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El artículo 4 de la Ley de Amnistía: ¿de verdad hay que levantar las medidas cautelares?

El artículo 4 de la Ley de Amnistía es la clave de bóveda de su pretensión de eficacia inmediata. No cabe discusión acerca de que, si se plantean cuestiones de inconstitucionalidad o europeas sobre la decisión misma de amnistiar (arts. 1 y 11 de la ley), la amnistía no se aplicará, mientras tanto, a las causas concretas en que se planteen. Pero se quiere que sea obligatorio para el juez levantar, mientras tanto, las órdenes de búsqueda o cautelares, tal vez con el fin de provocar efectos irreversibles, al menos desde un punto de vista social, dejando para el futuro los problemas que pueda plantear una posible anulación de la ley.

Ya dije en un post anterior (¿Es posible la suspensión cautelar de la ley de amnistía?, Blog Hay Derecho, 13 diciembre 2023) que el propio artículo 4 puede ser cuestionado, por vicios propios, en el mismo auto en que, en su caso, se cuestione el artículo 1 de la ley y, con ello, quedar suspendida la aplicación al caso de ambos; de modo que el juez no estará obligado a levantar, mientras tanto, las medidas.

Lo que voy a analizar ahora es la forma en que las enmiendas a la ley pretenden apuntalar la finalidad de levantamiento inmediato de medidas.  Y concluir con la inutilidad de estos intentos, pues parecen desconocer que el legislador español simplemente no tiene capacidad para desactivar los mecanismos de cautela que el Derecho Europeo tiene establecidos para imponer su primacía. Cosa que, por cierto, acaba de confirmar la Comisión de Venecia en su informe de 18 de marzo de 2024, cuando dice que solo puede ser compatible la amnistía con  la separación de poderes cuando la decisión sobre los beneficios individuales de la amnistía sea tomada por un juez sobre la base de  los criterios de la ley, y el levantamiento del arresto, detención y medidas cautelares sea una consecuencia de dicha  decisión judicial.  De modo que no puede obligarse al juez a levantar medidas antes de que haya declarado aplicable la amnistía al caso, cosa que no hará mientras tenga planteada una cuestión de inconstitucionalidad o prejudicial europea. Pero atendamos a la ley

En primer lugar, se modifica la exposición de motivos, poniendo otra piedra en ese gran monumento a la tergiversación (MANUEL ARAGÓN). Se dice, por ejemplo, que el carácter de ley singular deberá conllevar que los órganos judiciales alcen de inmediato las medidas restrictivas de derechos que hubieran sido adoptadas (non sequitur, una cosa no significa necesariamente la otra); que cualquier limitación del ejercicio de los derechos y libertades debe respetar la CE, el CEDH y la Carta de la UE (nada que objetar); que esta previsión es coherente con el régimen establecido para la cuestión de inconstitucionalidad del artículo 163 CE y la cuestión prejudicial del artículo 267 TFUE (es justo lo contrario); y que cabe recordar que el eventual planteamiento de los mecanismos regulados en esos preceptos no afecta a la vigencia o eficacia de las leyes (nada que objetar tampoco, pero se está confundiendo, obviamente de manera interesada, el efecto suspensivo general, que está descartado, con el singular para el procedimiento en que se vaya a aplicar la ley, que es obligado). Se añade en la exposición de motivos este (especialmente) curioso párrafo: “Es, por tanto, la fuerza normativa de los derechos la que obliga, de conformidad con el principio de legalidad, a que el mantenimiento de cualquier medida restrictiva de derechos acordada por los órganos judiciales debe contar, en todo momento -y por tanto, también durante la pendencia en su caso, de los citados procedimientos- con el debido sustento legal”; de nuevo, no cabe estar más de acuerdo con ello, y recordar que todas las medidas de busca y cautelares adoptadas en las causas vigentes lo son con perfecto respaldo legal, e incluso, en algún caso, como el de la Euroorden, respaldo de la legalidad europea: si el juez plantea una cuestión prejudicial sobre este artículo 4 y no lo aplica, las medidas adoptadas se mantendrán, fundadas en las leyes que las sustentan, que seguirán siendo perfectamente aplicables a su causa y que, por ahora, no han sido derogadas.

En cuanto al propio artículo 4, ya era en su redacción original un peculiar y desordenado amasijo de reglas inconstitucionales y poco coherentes entre sí. Tras el paso por el túnel de las enmiendas la cosa ha empeorado, sin que en realidad sus autores hayan avanzado significativamente en la dirección pretendida.

Se encabeza el artículo con la expresión “Sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 163 de la Constitución y en el artículo 267 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea”. No sabemos muy bien si esto juega a favor o en contra de la pretensión que se persigue, pues, si todo lo que viene a continuación, en el precepto, es “sin perjuicio” de esos artículos, podemos tenerlo por no puesto, ya que tales preceptos, y su desarrollo legal e interpretación por el TC y TJUE, conducen a consecuencias totalmente distintas de las que el legislador persigue.

En el párrafo a) del artículo 4 se cambia la palabra “beneficiadas” por “beneficiarias”. En la justificación de la enmienda se dice que “Se sustituye la referencia “personas beneficiadas por la amnistía”, por “personas beneficiarias de la amnistía”, evitando así usar el participio “beneficiadas”, que presupone que ya ha habido una acción de aplicación de la amnistía efectiva”. Los autores de la ley se han dado cuenta de que, con la redacción anterior, mientras el juez no aplique la amnistía, no tiene por qué levantar las medidas, y que, si plantea una cuestión prejudicial, no aplicará la amnistía hasta que se resuelva. No obstante, parece que los autores no han tenido tiempo de consultar el DRAE, donde “beneficiario” es el que “resulta favorecido por algo”; y, de nuevo, nadie resulta favorecido, en el esquema de la ley de amnistía, hasta que el juez no lo declara. Es más, en el  párrafo b) los autores parecen haberse ya olvidado de la novedad y hablan de “las personas a las que resulte de aplicación esta amnistía”, y, de nuevo, solo tras la decisión judicial de aplicarla puede saberse si les es aplicable, o no, decisión que queda en suspenso en caso de planteamiento de cuestiones.

También en el párrafo a) se introduce que el juez “acordará el inmediato alzamiento de cualesquiera medidas cautelares de naturaleza personal o real que hubieran sido adoptadas por las acciones u omisiones comprendidas en el ámbito objetivo de la presente ley”, como queriendo decir que, con solo que se plantee la posible aplicación de la ley al caso, el juez debe alzar las medidas, aunque aún no haya decidido sobre la efectiva aplicación de la ley al caso. Se olvida el pequeño detalle de que la ley no tiene un “ámbito objetivo”, pues la definición de los delitos amnistiados se hace sobre la base de un ánimo subjetivo. ¿Cuál es el ámbito objetivo de la ley? ¿Todos los delitos cometidos en Cataluña en las fechas que se mencionan?

El apartado d) parece querer insistir en esa perspectiva al decir “La suspensión del procedimiento penal por cualquier causa no impedirá el alzamiento de aquellas medidas cautelares que hubieran sido acordadas con anterioridad a la entrada en vigor de la presente ley y que implicasen la privación del ejercicio de derechos fundamentales y libertades públicas”. Pero como esto hay que interpretarlo, según el encabezamiento del precepto, “Sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 163 de la Constitución y en el artículo 267 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea”, es claro que la norma no puede incluir las suspensiones que deriven del planteamiento de cuestiones de inconstitucionalidad o europeas.

En cualquier caso, sea como fuere, seguimos observando un dato capital: tanto la aplicación de la amnistía, como el levantamiento de medidas, dependen del juez. Y así tendrá que seguir siendo, como exige el proyecto de informe de la Comisión de Venecia que recientemente hemos conocido.

Es por ello que será inútil cualquier redacción que se dé al artículo 4, pues el juez, antes de aplicar la amnistía, y también antes de aplicar este artículo 4, podrá plantear una cuestión de inconstitucionalidad o europea sobre ambos, y no aplicarlos mientras tanto. Con lo cual ni aplicará la amnistía, ni levantará medida alguna.

Al no aplicará, mientras tanto, ni la amnistía ordenada por el art. 1 y 11, ni losí pues, antes de dar el traslado a las partes a que el juez está obligado según el art. 11.2 de la ley, para luego declarar, en su caso, el sobreseimiento de la causa, el juez puede dar el traslado sobre posible planteamiento de cuestión de inconstitucionalidad o europea (art. 35 LOTC o art. 43.bis LEC), y ello tanto respecto del art. 1 y 11 de la ley (amnistía) como respecto del art. 4 (levantamiento de medidas), con lo cual no aplicará, mientras tanto, ni la amnistía ordenada por el art. 1 y 11, ni los levantamientos de medidas ordenados por el art. 4.

Ya ese traslado a las partes provocará, de inmediato, la suspensión de la aplicación de ambos preceptos, como señala el auto del Tribunal Constitucional 272/1991 (FJ 2º), que ratifica la decisión del juez que, suspendiendo la decisión a tomar, dejó de aplicar provisionalmente la norma a su asunto concreto hasta que se resolviera la cuestión planteada; el TC señala que, pretender que el juez que plantea la cuestión deba dictar, no obstante tal planteamiento, la resolución en la que se aplique la norma cuestionada, es algo “incongruente con la regulación contenida en la LOTC y con la práctica universal de la cuestión de inconstitucionalidad en todos aquellos ordenamientos que la prevén”; si hubiera que aplicar en el proceso la ley cuestionada, entonces, dice el TC, la institución de la CI “quedaría desnaturalizada, reducida a una especie de recurso en interés de la Constitución, sin consecuencia alguna para las partes del proceso a quo, cuyos derechos fundamentales quedarían así definitivamente hollados si la norma aplicada fuese efectivamente contraria a la Constitución”.

