Artículo de Jorge Salto acerca del impuesto sobre el patrimonio, en El Confidencial

Continuamos con la colaboración con el diario digital El Confidencial. En esta ocasión, Jorge Salto reflexiona sobre el Impuesto sobre el Patrimonio. Transcribimos a continuación el artículo, y si quiere leerlo en su formato original, puede hacerlo aquí.

Los editores.

 

Impuesto sobre el patrimonio: cambio en las reglas a mitad de partido

El pasado viernes el Consejo de Ministros aprobó la revitalización de esta figura impositiva para los años 2011 y 2012, desatando un aluvión de críticas sobre las que me gustaría hacer alguna reflexión. Particularmente no comparto ninguna de las tópicas críticas que se vienen haciendo de esta reaparición y me explico.

La aparición de una figura impositiva debe valorarse en clave técnica y no propagandística o populista. Lo importante es si el hecho imponible está bien delimitado, en si realmente grava aquello que quiere gravar, en si resulta confiscatorio, en si logra ser equitativo, progresivo, en si permite su norma una cierta seguridad jurídica, etc. Las valoraciones populistas se las encomiendo a las urnas, que son las que juzgan las políticas fiscales de los partidos políticos. Son las urnas las que juzgarán a un impuesto patrimonial con una exención por vivienda habitual de 300.000 euros, con un mínimo exento de 700.000 euros y con una obligación de declaración para los que tengan un patrimonio superior a 2 millones de euros.

Por ello, no comparto el argumento que basa la crítica en su leve efecto en el déficit público. Hay quienes para criticar la medida argumentan que su efecto recaudatorio se verá reducido a unos pocos cientos de millones de euros, “peanuts” dicen. Y francamente, no me parece un buen argumento, pues aparte de que todo suma, el que recaude mucho o poco no debe interferir en la valoración de la reforma.

Tampoco comparto la crítica que realizan desde sectores conservadores a lo electoralista de la reforma. El Impuesto sobre el Patrimonio es un tributo cedido a las Comunidades Autónomas y éstas tienen competencias normativas sobre el mínimo exento, la tarifa de gravamen y las deducciones y bonificaciones en cuota. Pues bien, no vi a ninguna Comunidad, gobernara quien gobernara, en los años en que el Impuesto estuvo vivo, renunciar a su recaudación. Al contrario, cuando en el año 2008 se acordó por el gobierno central su supresión, se arbitró una compensación fiscal para las Comunidades Autónomas por la pérdida de recaudación. Por ello, no veo que ningún partido esté moralmente legitimado para criticar la actual reaparición del tributo, cuando nada hicieron por suprimirlo en su esfera de actuación. Y de nuevo, fácil lo tienen si quieren suprimirlo, pues sólo tienen que adoptar las medidas legislativas correspondientes en su territorio.

Ahora bien, el que no comparta estas críticas no significa que esté de acuerdo con la reforma, tal y como se ha articulado. No me refiero sólo al gusto que le ha cogido el gobierno al empleo del Real Decreto-ley, sino al haber declarado vigente el impuesto en el año 2011.

Y es aquí donde como técnico he de centrar todas mis críticas. De nuevo, al igual que ya hicieran en el mes de agosto, el gobierno ha adoptado una reforma que, ignorando toda seguridad jurídica, declara la vigencia en este período, afectando así a un sinfín de decisiones económicas consumadas de los agentes económicos (aquí sujetos pasivos del impuesto) que han tomado sus decisiones en estos primeros nueve meses de 2011 con otras reglas de juego.

Por ejemplo, a la hora de la planificación fiscal era trascendental el límite conjunto de cuotas íntegras del Impuesto sobre el Patrimonio y el IRPF. Prevé la norma que la suma de dichas cuotas íntegras no podrá exceder del 60% de las sumas de las bases imponibles del IRPF. Se pretende así evitar la confiscatoriedad, con un límite: la reducción no puede ser superior al 80% de la cuota de IP.

Ahora bien, en el cálculo de este límite de tributación regían reglas particulares:

– De las bases imponibles de IRPF se descontarán las ganancias patrimoniales de elementos con un período de tenencia superior al año; eso sí, se descontarán de las cuotas íntegras del IRPF las que correspondan a dichas ganancias.

– Y a las bases se añadirán los dividendos de las antiguas sociedades patrimoniales, no sujetos en el IRPF.

– Y se descontarán también de las cuotas íntegras de IP las que correspondan a elementos no susceptibles de producir rendimientos en IRPF.

Pues bien, es posible que muchos sujetos pasivos hayan transmitido durante estos primeros nueve meses y medio de 2011 activos patrimoniales que adquirieron hace menos de un año y que de haber sabido el restablecimiento del IP habrían esperado hasta cumplir dicho plazo. Pues cumplido el año su ganancia se restará de las bases imponibles del IRPF y a menores bases menores cuotas en Patrimonio.

Es decir, pensemos en dos contribuyentes cuyo patrimonio asciende a 10 millones de euros, todo invertido en bolsa. Ambos compraron sus acciones el 15 de septiembre de 2010. Ninguno trabaja ni obtiene rentas. Supongamos que ambos venden su inversión por 10.695.996,06 euros, uno el 14 de septiembre de 2011 y el otro una semana más tarde. El primero, al obtener una ganancia de 695.996,06 euros proveniente de un elemento de tenencia inferior al año, queda impedido de la aplicación del límite, debiendo tributar por un patrimonio de 10.695.996,06 euros que arroja una cuota íntegra de 183.670,29 euros. El segundo, viendo la aprobación del Real Decreto-ley decide esperar a que su inversión cumpla el año para aplicar el mencionado límite:

– Suma de cuotas íntegras: 329.709,46 (183.670,29 + 695.996,06 x 19/21%).

