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Reformar las oposiciones: sí, pero ¿cómo?

Hace pocos días salió la noticia de que Sumar proponía sustituir las oposiciones del “ámbito de la carrera judicial”, es decir jueces y fiscales. La reforma del sistema de oposiciones es algo que puede contribuir a un mejor funcionamiento de la administración. Es evidente que cualquier sistema es mejorable y que el progreso exige cambios. Pero si en general hay que tocar las leyes “con mano temblorosa” (como decía Montesquieu), más nos tiene que temblar en este caso, por varias razones. 

En primer lugar, porque las oposiciones son objetivas, y eso en nuestro país es raro e importante. Es raro porque aún en el ámbito privado España es uno de los países occidentales donde más personas encuentran trabajo a través de contactos. Mucho peor es la situación en el ámbito público: el informe de Hay Derecho sobre directivos de entidades públicas (el dedómetro) revela cómo los criterios de mérito y capacidad apenas se utilizan en su selección. Las oposiciones y el MIR son unos de los pocos sistemas objetivos de selección que existen en nuestro país. Esto permite la selección de los mejores, la movilidad social, y la independencia frente al poder político. Son falsas las acusaciones de corporativismo o elitismo: la estadística demuestra que el 95% de los jueces no tienen ningún familiar en el mundo judicial y que en una gran proporción no tienen dos progenitores universitarios.  

La elección de los funcionarios públicos por el criterio de mérito y capacidad se debe considerar como una de las bases del Estado de Derecho. Por tanto, cualquier reforma tiene que garantizar la misma o mayor objetividad. Por eso preocupa que los políticos, a los que vemos diariamente elegir para empresas y tribunales a sus amiguetes, pretendan cambiar el sistema de oposiciones. Es particularmente alarmante que solo se quiera cambiar el sistema para jueces y fiscales, y no todas las oposiciones estatales equiparables. Además, no se entiende bien el sistema de selección que se propone: se habla de un MIR jurídico, es decir de un examen para todos los licenciados en Derecho. Algo parecido se hace en Alemania pero la propuesta habla de un segundo examen y de una preocupante “solicitud ante el Ministerio de Justicia”. En todo caso, un cambio como éste requeriría una modificación sustancial del sistema de acceso y formación en buena parte de la administración pública y una planificación a largo plazo. 

En segundo lugar, hay que tener en cuenta que, aunque mejorable, el sistema consigue una preparación de un nivel alto y uniforme. Todo el mundo admite que jueces, notarios, fiscales, registradores, abogados del Estado, etc…  tienen una alta competencia jurídica. Puede que el sistema sea excesivamente memorístico, pero lo cierto es que la memoria es un instrumento imprescindible para el conocimiento. Dominar la regulación permite hacer relaciones, comprender el sistema en su conjunto, y también razonar y sacar conclusiones. La memoria funciona más por asociación que repetición y por tanto, fuera de casos borgianos totalmente excepcionales, es casi imposible memorizar sin comprender, ni de retener sin relacionar. Además, casi todas las oposiciones tienen pruebas que son casos prácticos que evalúan la capacidad de comprensión, razonamiento y redacción. Miguel Pasquau, Magistrado y profesor, contraponía en este artículo en El Pais  su preparación de  profesor universitario con la del opositor (anacrónica, memorística y recitativa). Sin embargo, no parece que la selección universitaria, lastrada por la endogamia y la parcialidad, sea un ejemplo. Mi experiencia es que en el ámbito académico llegan a profesor o catedrático personas muy brillantes (como el propio Pasquau) y otras con escasísimos conocimientos, capacidad de análisis y comunicación. Este es el resultado acostumbrado de la falta de objetividad . 

Todo lo anterior no quiere decir que no se deba reformar el sistema. Creo (con Sumar) que el esfuerzo que exigen estas oposiciones es excesivo. No es razonable que la media para obtener plaza sea de más de 4 años en casi todas ellas, y de más de 6 en algunas. Pensemos en que muchos opositores pasan ese tiempo o más y nunca las aprueban. Como propone Pasquau, el temario se debe reducir: suprimiendo las instituciones que apenas se utilizan en la práctica (servidumbres legales, ausencia y tantas otras); y reduciendo el número de temas y su extensión, para concentrarse sobre todo en los principios, conceptos, y naturaleza de las distintas instituciones. Se puede plantear que los exámenes no sean orales, aunque en todo caso la memoria es necesaria y el tipo test también termina siendo memorístico y tiene sus propios problemas. También estoy con Pasquau en que hay que corregir la anomalía de que jueces y fiscales no tengan un ejercicio práctico. Pero hay que evitar cualquier prueba que pueda introducir un elemento de discrecionalidad: da verdadero miedo que la propuesta de Sumar hable de evaluar otras habilidades “como la empatía o la inteligencia emocional”. 

Otros cambios sencillos pueden mejorar el proceso de selección y el atractivo de las oposiciones. Se debe ampliar el sistema de becas. Hay que reducir el número de ejercicios para acortar las oposiciones (muchas terminan más de 6 meses después del primer examen). Se debe garantizar la convocatoria anual y unificar las que tuvieran una parte común: se hizo en el año 2000 para jueces y fiscales y debería hacerse con notarios y registradores, que tienen un programa muy semejante (más propuestas en estos artículos de Alfonso Madridejos aquí y aquí)

En resumen, es oportuno estudiar cómo reformar el sistema de oposiciones, pero el de todas ellas, y se puede hacer de manera sencilla y eficaz, sin cambios revolucionarios. El nuevo sistema puede garantizar un conocimiento profundo -aunque no enciclopédico- del Derecho y permitir seleccionar a los mejores con una preparación que no debería exceder de 2  años. Pero sobre todo es preciso mantener su carácter objetivo. Seamos conscientes de que los políticos tratan siempre de extender su red clientelar en perjuicio de la igualdad, la eficiencia y la independencia de los funcionarios -muy especialmente la de los del poder judicial-. Estemos muy vigilantes. 

 

¿La intrepidez de las nuevas oposiciones? Los inspectores de Hacienda alertan sobre los cambios en los procesos selectivos

En estos tiempos que vivimos, hablar de educación o de formación en España es como hablar de qué ingredientes tiene que llevar una paella para que sea perfecta. Unos dicen que la auténtica es la de carne y verdura, otros, que la verdadera tiene que llevar marisco y, por fin, están los muy intrépidos y originales, quienes utilizan cebolla o chorizo en su elaboración, algo que se considera más que un sacrilegio para cualquier valenciano que se precie.

En el plano de  la educación ocurre lo mismo y así los intrépidos y más originales buscan aventurarse con fórmulas que desprecian lo aprendido durante siglos, tachando todo lo que no está en su línea como rancio y anquilosado en el pasado.

En el ámbito de la formación de los funcionarios defender la formación y preparación tradicional equivale, para los poseedores de la verdad, a estar desfasado, desacompasado a los tiempos actuales y, en definitiva, no estar a la altura de la “modernidad” que se busca en España y que, dicen, Europa nos demanda.