Por otro lado, si el juez da ese traslado el mismo día de la entrada en vigor de la ley, se ahorrará cualquier posible imputación de estar inaplicando las órdenes de levantamiento inmediato de medidas…suponiendo que del caótico artículo 4 realmente se derive que existe esa obligación, pues, como se ha dicho en los párrafos anteriores, la interpretación en ese sentido no es ni mucho menos clara.

No solo eso: una vez planteada la cuestión, el juez podrá incluso adoptar nuevas medidas cautelares, como deriva del Auto del Tribunal Constitucional 313/1996, de las recomendaciones del TJUE para el planteamiento de cuestiones prejudiciales (DOUE de 08/11/2019) o de la STJUE de 17 de mayo de 2023, asunto C-176/22.

Y es que el legislador está pretendiendo conseguir cosas que, simplemente, están fuera de su alcance; como, por cierto, es propio de cualquier Estado de derecho y de cualquier democracia digna de tal nombre.

La democracia del más astuto: o cómo facilitar las cosas acudiendo a la tramitación de proposiciones de ley

El “alma” parlamentaria necesita, afirma Luis María Cazorla Prieto -exletrado mayor del Congreso de los Diputados-, “poner freno a la adulteración y utilización indebida de ciertos procedimientos, sobre todo legislativos” -ABC 3/11/2023-. Quizás me equivoque, pero creo que esas palabras podrían incluir una forma de actuar de los grupos parlamentarios del Gobierno que, salvo error por mi parte, no ha sido habitual hasta fechas recientes. Me refiero a la tramitación de ciertas iniciativas legislativas como proposiciones de ley y no como proyectos de ley -permitiendo sortear el previo procedimiento de elaboración del art. 26 de la Ley de Gobierno (LG)-, a pesar de ser notorio que el borrador ha sido obra de algún Ministerio o de lo que se denomina genéricamente como “La Moncloa”. Piénsese que lo usual ha sido que esas iniciativas del grupo mayoritario sean presentadas en materias con interés político secundario, o bien como contrapeso a las de otros grupos. El cambio al que asistimos es notable porque, paradójicamente, cuánto más delicada es la materia, más opciones parece que hay de que se acuda a este subterfugio -el penúltimo ejemplo fue la Ley Orgánica 4/2021, de modificación de la LOPJ, para el establecimiento del régimen jurídico aplicable al CGPJ en funciones-. El motivo parece claro: que la elaboración de la ley “escape” de la práctica de trámites que permitirían evidenciar errores, inconsistencias o inconstitucionalidades del texto presentado.

Que esto es constitucional es algo sobre lo que ya se ha pronunciado el TC. Las dudas de constitucionalidad formuladas han sido básicamente dos: 1ª) Si la “elección” de la forma de tramitación de la iniciativa legislativa es en sí misma contraria a la Constitución; y 2ª) Si la forma de la iniciativa vulnera el derecho fundamental de los representantes democráticamente elegidos en su ius in officium, en la medida en que les pudiera hurtar de elementos de juicio determinantes para el desempeño de sus funciones.

En cuanto a lo primero, la respuesta del TC es tajante: no. Primero, porque según el art. 89.1 CE, cualquier materia puede ser objeto de una proposición de ley. Esto mismo fue afirmado por la STC 153/2016 en un asunto en el que se planteó esta misma cuestión, pero en el Parlamento de la Comunidad Valenciana. Segundo, si quienes ostentan la iniciativa legislativa la ejercen ajustándose a los requisitos procedimentales correspondientes, no cabría alegar vulneración alguna por comparación o extrapolación de la normativa aplicable a los proyectos de ley. Acudir a una tramitación parlamentaria distinta no puede ser calificado como una maniobra fraudulenta con relevancia constitucional, máxime porque “el juicio de constitucionalidad no puede confundirse con un juicio de intenciones políticas” -STC 128/2023-. Y, tercero, que el interés político del grupo parlamentario que presenta la iniciativa legislativa sea coincidente con el del Gobierno, no habilita para poder desactivar dicha iniciativa; esto vendría a limitar de manera desproporcionada el ius in officium de esos grupos parlamentarios con vulneración del art. 23.2 CE -STC 128/2023-.

Respecto a la segunda cuestión, y como consecuencia de lo que se acaba de señalar, para el TC la forma de presentar la iniciativa legislativa no constituye una violación del ius in officium de los diputados de los grupos de la oposición. La STC 128/2023 pondera prevalentemente el derecho de los diputados del grupo parlamentario que presenta la iniciativa, siendo secundario de qué modo pudiera afectar a esos otros grupos. Esa vulneración sí se ha declarado, no obstante, cuando esas omisiones son constatación de una infracción absoluta y radical del procedimiento -STC 27/2018-. “La democracia parlamentaria no se agota, ciertamente, en formas y procedimientos, pero el respeto a unas y otros está entre sus presupuestos inexcusables” -STC 109/2016-.

Que este proceder no tenga relevancia constitucional, no quiere decir que no constituya una de esas prácticas que dañan el “alma” parlamentaria. Hay en ello más de astucia, que de respeto democrático e institucional. El primer motivo para esta apreciación es que los informes y dictámenes de los órganos consultivos o constitucionales que no son solicitados al recurrir a este ardid son un soporte técnico-jurídico clave para formar una opinión razonada que permita ejercer con mejor criterio las funciones parlamentarias.

El segundo dato es que esos informes son un instrumento óptimo para controlar ex ante el proyecto y, consecuentemente, mejorarlo y corregirlo. El art. 26.5 LG es bastante razonable al referirse a este aspecto cuando regula el procedimiento de elaboración de proyectos de ley: “… el centro directivo competente recabará, además de los informes y dictámenes que resulten preceptivos, cuantos estudios y consultas se estimen convenientes para garantizar el acierto y la legalidad del texto”. Al considerar innecesaria la opinión de los órganos consultivos y constitucionales, se antepone la aprobación de la ley con independencia de su contenido.

El tercer motivo es de pura coherencia. Justificar la omisión de trámites tan relevantes por el mero hecho de que la iniciativa la tome un grupo parlamentario, implica interpretar el procedimiento desde una perspectiva formalista. Como la petición de esos informes sólo es preceptiva -art. 26.5 LG y otras leyes- cuando se elabora un “anteproyecto de ley”, entonces, es innecesaria si se tramita una proposición de ley. La preceptividad no puede ser interpretada así. Cuando el legislador dispone que un informe es preceptivo, se debe a que considera que puede ser determinante para aprobar la ley. Ahora bien, la no preceptividad no implica necesariamente lo contrario. Lo que quiere decir, como establece el art. 26.5 LG, es que puede ser “conveniente” hacer la correspondiente petición de informe. Sé que la noción de “conveniencia” incluye un margen de apreciación no despreciable, pero parece evidente que no resulta razonable que un informe deje de ser determinante por el mero hecho de que exactamente el mismo texto normativo se haya transformado en una proposición de ley, y nada más que por eso.

La última razón tiene que ver con el desconcierto que esto genera en torno a la “normalidad” en la función legislativa. Me explico. Según las Memorias del Congreso de los Diputados, el número de proposiciones de ley ha sido mayor, a lo largo de las distintas legislaturas, que el de proyectos de ley. Esto es lógico, pues las proposiciones de los grupos de la oposición se han utilizado como instrumentos de discusión y control político. No obstante, el número de leyes aprobadas procedentes de proyectos de ley siempre ha superado a las que proceden de proposiciones. Esta preeminencia del Gobierno tiene su fundamentación en la función de dirección política que le atribuye el art. 97 CE. Sin embargo, en los últimos años asistimos a ciertos acontecimientos que rompen esa “normalidad”. Uno es que el Gobierno ceda su protagonismo al grupo parlamentario en proyectos sensibles. En fin, se pretende hacer pasar por “normal” un Gobierno esquivo con la vía ordinaria de elaboración de las leyes –ex art. 88 CE-.

Concluyo. Como bien dice el TC, su labor no incluye juzgar “intenciones políticas”. También tiene razón cuando estima que la democracia parlamentaria tiene como “presupuestos inexcusables” a las “formas y procedimientos”. Ahora bien, quizá el TC podría haber sido más convincente al explicar por qué es irrelevante que esas “intenciones políticas” cambien las “formas y procedimientos”. Esto es importante, porque da lugar a una conclusión trascendental: el esmero en la protección del ius in officium de los grupos parlamentarios del Gobierno -asegurando que tomen iniciativas legislativas-, se produce en detrimento del mismo derecho de los diputados de los grupos de la oposición. La consecuencia parece evidente: al premiar la democracia del más astuto, se contribuye a deteriorar la discusión y el control político y, por tanto, el “alma” parlamentaria.

La permanencia en funciones del Gobierno

El pasado 23 de julio se celebraron elecciones generales en España. Si bien quedaban todavía unos meses para el término de la Legislatura, el presidente del Gobierno Pedro Sánchez consideró oportuno anticipar la disolución de las cámaras y proceder a la convocatoria de elecciones tras los resultados de las elecciones autonómicas y municipales de 28 de mayo, que alteraron profundamente el mapa del poder territorial.

La celebración de elecciones generales es una de las causas de cese del Gobierno. La más habitual de todas. Pero también se produce este cese por el triunfo de una moción de censura (la única triunfante hasta la fecha, de las seis presentadas, ha sido la de 2018 que llevó a la presidencia del Gobierno al propio Pedro Sánchez), la pérdida de una cuestión de confianza (se han presentado dos, por Adolfo Suárez en 1980 y Felipe González en 1990, y ninguna se ha perdido), la dimisión del presidente del Gobierno (la del presidente Adolfo Suárez en 1981) o su fallecimiento (afortunadamente no se ha producido ninguno).