– 60% de la Suma de bases imponibles: 0.

– Límite inferior: 20% de 183.670,29 es decir: 36.734,06.

En definitiva, la reforma afecta a situaciones pasadas haciéndolas tributar de manera más perniciosa (183.670,29 euros) pues de haber sabido el nuevo marco legal bastaría haber agotado el año de tenencia para pasar a tributar 36.734,06 euros.

Este sencillo ejemplo muestra cómo la reforma, en todo un exponente de inseguridad jurídica, atenta contra situaciones pasadas que no han podido conocer la reforma y que de haberla conocido habrían planificado sus actuaciones de manera más racional.

Y a la inversa, ha habido sujetos que han recibido los primeros meses de 2011 dividendos exentos de las antiguas sociedades patrimoniales y que de haber sabido que la reforma podía afectarles negativamente habrían alterado su decisión económica.

Y lo mismo podría decirse de alguna de las exenciones del patrimonio empresarial, que se condicionan a percibir rentas por funciones directivas que constituyan la principal fuente de renta. La desaparición del tributo hizo variar la estructura de los patrimonios empresariales e hizo desaparecer también las retribuciones por funciones directivas, máxime con la supresión en algunas comunidades autónomas del impuesto sobre sucesiones y donaciones. Ahora, a tan sólo tres meses de que finalice un año en que el impuesto ha vuelto a cobrar carta de naturaleza, hay que reajustarlo todo con el consiguiente coste fiscal.

En definitiva, es lícito que el gobierno decida la implantación del Impuesto sobre el Patrimonio. Las urnas le juzgarán. Pero lo que es criticable es que se declare la vigencia de la reforma para 2011 pues afecta de forma retroactiva a decisiones ya consumadas que no han podido prever este nuevo marco legal.

Por lo demás, al resucitar el Impuesto, todas las críticas técnicas que se realizaban durante la vida del impuesto antes de su desaparición reviven de nuevo. Las reglas de valoración del patrimonio y de los límites de cuotas conjuntas con el IRPF provocarán de nuevo multitud de desajustes en una norma que debería gravar el patrimonio del sujeto pasivo en condiciones de igualdad.

Veremos qué dicen las urnas y qué hacen las Comunidades Autónomas de esta figura tributaria.

 

Consenso, concordia y vinculación al Orden constitucional

Con frecuencia se escucha a representantes de los grandes partidos nacionalistas (CiU, PNV) o del PSC decir que ni el Tribunal Constitucional ni los demás Tribunales pueden cuestionar el contenido de las leyes aprobadas por las asambleas legislativas de Cataluña y el País Vasco. Tampoco de las Cortes Generales cuando aprueban normas relacionadas con esas regiones, como los Estatutos de Autonomía (siempre que su contenido sea el deseado por esos partidos). Y ello porque hacerlo sería atentar contra la voluntad “democrática” y “soberana” del pueblo de Cataluña o del País Vasco expresada a través de sus representantes.

Los Tribunales, al no ser “soberanos”, no podrían entrar a cuestionar ni las leyes autonómicas ni las decisiones de esos gobiernos autonómicos tendentes a desarrollar o a aplicar dichas leyes, aunque entraran en contradicción con normas de igual o superior rango, incluida la Constitución.

Tesis tan disparatadas han sido incluso sostenidas, en diversas ocasiones y con pequeños matices, por dos figuras preclaras del Derecho Constitucional español. Por nada menos que el Ministro de Justicia, Sr. Caamaño, catedrático de la disciplina, y por la Sra. Chacón, otrora profesora del ramo, hoy Ministra de Defensa del Gobierno de España (algún día tendrá que hacerse el análisis de cómo se llega aquí a catedrático, aunque algunas pistas se dan en “La tribu universitaria” de Alejandro Nieto y en las más lejanas páginas de Ramón y Cajal).

Más allá de la anécdota, esa actitud de los nacionalistas y de sus arietes pone de manifiesto su velado desprecio por el orden político nacido de la Constitución de 1978. Una Constitución que nació fruto del consenso, cosa que -según se dice- permitió “integrar” a los nacionalistas y que algunos de ellos votaran a favor de su aprobación.

Cabe preguntarse si ese consenso era fruto de la concordia, de la adhesión convencida a un proyecto común, compartido, de convivencia. Y más aún, si ese consenso comportaba una voluntad de cumplir y hacer cumplir el orden jurídico-constitucional surgido del mismo.

Pero, ¿qué es el consenso? Según la RAE, es el acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos. La expresión tiene una carga valorativa implícita: da idea de unanimidad, pero expresada de una manera tenue, poco tajante. Por eso, se hace uso frecuente de ella en política. Evita confrontaciones sin entrañar afirmaciones rotundas.

De alguna manera, la Constitución de 1978 -en particular su título VIII, aunque no solo él- es la formalización, hecha por consenso, de un disenso sobre la unidad y la estructura territorial de España. Alzaga habló, en un sentido parecido, del “compromiso indecisión”. Y Cruz Villalón, ex Presidente del TC, de la “desconstitucionalización de la estructura del Estado”. Para poder llegar a un acuerdo aplazaron la solución, esto es, la definición de la estructura del Estado, que sigue abierta. Y si ese aplazamiento pudo parecer un acierto en aquel momento inicial, hoy cada vez más voces piensan lo contrario. Treinta años después, cada vez está más cuestionada dicha estructura, así como el grado de observancia real por parte de todos, especialmente de los nacionalistas, del orden jurídico y político nacido de esa Constitución.