Que Europa diga que hay que modernizar la Administración no significa que tengamos que aceptar técnicas trasgresoras aplicables en el ámbito de lo privado. Nadie en su sano juicio que trabaje en la Administración pública desprecia la importancia de la negociación, del trabajo en equipo o de la empatía con el ciudadano pero todos sabemos que la Administración no es una empresa privada ni debe utilizarse por los políticos a su antojo, por lo que cuanto más subjetiva sea la técnica de selección, más peligro entrañará desde el punto de vista de la politización del funcionario.

El funcionario público tiene que seleccionarse por criterios objetivos y de alta cualificación. Justo lo contrario de lo que se plantea en el Acuerdo firmado el 3 de noviembre de 2022 entre el Ministerio de Hacienda y Función pública, y algunos sindicatos, en el que aparece una prueba piloto que ya ha visto la luz en el BOE por el que se ofertan las plazas de promoción interna del cuerpo superior de funcionarios de la Escala técnica de los Organismos autónomos del Estado. Los antecedentes de esta intrepidez están en el entonces Ministerio de Función pública, dirigido por el Sr. Iceta, quien planteó, en el año 2020, basándose en las “demandas” europeas, una modernización de dicha función pública que tuvo como base, (mal comienzo), el desprestigio de nuestros sistemas de oposición, tan alabados en el extranjero, pero tan despreciados entre nuestros propios compatriotas, como suele ocurrir en nuestro país con casi cualquier cosa.

Sobre esa base de la modernización, el Ministerio planteó unos grupos de trabajo que debatieron el futuro de los procesos de selección, y donde, como era de esperar, no tuvieron cabida las asociaciones de cuerpos superiores de la Administración General del Estado (AGE), a los que curiosamente no se les consideró lo suficientemente expertos en este campo. Sin embargo, en estos debates sí se dio voz a otras personas, representantes del mundo académico, de la Administración local y, excepcionalmente, con algún elegido (a dedo) de la AGE, quienes llegaron a la conclusión de que España no estaba a la altura de las circunstancias y que había que modificar, radicalmente, el proceso de selección, sobre la base de dos nuevos criterios nunca vistos anteriormente en España: la subjetividad y la baja cualificación.

Un paso más se ha dado con el Anteproyecto de Ley de Función Pública que vuelve a tocar el asunto, llegando a poner en entredicho, por mucho que se repita hasta la saciedad (dime de qué presumes y te diré de qué careces), los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad en la selección de funcionarios.

En el caso particular de las oposiciones a Inspector de Hacienda del Estado, como ocurre con otros cuerpos superiores de la AGE, el peligro está en que no existe ninguna normativa que especifique, con detalle, los tipos de ejercicios que tienen que incluirse en el proceso de selección y que actualmente se concentran en cinco exámenes, tres teóricos  (un escrito y dos orales) y dos prácticos (dictamen y matemáticas y contabilidad), así como una prueba de idiomas. A estas pruebas de oposición se añade un curso selectivo de 10 meses que constituye una prueba práctica fundamental para el aprendizaje de la profesión que va a desarrollarse en el futuro.

Estos ejercicios podrían modificarse o eliminarse a placer sin estar incumpliendo ningún tipo de norma porque, sencillamente, ésta no existe. Y la tendencia a la que venimos refiriéndonos, ya plasmada de facto en la “prueba piloto”, elimina este tipo de ejercicios orales y escritos que se sustituyen por  pruebas que demuestran, como afirmamos, que se produce claramente una rebaja de nivel y una introducción de criterios subjetivos en la selección del funcionario.

En primer lugar, se plantea en la fase de oposición un único examen tipo test y unas preguntas adicionales, a modo de “reserva”, para el caso de que se anule alguna o varias de las planteadas en el examen de oposición.  En segundo lugar, un curso selectivo en el que los alumnos deben demostrar conocimientos prácticos y habilidades competenciales, refiriéndose expresamente la convocatoria a términos tan inconcretos y difusos como el “equilibrio emocional” y la “proactividad” o “el aprendizaje competencial”, conceptos todos ellos que ya constituyen el mantra de todo aquél que quiera hablar de modernización de la Administración pública sin ser despreciado.

En definitiva, y dicho en román paladino, una rebaja de nivel en toda regla que ha provocado una avalancha de opositores, como nunca antes se había visto, deseosos de lograr lógicamente la tan ansiada plaza de este cuerpo superior.  A eso sí que se le llama “captar talento”.

Las originalidades, como ocurre con la paella, suelen tener consecuencias no deseadas. Las reflexiones y debates son importantes, sobre todo, son positivos cuando éstos se abren a TODOS, y no sólo a unos cuantos. Y, lamentablemente, el desprecio a lo que ya funciona demuestra una ignorancia supina que tendrá unas consecuencias indeseadas en el buen funcionamiento de nuestros servicios públicos. La conclusión de todo esto ya se atisba a lo lejos, y es que España y sus ciudadanos pagarán muy cara esta intrepidez si nuestros responsables, políticos, y quienes pecan por omisión mirando para otro lado sin hacer absolutamente nada por evitarlo, siguen por esta senda.

Fracaso del empleo público como institución

Cuando han transcurrido más de quince años desde la aparición normativa de esa institución bastarda denominada Empleo Público (Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público; hoy en día, TREBEP), bien se puede concluir que su inserción se ha saldado, en términos analíticos, como un rotundo fracaso.

Desdibujada la institución secular de la Función Pública y sumergida en los evanescentes contornos de lo que es esa entidad emergente del Empleo Público, que ya se ha extendido –rompiendo las costuras normativas del propio TREBEP- al sector público empresarial y fundacional (algo que ya hicieron las leyes de PGE de la anterior crisis, y han reforzado la Ley 20/2021, el Real Decreto-Ley 32/2021 y el reciente Acuerdo Marco para una Administración del siglo XXI), el foco de la nueva institución se puso en la dimensión subjetiva (el empleado público), que  se convierte así en el punto determinante del problema, y, por tanto, la finalidad de la institución se reduce a la mejora de las condiciones laborales (muy superiores, por lo común, a las del sector privado), más retribuciones, y más derechos de los empleados públicos. Las responsabilidades, la ética del servicio público o el viejo concepto de los deberes, son cosas del pasado. Ya no interesan. El empleo público ha laboralizado hasta los tuétanos la función pública, difuminando su rol institucional. El paralelismo empresarial trasladado al sector público resulta grotesco.