Cesado el gobierno por cualquiera de estas causas este debe continuar “en funciones” hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno.

Así lo previó el artículo 101 del texto constitucional sin añadir ninguna cuestión adicional al respecto. Cabe señalar que fue un artículo que tuvo una pacífica tramitación parlamentaria y que, de hecho, sufrió muy escasas alteraciones, aunque alguna sí revistió cierta entidad. Nos referimos a la eliminación de la incapacidad del presidente como supuesto de cese (que supuso una clara extralimitación de las funciones de la Comisión Mixta), y a la extensión del mandato de continuidad al conjunto de miembros del órgano gubernamental sin excluir al presidente en los supuestos de dimisión o pérdida de la confianza parlamentaria, como así se establecía inicialmente.

La razón de que el Gobierno se mantenga activo tras su cese, a la espera de la conformación de un nuevo Gobierno, parece clara. Quizá no sea necesario un legislador que se encuentre siempre disponible para aprobar nuevas normas, pero sí se antoja inimaginable que transcurra siquiera un segundo sin Gobierno. Aunque sean momentos y situaciones completamente diferentes, no está de más recordar que ya Locke, en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, al hilo de reflexiones sobre la continuidad del Poder Legislativo, señalaba precisamente esta idea: si bien no es necesario, y ni siquiera conveniente, añadía, que el Poder Legislativo se encuentre siempre en funcionamiento, sí es absolutamente necesario que el Poder Ejecutivo lo esté.

Esto es así evidentemente en circunstancias absolutamente extraordinarias, como la que pudimos vivir, por ejemplo, durante la crisis del COVID-19, pero también en situaciones completamente ordinarias, cuando la labor de los gobiernos sigue siendo indispensable.

El constituyente no limitó las facultades del gobierno en funciones. Simplemente se limitó a prescribir esa permanencia “en funciones” hasta un momento futuro (toma de posesión del nuevo gobierno) que podía dilatarse más o menos en el tiempo. El momento había de llegar, pero no se podía anticipar cuando lo haría: certus an incertus quando.

Esta ausencia de previsión constitucional sobre el ámbito competencial de un gobierno en este estado llevó a que la doctrina ofreciera distintas interpretaciones sobre el alcance de sus competencias. Hubo que esperar mucho tiempo, casi veinte años, hasta 1997, cuando se aprobó la Ley del Gobierno, en la que sí se prescribieron específicas limitaciones para su actividad a partir de dos ejes.

Por un lado, se establecieron pautas genéricas de actuación mediante conceptos jurídicos indeterminados que acotarían su actuación: despacho ordinario de los asuntos públicos, urgencia o interés general.

Por otro, se señalaron competencias específicas (bien del Gobierno, bien del Presidente) que quedaban en suspenso durante estos períodos de interinidad: se prohibió así expresamente que un presidente “en funciones” propusiera la disolución tanto de las Cortes Generales como de alguna cámara separadamente, la convocatoria de un referéndum consultivo o planteara la cuestión de confianza; junto a ello se prohibió igualmente, en este caso al Gobierno “en funciones”, la aprobación del proyecto de ley de Presupuestos Generales del Estado, la presentación de proyectos de ley al Congreso de los Diputados o al Senado; y, asimismo, el ejercicio de delegaciones legislativas, esto último únicamente para el caso de que el cese del Gobierno se hubiera debido a la celebración de elecciones generales (única limitación asociada a un concreto supuesto de cese).

Si bien la limitación de la presentación de proyectos de ley puede ser suplida por la iniciativa de otros sujetos legitimados (incluido el grupo parlamentario que sostiene al gobierno), en el caso de los Presupuestos se bloquea totalmente la tramitación, como así está sucediendo en el momento actual. Y ello puede ser en algunos momentos problemático, al poder derivar en el incumplimiento de las exigencias que en esta materia provienen de la Unión Europea respecto del seguimiento y evaluación de los proyectos de planes presupuestarios y el establecimiento de un calendario presupuestario común, exigencias que pueden terminar por no poder cumplirse en estos períodos. Esto provocó la reforma en 2016 de la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Estabilidad Financiera, con el objetivo de revisar los objetivos de estabilidad presupuestaria y deuda pública para adaptarlos a las decisiones del Consejo de la Unión Europea. A partir de la reforma, si como consecuencia de una decisión de la Unión Europea pudiera resultar necesaria la revisión de los objetivos ya fijados, y el Gobierno se encontrara en esta situación de interinidad, se habilita que puedan establecerse, aunque sin incluir el límite de gasto no financiero del Presupuesto.

Estos períodos de permanencia en funciones de los Gobiernos tras su cese, no habían planteado, en general, problemas destacados hasta épocas recientes. En particular, porque eran períodos habitualmente breves. Hasta 2015/2016 la media era de apenas unos cuarenta días, y con transiciones bastante pacíficas. Si bien es cierto que siempre había alguna decisión concreta que podía ser criticada por el gobierno entrante, en general eran bastante poco polémicas.

Esto cambió tras las elecciones generales de 2015, siendo presidente Mariano Rajoy, cuando se pasó de un bipartidismo imperfecto, abisagrado con partidos nacionalistas, a un “multipartidismo exasperado” (en la conocida expresión de Elia) que complicó la formación del gobierno y llevó incluso a una repetición de elecciones generales en 2016. La repetición electoral ex art. 99.5 CE estaba hasta entonces inédita, pero volvió a producirse muy poco tiempo después, en 2019.

Más de trescientos días permaneció “en funciones” aquel gobierno, e incluso se negó a someterse al control parlamentario, derivando la situación en un conflicto de atribuciones Congreso-Gobierno, resuelto por el Tribunal Constitucional mediante la STC 124/2018. El alto tribunal falló, como no podía ser de otra forma, que el criterio del Gobierno de no someterse a control parlamentario vulneraba el art. 66.2 CE, donde se establece con carácter general que “Las Cortes Generales (…) controlan la acción del Gobierno”. El que está “en funciones” tras su cese es el Gobierno, no el Parlamento.

En cualquier caso, han sido muchas las decisiones tomadas por gobiernos “en funciones” que han sido recurridas a los tribunales a lo largo de estos años. Pero muy pocas han conectado ese recurso con su limitación competencial, alegando que excedían el ámbito de actuación dibujado con los conceptos jurídicos indeterminados antes apuntados.

Ha ocurrido así, por ejemplo, con relación a la concesión de extradiciones, denegación de peticiones de indulto, acuerdos de exclusión del trámite de evaluación de impacto ambiental para determinados proyectos, aprobación de normas reglamentarias sobre muy diferentes cuestiones (dopaje, metrología, por citar alguna), aprobación o revisión de planes hidrológicos o de la red de parques nacionales, asignación de destinos de personal, imposición de sanciones disciplinarias, etc.

Sólo en una ocasión (Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de septiembre de 2005, Sección 6ª de la Sala 3ª) se ha llegado a anular una decisión tomada por un Gobierno “en funciones” (concesión de una extradición) por extralimitarse en su ámbito de actuación en tal condición; y, no obstante, el Tribunal se apartó tempranamente de esta interpretación más restrictiva (al hilo de la denegación de un indulto) en una segunda sentencia muy cercana a la primera (Sentencia de 2 de diciembre de 2005, Sala 3ª).

La doctrina establecida por la jurisprudencia del Tribunal Supremo respecto del Gobierno “en funciones” puede resumirse de la siguiente forma: no puede tomar decisiones que impliquen nuevas orientaciones políticas ni condicionar, comprometer o impedir las orientaciones que el nuevo Gobierno quiera fijar.

Este análisis habrá de hacerse caso por caso, teniendo en cuenta las circunstancias concretas y el contexto en que se realizan.

La delimitación deriva del hecho de que “el cese priva a este Gobierno de la capacidad de dirección de la política interior y exterior a través de cualquiera de los actos válidos a ese fin” y conduce al necesario análisis casuístico cuando surja controversia sobre si un determinado acto “tiene o no esa idoneidad en función de la decisión de que se trate, de sus consecuencias y de las circunstancias en que se deba tomar”. Ahora bien, la presencia de una motivación o juicio político no provocará per se que una decisión quede extramuros de la gestión ordinaria de los asuntos públicos, ya que “en pocos actos gubernamentales están ausentes las motivaciones políticas o un margen de apreciación”; y, de igual, forma, “trazar la línea divisoria entre despacho ordinario e iniciativas políticas no es siempre fácil”, debiendo hacerse a la vista de las circunstancias específicas de cada caso y su contexto. El Tribunal ha llegado a apuntar incluso en alguna de sus sentencias la diferencia entre prorrogatios formales o materiales, hablando de la constancia política de la continuidad del presidente del Gobierno como otro elemento a tener en cuenta en esa valoración (Sentencias del Tribunal Supremo de 27 de diciembre de 2017 o de 24 de enero de 2018, Sala 3ª). No es lo mismo, por ejemplo, un cese por elecciones generales en las que el partido en el gobierno revalida su mayoría, pudiendo haber obtenido incluso una mayoría absoluta (elecciones generales de 2000 por citar alguna), que otro escenario donde haya sido el partido de la oposición el que haya obtenido esos resultados (elecciones generales de 1982).

También la duración temporal del Gobierno en funciones es un elemento relevante que debe tenerse en consideración; si bien estos periodos de interinidad no suelen ser dilatados, no puede descartarse una prolongada dilación por la imposibilidad de alcanzar las mayorías necesarias, como así hemos podido ver en estos últimos años, de igual forma en el momento actual tras las elecciones de 2023, en un contexto de gran fragmentación parlamentaria y una alta polarización política. Y lo cierto es que, a mayor duración de un gobierno en este estado, más numerosas serán las cuestiones a las que debería hacer frente. Y alguna decisión que en un primer momento podía resultar prudente postergar, puede devenir en necesaria según se prolongue esa situación de interinidad.