Pese a todo, los políticos del PP y PSOE siguen más preocupados de conseguir el consenso de los partidos nacionalistas en las decisiones que deben adoptarse que de procurar que esas decisiones se tomen sin demora, y que su contenido sea acertado y conveniente al interés general, aunque no las voten los nacionalistas.

Se ha mitificado el consenso. Sin embargo, contra lo que se cree, las democracias no se desenvuelven en torno a la idea del consenso, sino al juego de las mayorías y al principio de división de poderes. El consenso es deseable, sí, pero la necesidad permanente de su concurso bloquearía la toma de decisiones y haría imposible la dinámica de los regímenes democráticos. Por eso, la Constitución exige mayorías -y no consensos- para aprobar las leyes o los Estatutos de Autonomía o para elegir al Presidente del Gobierno. Además, se presume erróneamente que una decisión adoptada por consenso será más acertada que otra sin él. Y esto no es necesariamente así, sobran ejemplos que lo demuestran. La bondad intrínseca de una decisión no depende del método usado para su adopción (sea por consenso, sea por mayoría).

Lo habitual, en política y en la vida, es la ausencia de consenso. La convivencia plantea conflictos de intereses continuamente -la sociedad conflictual frente a la paz de los cementerios, como decía Montesquieu-. Pero puede haber concordia sin consenso. De hecho, eso suele ser lo habitual: la concordia no implica la unanimidad de todos en todo, o la ausencia de conflicto. Ni en la vida de las familias, ni de las instituciones, ni de los países que consideramos conviven en armonía existe tal unanimidad. La concordia es la voluntad de convivir -de vivir juntos, y compartir unos valores, unos elementos históricos, geográficos, culturales, sociales…comunes, por encima de muchas otras discrepancias- conforme a unas reglas de convivencia que se aceptan y se respetan. Incluso para quien no las comparta por completo, hay que respetar esas reglas y hacerlas respetar.

Por eso mismo resulta tan paradójica la actitud de quienes tratan de imponer su voluntad exigiendo consensos sobre los temas que les convienen, y desprecian la concordia, expresada en las reglas de la convivencia aceptadas por la mayoría, cuando no se acomodan a sus intereses particulares. La convivencia civilizada consiste, empero, en aceptar que, en democracia, la voluntad de la mayoría se impone a la minoría conforme a las reglas establecidas en la Constitución. Y en respetar la división de poderes, lo cual supone que las decisiones de los parlamentos, incluidos los autonómicos, y de los gobiernos, están sujetas al control del Tribunal Constitucional y de los Tribunales ordinarios. No son, por tanto, irreprensibles.

El hecho de que los partidos nacionalistas y algún ministro del Gobierno de España traten de condicionar el contenido de las sentencias (recuerden el caso del Estatut) o se rebelen públicamente contra las decisiones del TC o de los Tribunales tratando de forzar que no se ejecuten o que se rectifiquen, es un acto gravísimo de deslealtad constitucional. Y más grave aún es tratar de hacerlo con el argumento espurio de que los tribunales no son “soberanos” para revisar las decisiones de órganos elegidos democráticamente, sean leyes o reglamentos autonómicos.

En ese argumento subyace una voluntad consciente de confundir a la ciudadanía y de no someterse, en todo lo que perjudique sus pretensiones nacionalistas, a los principios básicos del orden político nacido de la Constitución. Un sarcasmo, cuando es precisamente en esas reglas del juego -en la Constitución, y no en otro lugar- donde se encuentra el fundamento de su régimen de autogobierno que -no lo olvidemos- es de “autonomía”, pero no de “soberanía” (STC 4/1981, de 2 de febrero).

A vueltas con el patrimonio.

La súbita resurrección del Impuesto sobre el Patrimonio ha sido objeto de diversos comentarios en este blog en los que se ha discutido, sobre todo, la conveniencia política del impuesto y de su reimplantación en este momento así como la idoneidad del instrumento jurídico, un Decreto Ley, utilizado.
Sin embargo, a mi lo que me parece más criticable es un aspecto del Impuesto que ya estaba presente en la anterior regulación, y que ahora no se corrige, que lo hace absolutamente injusto al gravar de forma muy distinta hechos imponibles idénticos. Se trata del artículo 10.1 de la Ley 19/1991 de 6 de julio, relativo a la valoración de los inmuebles, en el que se establece que a efectos del impuesto se tomará el mayor valor de los tres siguientes: el valor catastral, el comprobado por la administración a efectos de otros tributos o el precio, contraprestación o valor de la adjudicación.
Lo que esta norma supone, lisa y llanamente, es que inmuebles idénticos van a recibir valoraciones totalmente dispares y sus dueños van a tributar de forma muy distinta, lo que es palmariamente injusto. Para apreciarlo basta ver un ejemplo perfectamente ajustado a la realidad y nada infrecuente. Pensemos en dos “ricos”, por ejemplo, dos profesionales que, con el trabajo de toda su vida, además de su vivienda habitual (que goza de exención hasta cierto límite), han adquirido dos pareados idénticos en alguna urbanización, más o menos lujosa, de la costa española. Pongamos que el valor catastral de cada chalet es de 600.000 euros y su valor real actual, con la crisis y siendo optimistas, de 800.000 euros. Imaginemos que uno de ellos compró antes del “boom” inmobiliario, por ejemplo en 1998, por 500.000 euros, y el segundo en 2008, en lo más alto de la burbuja, por el doble, es decir, por UN MILLÓN de euros.
Es evidente que el que compró en 2008 además de haber hecho peor negocio, puesto que ha pagado más y, hasta ahora, no ha obtenido plusvalías sino todo lo contrario, habrá pagado más impuestos, tanto en renta como en transmisiones patrimoniales. Pero lo lógico es entender que ahora, en el impuesto de patrimonio, ambos, titulares de patrimonios idénticos, pagarán lo mismo: lo que corresponda en función del valor real de bienes clónicos.
Sin embargo, nada más lejos de la realidad ya que el resultado de aplicar la mencionada regla de valoración es que para el impuesto sobre el patrimonio inmuebles idénticos pueden tener valores y tratamientos fiscales muy distintos. Así, en nuestro ejemplo, el que compró en 1998 aplicará el valor catastral, superior al de su adquisición, y resultará exento del pago del impuesto. Sin embargo, el que tuvo la mala suerte de comprar en 2008 tendrá que aplicar el valor de compra y, él sí, tendrá que pagar el impuesto de patrimonio y, encima, tributando por un valor muy superior al que en este momento podría obtener en el mercado por su chalet.
La cosa se puede complicar si en los años de bonanza se ha producido un fallecimiento y los herederos, advertidos por el notario de su obligación de declarar el valor real e incentivados por la exención en muchas comunidades autónomas del impuesto de sucesiones, han optado por recoger en la escritura de herencia valoraciones basadas en las previsiones más optimistas, previsiones que pueden haberse visto rápidamente frustradas por la evolución del mercado pero que recaerá sobre ellos en el futuro como una losa inamovible.
En definitiva, podemos discutir si quien disfruta para sus vacaciones de un estupendo chalet de ochocientos mil euros es o no rico y si debe ser él, precisamente, el que debe hacer un mayor esfuerzo para sacar el país adelante pero lo que, en mi opinión, resulta indiscutible es la injusticia, sino inconstitucionalidad, que supone que dos supuestos potentados, con patrimonios idénticos y de igual valor real, tengan un tratamiento fiscal totalmente distinto hasta el punto de que uno sea considerado legalmente rico y el otro no.