La tradicional institución de la Función Pública, como su propio enunciado indica, tiene su fundamento histórico en ser una institución del Estado cuya legitimidad democrática implica servir a la ciudadanía como razón última de su existencia. En efecto, en un Estado democrático y social de Derecho en el ADN de la institución de Función Pública está la idea de servicio público efectivo, pues la ciudadanía es su razón existencial. El Empleo Público (creado por el Estatuto Básico del empleado público), sin olvidar retóricamente esos fines, pone por delante la necesidad existencial de atender primero a las exigencias y reivindicaciones de quienes deben prestar tales servicios (empleados); legítimas, pero no existencialmente determinantes. El ciudadano pasa a ser, así, un mero receptor anónimo y pasivo de tales servicios, abandonando su posición central de fuente última de legitimidad del poder burocrático en un Estado democrático, así como de patrono efectivo de quienes prestan tales servicios públicos, pues al fin y a la postre sus emolumentos proceden en última instancia de las contribuciones fiscales de la ciudadanía. En Empleo Público los patronos son los políticos, con los cuales se trata de trenzar una comunión espuria de intereses (partidos-sindicatos) al margen de la ciudadanía. La Administración se traviste de “empresa”, con la gran ventaja de que vive enchufada a los presupuestos públicos y de cuyos resultados nadie al parecer rinde cuentas.

Los subsistemas de empleo público en la AGE y en las administraciones territoriales. 

Bien es cierto que la institución de la Función Pública derivó en diferentes momentos de nuestra historia administrativa en corporativismo, hoy en día aún existente, por ejemplo, en diferentes cuerpos de élite de la Administración General del Estado. La alta función pública de la AGE tiene, en efecto, algunos problemas endémicos de notable gravedad (sistemas de acceso basados en algunos parámetros obsoletos, lejanía y falta de expresión de la diversidad territorial, social y lingüística de España, acantonamiento corporativo en estructuras cerradas e incomunicadas, etc.), que no son precisamente menores, aún así representa en estos momentos el último vestigio de lo que fue una institución tradicional de Función Pública en fase de extinción, lo que es un incentivo más para plantear también su necesaria reforma.

Las Administraciones territoriales (Comunidades Autónomas y entidades locales, entre otras), aparentemente guiadas por un isomorfismo institucional, en la práctica han construido subsistemas de empleo público vicarios en buena medida del poder político de turno, dotados de una evidente falta de capacidades ejecutivas y asimismo de una más que notable imposibilidad fáctica de atraer talento a su sector público, conformando –con mayor o menor intensidad, según los casos- burocracias administrativas generosas en su número y condiciones (mejores que las de la AGE), volcadas al trámite o gestión departamental o sectorial,  a las que se accede  en algunos casos (lo cual es un fuerte déficit) sin especiales exigencias técnicas (tampoco idiomáticas, salvo sus lenguas propias donde las haya), no fomentando, salvo excepciones puntuales y como tampoco lo hace la AGE, la creatividad, la innovación, incluso de la capacidad de iniciativa, por no citar en algunos casos la perversa tendencia a una baja implicación, solo limitada por el esfuerzo siempre generoso de algunos funcionarios clave. El resultado son subsistema de empleo público planos alejados de los desafíos actuales y de la inevitable transformación de lo público. Dicho en palabras más llanas: inservibles, amén de caros, para lo que España y sus territorios necesitan y necesitarán en los próximos años.

Además, el empleo público como institución se retroalimenta a sí mismo. Crea burocracia y cargas administrativa para justificar su propia esterilidad existencial. Lo importante a sus efectos es que haya empleados públicos, cuantos más mejor, lo que hagan y cómo lo hagan pasa a ser una cuestión adjetiva, puesto que atender los servicios públicos, en ese enfoque hoy día dominante, es cuestión de número, no de calidad de las prestaciones ni menos aún de gestión de la diferencia. Sorprende así que en el reciente Acuerdo Marco para una Administración del siglo XXI, suscrito el pasado 19 de octubre de 2022, cuando ya hemos entrado de lleno en la tercera década de este siglo, se hable de “retener y potenciar el talento”, pero no se haga ninguna mención a cómo atraerlo y menos aún a cómo captarlo, como si tal atributo fuera un don de la humanidad en general y de la juventud en particular. El relevo generacional se viste de “juventud”, condición necesaria, pero en ningún momento se habla de atraer a los mejores. Hablar de talento público se ha convertido hoy en día en un mito o eslogan vacío, más aún cuando el sesgo dominante de los actuales procesos de incorporación de efectivos al sector público (unos por exceso formal y la mayor parte por defecto material) van precisamente por el camino contrario. La atracción de la función pública de élite en la AGE convence sobre todo a hijos de altos funcionarios (por razones de estatus), a aquellos que pretenden utilizar el acceso a un cuerpo como trampolín al enriquecimiento en el sector privado o a quienes quieren vivir de la nómina pública el resto de sus días. También los hay que son llamados por la idea de servicio público, pero no tantos como debiera. En el empleo público territorial, la opción dominante es por la comodidad existencial (proximidad) y por la seguridad que proporciona trabajar en lo público, con bajas o inexistentes exigencias de acceso. Tengan claro que nunca habrá talento en el sector público si el acceso está reñido con la gestión de la diferencia y la promoción del mérito. Nada se retiene y menos aún se promueve, cuando no existe. El llamado talento público es expresión hoy en día fortuita de una individualidad, algunas veces incluso extravagante e incómoda en estructuras planas e inservibles, no es una política de recursos humanos de la función pública. No nos engañemos.

Un modelo fracasado. Tres ejemplos: Digitalización, gestión de fondos europeos y (falta de) continuidad de los servicios públicos.

Hay muchos ámbitos donde el fracaso de la institución del Empleo Público se palpa de modo diáfano. Uno de ellos es la digitalización mal entendida, proyectada esencialmente en clave endógena (más recursos tecnológicos para la Administración “electrónica” y más competencias digitales para su personal), con el efecto placebo de mejorar (aparentemente) la eficacia de los servicios internos, pero que, sin darse cuenta, está configurando en muchos casos  una Administración distante  y antipática como fortín inaccesible a la ciudadanía que, tras la fría pantalla y la despersonalización del trato maquinal, está empezando a ofrecer rasgos de fuerte deslegitimación y, por añadidura, también hacia quienes a ella dicen servir. Una Administración Pública que funciona de modo intermitente a pleno rendimiento escasamente siete meses al año, mientras que en el resto del período anual (por cierto, casi toda a la vez) buena parte de su plantilla vaca, disfruta de permisos y licencias, o se construye “puentes o acueductos”, difícilmente puede garantizar el también tópico de la continuidad de los servicios públicos. Guste más o guste menos, con excepciones que sin duda las hay, y por muchas más razones que no se pueden sintetizar aquí, los servicios públicos a la ciudadanía funcionan cada día peor, por mucho de que, tras más de treinta años, se siga insistiendo en la persistencia inútil de modernizarlos (expresión, por cierto, gastada ad nauseam).