El propio Tribunal Supremo ha destacado en diferentes sentencias esta circunstancia de la prolongación de la permanencia “en funciones” como elemento modulador de la valoración de una decisión tomada durante este tiempo; una evaluación que debe apreciarse en el caso concreto, atendiendo además a su naturaleza, al contexto en que se toma y a las consecuencias de la decisión.

Asimismo, puede ser relevante, en fin, la propia causa de la decisión, ya que puede provenir de fuentes externas, como sucede, por ejemplo, en el caso de la necesaria trasposición en plazo de una Directiva. Como ha señalado el Tribunal Supremo en diferentes resoluciones, una adaptación de ese tipo no puede catalogarse en modo alguno como un “acto de nueva orientación política”, sino que se integra en el “proceso complejo de aproximación legislativa” de los Estados de la Unión Europea y constituye una exigencia para los mismos, “pues la omisión de transponer o el retraso o la transposición incorrecta de una directiva pueden suponer una infracción del ordenamiento comunitario”.

Para terminar, debemos señalar también que, si bien los problemas de un gobierno “en funciones” suelen abordarse desde la perspectiva de su posible extralimitación, en no pocas ocasiones la situación se invierte, ya que a veces los gobiernos en este estado invocan su situación de interinidad para no abordar cuestiones incómodas en las que no desea entrar, lo que Bouyssou calificó tiempo atrás como “excusas para la inacción”. Eso puede ocurrir tanto cuando estamos hablando de una prorogatio material en la que está claro el cambio de color político en el gobierno y el Gobierno saliente prefiere dejar al entrante la toma de algunas decisiones comprometidas o que pueden resultar poco gratas frente al electorado, o cuando, desconociéndose qué ocurrirá finalmente, haya negociaciones para una eventual investidura que no quieran entorpecerse.

El Congreso, ese costoso decorado

Espectacular está siendo la degradación del Congreso de los diputados en esta legislatura bajo la batuta del Gobierno “progresista”. Sabemos que este eclipse de los Parlamentos es un proceso que cuenta con una historia dilatada, que no es una truculenta invención del actual presidente del Gobierno, todo lo contrario, está en el centro – desde hace mucho- de las preocupaciones de quienes meditan sobre la esencia de los sistemas democráticos.

Ninguna singularidad pues en las prácticas de Sánchez, persona que, por lo demás, no parece muy cualificada para la originalidad en la asignatura de Teoría del Estado, cuyos libros canónicos probablemente vería arder sin llamar a los bomberos.

Lo que sí es marca de su Gobierno es el descaro, la osadía, la inverecundia, con que somete al Congreso a sus designios más perentorios, con que corrompe la dignidad de la representación nacional, con que se mofa de la ciudadanía española que ha conformado esa representación, es decir, con la que hace mangas y capirotes de las bases mismas de la democracia representativa y del Estado de Derecho.

No es extraño por ello que se oigan los quejidos de las campanas tañendo a muerto porque pronto asistiremos a la firma solemne del acta de defunción y consiguiente momificación del Congreso y de sus protagonistas. Desde la Carrera de san Jerónimo trasladaremos sus restos, sus sombras carnales, a un lugar solemne – ¿el Valle de los Caídos?-, momento que será el propicio para organizar visitas de escolares a quienes se explique cómo se vivió la ilusión de la democracia y cómo hoy guardamos el luto de las glorias pasadas. Allí se venderán recuerdos, fotos amarillentas y postales, todo ello en un paisaje, ay, dominado por la indiferencia del excursionista ocasional.

Y, como muestra, acopiamos aquí los siguientes datos.

Con los votos de la mayoría gubernamental y el impulso de la Presidenta, la Mesa acordó, al inicio de la pandemia, no dar trámite por un tiempo inicialmente indeterminado a cualquier iniciativa además de suspender todas aquellas que se encontraran en tramitación. Una clausura de la institución de tan extrema grosería que, cuando fue analizada por el Tribunal Constitucional como consecuencia de un recurso de Vox, fue declarada inconstitucional al recordar sus magistrados que “recae sobre la institución parlamentaria el deber constitucional de asumir en exclusiva la exigencia de responsabilidad al Gobierno por su gestión política en esos períodos de tiempo excepcionales, con más intensidad y fuerza que en el tiempo de funcionamiento ordinario del sistema constitucional”. Para acabar subrayando que “no se puede interrumpir el funcionamiento de las Cortes generales … ni se puede modificar el principio de responsabilidad del Gobierno” (sentencia 168/2021 de 5 de octubre).

Lo mismo puede decirse del Acuerdo de convalidación que autorizó la prórroga del estado de alarma (29 de octubre de 2020) durante seis meses sin incluir ningún argumento justificativo de tan dilatado plazo cuando ello significaba nada más y nada menos que la abdicación de las propias atribuciones de quienes lo adoptaron. Acuerdo también impugnado y que asimismo fue declarado inconstitucional porque “se realizó de un modo por entero inconsciente con el sentido constitucional que es propio al acto de autorización y sin coherencia alguna, incluso, con aquellas mismas razones que se hicieron valer por el Gobierno para instar, por ese concreto plazo [de seis meses], la prórroga finalmente concedida”. Y como colofón nótense estas contundentes palabras de los magistrados: “se acordó sin fundamento discernible y en detrimento por ello de la irrenunciable potestad constitucional del Congreso para decidir en el curso de la emergencia sobre la continuidad y condiciones del estado de alarma, intervención decisoria que viene impuesta por la Constitución” (sentencia 183/2021 de 27 de octubre).

¿Le parece poco al lector / a / e? Pues seguimos: sobre el abuso de los decretos leyes ya se ha escrito con tino (por ejemplo, Manuel Aragón) y por nuestra parte nos remitimos a nuestro “Panfleto contra la trapacería política”. Añadimos ahora dos datos sobre los que el minucioso estudio de la Fundación CIVIO nos proporciona gráficos expresivos. El primero es el número de páginas que ocupa cada Decreto-ley: se cuentan por centenares habiendo conseguido el trofeo más elevado el Decreto ley de 4 de febrero de 2020 que alberga ¡252 páginas! El segundo, más preocupante aún: el uso torcido por el Gobierno para modificar decenas de leyes de un trazo. También aquí tenemos un récord: el Decreto-ley 6/22 de 29 de marzo dio un mordisco ¡a 39 leyes!

En el fondo de estos desvaríos se halla además la práctica del más burdo chantaje (DRAE, extorsión) a los grupos políticos. Consiste en mezclar – como en esos modernos robots de cocina- los más diversos ingredientes: becas, bonos de transporte y quien sabe si en el futuro el otorgamiento de un vale para la cirugía estética, con medidas aflictivas para el comercio, la industria, la hostelería … Todo en un paquete cerrado que ha de ser tomado o dejado, sin matiz alguno, en su integridad. ¿Se puede asistir a un envilecimiento mayor del ejercicio de la potestad legislativa, a un atropello más despótico al debate parlamentario, razón de ser del oficio de diputado?

¿Parece insuficiente lo dicho hasta ahora? Pues demos cuenta de otra práctica perversa. Respecto de muchos de estos Decretos-leyes se acordó su tramitación como ley con el carácter de urgente, tal como permite la Constitución (artículo 86.3). Si no hemos errado en la consulta de la base de datos del propio Congreso, estas tramitaciones urgentes están entorpecidas por otro diabólico truquito, a saber, el de acordar en la Mesa, con los votos de los grupos que apoyan al Gobierno “de progreso”, la ampliación del plazo para presentar enmiendas. Dos significativos ejemplos: respecto al Decreto-ley 26/2020 de 7 de julio sobre medidas económicas se ha ampliado el citado plazo ¡78 veces! estando previsto que se siga tramitando en septiembre, es decir, cuando han pasado más de dos años desde su convalidación. Segundo ejemplo: el Decreto-ley 36/2020 de 30 de diciembre relativo a la ejecución del Plan de Recuperación, esto es, a la distribución de los fondos europeos para paliar los daños originados por la pandemia, ha visto alargado el plazo de enmiendas más de ¡60 veces!

¿Es que el Congreso trabaja despacio? A veces porque, en otras, pica espuelas.

Así, el Grupo Socialista – con la colaboración del de Podemos- está presentando proposiciones de ley con éxito pues enseguida son bendecidas y logran su reflejo inmediato en el BOE. Recordemos – y aquí la infame artimaña- que la utilización de estas iniciativas legislativas evitan el meditado estudio que sí está previsto para la tramitación de los proyectos de ley procedentes del Gobierno: dictámenes preceptivos del Consejo de Estado, Consejo General del Poder Judicial y otros órganos consultivos así como la participación de los grupos de interesados – sindicatos, empresarios, asociaciones-.

Verbigracia: el pasado 24 de junio de este año 2022 tocó el turno a la reforma de la Ley orgánica del Poder judicial para proponer magistrados del Tribunal Constitucional aprobándose el 27 de julio. El 28 estaba en el BOE. Esta modificación incidía en otra cuyo origen también fue una proposición de ley de los Grupos parlamentarios afines al Gobierno de diciembre de 2020, aprobada el 29 de marzo de 2021 y publicada en el BOE al día siguiente, el 30 de marzo.

Se comprende demasiado bien la urgencia que se imprime a estas iniciativas pues están destinadas a conformar una mayoría en el Tribunal Constitucional que se muestre complaciente con los excesos gubernamentales que hemos relatado. ¿No será entonces ese Tribunal, por mor de quienes tratan de manipularlo, un gran engaño? ¿No está justificado nuestro desesperanzado desengaño? ¿Alguien conoce algún remedio eficaz contra el gatuperio de jugadores de ventaja?