Artículo de Rodrigo Tena sobre el “Caso Faisán” en El Confidencial

Nuestro Editor Rodrigo Tena inaugura con este artículo  publicado ayer una etapa de colaboración de este Blog con El Confidencial. ¡Que no se lo pierdan nuestros lectores!

Espasmos jurídicos en el caso Faisán

Si algo prueban las complejidades jurídicas del caso Faisán es el genio imperecedero de Franz Kafka. Pese a que gracias a él estamos perfectamente avisados de lo fácil que resulta que las disquisiciones legales y los detalles procedimentales nos envuelvan en el absurdo, haciéndonos perder completamente de vista el sentido final de las cosas, hay que reconocer que los juristas tenemos una tendencia innata a incurrir en este vicio. Pues bien, este caso demuestra a las claras que no sólo los juristas.

¿Colaboración con banda armada o revelación de secretos? ¿Audiencia Nacional o Juzgado de Instrucción de Irún? ¿Pleno o sección? Comprendo que tales cuestiones puedan interesar bastante a los procesados (por razones obvias) y algo (por responsabilidad profesional) a los magistrados que tienen que decidirlas, pero para los ciudadanos de este país deberían ser completamente secundarias e intrascendentes.

Mientras nos agotamos discutiendo si el delito es de colaboración o de revelación, o minucias tales como si es ajustado a Derecho que el presidente de la sala avoque su conocimiento al pleno, esperando quizá encontrar en ellas escondidas conspiraciones,  se nos escapa el fondo del asunto. Esos delitos han sido cometidos por funcionarios del Ministerio del Interior de probada trayectoria de lucha contra el terrorismo.

No hace falta ser un fino jurista para inferir que obedecían a una estrategia final de lucha contra ETA (y no de colaboración) diseñada necesariamente por los responsables políticos de ese Ministerio, con el Sr. Rubalcaba a la cabeza. Pensar cualquier otra cosa no es creíble. Pero si discutimos ahora en sede judicial si hay colaboración o no, es precisamente porque esta estrategia ilegal ha sido negada repetidamente por esos responsables políticos, por razones electorales, dejando de paso a sus funcionarios en la estacada.

El bosque que pretende ocultarnos tanto tecnicismo, por tanto, es esa radical negativa a asumir responsabilidades políticas por este asunto. Eso es lo que nos obliga a todos (jueces, periodistas y sufridos espectadores) a sumergirnos en este universo kafkiano de calificaciones y avocaciones varias. De ello no tienen la culpa los jueces, evidentemente, que cumplen con su trabajo, máxime cuando nadie colabora para aclararles oficialmente el asunto. Más bien al contrario, lo que se pretende es utilizar todo tipo de recovecos jurídicos y procedimentales para ocultar aún más la propia responsabilidad política, instando a que la judicatura infiera las conclusiones que ellos se niegan a explicitar en voz alta. Un nuevo y triste ejemplo de la utilización política de las instituciones clave del Estado de Derecho.

Condenados a no acertar

Es obvio que los jueces no tienen más remedio que entrar en este juego técnico. El problema es que cualquiera que sea la decisión que adopten será criticable, por un motivo u otro. Es más, como consecuencia de la torticera utilización de la que están siendo objeto, están irremisiblemente condenados a no acertar. Si califican el delito de colaboración, porque obviamente no la había, ya que “todo el mundo sabe” que esos funcionarios actuaban a las ordenes de Rubalcaba; si sólo de revelación de secretos, porque avisar a un sospechoso que va a ser detenido, que es el único hecho probado dado el silencio de Rubalcaba, es obviamente colaborar con él.

En cualquier caso nosotros, los ciudadanos, no estamos obligados a bucear entre espejismos y paradojas, afortunadamente. A nosotros nos basta con fijarnos bien en quién nos ha introducido, con su negativa a decir la verdad, en este universo kafkiano.