Los ejemplos se podrían multiplicar. Pero el más lacerante en estos momentos se halla en el fracaso de conducción y gestión que están suponiendo los fondos europeos vinculados al Plan de Recuperación. Tras casi año y medio desde la aprobación del PRTR por la Comisión, parece obvio resaltar que los fallos de gestión  son clamorosos. Como ya indiqué en su momento, las posibilidades de que tal gestión se atragantara era un riesgo evidente, que parece confirmarse. La Administración General del Estado se echó bajo sus espaldas un pesado fardo de gestión (con evidentes intenciones políticas de rentabilizarlo políticamente en el próximo año electoral), articulando un modelo de Gobernanza cuarteado en Departamentos y con un liderazgo ejecutivo orientado a la fiscalización de los recursos, pero sin apenas liderazgo coordinador efectivo. Además, la AGE pretendía modificar su estructura de funcionamiento a través de la multiplicación de las unidades provisionales de gestión departamental de fondos que tenían como misión captar talento interno en una materia en la que los recursos personales de gestión no abundaban y que más bien había que crearlos ex novo con programas formativos, que han sido impulsados con notable tibieza. Pero lo más serio es que se olvidaba que la AGE  podía tal vez ser una organización con fuertes atributos de concepción y coordinación, pero sin apenas músculo ejecutivo (salvo en departamentos puntuales). Gestionar fondos europeos sin capacidades ejecutivas detectadas, tal como advirtió Mariana Mazzucato, se  convertía así en una misión imposible. Que es lo que está pasando. Unos (AGE) echan la culpa a otros (CCAA) y estos a aquellos. Y la casa sin barrer.

El enorme retraso en el proceso de gestión de fondos europeos se ha pretendido resolver en algunos casos puntuales con el recurso fácil de la externalización. En otros casos se ha acudido a la búsqueda inútil  de “talento externo” (contrataciones) o la captación de directivos temporales provenientes del sector privado (lo mismo que meter un pulpo en un garaje). Llama así la atención que, tanto en la Administración General del Estado como en numerosas Comunidades Autónomas (en algunos casos de forma muy reciente), se haya llegado a la lapidaria conclusión de que no existen recursos personales internos (esto es, que no hay el tan manoseado talento interno del RDL 36/2020) para llevar a cabo tal gestión de fondos europeos. Si una institución de función pública o de empleo público es incapaz de proveer del talento y de la capacidad de gestión necesaria para afrontar un desafío contingente en el que el país se juega parte de su futuro existencial, sencillamente cabe concluir que no sirve para los fines que fue creada.

Los desafíos pendientes y la oportunidad perdida: ¿Reconstruir la Función Pública?

El reiterado Acuerdo Marco para una Administración del siglo XXI, aboga por reformas en el marco legislativo actualmente existente para insertar las mejoras  en el estatuto  de los propios empleados públicos. La visión estratégica de este Acuerdo es muy limitada y timorata. Da la impresión de que se ha perdido una oportunidad histórica para llevar a cabo un verdadero diálogo social estratégico, que pusiera frente al espejo los verdaderos problemas por los que atraviesa esa institución que se rebautizó con el enunciado de Empleo Público. Tal vez ha llegado el momento de repensarla por completo y abrir un proceso de reflexión estratégica que redefina su inevitable transformación para que las Administraciones Públicas se enfrenten a los enormes desafíos que se plantean en esta tercera década del siglo XXI, ya que con este destartalado empleo público actual nunca se podrán abordar de forma cabal.

Algo habrá que hacer para afrontar, entre otras muchas cosas, la recuperación económica y la necesaria resiliencia de nuestro sector público, amén de su inaplazable transformación; la revolución tecnológica y sus inmediatos impactos en su afectación tanto al número como al perfil de los empleos (funciones y tareas) que requerirá la Administración Pública antes de 2030; el imparable relevo generacional que implica un desafío de magnitudes estratosféricas frente al cual las Administraciones Públicas, conducidas por una política miope, no tienen aún ni siquiera una hoja de ruta clara sobre cómo enfrentarse a ese problema; y en fin, por no seguir, cómo encarará el sector público los monumentales desafíos, que ya no son amenaza sino realidad palpable, de los devastadores efectos del cambio climático o de la propia gestión de los ODS de la Agenda 2030, cuya transversalidad exige una organización distinta, mucho más flexible y adaptable, que trabaje por misiones (véase, por ejemplo, el interesante caso del Ayuntamiento de Valencia: Misión Climática 2030), module el rol de los silos o departamentos, y, por lo que ahora nos convoca, que disponga de servidores públicos con una mirada, un marco conceptual, así como unas herramientas de gestión absolutamente distintas y distantes de las que actualmente manifiesta un empleo público que, como institución, se muestra obsoleto, caro e incapaz, por lo menos hasta ahora, para dar una respuesta  mínimamente convincente a todos y cada uno de los problemas expuestos.  En suma, se constata fehacientemente el fracaso de un modelo.

Oposiciones vs plan Bolonia: ¿tensión irresoluble?

Hace unos días, la Ministra de Justicia presentaba unas nuevas becas para opositores a Jueces, Fiscales, Abogados del Estado y Letrados. Al hilo de las mismas, varios medios de comunicación han vuelto a hablar de las oposiciones. No se ha tratado, sin embargo, un tema que afecta mucho más a la estabilidad de los candidatos que las becas: la tensión irresuelta entre el régimen de títulos universitarios jurídicos y el sistema de oposiciones.

Han pasado ya más de diez años desde que comenzaron a desarrollarse las carreras universitarias bajo el nuevo esquema de grados de cuatro años y másters de año (año y medio, o dos). En el concreto campo del Derecho, el desarrollo ha venido además marcada por el hecho determinante de que para ejercer de Abogado hace falta un máster específico que abre la vía del examen de acceso conforme a la Ley 34/2006 de 30 de Octubre.

Como es sabido, las leyes reguladoras del acceso a las diferentes funciones públicas de tipo jurídico (así la Ley Orgánica del Poder Judicial, la del Notariado o la Hipotecaria etc) siguen exigiendo que el opositor sea licenciado en derecho. Una condición la de  licenciado que ya no se puede obtener. Las respectivas autoridades convocantes de las oposiciones optaron desde hace tiempo por permitir concurrir a las mismas con título de Grado. Ello ha ocasionado un dilema a todos los opositores presentes y futuros: ¿ponerse a opositar sin más formación que el Grado o hacer un máster? La respuesta a la pregunta viene además complicada por el hecho de que los másters que ofrecen las Universidades españolas no son todos aptos para el acceso a la Abogacía.

De este tema se discutió en el Congreso de Registradores celebrado en Valladolid hace unos meses (pueden ver el vídeo aquí), y allí se dijeron cosas muy interesantes. Por un lado, los preparadores abogaron por entrar a opositar sin máster, aun a riesgo de no poder ejercer la Abogacía si se fracasa en las oposiciones, y admitiendo que la preparación de los opositores graduados es netamente inferior a la de los licenciados. Por otro, los universitarios que intervinieron (Prof. Francisco Oliva y la Prof. García Rubio) abogaban porque donde las leyes dicen “licenciado” se exija máster, y sugerían la creación de másters especializados en las materias objeto de las oposiciones. Opción sin duda interesante, pero que choca con el problema de la innaccesibilidad a la Abogacía si los másters no reúnen los requisitos de la Ley 34/2006. Finalmente, la potestad gubernamental presente en el acto (la Directora General de Seguridad jurídica y fe pública), explicó cómo el CGPJ optó por el Grado en las convocatorias de oposiciones, y defendió la equivalencia licenciado=graduado a efectos de oposiciones.

