Antígona y el nuevo dogma discursivista.

Es probable que la dogmática convicción discursivista que de un tiempo a esta parte viene orientando la actividad de nuestros órganos legislativos y altos tribunales no sea tan buena para la consolidación de un verdadero Estado de Derecho. Y me parece que sería prudente y necesaria una reflexión sobre ello.

En efecto, qué sea Derecho, bien en su formulación normativa abstracta  – bajo la que se habrán de subsumir supuestos de hecho a los que se asignará una consecuencia jurídica -, bien en la resolución de conflictos de intereses, de competencias o de disposiciones de distinto o igual rango mediante la delimitación de un iustum concreto, es hoy cosa que queda fiada a lo que determine una mayoría, en muchos casos sin posible revisión – eso sí, ateniéndose adjetivamente a unos procedimientos previamente convenidos.

Se observa que el minimum content of natural law del que nos hablaba h.l.a. hart se circunscribe en los tiempos presentes de nuestra vida jurídica ya no a los derechos fundamentales, sino al núcleo, o al núcleo del núcleo, de aquéllos, cuyo alcance también se considera opinable y en ningún caso se estima deba limitar la espontaneidad propia de mayorías tanto tiempo sometidas a la rigidez de principios y valores antes considerados inmutables.

Tampoco los perfiles de instituciones jurídicas inveteradas están a salvo de ser moldeados por las mayorías en defensa de una nueva corrección jurídica. Así, las leyes sobre biotecnología, matrimonio entre personas del mismo sexo o aborto; y las sentencias del Tribunal Constitucional que sobre ellas se esperan – o que ya han recaído, por ejemplo sobre condena de la violencia como instrumento político y participación electoral activa – son buen ejemplo de esa contemporánea maleabilidad del Derecho en un moderno Estado como el nuestro, vertebrado por la rule of law.

De este modo, quien ostenta el poder – hoy, quien tiene la mayoría – determina el Derecho, pues nada hay por encima de unos principios y preceptos constitucionales que también son esclarecidos por esa mayoría. Y que nadie se atreva a sugerir que por naturaleza – o por aquello que h. kelsen llamaba Grundnorm – pueda existir algún límite incontrovertible a la acción del grupo más votado; o a reivindicar la importancia de la vieja discusión sobre la relación entre el derecho y la moral.

Como digresión ad hoc, diré que la literatura, en ocasiones, llama la atención del jurista que, detenido en la lectura de materias diferentes de las que ocupan su quehacer diario, sin esperarlo, encuentra en algún texto inopinadas alusiones a interesantes o profundas cuestiones de Derecho.

Un ejemplo de ello, entre los clásicos, es sófocles, en cuya tragedia Antígona, se apunta el problema que se quiere esbozar en estas breves reflexiones.

La heroína Antígona, así, en los versos 450 a456 de la tragedia, opone a su tío Creonte, el gobernante de Tebas, las siguientes palabras: No fue Zeus el que los ha mandado publicar, ni la Justicia que vive con los dioses de abajo la que fijó tales leyes para los hombres. No pensaba que tus proclamas tuvieran tanto poder como para que un mortal pudiera transgredir las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Éstas no son de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe de dónde surgieron”. ¿Es, pues, justo, se interroga sófocles, el heraldo dictado por el hombre cuando se opone a una ley de origen divino y familiar, no escrita e inconmovible, que no es de ayer ni de hoy, que vive siempre y que nadie sabe cuándo apareció?.

En el tiempo que vivimos me parece oportuno traer a nuestra atención este pasaje de los antiguos. Y reflexionar sobre si el Derecho debe embridar el poder en lugar de ser un instrumento al servicio del propio poder, por muy democrático – en cuanto resultante de unas elecciones – que sea ese poder desde un punto de vista formal. Lo contrario entronizará la arbitrariedad, erosionarála Civilizacióny menoscabará extraordinariamente nuestro Estado de Derecho. Y es que el Derecho es algo que debe merecer más respeto. El Derecho es algo mucho más complejo que el simple dictado que pueda imponer la ideología de una mayoría de señorías o magistrados.