Desmesuras institucionales: los parlamentos autonómicos

Hoy publicamos un artículo de nuestro colaborador Ramón Marcos Allo, que ha sido elegido recientemente diputado a la Asamblea de Madrid por UPYD y que reflexiona sobre el Parlamento regional. Se trata de una opinión crítica especialmente valiosa, por tanto, dado el cargo que ocupa el autor. A continuación, el artículo de Ramón Marcos.
Los editores.
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La situación de España es complicada. Hay una profunda crisis económica que, como ya se ha subrayado, está agravada por la crisis política e institucional que padecemos. En este blog se han contado múltiples ejemplos de la deriva autonómica y de los errores que se han producido por tratar de reproducir en cada autonomía un mini estado. Continuando con la serie, voy a exponer otro ejemplo más de los defectos institucionales que nos llevan a ineficiencias y gastos innecesarios: los que afectan a los parlamentos autonómicos, que estoy conociendo en primera persona desde que salí elegido diputado el pasado veintidós de mayo en la Asamblea de Madrid.

La Constitución española previó, para aquellas Comunidades que hubieran accedido a la autonomía bien porque hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía y contasen, al tiempo de promulgarse esta Constitución, con regímenes provisionales de autonomía (Cataluña, País Vasco, Galicia) o bien por el procedimiento agravado de su artículo 151 (Andalucía), un sistema institucional completo que incluía una Asamblea Legislativa elegida por sufragio universal. Sin embargo, para el resto de las Comunidades, que accedían por el régimen ordinario, la Asamblea no era un requisito institucional necesario. Pese a lo cual, todas optaron en sus estatutos por tener una, que aunque inicialmente eran sencillas, con la asunción de nuevas competencias, se fueron profesionalizando y asimilando al Congreso de los Diputados en su estructura y funcionamiento.

En principio no habría nada que objetar a ese desarrollo ya que en todos los Estatutos se establecieron competencias legislativas y para ejercerlas es necesario un parlamento. El problema ha sido su desarrollo posterior. Ya se sabe que el órgano hace la función, pero en este caso la función se ha desbordado. Esas Asambleas han pretendido emular a las Cortes Generales y se han puesto a legislar de manera alocada, y con escasa calidad (muchas de sus leyes no dan ni para ordenes ministeriales), dictando miles de normas que han roto el mercado interior y dificultado la libertad de circulación de los trabajadores. Por otra parte, y como símbolo del nuevo poder, han construido hermosos y caros edificios al lado muchas veces del de la diputación provincial o del ayuntamiento, con lo que pequeñas autonomías tienen hasta tres instituciones que mantener con los esforzados impuestos de sus ciudadanos.

Como consecuencia de esa emulación, un diputado de la Asamblea de Madrid cuesta unos doscientos setenta y un mil euros al año, poco menos de lo que cuesta uno en el Congreso de los Diputados, doscientos ochenta mil, a pesar de que la población de Madrid no llega a siete millones de habitantes mientras que la de España supera los cuarenta y seis millones. Claro que hay casos peores, en Cataluña el coste roza los quinientos mil, para siete millones, o en el País Vasco cuatrocientos ochenta mil, para poco más de dos millones. Así, sólo en mantener los parlamentos autonómicos se supera la cifra de cuatrocientos millones de euros al año.

Estos son datos generales que tienen su reflejo en el caso particular de la Asamblea de Madrid. La cual está ubicada en un moderno, pero disfuncional edificio -la acústica del Pleno es desastrosa-, y caro de mantener; y cuenta con un elevado número de personal, alguno ciertamente muy cualificado y eficiente, pero entre el que hay un exceso de eventuales (colocados a dedo), en puestos de escasa justificación salvo para que el Grupo con mayoría en la Mesa (el órgano de gobierno de la Asamblea) pueda repartir puestos de trabajo entre sus afines, y de personal auxiliar con funciones solo entendibles desde una concepción arcaica de la tarea de diputado. En cuanto a su funcionamiento, un botón de muestra de su arbitrariedad, como julio es inhábil según el Estatuto para el trabajo parlamentario, la Mesa decidió habilitarlo a efectos legislativos en junio para dar pruebas de trabajo, sin embargo en septiembre, que es hábil por Ley, no prevé nada relevante salvo la comparecencia de unos consejeros que aún no habían comparecido ante los diputados, a pesar de que han pasado casi cien días desde su nombramiento.

Pero además en la Asamblea de Madrid hay privilegios. Por ejemplo la Mesa dispone de un exceso de coches a su servicio, sus miembros pueden comer e invitar gratis a cualquier persona en el restaurante de la Asamblea, que ya de por sí es barato para todos (en Italia este verano algo parecido fue un escándalo), y junto a los Portavoces de los Grupos disponen de entradas gratis para ir a los toros en Las Ventas. A estos “pequeños” privilegios hay que sumar que, por decisión de la Mesa, los diputados están exentos del impuesto de la renta de las personas físicas en el veinte por ciento de una parte de su salario, porque se considera que se destina a viajes, aunque Madrid es una comunidad que se hace de punta a punta en menos de dos horas y que además tienen una tarjeta para taxis, el abono transporte pagado y autopista de peaje gratis. A lo que hay que añadir que como todos los parlamentarios de España no pagan de su salario la parte de cotización de Seguridad Social correspondiente al trabajador. Así, ambos beneficios suponen para un diputado ingresar al año tres mil quinientos euros netos más que un trabajador normal a igual salario. Por otra parte, en esa misma Asamblea se sientan concejales y alcaldes que ejercen ambas funciones, y que cobran dos salarios de los presupuestos públicos, ya que no hay incompatibilidad entre ellas.

