La evolución conceptual del derecho de la discapacidad

Si hiciéramos caso a la supuesta fortaleza de la protección de los derechos de las personas con discapacidad, derivada de la amplísima normativa promulgada, cada persona con discapacidad podríamos decir que tiene un “contrato social de garantía” más blindado que cualquier ejecutivo de cualquier multinacional.

En los últimos 28 años, desde 1982, se han dictado más de 200 leyes y Reales Decretos relacionados a la protección de Derechos de las personas con discapacidad. Unas veces en la normativa específica, y otras dentro de las leyes generales. A ello hay que incluir la legislación de nuestras autonomías, e incluso municipales. En todos sitios hay planes de accesibilidad, estrategias de accesibilidad e inclusión, y observatorios sociales de todo tipo y colores. Es raro el mes, a lo largo de estos años, donde no se haya regulado o reforzado algún “derecho” de las personas con discapacidad.

En 1982 se inició un largo peregrinaje. La primera ley integral de Europa, la LISMI (Ley 13/1982, de 7 de abril, de Integración Social de los Minusválidos), fue pionera en su día. En esta ley se crearon, entre otras cosas, los Centros Especiales de Empleo (el conocido empleo protegido), los Centros Ocupacionales, las pensiones asistenciales y no contributivas, y se dictaban mandatos transversales de integración. En aquéllas época, todavía eran “minusválidos”. Tendrían que pasar 25 años para desterrar este término, en la ley 39/2007. Sin embargo, paradójicamente, sigue presente en nuestra Constitución.

Como ocurre muchas veces, la aprobación de esta ley fue fruto en cierta forma de las circunstancias, y las casualidades. En 1977, el recién elegido diputado por Barcelona, Ramón Trias Fargas, economista y catedrático universitario, promovió la creación de una comisión parlamentaria para elaborar una proposición de ley sobre los llamados entonces ‘minusválidos’. Esta proposición fue tomada en consideración por el Pleno del Congreso el 21 de febrero de 1980, después de casi dos años de trabajos elaborados desde distintos sectores. Tenía un hijo con Síndrome de Down. Si no hubiera habido en aquellas primeras Cortes un diputado con un hijo con discapacidad, ¿habríamos llegado a nuestros días, con un cuerpo legal tan robusto en este campo?.

Tuvieron que pasar más de 20 años para que se aprobara la siguiente ley integral, la Ley 51/2003, de 2 de diciembre, de igualdad de oportunidades, no discriminación y accesibilidad universal de las personas con discapacidad. Era necesaria una actualización de nuestros principios normativos, para adaptarlos a la evolución que ha sufrido la sociedad. Desde 1982 habían cambiado unas cuantas cosas, ¡entre otras, no existían los ordenadores ni nuestros inseparables teléfonos móviles!

Sin embargo, hay cosas que no han cambiado en todos estos años. Seguimos hablando persistentemente (y poniendo en nuestras leyes y Reales Decretos), de los “Derechos de las Personas con Discapacidad”. Un error conceptual de calado. No hay derechos de las personas con discapacidad; los derechos llamados de las personas con discapacidad son los mismos que los de cualquier ciudadano, en cuanto personas.  No existen derechos de unos y de otros.  Lo que se debe regular es la garantía de su ejercicio por las personas con discapacidad, garantizar que cualquier persona con discapacidad pueda hacer pleno uso de sus derechos como persona. Son los mismos derechos subjetivos que los de cualquier persona, en tanto persona. ¿O es que el derecho a la educación, al empleo, al acceso a la cultura o a la comunicación, difiere de alguna forma al derecho de quien no tiene discapacidad?.

No obstante, y así se ha de reconocer, uno de los mayores avances ha sido conseguir que se regulen los derechos a la igualdad, inclusión o accesibilidad, dentro de las leyes generales o “normales”. Así ha sucedido en los textos legales aprobados en los últimos años, sean de educación, laborales, tecnológicos o sociosanitarios, con referencias expresas a la discapacidad dentro del cuerpo de su articulado. Es más, desde la aprobación del Real Decreto 1083/2009, de 3 de julio, por el que se regula la memoria del análisis de impacto normativo, en su art. 2 se establece que la aprobación de cualquier normativa, se deberá tener especial cuidado “…al impacto en materia de igualdad de oportunidades, no discriminación y accesibilidad universal de las personas con discapacidad.” Vale, no seamos excesivamente críticos, ya conocemos el alcance de estas memorias, pero démosle el valor que al menos tiene, el de empezar a introducir la filosofía de estos principios en nuestra conciencia.

Visto el panorama, y aún siendo conscientes de que siempre será necesario reforzar y promulgar alguna que otra normativa legal, sobre todo para adaptarse a los cambios sociales, quizás también, mientras tanto, sea más práctico aprendernos “lo que ya tenemos”, y utilizarlo. A lo mejor ya no es cuestión ya de seguir dictando más leyes sobrepuestas a este ritmo, y es mejor conocerla y aplicarla. Yo, que soy una persona con discapacidad, y creo que conozco bastante bien la legislación, me considero que tengo un contrato social “bastante blindado” (aún cuando ni mucho menos perfecto), que me ha ido haciendo la Administración, y como tal quiero ejercerlo.

