Hay Derecho propiciamos un debate profundo, crítico y práctico sobre la legislación COVID y los derechos fundamentales afectados.

Para tratar estas cuestiones, el jueves, 10 de diciembre a las 19:00 tendrá lugar el coloquio “Estado de Derecho y COVID: necesidad o menoscabo de garantías y derechos fundamentales individuales, que podrá seguirse online a través de Zoom si se inscriben, y también de nuestro canal de Youtube.

Participarán en el coloquio Mariano Yzquierdo, Catedrático Derecho Civil UCM y Of Counsel Cuatrecasas; Carmen Muñoz, Profesora Titular Derecho Civil UCM; María del Sagrario Navarro, Profesora Derecho Titular (acred.) Derecho Mercantil UCLM; y Alfredo Muñoz, Profesor Derecho Mercantil UCM. Abogado. Modera nuestro patrono José Ramón Couso, socio de CECA MAGÁN Abogados.

Si tiene interés en asistir, se ruega acceder a Eventbrite pinchando en ESTE ENLACE , desde donde les remitirán el enlace a Zoom. Además, les animamos a incluir en su inscripción una pregunta que quieran que los ponentes traten durante el coloquio, teniendo en cuenta que éstas deben ser breves, concisas y sobre cuestiones generales. Los participantes en Zoom también podrán realizar preguntas en directo (no así desde Youtube).

¡Os animamos a compartir esta información con aquellas personas que puedan estar interesadas!

 

 

 

Nuevo estado de alarma: oportunidad y dudas

El Boletín Oficial del Estado de ayer domingo publica, de nuevo, la declaración del estado de alarma, la tercera cuya motivación es la pandemia, la cuarta en nuestra historia democrática. La medida llega un 25 de octubre, tras muchísimas semanas de dimes y diretes sobre las medidas que procedía aplicar y controversias políticas sobre quién las debía aplicar, diluidas cuando en los unos últimos días se adquiere la convicción de que la situación iba a empeorar gravemente, al constatarse la negativa evolución de los países del norte de Europa a los que el tiempo más frío llega antes que a nuestro país. El mismo viernes Francisco Igea, vicepresidente de Castilla y León, advertía del riesgo, acusaba al gobierno de eludir su responsabilidad y anunciaba el estudio de la competencia de su comunidad para adoptar medidas como el “toque de queda”. Tenga este concepto la corrección técnica que tenga (sobre lo que ya se ha escrito aquí) parece claro que esta medida atendería a la razonable suposición de que el aumento de contagios de los últimos meses se producía en el ámbito de las relaciones sociales de gente joven, en ámbitos cerrados, y a altas horas de la noche, como apuntaba el hecho de que la edad de los afectados por la enfermedad haya bajado considerablemente, lo que parece apuntar a una relajación de las precauciones en ese segmento de la población.

Asimismo, la heterogénea incidencia de la enfermedad en las diversas zonas geográficas aconsejaba matizar las medidas por territorios, si bien no quedaba muy clara ni la competencia para dictarlas, ni su eficacia, ni su viabilidad jurídica (necesitada en la mayoría de los supuestos de ratificación judicial, con la correspondiente posibilidad de revocación) ni tampoco si los instrumentos jurídicos eran los adecuados (en caso de entenderse que afectara a ciertos derechos fundamentales; muy señaladamente, al derecho de libre circulación y el derecho de reunión)  lo que motivó precisamente la declaración del estado de alarma sólo para Madrid del día 9 de octubre, como reacción ante el revolcón judicial de las medidas adoptadas del que ya hablamos en este blog.

Parece, pues, que el Gobierno se ha decidido, por fin, a tomar cartas en el asunto y proporcionar una cobertura jurídica más adecuada para combatir la segunda ola de la pandemia del coronavirus. Parece razonable enjuiciar, por una parte, su oportunidad y conveniencia, y por otro, su adecuación desde un punto de vista jurídico.