Pese a las limitaciones legales, van surgiendo nuevas propuestas. La primavera nos ha regalado un nuevo hito que bien podría ser el camino de resolución de tensión indicada: la Universidad Computense de Madrid ofrecerá el próximo curso un doble Grado en Derecho y Estudios jurídicos militares. Doble grado con el cual se crea una solución brillante: añadir a los cuatro cursos del grado en Derecho un quinto dedicado a una parte concreta del Derecho relacionada con alguna función pública jurídica (en este caso, la jurídico- militar).

Si, siguiendo ese camino, se promoviesen Grados relacionados con el Poder Judicial, los Registros, el Notariado, la Hacienda pública o los servicios jurídicos del Estado, la formación de los opositores mejoraría sin duda. No por la vía del máster específico sugerida en Valladolid por los Profesores citados, sino por la vía de que el Grado sea doble, añadiendo lo relacionado con alguna función pública.

A partir de dicha solución, creo que cabría construir una propuesta de solución a la tensión irresuelta entre las oposiciones y los títulos universitarios “a la bolognesa”. Una propuesta que sería que esos dobles Grados jurídicos permitiesen concurrir, directamente y sin máster específico, al examen de acceso a la Abogacía (para lo cual bastaría una sencilla reforma del Art. 7 de la Ley 34/2006). Una reforma que sería coherente con el hecho de que, si se aprueba la oposición, se puede ejercer sin examen (Disposición adicional tercera de la Ley 34/2006): si no se aprueba, pero se tienen los mismos créditos que un Licenciado de los previstos en el régimen de las oposiciones, posibilitar el examen de Abogacía sin máster.

Naturalmente, la reforma podría ir acompañada también de la apertura al examen de acceso de los másteres jurídicos que no son de acceso a la Abogacía. Ello, sin mayores especificaciones (ni siquiera cambios en los requisitos para presentarse a las oposiciones, que bien pueden seguir siendo un Grado), generaría una tendencia a hacer dobles Grados y másters jurídicos (aunque no sean el actual de acceso), y nos devolvería a un nivel en dichos dobles Graduados comparable al añorado de los Licenciados.

En conclusión: la legislación universitaria y de acceso a la Abogacía vigente no han tenido en cuenta las oposiciones y su problemática. Resolver esa tensión requiere fórmulas creativas. Una de ellas podrían ser los dobles Grados específicos, dotándoles del justo encaje en el acceso a la profesión de Abogado. Sería lo más acorde a la situación de “Licenciado” con la que siguen trabajando las leyes reguladoras de las funciones públicas jurídicas.

 

 

¿Somos los jueces una casta privilegiada?

Periódicamente, como a oleadas, una parte de la opinión pública insiste en la idea de que los jueces pertenecemos a una especie de “dinastía” judicial, endogámica y privilegiada. Reconozco que me aburro de hablar de este tema a fuerza de desmentir discursos que mezclan churras con merinas y que se basan en pseudo-argumentos reduccionistas dirigidos a instalar emociones en la amígdala cerebral, sin procesar, sin analizar y, sobre todo, sin desarrollar las ganas de conocer la verdad.

Para luchar contra los problemas que atenazan al Poder Judicial, que son muchos, hay que partir del conocimiento exacto de la realidad. Aplicar antihistamínicos a un esguince o ibuprofeno a una conjuntivitis es tan absurdo como atacar a la “casta judicial” inexistente, en lugar de luchar contra la arbitrariedad en la selección de cargos discrecionales o a la falta de transparencia de las decisiones del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ).

La estadística pública del CGPJ demuestra que, de los 2.467 jueces salidos de las últimas 19 promociones (aprobados entre  2000 y 2019), sólo 147 de ellos tenían algún familiar directo juez (un 5,96%) y sólo 474 tenían en sus familias a alguien dedicado al mundo del derecho sin ser juez (un 19,21%). Sin embargo, que 1.846 jueces (el 74,83%) no tengan a nadie cercano dedicado al mundo del derecho no parece ser razón suficiente para destruir la mentira -tantas veces repetida hasta convertirla en verdad- de que aún siguen existiendo “familias de jueces”.

Por tanto, no podemos aceptar la afirmación de que los jueces pertenezcamos a familias de jueces. Tampoco que mayoritariamente pertenezcamos a sagas de juristas. Casi las tres cuartas partes de los jueces de España son los primeros juristas de sus respectivas familias. No es una opinión. Es un dato demoscópico.

Quienes señalan esta supuesta endogamia desafiando las leyes de la honestidad intelectual, sin embargo, guardan silencio sobre las familias políticas. Que la Ministra de Igualdad sea pareja y madre de los tres hijos del que hasta hace poco fuera vicepresidente del gobierno, sin embargo, no parece relevante. Como tampoco parece ser importante que las hermanas Isabel y Cristina Alberdi Alonso o las hermanas Loyola y Ana de Palacio hubieran sido en el pasado respectivamente diputadas del PSOE y del PP; que Santiago Abascal, presidente de Vox, sea hijo de Santiago Abascal Escurza, dirigente histórico del PP en País Vasco; que Toni Comín, de ERC, sea hijo del histórico socialista catalán Alfonso Comín; que Andrea Fabra, del PP, sea hija de Carlos Fabra, quien fuera presidente de la Diputación de Castellón por el mismo partido, y, a su vez, esposa del exconsejero de sanidad de la Comunidad de Madrid durante la presidencia de Esperanza Aguirre, Juan José Güemes; que Oriol Pujol, exsecretario general de Convergencia Democrática de Cataluña, sea hijo de Jordi Pujol; o que Adolfo Suárez Illana, del PP, sea hijo del que fue el primer presidente de la democracia, Adolfo Suárez. Si seguimos indagando en diputados y senadores menos conocidos, la lista se engrosa considerablemente.

Hay otra falsa imagen construida alrededor de los jueces y que merece un examen más pausado y crítico que el anterior. Se trata de la afirmación de que pertenecemos a familias de clase alta dado que no todo el mundo puede permitirse estar más de ocho años estudiando (cuatro años de grado en Derecho, cuatro años y nueve meses de media en la oposición, aunque pueden ser más). Para pensar la cuestión, empecemos por analizar el acceso a otras profesiones que requieren una fuerte formación, como la de medicina.

