El embrollo público-privado: quién financia a quién (a propósito de las olimpiadas)

La teoría clásica dice que el poder público recibe dinero de la sociedad a través de impuestos (entre los que se incluyen a estos efectos por cierto a los propios empleados públicos) y lo devuelve (al menos en su mayor parte) en forma de prestaciones sociales y servicios públicos esenciales. También existiría sin embargo todo un capítulo de ayudas y subvenciones, directas e indirectas que, aunque formalmente prohibidas (con algunas excepciones) por el Tratado de la UE, siguen existiendo en mayor o menor medida a través de las cuales el poder público “fomentaría” determinados sectores o empresas.

En los últimos años asistimos además a una proliferación de fórmulas de colaboración público-privada en la gestión y prestación de servicios públicos, donde aparecen desde casos donde el poder público contrata a su vez a una empresa privada hasta fórmulas de patronazgo o apoyo económico por parte de fundaciones a determinados servicios públicos. Por supuesto que aquí también existen excesos pero de esta vía de colaboración no hay mucho que objetar si verdaderamente sirve para mejorar el servicio público o hacerlo más barato sin perder calidad, y de ello hay más de un ejemplo.

Sin embargo, en este ámbito, la apuesta (exclusiva) del Alcalde de Madrid por la financiación privada para las próximas olimpiadas en un momento de crisis económica galopante abre varios interrogantes. Lo primero que llama la atención es que no se sabe muy bien a qué sector privado se está refiriendo: ¿el de los bancos que reciben a su vez miles de millones de euros del Estado vía por ejemplo FROP?, ¿las constructoras a las que se infla sus resultados con contratos desorbitados que cuestan varias veces más de su precio original?, ¿tal vez las eléctricas a las que se protege haciendo la vista gorda para que no compitan entre ellas o subiendo la tarifa cada dos por tres para compensar un déficit tarifario más que discutible?, ¿quizás las renovables a las que se subvenciona cuantiosamente?, ¿los grandes medios de comunicación a los que se ofrece millones en publicidad institucional (a cambio discutiblemente de nada)?, ¿las grandes empresas de telecomunicación a las que ya se grava para que financien la televisión pública?, ¿a lo mejor las cajas de ahorro que no cubren su suscripción en bolsa?, ¿los inversores que compran la deuda pública cada vez con más reticencias?, ¿o serán las miles de empresas que están cerrando o con eres a cuestas por falta de crédito?.. Creo que esto debería al menos aclararse: ¿quién está dispuesto (sin presiones ni amenazas políticas) a poner dinero en estos momentos para financiar las olimpiadas?

Lo segundo que resulta cuanto menos curioso es que se diga que no nos va a costar nada pues ¡¡lo financia el sector privado!! A alguien en efecto va a costar, la cuestión es ¿a cambio de qué? Ciertamente la organización de unas olimpiadas es una gran cosa para la ciudad que la asuma, pero (además de la imagen de Madrid a la que ya se conoce creo suficientemente y la recepción de visitantes), las mejoras para la ciudadanía y empresas se concretan fundamentalmente en nuevas y mejores infraestructuras. Sin embargo, da la casualidad que en el caso de Madrid se reconoce oficialmente que el 80% ya están hechas. Seguro que se me escapa algún dato, pero ¿alguien puede decirme a quién interesa que, con la que está cayendo, Madrid organice unos juegos? Se me llamará antipatriota por decir estas cosas, pero creo sinceramente que no estaría de más, sobre todo si verdaderamente se quiere el apoyo popular a esta empresa, que se demostrara con cifras y datos que la financiación privada resulta viable (en estos momentos) y que los beneficios de organizar unos juegos (ahora) superan sus costes. Pues sería una pena que por no hacer bien los deberes que la imagen de Madrid (y de España) se viera a la postre perjudicada por no haber podido estar a la altura de las expectativas o por haber engordado (todavía más) la deuda que deberán pagar nuestros nietos (si pueden). Es decir por no haber elaborado un mínimo mapa de riesgos.