Consenso, concordia y vinculación al Orden constitucional

Con frecuencia se escucha a representantes de los grandes partidos nacionalistas (CiU, PNV) o del PSC decir que ni el Tribunal Constitucional ni los demás Tribunales pueden cuestionar el contenido de las leyes aprobadas por las asambleas legislativas de Cataluña y el País Vasco. Tampoco de las Cortes Generales cuando aprueban normas relacionadas con esas regiones, como los Estatutos de Autonomía (siempre que su contenido sea el deseado por esos partidos). Y ello porque hacerlo sería atentar contra la voluntad “democrática” y “soberana” del pueblo de Cataluña o del País Vasco expresada a través de sus representantes.

Los Tribunales, al no ser “soberanos”, no podrían entrar a cuestionar ni las leyes autonómicas ni las decisiones de esos gobiernos autonómicos tendentes a desarrollar o a aplicar dichas leyes, aunque entraran en contradicción con normas de igual o superior rango, incluida la Constitución.

Tesis tan disparatadas han sido incluso sostenidas, en diversas ocasiones y con pequeños matices, por dos figuras preclaras del Derecho Constitucional español. Por nada menos que el Ministro de Justicia, Sr. Caamaño, catedrático de la disciplina, y por la Sra. Chacón, otrora profesora del ramo, hoy Ministra de Defensa del Gobierno de España (algún día tendrá que hacerse el análisis de cómo se llega aquí a catedrático, aunque algunas pistas se dan en “La tribu universitaria” de Alejandro Nieto y en las más lejanas páginas de Ramón y Cajal).

Más allá de la anécdota, esa actitud de los nacionalistas y de sus arietes pone de manifiesto su velado desprecio por el orden político nacido de la Constitución de 1978. Una Constitución que nació fruto del consenso, cosa que -según se dice- permitió “integrar” a los nacionalistas y que algunos de ellos votaran a favor de su aprobación.

Cabe preguntarse si ese consenso era fruto de la concordia, de la adhesión convencida a un proyecto común, compartido, de convivencia. Y más aún, si ese consenso comportaba una voluntad de cumplir y hacer cumplir el orden jurídico-constitucional surgido del mismo.

Pero, ¿qué es el consenso? Según la RAE, es el acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos. La expresión tiene una carga valorativa implícita: da idea de unanimidad, pero expresada de una manera tenue, poco tajante. Por eso, se hace uso frecuente de ella en política. Evita confrontaciones sin entrañar afirmaciones rotundas.

De alguna manera, la Constitución de 1978 -en particular su título VIII, aunque no solo él- es la formalización, hecha por consenso, de un disenso sobre la unidad y la estructura territorial de España. Alzaga habló, en un sentido parecido, del “compromiso indecisión”. Y Cruz Villalón, ex Presidente del TC, de la “desconstitucionalización de la estructura del Estado”. Para poder llegar a un acuerdo aplazaron la solución, esto es, la definición de la estructura del Estado, que sigue abierta. Y si ese aplazamiento pudo parecer un acierto en aquel momento inicial, hoy cada vez más voces piensan lo contrario. Treinta años después, cada vez está más cuestionada dicha estructura, así como el grado de observancia real por parte de todos, especialmente de los nacionalistas, del orden jurídico y político nacido de esa Constitución.

Pese a todo, los políticos del PP y PSOE siguen más preocupados de conseguir el consenso de los partidos nacionalistas en las decisiones que deben adoptarse que de procurar que esas decisiones se tomen sin demora, y que su contenido sea acertado y conveniente al interés general, aunque no las voten los nacionalistas.

Se ha mitificado el consenso. Sin embargo, contra lo que se cree, las democracias no se desenvuelven en torno a la idea del consenso, sino al juego de las mayorías y al principio de división de poderes. El consenso es deseable, sí, pero la necesidad permanente de su concurso bloquearía la toma de decisiones y haría imposible la dinámica de los regímenes democráticos. Por eso, la Constitución exige mayorías -y no consensos- para aprobar las leyes o los Estatutos de Autonomía o para elegir al Presidente del Gobierno. Además, se presume erróneamente que una decisión adoptada por consenso será más acertada que otra sin él. Y esto no es necesariamente así, sobran ejemplos que lo demuestran. La bondad intrínseca de una decisión no depende del método usado para su adopción (sea por consenso, sea por mayoría).

Lo habitual, en política y en la vida, es la ausencia de consenso. La convivencia plantea conflictos de intereses continuamente -la sociedad conflictual frente a la paz de los cementerios, como decía Montesquieu-. Pero puede haber concordia sin consenso. De hecho, eso suele ser lo habitual: la concordia no implica la unanimidad de todos en todo, o la ausencia de conflicto. Ni en la vida de las familias, ni de las instituciones, ni de los países que consideramos conviven en armonía existe tal unanimidad. La concordia es la voluntad de convivir -de vivir juntos, y compartir unos valores, unos elementos históricos, geográficos, culturales, sociales…comunes, por encima de muchas otras discrepancias- conforme a unas reglas de convivencia que se aceptan y se respetan. Incluso para quien no las comparta por completo, hay que respetar esas reglas y hacerlas respetar.

Por eso mismo resulta tan paradójica la actitud de quienes tratan de imponer su voluntad exigiendo consensos sobre los temas que les convienen, y desprecian la concordia, expresada en las reglas de la convivencia aceptadas por la mayoría, cuando no se acomodan a sus intereses particulares. La convivencia civilizada consiste, empero, en aceptar que, en democracia, la voluntad de la mayoría se impone a la minoría conforme a las reglas establecidas en la Constitución. Y en respetar la división de poderes, lo cual supone que las decisiones de los parlamentos, incluidos los autonómicos, y de los gobiernos, están sujetas al control del Tribunal Constitucional y de los Tribunales ordinarios. No son, por tanto, irreprensibles.

El hecho de que los partidos nacionalistas y algún ministro del Gobierno de España traten de condicionar el contenido de las sentencias (recuerden el caso del Estatut) o se rebelen públicamente contra las decisiones del TC o de los Tribunales tratando de forzar que no se ejecuten o que se rectifiquen, es un acto gravísimo de deslealtad constitucional. Y más grave aún es tratar de hacerlo con el argumento espurio de que los tribunales no son “soberanos” para revisar las decisiones de órganos elegidos democráticamente, sean leyes o reglamentos autonómicos.

En ese argumento subyace una voluntad consciente de confundir a la ciudadanía y de no someterse, en todo lo que perjudique sus pretensiones nacionalistas, a los principios básicos del orden político nacido de la Constitución. Un sarcasmo, cuando es precisamente en esas reglas del juego -en la Constitución, y no en otro lugar- donde se encuentra el fundamento de su régimen de autogobierno que -no lo olvidemos- es de “autonomía”, pero no de “soberanía” (STC 4/1981, de 2 de febrero).