La carrera de medicina en España es de las más exigentes: seis años de estudios universitarios para la obtención del grado más un mínimo de un año y un máximo de cinco como Médico Interno Residente (MIR) según la especialidad. Para ser MIR hay que superar una oposición que solo pasan la mitad de los universitarios que se presentan. Los que no lo hacen suelen volver a intentarlo en siguientes convocatorias. Aunque es cierto que durante la residencia perciben un salario por su trabajo en formación, estamos hablando de casi siete años de media para empezar a ganar dinero, además de que los estudiantes hacen uso del conocido sistema de academias de preparación tanto del examen para MIR como de algunas asignaturas de especial dificultad.

Lo mismo sucede con Ingenieros (5,47 años de media que, en el caso de Telecomunicaciones, se convierten en más de 6 años) o Arquitectura (entre 7 y 8 años de media), que en ambos casos además, destinan cantidades importantes de dinero en pagar academias que complementen la formación técnica universitaria.

Además, en el ámbito de las oposiciones hay otras tantas que tardan en superarse incluso más años que la de judicatura, como Notarías y Registro de la Propiedad (que se aprueban en una media de casi seis años) o Abogado del Estado (cinco años).

Podemos concluir, por tanto, que en España para desempeñar profesiones altamente cualificadas, con prestigio social y grandes responsabilidades, hay que dedicarle bastantes años al estudio y, lógicamente, no todo el mundo tiene una familia detrás que le dé el respaldo económico y moral que se requiere para alcanzar tan elevados objetivos. Sin embargo, resulta llamativo que únicamente surjan críticas respecto a la Carrera Judicial.

Deberíamos partir de la base de que un Estado social y democrático de Derecho no puede permitirse el desperdicio de talento por causas sociales. El artículo 9.2 de la Constitución establece que «corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social».

Por tanto, la culpa de que únicamente personas con un nivel de renta medio puedan permitirse ser jueces (o médicos, ingenieros, arquitectos o notarios) no la tienen las familias de clase media que acceden al ascensor social de la formación, sino las administraciones públicas incumplidoras del mandato constitucional que promueve la igualdad desde el fomento y las políticas de discriminación positiva a través de eficientes sistemas de becas. No es habitual, sin embargo, escuchar a los detractores de la “casta” judicial reclamar a quienes corresponde tales políticas, las únicas que verdaderamente consiguen la igualación social.

Por otro lado, quienes plantean que únicamente personas de clases privilegiadas acceden a la Carrera Judicial son muy desconocedores de las clases privilegiadas y, sobre todo, de lo que es el trabajo de un juez. A mi permítanme que me cueste imaginar al hijo de un empresario poseedor de un ingente patrimonio y todo tipo de oportunidades económicas y laborales renunciar a las opciones que la familia le ofrece para pasar cuatro años opositando y dos de formación en la Escuela Judicial de Barcelona para acabar en el juzgado mixto de un pueblo de Soria con desconchones en las paredes cobrando dos mil quinientos euros al mes con un exceso de carga de trabajo.

Finalmente, la simplificación maniquea que clasifica a las personas en buenas y malas según el nivel económico de sus familias, acatando una romántica idea de la pobreza y una demonización de las clases medias-altas, está bastante trasnochada. Ni ser pobre garantiza la empatía y la sensibilidad social, ni la ausencia de apreturas económicas te convierte en insensible e inmovilista. Que se lo digan a Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero o Pedro Sánchez, todos ellos procedentes de familias medias acomodadas. O que me expliquen entonces el auge de la derecha más conservadora en los barrios más deprimidos de las grandes ciudades o en poblaciones tradicionalmente obreras.

Ser buen profesional no va de ideologías. Una sociedad polarizada como la nuestra que todo lo examina bajo el prisma de la política parece olvidar que la mayoría de la gente trabaja en lo suyo lo mejor que puede, con sentimientos de contribución a su comunidad y de ayuda a los demás. Creo que la sociedad es mucho mejor de lo que las redes sociales y los políticos nos hacen creer. Estigmatizar los esfuerzos de las familias que deciden que sus hijos logren la excelencia académica calificándolas de casta privilegiada es injusto y pueril.

Por todo ello, llego a la conclusión de que el eterno debate sobre la inventada demografía judicial tiene en realidad una finalidad distinta a la declarada. A través del desprestigio y ataque al opositor a judicatura y al sistema de acceso en el fondo se pretende cambiar la composición de la Carrera Judicial, el tercer poder del Estado. Por un lado, porque se inocula la idea de que es necesario limpiar la judicatura de familias de jueces de la alta sociedad que “enchufan” a los suyos para perpetuarse en el poder. Se llega a decir que el franquismo no ha abandonado la Carrera Judicial, cuando la media de edad de los jueces se sitúa en los 51 años (personas nacidas en 1970). Por otro lado, se vierte la afirmación de que la superación de una oposición eminentemente memorística no mide la calidad de los jueces, cuando la oposición es el sistema más objetivo que existe para seleccionar a los mejores.

Memorizar 326 temas no se hace solo tirando de memoria; y, quien ha estudiado, lo sabe. Es imprescindible entender lo que se estudia y relacionar unos conceptos con otros. En mi experiencia puedo decir que aprendí todo el derecho que sé en la oposición, no en la licenciatura, si bien considero que sería deseable la introducción de algún ejercicio de práctica con el fin de evaluar la capacidad de relación del opositor.

Como decía en un artículo publicado en un diario de tirada nacional, los jueces en España somos mayoritariamente mujeres (un 52%), todos hemos ejercido en democracia aplicando la Constitución de 1978, estamos tan hartos del espectáculo político en la elección de los vocales del CGPJ como el resto de ciudadanos; nos consideramos libres, independientes y técnicos en derecho, y formamos parte de un cuerpo preparado y confiable. Somos un colectivo mejorable, como todos, pero no por los motivos que apuntan quienes quieren subvertir el sistema de acceso. No apliquemos ibuprofeno a la conjuntiva.

Mas injusticias en Justicia: los aprobados sin plaza

Los medios de comunicación se hacen eco a menudo de la situación que afecta a la Administración de Justicia en nuestro país: procesos judiciales que se dilatan en exceso en el tiempo por falta de medios y personal, mal estado de las instalaciones en los edificios judiciales, alto porcentaje de interinidad, y un largo etcétera que hace dudar a quien quiere lograr una solución justa, de si la va a encontrar.

Sin ir más lejos, recientemente hemos tenido conocimiento que el Gobierno prepara un plan para convertir a parte de los empleados públicos interinos, en fijos, al ser conocedor y consciente de la temporalidad a la que está sometido este personal, y de la inestabilidad que supone a nivel profesional, la cual acaba, sin duda, trasladándose al terreno personal.

Sin embargo, buscar soluciones a lo que el Gobierno mismo fomenta, es como construir mal un puente, de manera intencionada, para luego mandar a repararlo. Lo correcto sería utilizar el material y operario adecuados para evitar tener que arreglar lo mal hecho. Pero aún a día de hoy, se siguen construyendo puentes que acabarán rompiéndose.