¿Realmente España se puede permitir este sistema institucional? Creo que no. Es necesaria una reforma que adecue las instituciones a la realidad de sus funciones, que deberán ser menores por las competencias que debe recuperar el Estado, y unos políticos con prácticas más sencillas, sin privilegios frente a los ciudadanos. No tenemos mucho tiempo para esas reformas, hemos de empezar ya.

Ramón Marcos

Agencias de « rating », regulación y competencia

Resulta difícil no vincular la crisis actual en los mercados de deuda soberana a las revisiones que las tres grandes agencias de calificación crediticia (ACC) –Moody’s, Standard & Poor’s y Fitch-  han operado en los últimos meses sobre varios Estados. La incertidumbre generada por estas revisiones, que son criticadas por su falta de imparcialidad y de rigurosidad, ha alimentado el debate sobre cómo regular el sector en el que intervienen estas agencias y sobre si existe la posibilidad de actuar contra ellas a la luz de las disposiciones en materia de competencia. Conviene señalar que Viviane Reding, la Comisaria Europea de Justicia, se ha pronunciado sobre estos dos últimos aspectos afirmando, por un lado, que « ha llegado el momento de desmantelar el oligopolio de las agencias de rating » y, por otro, que « no es posible que un cartel de tres firmas norteamericanas decida el destino de las economías nacionales y sus ciudadanos » (traducción libre).

Quisiera destacar en esta entrada que si bien los términos oligopolio y cartel predominan en las discusiones sobre la reforma de las ACC, hasta el momento no se ha adoptado ninguna medida concreta que defina ni el modelo de regulación ni la estructura de mercado deseados para estas agencias. Es cierto que la Comisión lanzó una consulta pública en noviembre de 2010 para recabar opiniones sobre cómo reconfigurar el sector de las ACC. Ahora bien, todavía no sabemos cuál será el resultado de esta iniciativa. Por otro lado, las autoridades de competencia tampoco se han decidido a abrir una investigación contra las tres grandes ACC por una presunta concertación en el mercado o por un presunto abuso de posición dominante colectiva. Solamente la Comisión ha manifestado su voluntad de verificar si Standard & Poor’s ha incurrido en una violación del artículo 102 TFUE pero se trata de un asunto puntual relativo a precios excesivos.   

Las razones que explican la situación anterior parecen encontrarse, en primer lugar, en que no existe un verdadero consenso sobre qué consecuencias conllevaría la introducción de un mayor grado de competencia en el sector de las ACC y, en particular, si ello repercutiría positivamente en su funcionamiento. En segundo término, no se ha conseguido definir una clara cause of action amparada en las disposiciones de competencia que pudiera conducir a la imposición de sanciones a las tres grandes ACC.

Sobre la cuestión de la estructuración del mercado, cabe señalar que un grupo numeroso de especialistas, a los que parecen adherirse tanto la Comisión como la OCDE, considera que el pluralismo de operadores es la mejor opción para asegurar el buen funcionamiento en el mercado de las ACC. En esencia, éstos sostienen que la entrada de nuevos competidores en dicho mercado tendría por resultado la lucha de las ACC por proporcionar a los inversores una información más precisa y fidedigna. Ello encontraría su fundamento en la necesidad de adquirir una mejor reputación que hacer valer a la hora de buscar clientes y daría lugar, en definitiva, a una « race to the top on quality and services ». Por el contrario, quienes se oponen a alterar la estructura actual del mercado de las ACC argumentan que una mayor competencia no haría sino intensificar el conflicto de intereses al que están sometidas estas agencias en su actividad ordinaria. En particular, este grupo considera que las ACC, en un contexto de mayor presión competitiva, estarían dispuestas a sacrificar la disciplina de la reputación en favor de una mayor adecuación a las peticiones de sus clientes. En estas circunstancias, la entrada de nuevos agentes de calificación en el mercado flexibilizaría aún más sus evaluaciones y provocaría, en cambio, una « race to the bottom on independence ». 

Sobre la cuestión relativa a la investigación en materia de competencia, lo cierto es que las autoridades no han conseguido articular por el momento un argumento sólido que explique en qué medida la conducta de las ACC de los últimos meses podría considerarse como una violación de las disposiciones en materia de competencia. En particular, no resulta obvio identificar ni la colusión tácita entre ellas ni el supuesto abuso colectivo en el mercado. No obstante, recientes propuestas intentan hacer un guiño a estas autoridades para indicarles que, si hay verdadera voluntad, existen elementos suficientes para constatar, cuando menos, una violación del artículo 102 TFUE (véase, Petit y Neyrinckí). Estos elementos de partida son un alto nivel de concentración en el mercado (más del 90%), un comportamiento paralelo manifiesto, una conducta con efectos de cierre de mercado que impide la entrada de nuevos competidores y una distorsión de la competencia, derivada de la falta de rigor de sus estimaciones, entre los bancos y entidades de crédito más expuestos a la deuda soberana y aquéllos con menor nivel de exposición.

 Las anteriores son, en cualquier caso, dos cuestiones a añadir a la larga lista de iniciativas que se han barajado recientemente al objeto de disciplinar a las ACC y someterlas a un régimen de mayor responsabilidad. Otras de estas medidas han sido (i) la tipificación de una serie de infracciones que han de permitir a la Agencia Europea de Valores Mobiliarios (AEVM) la imposición de sanciones a las ACC en determinados supuestos (véase, a este respecto, el Reglamento (CE) nº 513/2011, de 11 de mayo) y (ii) la interposición de demandas judiciales exigiéndoles su cuota de responsabilidad en la crisis actual. Resulta curioso comprobar que, por lo que se refiera a estas últimas, no se están obteniendo los resultados esperados en los tribunales, al menos en Estados Unidos, debido, en parte, a la protección que les confiere la libertad de expresión consagrada en la primera enmienda de la Constitución norteamericana.