Publicado en El Mundo

Jueces y democracia: ¿un sistema en peligro?

Es creciente la sensación de progresiva injerencia de intereses políticos y económicos en la justicia. El ejemplo de Estados Unidos y su reciente sentencia derogando la doctrina Roe contra Wade (1973) sobre el aborto solo es una muestra más de la crisis global de muchas de las democracias occidentales en materia de justicia. España no es una excepción: si consultamos The 2022 EU Justice Scoreboard de la Comisión Europea, encontramos que ha bajado la percepción que los españoles tienen de independencia de nuestra justicia, solo mejor que la de Italia, Bulgaria, Eslovaquia, Polonia y Croacia. Aunque no haya un político que no repita como un mantra la necesidad de defender la independencia judicial, ¿realmente se la protege o se contribuye desde los distintos sectores políticos y sociales a su creciente politización? ¿Somos todos los jueces independientes o algunos de nosotros favorecemos de forma eficiente nuestra instrumentalización?

No es fácil establecer los límites del papel constitucional que los jueces deben asumir en el control de los excesos de los otros poderes públicos, ya que el propio ordenamiento jurídico permite el uso homeopático de la ley para destruir la separación de poderes.

Fue en América Latina donde se acuñó el término lawfare, entendido como “golpe blando” contra gobiernos progresistas por parte de sus opositores. En palabras de los autores del blog El Orden Mundial, el lawfare se diferencia del tradicional golpe de Estado en que este último persigue “tomar el poder de forma ilegal, mientras que en una guerra jurídica se pretende deponer a la persona precisamente con procesos legales”. Más elocuente es, en mi opinión, la expresión “golpe por goteo” con la que tituló Valeria Vegh Weis, docente de la Universidad de Buenos Aires, un artículo de junio del año pasado en la Revista Pensamiento Penal de Argentina. Vegh Weis también considera que el lawfare es propio de la guerra blanda de los sectores conservadores frente a gobiernos progresistas. Sin embargo, no creo que pueda extrapolarse dicho término a lo que sucede en España, ya que no podemos concluir que únicamente la derecha utilice al Poder Judicial para tratar de deslegitimar al oponente político. Si bien es cierto que es conocida la tendencia de partidos ultraconservadores de presentar obstaculizadores recursos de inconstitucionalidad contra leyes y querellas contra contrincantes políticos, no podemos soslayar la idea de que desde determinadas facciones progresistas también se utiliza políticamente al Poder Judicial y se busca la desacreditación de cualquier resolución que vaya en contra de sus intereses.

El aprovechamiento de la justicia con fines políticos ha tocado fondo con la gravísima irregularidad democrática que constituye el hecho de que el Consejo General del Poder Judicial, un órgano constitucional, lleve en situación de interinidad tres años y medio y que se le esté asfixiando jurídicamente para que no pueda ni nombrar cargos discrecionales ni renovarse. Cuando se jubiló el vocal Rafael Fernández Valverde a comienzos de este año, los letrados del Congreso informaron en contra de su sustitución por considerar que la vacante no era consecuencia de un cese anticipado. Con el fallecimiento de la vocal Victoria Cinto hace unos días, el Consejo ha rehusado directamente pedir su sustitución. Tenemos un CGPJ, por tanto, camino de duplicar el mandato para el que fue nombrado, imposibilitado para la designación de cargos discrecionales y mermado en cuanto a sus integrantes. Un Consejo inútil, decorativo y cuya decadencia ahonda en el desprestigio institucional y en la falta de confianza de los ciudadanos en la justicia. La propuesta del Gobierno de modificar otra vez la ley, ahora en sentido contrario, con el exclusivo fin de que el CGPJ pueda designar a dos magistrados del Tribunal Constitucional es incalificable por bochornosa.

Pese a que en el barómetro del CIS de julio de 2019 —único en el que se ha preguntado directamente sobre este tema— los entrevistados manifestaran confiar más en el Poder Judicial que en el Gobierno o en el Parlamento, el creciente descrédito del primero es evidente. Este desdoro se alimenta de múltiples factores, algunos ya mencionados. Junto con la politización del sistema de elección de los vocales del CGPJ y su bloqueo y la utilización de la justicia para menoscabar al adversario político se encuentran su lentitud y su endémica falta de medios. En la Administración de justicia se procura un deficitario servicio público a los ciudadanos, a quienes no les sirve de excusa que España tenga menos jueces y fiscales que la media europea, pero asuman más carga de trabajo, o que los medios materiales y personales no dependan del Poder Judicial.

Además, me resulta especialmente doloroso que sea un secreto a voces cuál va a er la postura de un determinado órgano judicial cuando resuelva un asunto de trascendencia política con solo conocer la adscripción ideológica de quienes han sido elegidos con criterios políticos por el CGPJ. La politización de determinadas designaciones acaba salpicando injustamente a la inmensa mayoría de la judicatura, que ocupa su cargo por mero concurso de mérito y antigüedad.

Finalmente, también se utiliza al Poder Judicial cuando, desde las instituciones, algunos políticos de izquierda vilipendian a los jueces si estos dirigen una investigación criminal o condenan a un miembro de su partido. Acusar a los togados de ser “siervos de la derecha” y de ser instrumentos del lawfare impulsados por adversarios políticos es la excusa perfecta para ocultar comportamientos que deben ser castigados. Podríamos decir que de forma no principal se busca la impunidad, pero la finalidad última es atacar a todas las instituciones —incluyendo el Poder Judicial— como parte de un plan superior que busca la sustitución de estas mediante el desapego popular al sistema preexistente.

Lo peor de esta “gota china” que erosiona de forma indefectible la confianza en los jueces es que con ello se producen dos efectos indeseados. El primero, la huida de los ciudadanos desde el Estado hacia estructuras y corporaciones privadas para la resolución de sus conflictos y la protección de sus derechos. Cada vez se asume con mayor naturalidad que las plataformas digitales decidan qué se puede y qué no se puede decir, o que se encomiende a empresas privadas el desalojo de supuestos okupas, banalizando estas tendencias como si no fueran una sustitución de los poderes públicos en la garantía de derechos fundamentales. En la misma línea, las grandes empresas se salen del sistema judicial para resolver sus conflictos a través de otros medios más ágiles, aunque con ello se puedan producir desviaciones. La tecnología blockchain permite resolver conflictos de forma segura sin la intervención del Estado, lo cual genera superestructuras que superan este concepto tradicional y constituyen espacios alternativos, en una tendencia que no puede ser positiva si no va acompañada de un control público.

El segundo efecto lo compone el hartazgo de ciudadanos que muestran su desafección por los poderes públicos, en una deriva que genera un caldo de cultivo óptimo para populismos y líderes mesiánicos. Aunque a primeros de año se publicó el resultado de la encuesta realizada en más de 109 países por el Instituto Bennett de Políticas Públicas de la Universidad de Cambridge y en él se reconocía el descenso de los apoyos electorales a los partidos populistas, el estudio también afirmaba que España era uno de los países en los que más había subido el apoyo a que el Gobierno sea dirigido por un líder fuerte que no tenga que preocuparse por elecciones o Parlamentos. Se advertía de que, junto con Grecia, Alemania y Japón, éramos de los países donde más desapego a la democracia existía. La añoranza de un líder fuerte que tampoco sea controlado por un Poder Judicial “politizado” en el que no se confía debería preocuparnos a todos.

Lamentablemente, veo poca solución al problema, que, por otra parte, no es exclusivo de España. Los excesos de un Poder Judicial politizado han dado como resultado el paso atrás dado por el Tribunal Supremo de Estados Unidos dejando en manos de los gobernantes de los respectivos Estados federados la capacidad de regular la interrupción voluntaria del embarazo, derogando una doctrina que llevaba en vigor casi 50 años. Esto solo ha sido posible tras los nombramientos efectuados en la era de la presidencia de Donald Trump de magistrados ultraconservadores para la Corte Suprema. Aunque no es comparable el sistema judicial americano con el europeo, la confusión de funciones de unos y otros poderes y el desembarco de motivaciones no jurídicas en las decisiones que se adoptan no puede traer nada bueno. Urge la reforma de la forma de elección de los vocales judiciales del CGPJ según las insistentes recomendaciones de la Comisión Europea. El sistema actual ha implosionado: ¿no habrá 12 magistrados solventes, independientes y servidores de la Constitución entre los 51 jueces que se han presentado como para que no se haya podido alcanzar un acuerdo hasta ahora? Me temo que a ninguno de los dos partidos mayoritarios les interesa este perfil.

Quizá haya que asumir que la grandeza de la democracia también estribe en ser el único sistema político que se autodestruye con sus propios mecanismos legales. Pero no podemos olvidar que la alternativa siempre será peor.

 

Artículo publicado en El País el 17 de julio de 2022

La libertad de elección de centro en la LOMLOE: una falacia ideológica 4/4

En la primera parte sobre la libertad de elección de centro ya repasamos el poco o nulo impacto que tiene la inclusión de la demanda social o no en las distintas leyes orgánicas a la hora de decidir o no. La normativa orgánica que regula la composición de la oferta educativa es escasa (apenas un artículo con cinco puntos) cuando en realidad es uno de los procesos más importantes de la gestión educativa, por lo que las CCAA no sólo tienen la competencia de gestión sino también un marco normativo tremendamente amplio para tomar decisiones al respecto.

A pesar de ello, y en contra de lo que intuitivamente tendemos a pensar cuando hablamos de distintos sistemas, la normativa de escolarización entre las distintas CCAA presente es bastante homogénea y, en especial, lo relativo a la normativa de admisión del alumnado en los centros. Es decir, la creación de la demanda.