Este es el caso de las oposiciones a los Cuerpos Generales al servicio de la Administración de Justicia, cuya función es dar soporte y apoyo a Jueces, Fiscales y Letrados de la Administración de Justicia. Tales Cuerpos Generales son, empezando por el de mayor grado de responsabilidad: Gestión Procesal y Administrativa, Tramitación Procesal y Administrativa y Auxilio Judicial.

La finalidad de la Oferta de Empleo Público (OEP) es cubrir las necesidades de Recursos Humanos en las distintas Administraciones, y con tal objetivo la OEP para el año 2015 presupuestó en concreto 1.784 plazas para tales Cuerpos Generales. Sin embargo, tales plazas no van a ser cubiertas en su totalidad por funcionarios de carrera al darse la circunstancia que una gran cantidad de opositores han obtenido plaza en dos y tres cuerpos a la vez.

Debido al temario de la oposición y a la voluntad de triplicar las oportunidades de obtener una plaza en la Administración de Justicia, quien estudia lo más, estudia lo menos, siendo que quien se prepara para el cuerpo superior (Gestión Procesal) suele presentarse también a los cuerpos inferiores (Tramitación Procesal y Auxilio Judicial), obteniéndose como resultado que una persona pueda lograr plaza en tres cuerpos. No obstante, la ocupación efectiva tan solo se permite respecto a una de esas plazas, quedando el resto por las que el opositor no opte, vacantes.

A modo de ejemplo, solo en el ámbito de Catalunya, hay más de 70 personas que tienen a su disposición dos y tres plazas, suponiendo esto que de las 194 plazas presupuestadas para Auxilio Judicial, probablemente tan solo serán cubiertas unas 130 o incluso menos.

Lo que ocurre con las mencionadas plazas que final y efectivamente no se ocuparán por funcionarios de carrera es que acabarán siendo ofrecidas a personal interino, fomentándose de este modo la interinidad.

Esta solución que ofrece la Administración de Justicia contrasta de modo incomprensible con la situación en que ha derivado el proceso selectivo desarrollado durante el año 2016 a Cuerpos Generales: los llamados Aprobados sin Plaza. Opositores que después de demostrar su mérito y capacidad al aprobar los distintos exámenes de la oposición, es decir, tener una nota superior a la marcada por el Tribunal Calificador en todas las pruebas del proceso selectivo, se han quedado sin plaza por inexistencia de las mismas. Personas que para poder optar a ser funcionario de Carrera, deberán volver a pasar por el difícil camino que supone estudiar una oposición, y volver a examinarse en próximas convocatorias, al no contemplar la ley la reserva de nota. Y esto, aún habiendo aprobado.

A raíz de lo ocurrido, un grupo de personas afectadas ha creado el colectivo de Aprobados sin Plaza aunando fuerzas para reclamar por su situación ante el Ministerio de Justicia. Denuncian, entre otras cuestiones, que es del todo incongruente que se les niegue una plaza por inexistencia de las mismas, cuando una gran cantidad de estas plazas no van a ser ocupadas debido al hecho que una misma persona llegue a acumular hasta tres. Y como la norma no contempla la obligación de que esos opositores que disponen de dos y tres plazas, renuncien las que no ocupen, la táctica más común es tomar posesión de las mismas, para luego dejar en excedencia las que no interesen y ocupar efectivamente la que realmente deseen desarrollar.

Desde el colectivo de Aprobados sin Plaza se reclama una solución justa y lícita a la situación devastadora en la que han quedado. Entienden que una Oferta de Empleo Público debe realmente servir para lograr el objetivo que se propone, cual es cubrir la necesidad de Recursos Humanos. Si se permite que queden plazas vacantes porque, acumulándose varias plazas, no existe obligación de renunciar a las mismas, el resultado que se obtiene es que las plazas presupuestadas, no son reales y en concordancia con ello, los Aprobados sin Plaza exigen que se permita su acceso a la Administración de Justicia ocupando aquéllas plazas que sean dejadas en excedencia por los que acumulan las mismas.

El colectivo presentó un escrito en diciembre del año 2016 ante el Ministerio de Justicia, sin haber obtenido aún respuesta, y ha intentado lograr apoyo sindical y político. Por el momento, el sindicato UGT se ha unido a esta lucha y ha reclamado por escrito el pasado 6 de marzo en los mismos términos que el mencionado colectivo, una solución justa a esta situación.

El colectivo de afectados entiende que es necesario garantizar un acceso sin irregularidades a la Administración de Justicia, y eso constituiría un primer paso esencial para intentar paliar parte de las Injusticias que se dan en Justicia.

 

HD Joven: Notas de un joven Abogado del Estado. Sobre mi oposición

Preparar una oposición es una de esas experiencias vitales que únicamente pueden describir quienes han opositado. A pesar de que existen cientos de artículos, estadísticas y reflexiones acerca de la materia, uno no puede saber si será lo apropiado para él, hasta que se pone a ello. Quizás porque las oposiciones son iguales, pero cada opositor es un mundo.

Ya desde el principio surgen los primeros interrogantes, ¿Seré capaz de adaptarme al ritmo de estudio? Y sobre todo, ¿merece la pena la inversión en tiempo y esfuerzo?

Hoy vengo a relatar mi experiencia durante el año y medio en que preparé la oposición al Cuerpo de Abogados del Estado, al que hoy pertenezco. De entrada, reconozco que el sistema de oposición aporta valores tales como la constancia, el esfuerzo y  la humildad.

A pesar de que existen voces críticas al sistema de oposiciones, sigo siendo un firme defensor del mismo por cuanto exige tanto el dominio teórico del ordenamiento como la capacidad de análisis y de aplicación práctica de dichos conocimientos, de tal manera que otorga una formación muy completa al opositor para poder ejercer su profesión futura. Además, este sistema se caracteriza por regirse bajo las máximas de rigor y objetividad, que se manifiestan en la composición heterogénea de los Tribunales, integrados por miembros de distintos cuerpos, que garantiza que los seleccionados sean aquellos que mejor respondan a los criterios que exige la Constitución de igualdad, mérito y capacidad en el acceso a la función pública.

Dentro de los principales críticos al sistema de oposiciones se encuentran los partidarios del sistema privado o de estructura abierta, propio de los países anglosajones, en el que el funcionario es nombrado  para un puesto concreto en función de su experiencia profesional, de modo similar a las pruebas de acceso propias del sector privado. Se trata del sistema característico del Civil Service inglés, así como también de la Administración de los Estados Unidos, cuyo principal beneficio es que simplifica la gestión, pero con el gran inconveniente de no consolidar especialistas en la gestión de la Administración Pública. Por eso, es más conveniente conservar un sistema basado en una relación estatutaria que no sólo implica una mayor vinculación con respecto al ente público, sino también un mayor conocimiento del mismo lo que, sin duda alguna, redunda en un mejor servicio a los administrados, que debe ser el objetivo fundamental de la Administración Pública. Asimismo, el sistema de oposiciones implica que los sujetos que superan los procesos selectivos parten ya con unos conocimientos previos fundamentales para el desempeño diario de su ejercicio profesional.