En relación a la primera cuestión, parece obvio que la medida es oportuna, vista la situación, pero muy tardía. Resulta incomprensible, y por tanto muy preocupante, que teniéndose desde hace meses la certeza de que se iba a producir una segunda ola de la enfermedad, a la vista de los rebrotes acaecidos desde finales de julio,  sabiendo que resultaba dudosa la competencia autonómica para adoptar determinadas medidas para luchar contra la pandemia (recordemos que éste fue uno de los argumentos para la prórroga del estado de alarma, pues “no había otra opción”), y habiéndose anunciado por la vicepresidenta Calvo algunas modificaciones legales para adaptar el marco  jurídico a las necesidades de la lucha contra el virus, hayamos llegado hasta aquí sin que el Gobierno haya hecho literalmente nada durante meses. Es más, el Presidente del Gobierno dijo en septiembre que la lucha contra la pandemia quedaba en manos de las CCAA, que lo estaban haciendo muy bien, dando a entender que el Gobierno se retiraba de la primera línea, y de hecho lo llevó a efecto hasta que entró en una guerra política con la Comunidad de Madrid (cuya gestión ha sido un auténtico desastre, dicho sea de paso).

Algunos mal pensados podrían pensar que estamos ante una especie de venganza política contra aquellas CCAA que se habían opuesto al estado de alarma y que luego se vieron desbordados. Otros pueden pensar sencillamente que no querían asumir el coste político de otro Estado de alarma, salvo (como también se dijo) que lo pidieran expresamente los Presidentes autonómicos. Todas las opciones son malas. Si a esto se añade el espectáculo penoso de casi dos meses de debates entre Estado y algunas Comunidades Autónomas (señaladamente la de Madrid) bajo el hipócrita debate Sanidad-Economía, el espectáculo político es desolador.

Ahora bien, dicho eso, parece claro que a la vista del desbarajuste y la incertidumbre general era precisa una cobertura jurídica general y al mismo tiempo razonablemente flexible, que permitiera atender a la peculiar situación de cada territorio con la adopción de nuevas medidas que limiten derechos fundamentales, ante la triste evidencia de que la enfermedad se va a prolongar en el tiempo y que estas medidas deberán irse adaptando a las circunstancias. Lejos (aunque sean de hace pocos días) quedan las triunfalistas declaraciones del Ministro Illa de que tendríamos una vacuna en navidades.  Como las del doctor Simón de hace unos días diciendo que la situación se estaba “estabilizando”. La realidad se impone.

Por supuesto, la declaración del estado de alarma tiene una duración de quince días, pero el presidente del gobierno ya ha anunciado que en el momento de la ratificación por el congreso tiene intención de pedir que se extienda hasta 9 de mayo, atendido que conforme al artículo 7.2 de la LO 4/1981 que regula estos estados “(En el decreto se determinará el ámbito territorial, la duración y los efectos del estado de alarma, que no podrá exceder de quince días. Sólo se podrá prorrogar con autorización expresa del Congreso de los Diputados, que en este caso podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga”.

Una segunda peculiaridad importante es que la eficacia y extensión de algunas de las medidas que se adoptan corresponderán a la “autoridad competente delegada”, que serán los presidentes de las Comunidades Autónomas o Ciudad con Estatuto de Autonomía: la restricción de la libertad de circulación en horario nocturno, y las medidas de los artículos 6, 7 y 8, sobre entrada y salida en las Comunidades Autónomas y Ceuta y Melilla, limitación de personas en espacio públicos y privados (6 personas) y en los lugares de culto. También resulta interesante la mención especial a los procesos electorales, que quedan permitidos. Por tanto, dentro del marco general las decisiones sobre las medidas las adoptarán las CCAA que además de ser autoridades competentes delegadas quedan habilitadas para dictar, por delegación del Gobierno de la Nación, las órdenes, resoluciones y disposiciones para la aplicación de lo previsto en los artículos 5 a 11, que son los que recogen las medidas concretas a adoptar. Es importante destacar que para ello, no será precisa la tramitación de procedimiento administrativo alguno ni será de aplicación lo previsto en el segundo párrafo del artículo 8.6 y en el artículo 10.8 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa (que es el que se refiere a la necesidad de autorización judicial de los TSJ correspondientes en caso de medidas que supongan restricciones a los derechos fundamentales).