En términos económicos, y entendiendo las plazas como un mercado, lo que se debate con la demanda social es la prevalencia de unos u otros demandantes por influir en la composición de la oferta, la cual se programa en un régimen de monopolio público. No hay nada sorprendente en ello.

Sin embargo, bajo la ferviente lucha por la “libertad de elección”, entendida como la capacidad de los demandantes para condicionar la oferta, encontramos una verdad oculta; las familias ni tan siquiera tienen libertad real para “crear” la demanda. Y esto ocurre principalmente por un motivo. La normativa de admisión en los centros (ver por ejemplo Extremadura), a pesar de otorgar la libertad para poder escoger varios centros, incluye un condicionante fundamental; la elección prioritaria o primera opción.

Supongamos una familia o alumno cuyo deseo es ir a un centro (C1). Si lo escoge como primera opción y hay plaza, se le asigna. Si, por contra, dos alumnos (A y B) piden plaza en el centro C1 como primera opción, pero sólo queda una plaza, entra en juego la baremación de los criterios de admisión.

El baremo es el algoritmo basado en la equidad que asigna una puntuación en base a criterios como la proximidad, la renta o la existencia de hermanos en el centro. A tiene hermanos en el centro, menor renta familiar y mayor proximidad que B, por lo que se le asigna la plaza en el centro C1.

¿Y qué pasa con B? Pues ve tiene que pasar a su segunda opción (C2). Y en este centro, supongamos, vuelve a pasar lo mismo. Esta vez él y otro alumno (D) quieren plaza en el centro C2 pero sólo queda una. Se barema, ¿no?. Pues depende. Si C ha escogido C2 como primera opción se le asigna la plaza y B se quedaría sin ella, aunque tenga más puntos en el baremo. Injusto, ¿verdad?.

Este mecanismo de admisión por opción prioritaria no sólo es injusto e inequitativo, sino que además genera un mecanismo perverso para familias o alumnos. El sistema incentiva que, en lugar de escoger libremente el centro deseado sin miedo a quedarse sin plaza, se escoja en realidad la más probable, eliminando así su capacidad para expresar sus preferencias libremente (para más detalle ver este artículo).

A nivel normativo, este mecanismo se establece con bastante sutileza, como puede verse en el siguiente ejemplo: “Cuando el número de solicitudes presentadas en el centro seleccionado como primera opción para un curso supere al de plazas escolares vacantes, estas se baremarán (…) según la puntuación total obtenida por la aplicación de los criterios de admisión establecidos en este decreto.” O sea, si la opción no es la primera, no se barema.

Esta forma de asignar es la que provoca que cada año a más del 90% de las familias les toque la primera opción. ¿Es tan eficaz la AE como para saber anticipadamente, con una fiabilidad del 90%, la oferta de plazas que van a pedir las familias como primera opción?. Evidentemente no. Es el proceso de admisión el que obliga a las familias a escoger la plaza que la AE quiere. Y lo hace obligando a familias y alumnos a escoger la opción que es más probable que les toque so pena de quedarse sin plaza en ninguno de los centros que les gusta.

Literalmente, la normativa de escolarización de las respectivas AAEE pone un precio muy muy alto en la elección. Y lo hace, mayoritariamente, para mantener un férreo control de la oferta educativa, no sea que la demanda “real” nos diga que lo que la ciudadanía quiere es cerrar este centro y aumentar plazas en el otro, con lo complicado que resulta todo ello a nivel organizativo, de recursos humanos y administrativo.

De este mecanismo y sus nocivos efectos se han encargado de hablar largo y tendido Lucas Gortazar y Álvaro Ferrer en este informe.

Así, a modo de conclusión, llama la atención que se haga una batalla tan enorme por controlar la oferta educativa bajo el halo del “derecho a la libertad” cuando ni tan siquiera existe un derecho real a expresar las preferencias en la demanda. Un factor que condiciona la elección, quiero recordar, que afecta a todo el alumnado con independencia de la red a la que nos refiramos. En el ejemplo anterior da igual que los centros sean dos públicos, uno público y uno concertado o dos concertados.

Lo más sorprendente de todo es que modificar el régimen jurídico del proceso de admisión resultaría sencillo y el único coste asociado es puramente informacional, ya que la oferta es muy rígida y no va a cambiar (1). El único coste es saber qué centros son más preferidos y cuáles no.

Por ello, la libertad de elección de centro ni ha existido, ni existe, ni va a existir. Los debates centrados en la demanda social o el cierre de 10 aulas por aquí o por allá son cuestiones parciales son quimeras que alimentan la polarización y que en poco o nada afectan a una familia. Una falacia ideológica contada por grupos de interés llena de ruido y de furia.

La libertad de elección de centro en la LOMLOE: una batalla ideológica (3/4)

La primera y segunda parte de este artículo pueden leerse aquí y aquí.

A la hora de reformar una ley orgánica en educación es imprescindible minimizar los aspectos ideológicos para evitar la oposición frontal a la misma. Vamos, lo opuesto de lo que suele ocurrir en España. La LOMLOE no ha sido una excepción y oposición es lo primero que encontró en la llamada “Marea Naranja”, un movimiento que llamaba “a las movilizaciones para defenderse que atenta contra el pluralismo educativo y de cercena la libertad de las familias para elegir la educación de sus hijos”. Es en esta supuesta libertad donde se encuentra una de las claves de la batalla ideológica que se está librando.

La Constitución Española recoge en su artículo 27. 2. “La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”. Por último, el punto 4 reza que “La enseñanza básica es obligatoria y gratuita”.

En la interpretación de estos dos puntos está el origen de una de las mayores confrontaciones ideológicas de nuestro país: escuela pública vs escuela concertada. Los defensores de la concertada consideran que el punto 2 requiere garantizar plazas de financiadas con fondos públicos en centros, en su mayoría religiosos, con los que se establece un régimen de conciertos.

Los defensores de la pública consideran que mientras los centros concertados cobren cuotas complementarias se están creando barreras de entrada que reducen la equidad del sistema, incumpliendo así el punto 4. Si se permite el cobro no hay libertad real de elegir para aquellos que no se lo puedan permitir (punto 4), pero si desaparecen los conciertos no hay pluralidad en la oferta ni libertad para elegir distintos modelos (punto 2).

Resulta paradójico que un país siga estancado en un debate tan anacrónico teniendo en cuenta que el régimen de conciertos está regulado por un Real Decreto de 1985, que la financiación de los concertados debería aumentar considerablemente para siquiera empezar a plantear la gratuidad o que una parte importante de los incrementos de financiación educativa se destina a cuestiones no puramente educativas como las servicios complementarios, la adquisición de libros y materiales digitales o las infraestructuras. Pero ese es un debate para otro día. Volvamos a la libertad.

La última batalla ideológica de la libertad educativa pivota sobre la demanda social. Esto es, la consideración de las peticiones de alumnos y familias por parte de la Administración Educativa a la hora de ofertar plazas en centros públicos y concertados.

En un contexto de bajísima natalidad y exceso de oferta, la lucha por cada una de estas plazas no es una cuestión trivial. Para poner cifras al problema, entre el curso 14/15 y el 20/21 el número de alumnos de infantil y primaria se ha reducido en más de 300.000, lo que equivale a más de 10.000 aulas. Una tendencia que continuará y que va a recrudecer la guerra por las plazas no sólo entre redes (pública y concertada), sino entre centros de una misma red.

Pero volvamos a la cuestión normativa. La LOMCE, en 2013, recogía en su artículo 109.2 que “Las Administraciones educativas programarán la oferta educativa (…) teniendo en cuenta (…) la oferta existente de centros públicos y privados concertados y la demanda social.A su vez, se eliminó el punto 5 del texto original LOE, que decía que “Las Administraciones educativas promoverán un incremento progresivo de puestos escolares en la red de centros de titularidad pública”.

Tanto la introducción de la demanda social como la supresión del punto 5 suponían modificaciones importantes. La no prevalencia de las plazas públicas junto con el criterio de demanda social permitían a una Administración Educativa eliminar aulas públicas y mantener concertadas en una misma zona si éstas últimas tenían mayor demanda. Sin embargo, la LOMLOE regresa a la redacción original de la LOE, lo cual como hemos visto levantó ampollas en un nada desdeñable sector de la comunidad educativa. El objetivo era “corregir los efectos nocivos”, en términos de equidad, que la LOMCE había tenido en el sistema.

En primer lugar, hay que recordar que la redacción de la LOMCE sobre cómo planificar la oferta educativa respetando la libertad de las familias no supuso en todo caso un descenso de la equidad ni un aumento de la concertada. Desde que entró en vigor la LOMCE (2013) en Andalucía, por ejemplo, el reparto entre plazas públicas y concertadas ha permanecido inalterado en torno al 80% y 20%, respectivamente.

En segundo lugar, es importante resaltar que la no inclusión en la LOMLOE de la demanda social como criterio de planificación de la oferta no impide que una Comunidad Autónoma pueda incluirla, como ha ocurrido en Andalucía. Esta CA modificó  el RD 21/2020 para adaptarse a la LOMLOE sin eliminar la demanda social como criterio de planificación del texto original (artículo 4).

Y esto es así porque, al final, quien gestiona tanto la oferta como los criterios de admisión son las Comunidades Autónomas sea cual sea la normativa estatal. Con la LOMCE, en el período 2015-2018, en Madrid aumentó el ya de por sí alto nivel de segregación por el diseño de su baremo, mientras que en Murcia, con un gobierno del mismo signo, se redujo considerablemente.