Otra crítica habitual al sistema de oposiciones es señalar su carácter excesivamente teórico. Esta cuestión es muy discutible, dado que si bien los ejercicios orales están dotados de un carácter eminentemente teórico, dicho supuesto exceso de teorización cesa a la hora de abordar los ejercicios prácticos, donde los opositores se enfrentan a casos reales que, además, deben resolver en un limitado período de tiempo. Por lo tanto, si bien este sistema cuenta con una innegable dimensión teórica, no es menos cierto, que la dimensión práctica del mismo es igual de relevante. De la misma manera, desde ciertos sectores, se afirma que la superación de oposiciones hace que muchos funcionarios no procedan a reciclarse periódicamente en su formación y conocimientos. Esta afirmación tan extendida por algunos espectros críticos, no tiene su reflejo en la realidad, dado que desde su ingreso en los diferentes cuerpos, los funcionarios participan asiduamente en cursos de formación que redundan en una mejor preparación de cara a la prestación de sus funciones. No obstante, dicho esto, no es menos cierto que sería necesaria una mayor inversión en medios personales y materiales para la función pública, dado que el coste sería mínimo en comparación con los beneficios que se proporcionarían a la colectividad.

Finalmente, ante las también asiduas críticas acerca de si el sistema de oposiciones estimula o no a los candidatos mejor preparados, la realidad es manifiesta. En este plano, los opositores a los cuerpos de mayor prestigio de la Administración no sólo están obligados a dar lo máximo de sí y al más alto rendimiento sino que, además, su perfil suele ser uno de los más completos, dado que la mayoría de los opositores, especialmente aquellos de la ramas jurídica y económica, suelen presentar los mejores expedientes académicos de sus respectivas facultades, lo que manifiesta que el mundo de las oposiciones suele atraer a los candidatos con más capacidades, que se enfrentan a un desafío único no sólo por las pocas plazas que se ofertan, sino además porque sus competidores son candidatos que reúnen perfiles igualmente excelentes a los suyos.  Independientemente de estas críticas, me gustaría contarles cuál ha sido mi experiencia concreta para que puedan usarlo como elemento de juicio.

Mi vida como opositor comenzó a mediados de septiembre de 2014, cuando, por primera vez, fui a ‘cantar’ ante mi preparador. Aunque al principio de la oposición uno no es consciente, a medida que pasan los meses se va dando cuenta de la importancia de no ausentarse de ninguno de los ‘cantes semanales’ –en mi caso eran los martes y viernes-. La razón es simple: cantar ante el preparador es lo que pone al opositor más cerca de la aventura final de cantar ante el Tribunal.

Son muchos los factores que influyen en el éxito o fracaso, desde la capacidad de estudio de cada opositor, al nivel intelectual pasando por la oratoria. Uno de los aspectos más relevantes es la disciplina. La disciplina implica una actitud de compromiso a la hora de cumplir los días y horarios de estudio, de tal manera que, desde un principio, deben cumplirse las horas de estudio que uno se haya fijado. Horas reales, eso sí, no horas de reloj, minimizando las distracciones. En la otra cara de la moneda, la disciplina también debe aplicarse respecto a los descansos, en especial, el día de descanso semanal –en este tipo de oposiciones, generalmente suele ser el sábado. Los deportistas necesitan descansar entre prueba y prueba, los opositores también.

Junto a la disciplina, otra condición fundamental del opositor es el foco. El opositor, tanto en los buenos como en los malos momentos, nunca puede perder la referencia de cuál es el fin para el cual estudia. El que no, acabará en el victimismo y la autocompasión con profundos pensamientos del siguiente tono: ¿Qué será de mí si no apruebo? ¿Por qué no dejarlo, si sé que nunca lo conseguiré?

Pero si hay algo fundamental, es gestionar los nervios. Sin duda alguna los nervios del opositor se disparan cuando, tras la convocatoria, comienza a hacer los cálculos de cuándo se examinará y empieza a ‘ponerse en vueltas’, lo que, dicho llanamente, supone que cada vez tiene que ir reteniendo el temario en menos semanas hasta ser capaz de dar una vuelta entera al mismo en menos de una semana y media. . Es en este período cuando únicamente el opositor puede verse obligado a reducir algo los descansos establecidos, sobre todo en las semanas previas al examen. Tras este período, llega el comienzo de los exámenes.  Sobre los exámenes orales, me atrevería a afirmar que tan importante es el minucioso conocimiento del ordenamiento jurídico como la capacidad expositiva, ya que no se puede olvidar que el Tribunal se compone de siete miembros que, durante sesenta y cinco minutos, deben escuchar atentamente al sujeto que expone los temas que haya sacado en el sorteo. No es exactamente una tortura china pero resulta aconsejable facilitar dicha labor del Tribunal exponiendo con claridad el temario. En plata: deben aunarse contenido y forma de manera coherente. A la hora de combatir los nervios que supone cantar ante un Tribunal, yo solía utilizar la siguiente imagen, que no era otra que pensar que el examen no era sino un día más de cante con mis preparadores, sólo que cantaba más temas –siete, no uno- y ante un número de personas más amplio. Un truco tan válido como cualquier otro.

Sin duda, la fecha que nunca olvidaré será la del 22 de abril de 2016, ya que fue el día que el Tribunal comunicó el nombre de los 24 opositores que habíamos superado el proceso selectivo. En mi caso, la preparación había durado un total de un año y siete meses desde el principio de la preparación hasta este último ejercicio. Los siguientes meses fueron de una actividad frenética, ya que en poco más de un mes tuvimos el acto de toma de posesión con el Ministro de Justicia, la asignación de nuestros destinos y apenas empezado junio ya estábamos ejerciendo en nuestras provincias. En mi caso, fui destinado a la Abogacía del Estado en Teruel, donde disfruto mi ejercicio día a día ya que me permite actuar en todos los órdenes jurisdiccionales, además de desarrollar una labor consultiva igualmente interesante. En esta Provincia me he sentido integrado y he recibido apoyo, tanto de personas, como de instituciones, aunque también he tenido momentos cómicos como mi primera actuación en Juzgado, donde, cuando llegué a identificarme, el auxiliar del Juzgado me comentó que menos mal que además del DNI le había entregado el carnet de Abogado del Estado, dado que estimaba que 23 años no era de la edad apropiada para un Abogado del Estado. Esperaba a alguien ‘mucho mayor’. El buen hombre yacerá convencido de que yo era el becario que había acudido a observar la vista.

En síntesis, si tuviera que mencionar las claves para opositar serían: orden, mucha disciplina, no compararse con nadie, no perder nunca esa olvidada virtud llamada esperanza y un adarme de buen humor.