Conviene aclarar que las medidas concretas decretadas en el estado de alarma ya estaban en su mayor parte en vigor en gran parte de las CCAA, salvo la relativa al confinamiento nocturno (el famoso e inexistente “toque de queda”) que había entrado en vigor en dos Comunidades Autónomas que se habían adelantado, pero no en el resto.

Pero, sin lugar a dudas, hay un par de cuestiones de gran importancia que conviene debatir: si esa posible o supuesta prórroga puede ser de meses (nada menos que hasta el 9 de mayo según la comparecencia de Pedro Sánchez) y sobre todo si va seguir existiendo un control parlamentario, y qué tipo de control va a ser. Esto nos parece esencial desde el punto de vista del Estado de Derecho, dada la necesidad de controlar estrictamente al Poder Ejecutivo durante los estados de excepción (recuerden que esto ya se planteó cuando Sánchez quiso prorrogar la alarma por un mes en junio). La segunda cuestión está relacionada con la anterior, y tiene que ver por una parte con el control político a las medidas que, al amparo del Estado de alarma, adopten las respectivas CCAA (¿Parlamento nacional? ¿Parlamentos autonómicos?)  así como el tipo de control que va a mantener el Estado sobre las medidas que adopten las autoridades delegadas, puesto que, al fin y al cabo, es el Gobierno quien declara el estado de alarma. Por supuesto, hay muchas más dudas que iremos analizando con más detenimiento, pero creemos que estas son las cuestiones fundamentales.

Desde Hay Derecho consideramos en conclusión que este nuevo estado de alarma es necesario porque sencillamente han fracasado todos los demás escenarios y estrategias, lo que no es para estar muy orgullosos, que digamos. También que supone un riesgo muy grande desde el punto de vista del Estado de Derecho, dado que estamos hablando de un estado jurídico y político excepcional donde se limitan o restringen sin autorización judicial derechos fundamentales de los ciudadanos y se conceden poderes exorbitantes al Poder ejecutivo (estatal o autonómico). Supone todo ello un reto para los juristas, en la medida en que se tensan las costuras de un instrumento regulado en una Ley orgánica de 1981 que no estaba pensando en una pandemia que fuera a durar meses, y no digamos ya años; ni tampoco en un Estado autonómico como el actual, con competencias descentralizadas en Sanidad y con muy pocos recursos en el Ministerio de Sanidad.

En este sentido, no deja de llamar la atención que haya que haber esperado al 25 de octubre para que el Decreto diga algo tan evidente como lo que señala en el art. 13 en relación con la coordinación a través del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. “Con la finalidad de garantizar la necesaria coordinación en la aplicación de las medidas contempladas en este real decreto, el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, bajo la presidencia del Ministro de Sanidad, podrá adoptar a estos efectos cuantos acuerdos procedan, incluidos, en su caso, el establecimiento de indicadores de referencia y criterios de valoración del riesgo.

¿De verdad no teníamos nada parecido antes?

Dijimos ya hace meses que sería muy conveniente la revisión del marco jurídico para luchar contra una pandemia de estas características, no solo para dotar de certidumbre y de seguridad jurídica a los instrumentos disponibles (lo que no hemos tenido en estos meses), sino para garantizar adecuadamente el debido equilibrio entre los derechos y libertades fundamentales y la lucha contra el virus. No se ha hecho nada en estos 8 meses. Este Decreto es, una vez más, la constatación de un fracaso; y no solo desde el punto de vista sanitario.