En una futura entrada, confío en poder dar cuenta de la evolución de las iniciativas anteriores a medida que vayan concretándose.

(*) Las opiniones expresadas en este blog corresponden a su autor y no vinculan, en ningún modo, al TJUE

La jubilación del tirano

Leyendo en los periódicos los acontecimientos de Libia, me viene a la cabeza unos de los libros revelación del 2011 (en realidad publicado en octubre de 2010 aunque sus 1.300 páginas hacían casi insoslayable aplazar su lectura al período estival), Una saga moscovita (editorial La otra orilla), en la que Vasíli Aksionov narra la historia de tres generaciones de la familia Gradov durante la dictadura de Stalin.

En unos de los capítulos de la novela (unos de los últimos, de lo que advierto a los que no gusten de recibir excesiva información previa a la lectura) el patriarca de la saga, un prestigioso médico moscovita, es requerido para opinar sobre la salud de Stalin, descontento con el diagnostico de sus médicos, éstos reales, del Kremlin (descontento que les hizo caer en desgracia y ser objeto de una de las frecuentes purgas).

Tras el correspondiente y minucioso análisis, la conclusión final que el eminente, y honrado, médico transmite a Stalin es concluyente: lo que el dictador necesita es una inmediata y placentera jubilación con vida tranquila, buenos alimentos, ejercicio controlado y nada, nada de trabajo.

Tan sabio consejo, que bien podía haber seguido Gadafi hace tiempo, no es atendido por Stalin y es que los dictadores (como se dice de los miembros del Tribunal Supremo estadounidense) nunca se jubilan y rara vez se mueren. Parece que la gran aspiración común de todo dictador es conservar el poder cueste lo que cueste, aunque sea a costa de su vida, y de la de los demás, claro. Y es que la atracción del poder debe ser inmensa cuando todos los tiranos, por mucho que la situación se desmorone ostensiblemente a su alrededor y se vean amenazados con la muerte, la prisión o la ignominia se aferran tozudamente a él hasta el último segundo, o más allá, rechazando tentadoras ofertas de lujosos asilos con inmunidad fáctica.

Por otra parte, no deja de ser curioso que nadie se escandalice con esas tentadoras y públicas ofertas de asilo e impunidad que, cuando ocurren en territorio extranjero, se aceptan como mal menor para evitar más derramamiento de sangre, a pesar de su injusticia y de la flagrante violación del Derecho internacional, por los mismos que se rasgan las vestiduras ante el menor asomo de ilegalidad o tibieza cuando de lo que se trata es de salvar la vida de compatriotas y a los que, para concluir este comentario cuya correcta catalogación sería en lecturas recomendadas, yo les aconsejaría el libro de Leonardo Sciascia, El caso Moro, recientemente reeditado por Tusquets.

En esa obra Sciascia realiza un lúcido análisis de la correspondencia enviada desde su cautiverio por la víctima, Aldo Moro, dos veces primer ministro de Italia, para convencer al Estado, es decir, a sus correligionarios democratacristianos y supuestamente amigos, de la superioridad de las razones humanitarias sobre el rigor ciego del Derecho desde el argumento de que la primera misión del Estado es la de salvar vidas humanas. Las cartas en algún momento podrían llegar a ser cómicas si no fuese por el desenlace trágico plasmado en la impactante fotografía, que muchos recordarán, del cadáver de Moro en el maletero de un viejo Fiat abandonado en una céntrica calle de Roma.

Un lugar al sol o nada nuevo bajo el sol: de la elaboración de las listas electorales

Asistimos de nuevo al tradicional espectáculo de la elaboración de las listas para las próximas elecciones generales. Y no por conocido el espectáculo me deja de sorprender, y más en la situación actual. Se repiten las escenas de siempre, la cúpula del partido o directamente el líder decide quien va en las listas y quien no, en función básicamente de criterios de proximidad o alejamiento a los dirigentes que deciden. Por supuesto, ir en las listas para nuestros diputados-empleados, por utilizar la expresión de Jimenez de Parga (que he conocido gracias a uno de los más agudos comentaristas de este blog) es esencial, dado que supone la diferencia entre tener trabajo y no tenerlo, es decir, la diferencia entre tener un lugar al sol o irse al paro.

Lamentablemente, muy pocos de nuestros políticos tienen carreras profesionales al margen de la política, incluso los que en su momento las tuvieron las han dejado por esta carrera, mucho más gratificante desde todos los puntos de vista, aunque solo sea porque las reglas que rigen para el resto de las profesiones no se aplican aquí. ¿Se imaginan por ejemplo el futuro profesional que tendría un abogado que perdiese todos sus pleitos? ¿O un médico que matase a sus pacientes? ¿O un arquitecto al que se le cayesen las casas que construye? ¿Se imaginan que pasaría si cualquiera de estos profesionales llenase sus despachos, consultas o estudios con familiares y amigos de  confianza pero de nula o escasa cualificación? ¿Que los dejasen en herencia a sus retoños aunque no sepan hacer la O con un canuto? ¿O que cobrasen un dineral a cambio de un servicio desastroso?  