Y todo ello fue consecuencia del inmenso margen de actuación que la normativa nacional otorga a las CCAA. Son estas las que establecen el número de plazas, las zonas de escolarización o los criterios de planificación y de admisión, entre otros. Y ese margen ni cambió con la LOMCE ni ha cambiado ahora con la LOMLOE. Por poner un ejemplo, no hay ningún impedimento legal para que, en un municipio de 10.000 habitantes con tres centros, uno con comedor y actividades extraescolares y dos sin ellas, la CA decida crear tres zonas y así favorecer que los habitantes del municipio se inclinen hacia el centro de su zona en lugar de elegir el primero.

No hay marco legislativo al que agarrarse para denunciar que esa participación viola el principio de libertad de elección de los habitantes del municipio frente a los de una capital de provincia que puede tener, por ejemplo, 20 centros en una misma zona. Así que por mucho que se quiera hacer guerra con el tema de la demanda social, la realidad es que poco o nada de la escolarización depende del contenido de la ley orgánica.  Algo que, como era de esperar, ni ha cambiado ni tiene visos de cambiar.

Mascarillas ¿obligatorias?

El pasado martes 19 de abril, el ejecutivo aprobó el Real Decreto 286/2022 por el que se puso fin a la obligatoriedad del uso de mascarillas en interiores vigente desde principios de la pandemia.

Las mascarillas, sin duda, han sido el signo de distinción de estos últimos dos años. Dieron lugar a polémicas por su escasez a inicios de la crisis sanitaria, han sido causantes de escándalos políticos en la capital, fue cuestionada sobre todo a finales del año pasado por su dudosa eficacia en exteriores y, sin duda, ha sido el complemento de moda de los últimos años.

No obstante, la mejora de la situación epidemiológica no tanto por el descenso de los contagios -que como ya se ha visto fluctúa inevitablemente ocasionando diferentes olas de contagio-, sino por las altas tasas de vacunación, la baja presión hospitalaria y, en definitiva, por la menor gravedad de sus síntomas nos han ido conduciendo a la práctica “gripalización” de la enfermedad.

Poco sentido parecía tener obligar a portar la mascarilla en interiores cuando hace unas semanas se acordaron medidas -en principio más drásticas- hacia una normalización de la enfermedad, como es el caso del fin del recuento de los contagios de menores de 60 años y de los aislamientos de los contagiados asintomáticos o con síntomas leves.

De hecho, más de la mitad de los países de la Unión Europea ya han acordado la eliminación del uso obligatorio de mascarilla en interiores (entre otros, Reino Unido, Bélgica, Suecia, Países Bajos, Noruega, Dinamarca, Finlandia y Francia) e incluso en algunos lugares nunca llegó a ser obligatorio (como es el caso de Florida).

Concretamente, la nueva norma española ha regulado esta cuestión en un artículo único en el que ha establecido tres supuestos en los que será preceptivo el uso de la mascarilla para los mayores de seis años: (i) en los centros, servicios y establecimientos sanitarios, (ii) en los centros sociosanitarios para los trabajadores y visitantes, y (iii) en los medios de transporte aéreo, por ferrocarril o cable, en los autobuses y en los medios de transporte público de viajeros.

Por lo tanto, a excepción de esos tres supuestos, en ningún caso será obligatorio el uso de la mascarilla en interiores.

Sin embargo, esta última semana algunos centros de estudios -como es el caso de la Universidad de Valencia- han impuesto el uso obligatorio de la mascarilla en el interior de sus aulas. Parece evidente que, puesto que el Real Decreto no permite exigir el uso de la mascarilla y siendo la resolución de la Universidad de rango inferior al Real Decreto, los centros educativos no tendrán más remedio que recomendar e incentivar su uso, pero en ningún caso podrán obligar.

Más complicada es la cuestión en el entorno laboral. Son muchos los medios de comunicación que han asegurado que las empresas pueden obligar a sus trabajadores a utilizar la mascarilla en su puesto de trabajo cuando los responsables de prevención de riesgos laborales determinen la necesidad de la implementación de esta medida.

Esta presunción se debe a que en el expositivo del Real Decreto se incluyó lo siguiente:

“En el entorno laboral, con carácter general, no resultará preceptivo el uso de mascarillas. No obstante, los responsables en materia de prevención de riesgos laborales, de acuerdo con la correspondiente evaluación de riesgos del puesto de trabajo, podrán determinar las medidas preventivas adecuadas que deban implantarse en el lugar de trabajo o en determinados espacios de los centros de trabajo, incluido el posible uso de mascarillas, si así se derivara de la referida evaluación”.

La norma parece abrir las puertas a las empresas a que, en función de las condiciones del puesto de trabajo y los posibles riesgos laborales, implementen la obligatoriedad del uso de la mascarilla.

El quid de la cuestión es que esta supuesta flexibilidad que se otorga a las empresas no tiene, en realidad, ningún valor normativo por haberse recogido en la exposición de motivos de la norma, ya que es cuestión pacífica en el Tribunal Constitucional que el preámbulo de una norma no tiene valor normativo aunque es un elemento a tener en cuenta en la interpretación de las Leyes (STC 36/1981, de 12 de noviembre; STC 150/1990, de 4 de octubre; STC 90/2009, de 20 de abril; etc.).

Por lo tanto, por mucho que parezca que el preámbulo del Real Decreto permite que se establezcan estas medidas en el entorno laboral, la realidad es que no tiene carácter vinculante y que únicamente podrá ser exigible -con base en esta norma- en los tres supuestos en los que se excepciona la derogación de la mascarilla en interiores en su artículo único.

Cuestión diferente es si las empresas o empleadores podrían recoger en su política interna corporativa la obligatoriedad de usar mascarilla en el puesto de trabajo, del mismo modo que pueden exigir el uso de un uniforme o establecer un código de vestimenta.

Es amplia la jurisprudencia que ha interpretado esta cuestión y ha declarado que es posible establecer ciertos códigos de vestimenta a los trabajadores, atendiendo siempre a criterios razonables, objetivos y proporcionales. Personalmente, no encuentro razón para no extender estas “normas de vestimenta” de la política interna de una empresa a las mascarillas, ya que es patente que su uso puede afectar, tanto positiva como negativamente, a la imagen del negocio y a la captación de clientela del mismo modo -o incluso más- que la ropa (imaginemos el caso de los camareros de un restaurante, los dependientes de un establecimiento o los empleados de una empresa farmacéutica).

Por supuesto, como todo poder de restricción de los derechos individuales, tiene sus límites, puesto que estas políticas internas no pueden ser discriminatorias con sus trabajadores (STSJ de Madrid de 17 de marzo 2015). Aunque, en estos casos suscita ciertas dudas qué podría considerarse discriminatorio o, en su caso, proporcional: ¿es razonable, por ejemplo, exigir el uso de las mascarillas únicamente a los empleados que no estén vacunados?

Al final, todo dependerá de criterios subjetivos de lo que cada empleador, personalmente, considere proporcionado y razonable y tendrán que ser, una vez más, los tribunales los que analicen y decidan sobre cada caso, por lo que es muy probable que estalle una nueva ola de reclamaciones, tanto por los defensores de su uso obligatorio como de los detractores.

En mi opinión, creo que -como dijo Franklin D. Roosevelt- “en política, nada ocurre por casualidad” y el hecho de que la posibilidad de imponer su uso en el trabajo no se incluyera en el articulado, sino en el preámbulo de la norma no se debe a un error, sino que responde a una voluntad muy evidente del ejecutivo de eximirse de futuras reclamaciones y de “escurrir el bulto” de las eventuales responsabilidades a los empleadores. Aunque tampoco descartaría que se deba a un simple desconocimiento de los principios constitucionales, ya que como establece el Principio de Hanlon: “nunca atribuyas a maldad lo que se explica adecuadamente por la estupidez”.

A fin de cuentas, esto tan solo es un detalle más de la mala gestión de la pandemia, caracterizada por el caos normativo, ambigüedad y, en definitiva, inseguridad jurídica. Tristemente, son estos pequeños detalles los que acaban perjudicando y degradando la imagen de las instituciones y mermando la confianza de los ciudadanos en el Estado de derecho y las normas. Pero poca responsabilidad y rigurosidad cabe esperar cuando los encargados de crear las leyes no esperan rendir cuentas más allá de las próximas elecciones.

La semilealtad de Pedro Sánchez

“La democracia es el engendro del despotismo”, dijo Frazier, mientras discutía con sus invitados acerca de las virtudes de su comunidad frente a los inconvenientes de un sistema democrático (B. F. Skinner, Walden Two). No dejaba de tener parte de razón. La democracia dejada a su aire, anegada en la suma y resta de voluntades individuales, no constituye sino un error cuyo único principio rector se asienta en que las decisiones se adopten de acuerdo con la regla de la mayoría, con independencia de aquello que se decida. Si se entendiera de este modo, la democracia no sería sino expresión del despotismo de la mayoría.

La única manera de evitar los excesos del imperio de la mayoría, es la de establecer límites a su ejercicio. Si bien, estos no pueden imponerse desde fuera a quien definimos como soberano, el pueblo, pues si así se hiciera, dejaría de serlo. Este es el primer problema con el que nos enfrentamos cuando hemos de concebir qué sea la democracia y el punto central sobre el que la misma se constituye, la soberanía del pueblo. Solo es posible evitar esa dificultad si fuésemos capaces de pensar ese poder en términos normativos. Esto supone que el poder político, especialmente el del gobierno, se diseñe de manera condicionada, lo que implica que solo pueda actuar justificadamente por medio del derecho.