¿Pueden los órganos de la Administración inaplicar un reglamento por considerarlo “ilegal”?

Hay temas que, sin ser de actualidad, tienen una importancia práctica indiscutible. Uno de ellos es el relativo a si los  órganos administrativos están o no facultados para inaplicar normas reglamentarias supuestamente “ilegales” cuando los tribunales no han declarado dicha invalidez. Es ésta una cuestión compleja que se presta a muchos matices. Ni siquiera los grandes expertos piensan exactamente lo mismo. Intentaré esbozar el tema. Como, inevitablemente, quedarán cosas por decir, les invito a que opinen ustedes: con seguridad sabrán más que yo.

Desde el punto de vista teórico, lo que aquí subyace es una tensión entre los principios de legalidad y de jerarquía normativa, por un lado, y de seguridad jurídica, por otro. Dogmáticamente es indiscutible que la vinculación a la ley –expresión de la voluntad general- es más intensa que la vinculación al reglamento –norma de rango inferior a la ley-. Por ello, en caso de contradicción debe primar la ley e inaplicarse el reglamento. La técnica de la inaplicación de los reglamentos sería, desde esa perspectiva, un primer remedio frente al reglamento supuestamente “ilegal”.

Correlativamente, la Administración que hubiera aprobado ese reglamento debería -al reconocer luego su nulidad- proceder de inmediato a anularlo, derogarlo o modificarlo para corregir esa antinomia y evitar así la inseguridad jurídica  y la confusión sobre el derecho  aplicable. Se trataría, en definitiva, de destruir la apariencia de legalidad de la que goza la norma “ilegal” e impedir que siga desplegando sus efectos en adelante.

El problema es que la Administración no suele cumplir con esa obligación. Y, debido a su enorme pasividad en depurar sus propias normas, el ordenamiento está lleno de preceptos reglamentarios que podrían considerarse “ilegales”, pero sobre los que no hay una declaración formal de nulidad hecha por un tribunal, con lo que tampoco hay un criterio uniforme al que atenerse por parte de los órganos administrativos: unos inaplican el reglamento, y otros lo aplican. La seguridad jurídica y la certeza sobre el derecho aplicable salen,  de ese modo, malparadas.

Desde el punto de vista del Derecho positivo, señala Blanquer Criado que solo los tribunales  pueden inaplicar los reglamentos, en virtud de lo dispuesto por el artículo 6 LOPJ: Los Jueces y Tribunales no aplicarán los reglamentos o cualquier otra disposición contrarios a la Constitución, a la Ley y al principio de jerarquía normativa”.

Las palabras de Blanquer son elocuentes por sí mismas:

Aunque un reglamento sea contrario a Derecho, mientras un tribunal no declare su invalidez, debe ser obedecido por todos sus destinatarios, pues de lo contrario el principio de seguridad jurídica saltaría por los aires, y el Derecho no aportaría ninguna certidumbre, y sería inútil como técnica de ordenación de los conflictos sociales y económicos. Los únicos que pueden inaplicar un reglamento son los tribunales (a tenor de lo establecido en el artículo 6 de la Ley Orgánica del Poder Judicial).”

El Tribunal Supremo ha dicho, al respecto, que “los órganos de la Administración carecen de competencia para dejar de aplicar, aun cuando fuera ilegal, un Real Decreto emanado del Gobierno, en quien reside constitucionalmente la potestad reglamentaria(…)”(STS 5.2.1988, ponente Sr. Mendizábal, Ar. 711).

En un línea similar, se expresó Santamaría Pastor en  una conferencia recogida en los Anales de la Academia Matritense del Notariado: sólo los jueces pueden inaplicar los reglamentos (ex artículo 6 LOPJ), pero no “los órganos de las Administraciones Públicas”, y ello por dos razones:

La primera porque “Aparte de la constatación, obvia, de que ninguna de sus normas reguladoras les reconocen una potestad similar (a la de los jueces), las escasas menciones que de forma incidental se hacen al problema parecen descartar tal posibilidad.  Aunque pensado para otros fines, así se desprende del principio de inderogabilidad singular de los reglamentos, que hoy establece el artículo 52.2 de la Ley 30/1992 (…)”.

Y la segunda porque “El reconocimiento de tal potestad a los diferentes centros de decisión administrativa sería una opción que, por disparatada, apenas si cabe considerar seriamente. Por su carácter servicial, por su condición de aparato operativo para la puesta en práctica de normas y directrices emanadas de los órganos constitucionales donde radica el poder político, la Administración no puede convertirse, por definición, en una suerte de confederación amistosa de objetores de conciencia reglamentarios; con la Administración, si ustedes me permiten, nadie puede permitirse alegrías de esa naturaleza, en cuanto, por definición y por necesidad imperiosa, debe actuar de manera unitaria, jerarquizada y, sobre todo, coherente. Predicar lo contrario
es una completa irresponsabilidad (…).”

Estoy de acuerdo con los autores citados, por su sensatez y por su realismo. Pero me consta que hay editores, colaboradores y lectores de este blog mucho más cualificados que yo para opinar sobre esta cuestión. Espero que nos ilustren.