Cuando se tacha al presidente del Gobierno de tu país como semileal, parece que se afirmara que actúa de alguna manera al margen o frente al mismo derecho. Sin embargo, nuestro presidente ha sido elegido democráticamente y de acuerdo con los procedimientos establecidos por nuestra norma fundamental. Una vez celebradas las elecciones, nuestra Constitución afirma que en los supuestos constitucionales en que procede, el candidato a la Presidencia del Gobierno expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la Cámara. Si el Congreso se la otorgara, el Rey ha de nombrarlo. La función del presidente consiste en dirigir la acción del Gobierno que, a su vez, ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes. Así pues, el presidente encabeza el poder ejecutivo que emana, como los otros dos poderes del Estado, el legislativo y el judicial, del pueblo español, en quien reside la soberanía nacional, cuya voluntad se expresa en las urnas por medio del ejercicio del derecho de participación por parte de la ciudadanía. Asimismo, la propia Constitución recuerda que el Gobierno ha de perseguir el interés general.

La prueba de la lealtad que una persona o un partido tiene con un régimen democrático se encuentra en “el compromiso público [que posee para] emplear medios legales a fin de llegar al poder y rechazar el uso de la fuerza” (J. Linz, La quiebra de las democracias). Por eso, se puede calificar a aquellos grupos políticos “que cuestionan la existencia del régimen y quieren cambiarlo”, como oposición desleal. Esto habría que entenderlo en consonancia con lo anteriormente afirmado, es decir, que ese cambio de régimen se llevaría a cabo al margen de la ley e incluso mediante el uso de la fuerza.

Sin embargo, Linz afirma que el proceso de quiebra de la democracia no se explica solo por el papel que desempeñe una oposición desleal, sino que también puede acontecer por el que lleve a cabo una oposición semileal. Cuando trata de explicar qué es en lo que consiste esa semilealtad de la oposición, considera que no solo cabe atribuirla a la oposición, sino que también se puede predicar de los mismos partidos de gobierno. Esto es lo que sucedería en el caso de que el presidente del Gobierno hubiera conseguido “el apoyo de partidos que actuaron deslealmente contra un Gobierno previo”. Además, se ahonda en esa semilealtad, cuando se muestra mayor afinidad hacia “los extremistas”, que “con los partidos moderados”.  Dice Linz que en estas circunstancias “la sospecha de semilealtad es casi inevitable”. La consecuencia de los pactos con fuerzas “que la oposición dentro del sistema percibe como desleales”, conducirá, en su opinión, a la polarización.

Justamente, este es nuestro caso, un Gobierno que se apoya en partidos desleales, con los que se encuentra en una situación de mayor proximidad que con aquellos que defienden nuestro sistema constitucional. Este proceder ha generado una sociedad absolutamente polarizada. ERC, aunque no solo este partido, participó en el intento de golpe de Estado llevado a cabo entre septiembre y octubre de 2017 en Cataluña y actuó de manera desleal con el Gobierno previo al de Sánchez. Bildu posee una trayectoria de deslealtad con el sistema democrático que ha durado décadas. Hoy siguen celebrándose ongi etorris, los homenajes que se realizan para recibir en sus pueblos a ex terroristas que nunca se arrepintieron de lo que hicieron ni colaboraron en la resolución de los crímenes pendientes, casi la mitad de ellos. Estos actos persiguen la glorificación y legitimación de sus acciones de terror, es decir, la justificación del asesinato político. No es posible sostener que esos homenajes sean correctos, por más que ni estén prohibidos ni se ilegalicen. Ni el crimen político ni su defensa caben en una democracia que se considere sana. La democracia tolera la discrepancia, pero siempre dentro de la ley. La ley está para cumplirla, pero también para cambiarla, si es que nos parece inadecuada, pero nunca para violentarla. Se trata, pues, de dos formaciones políticas desleales que constituyen parte de la mayoría parlamentaria que aguanta al Gobierno. El caso de Unidas Podemos es diferente pues si bien cuestionan la existencia del régimen de 1978 al no reconocer la soberanía del pueblo español y defender el derecho de autodeterminación de los diferentes pueblos de España, es cierto que no han actuado, por ahora, al margen de la ley ni han usado de la fuerza.

Sánchez se apoya en partidos desleales, que actuaron al margen del derecho o lo hicieron mediante el uso directo de la fuerza, que siguen reivindicando de manera torticera. El presidente sostiene el Gobierno, que es el de todos, con partidos que actuaron deslealmente frente a Gobiernos previos, a pesar de lo cual, muestra por ellos una mayor cercanía, que la que posee por adversarios, que, pensando distinto, son leales con el sistema constitucional. Finalmente, gobierna en coalición con quien cuestiona la existencia del régimen y quiere cambiarlo.

Esto nos lleva a concluir que el partido de gobierno y, en consecuencia, quien lo preside, es semileal. Esta actitud es la que explicaría ciertos comportamientos del ejecutivo. Un Gobierno que indulta, sin entrar ahora en las razones en las que se apoyó, a políticos desleales que actuaron al margen de la legalidad y que afirmaron que volverían a hacerlo; un Gobierno que otorga o facilita que se concedan beneficios penitenciarios a ex miembros desleales de una banda armada, pues usaron de la fuerza, el asesinato político, para conseguir sus fines, sin que hayan mostrado,  todo lo contrario, el más mínimo arrepentimiento ni colaboración con la justicia, un Gobierno que no presta la atención debida a las resoluciones judiciales. En definitiva, un Gobierno que posee dos almas, una de las cuales defiende la destrucción de nuestro sistema constitucional y la creación de una alocada confederación de no se sabe qué.

La condición de este Gobierno fomenta el clima de polarización que vive nuestra sociedad, así como conduce a que encuentre una gran dificultad a la hora de afirmar su autoridad, pues resulta contradictorio que esta se asiente en quienes quieren destruirla. Todas estas son, finalmente, las razones que explican el momento delicado que padecemos, en el que aquellos que quieren demoler el Estado, se han sumado a su dirección de la mano de quien es semileal con nuestro Estado democrático de derecho.

No pierda el tiempo escribiendo al Presidente

Si usted visita la web de la Comisión Europea podrá comprobar que hay un enlace, bien visible, denominado Los responsables políticos de la Comisión Europea, en el que viene amplia información sobre cada uno de los integrantes del colegio de comisarios. Cada uno de ellos tiene una dirección de correo electrónico a la que usted puede dirigirse. Además, entre otras informaciones, aparece detallada la composición del gabinete de cada uno de ellos, también con su dirección de correo electrónico.

Sin embargo, si usted visita la web de La Moncloa, es decir, de nuestro Gobierno, comprobará que hay un enlace a la composición del Gobierno. Ningún miembro del Gobierno hace público su correo electrónico, ni la composición de su gabinete.

El presidente del Gobierno tiene un “Formulario de contacto con el presidente del Gobierno (Escribir al Presidente)”. La práctica dice que si usted, por ejemplo, escribe a la presidenta de la Comisión Europea sobre un asunto relacionado con el Mercado Interior, o con la fiscalidad, lo más seguro es que –aparte de darse por enterada del asunto- reciba una contestación (nunca una carta-tipo) del miembro de la Comisión responsable de la materia tratada, puesto que el gabinete de la presidenta habrá remitido su escrito al servicio competente. Nunca le contestarán, desde la presidencia, que sea usted el que deba dirigirse, de nuevo, al órgano responsable. Rige, además, el Código Europeo de Buena Conducta Administrativa “Artículo 15. Obligación de remisión al servicio competente de la institución”.

El 2 de marzo de 2015 el profesor Jesús Alfaro Águila Real nos contó su experiencia epistolar con el entonces presidente del Gobierno, en su artículo “Por imbéciles, nos toman por imbéciles”:

 

“Mandé al Presidente una propuesta de Ley de designación de cargos públicos. Unos meses después me contesta con una carta-tipo en la que, por supuesto, no aborda la cuestión planteada en mi escrito y se limita – se ve – a contestar “según el tema”. Se ve que en el gabinete responden estereotipadamente en función del tema al que se refiera – o crean los funcionarios que se refiere – la solicitud del ciudadano y la mía entró dentro del capítulo de “corrupción.

Y empiezan a mentir

“Queremos indicarle que todos los escritos y expedientes recibidos en la Presidencia del Gobierno son analizados y contestados de forma individualizada por este Gabinete, tratando siempre de proporcionar la máxima satisfacción a las cuestiones planteadas por los ciudadanos. Por otra parte, el importante número de escritos recibidos motiva que, en ocasiones, el tiempo de respuesta sea mayor del que nos gustaría…”.

Desde entonces la cosa ha empeorado. Se remite al presidente del Gobierno una propuesta en relación a la reciente Comunicación del Tribunal Supremo ““La Sala de Gobierno del Tribunal Supremo constata la situación límite de la Sala Tercera y acuerda medidas para evitar el colapso”, en la que se proponen unas pertinentes medidas legislativas. Desde “Moncloa” se recibe la siguiente respuesta:

“Queremos agradecerle que se dirija a la Presidencia del Gobierno para compartir sus consideraciones en materia de justicia. En relación a sus aportaciones, de las cuales tomamos nota, le sugerimos que las ponga en conocimiento del Ministerio de Justicia a través de las vías que encontrará en la siguiente dirección web.

Apreciando su contribución e interés, quedamos a su disposición y le hacemos llegar un cordial saludo”.

 

Se le contesta:

“He de decirles que en cualquier país de la Unión Europea que respete a sus ciudadanos, cuando se tiene la molestia de dirigirse al Presidente del Gobierno, éste traslada las peticiones al Ministro/a u órgano competente.

No pienso dirigirme al Ministerio de Justicia, pues su contestación me parece una falta absoluta de respeto a los ciudadanos y un cas de mala administración”.

Como concluyó el profesor Alfaro en su post de 2015: “¿Por qué no suprimen el buzón de presidencia? Si no puedes atenderlo como se merece, mejor no lo tengas y lidia como puedas con las cartas “espontáneas” que lleguen a La Moncloa. Pero mentir está muy feo”.