Pues bien, la ventaja es que en política todas esas cosas y muchas más pueden hacerse sin ningún riesgo. No rigen las reglas que existen para cualquier profesión o para cualquier oficio, que básicamente pueden reducirse a una: hacer las cosas mal o muy mal está penalizado, salvo que se tenga la suerte de tener un monopolio y aún así. En el caso de nuestros representantes y gestores públicos no hay ninguna responsabilidad por la mala gestión, es más, a veces parece que cuanto peor se han hecho las cosas, más posibilidades de promoción hay. Y no digamos ya si se tiene la capacidad de chantajear o de montar un buen lío en el partido (véase el caso de Fabra o de Ripoll en la Comunidad Valenciana) porque entonces se tiene el futuro asegurado para sí y para la descendencia. Vemos que hay mucho paro juvenil pero que la hija de Fabra ya está colocadísima .

En definitiva,  nuestros políticos pueden dejar en bancarrota cajas de ahorros, empresas públicas y autonomías enteras sin que nadie se cuestione no ya su presencia en las listas sino su capacidad y su aptitud para seguir en la política. También pueden tranquilamente colocar a la parentela o/y facilitarles la vida con dinero público, mediante contratos y subvenciones. Y, por supuesto, pueden decir tranquilamente que no piensan cumplir las leyes que dicta el Parlamento en el que se sientan o las sentencias del Tribunal Supremo, o en general pueden permitirse un día sí y otro también deslegitimar las instituciones que les cobijan. Recuerden en las recientes elecciones autonómicas por tener, tuvimos hasta imputados en las listas (ahora creo que algunos ya están condenados pero que yo sepa siguen cobrando del erario público).  El análisis en profundidad de lo que esto supone lo pueden encontrar aquí por nuestro coeditor Rodrigo Tena.

Últimamente además los exportamos a los organismos internacionales. Efectivamente, una nueva salida que han encontrado estos señores es ocupar la cuota española (y de paso la femenina) en organismos como el Banco Europeo de Inversiones. Como para estos cargos se necesita apoyo político del Gobierno, es una forma estupenda de pagar los servicios prestados, nada que ver estos sueldos con los que declaran sus Señorías como Ministros del Gobierno (habría que dedicar un post a esto, pero mientras tanto pueden leer el de NeG (aquí). Por ahora la última candidata es la Sra Salgado, pero antes ya hemos colocado a la ex Ministra de Fomento y Consejera autonómica sra Alvarez y a la ex Ministra de Igualdad Bibiana Aido, que yo sepa, aunque sin duda habrá más casos. Me refiero a estas tres señoras porque las tres, cada una en su nivel -que obviamente no es el mismo-  parece que han reunido los méritos para acceder a estos puestos más por la vía “interna” es decir, los méritos de cara al Gobierno -que es al fin y al cabo es el que tiene la capacidad de promover y apoyar su candidatura- que de cara a los ciudadanos, es decir, por la solvencia de su gestión. Por ejemplo, la Sra Salgado cuenta en su haber como Ministra de Administraciones Públicas con el “éxito” del Plan E, uno de los planes en que más dinero público se ha despilfarrado ya con la crisis encima  –y cito al propio Ministro de Industria aunque le echa la culpa a los Ayuntamientos y especialmente a Gallardón-

 Como Ministra de Economía y Hacienda su principal mérito fue, al menos hasta que comenzó la amenaza real de intervención de la economía española, el no poner demasiadas trabas al todavía Presidente del Gobierno.  Su valoración como Ministra de Economía y Hacienda no parece efectivamente que esa para tirar cohetes, si atendemos a este ranking del Financial Times

Es cierto que, como ciudadanos españoles, poco podemos hacer para impedir estas fabulosas promociones en los organismos internacionales, más allá de avisarles. Pero con respecto a las listas electorales podemos hacer bastante más. Como recordó nuestro coeditor Rodrigo Tena en su artículo sobre “Teoría  y práctica de la dimisión en España”, como ciudadanos tenemos una gran responsabilidad, pues en último término, somos nosotros los que votamos esas listas

Algún día lo conseguiremos, encontraremos leyes eficaces

No podemos decir que esta legislatura haya sido especialmente brillante en el avance hacia la garantía de los derechos de las personas con discapacidad, y por qué no, de los mayores, muchos de ellos también con discapacidad y/o limitaciones importantes. Después de tantas promesas y compromisos electorales antesdeayer, como quien dice, cuando nuestros políticos volcaban sus esfuerzos allá por la primavera del 2008 para convencernos de sus bondades. Empezamos mal, haciendo de gallitos y chulapos hispanos, muy acorde con nuestra personalidad latina, negando una crisis económica, un iceberg oscuro que emergía y ya se conocía, y nuestros responsables elegidos se han pasado los cuatro años tratando de disolver y solucionar esa negación, ese iceberg.

Es justo reconocer que entre el 2004 y el 2008 se realizó un avance muy significativo en la regulación de las garantías de los derechos de determinados colectivos en riesgo de exclusión, como lo son las personas con discapacidad y las personas mayores. Tan significativo que, con el desarrollo de gran parte de la LIONDAU (ley 51/2003 de igualdad de oportunidades, no discriminación y accesibilidad universal de las personas con discapacidad), y la aprobación de la Ley 39/2006 de Autonomía Personal y Atención a la Dependencia, ciertamente, se dio un paso sustancial en la persecución de la mejora del bienestar de las personas con discapacidad y/o mayores con limitaciones. Pero también es cierto que estos últimos cuatro años han quedado en blanco prácticamente, y lo ya avanzado, se ha quedado ahí congelado, entre otras cosas por nuestro original y sui generis sistema para aprobar leyes y garantías legales, vinculando su efectividad a la célebre frase de las memorias económicas “esta ley no supone incrementos de gasto y se financiará con cargo a los presupuestos de cada ministerio”. Curioso paradigma, si no se incrementa el gasto social, y tampoco se reestructura y actualiza el existente para reorganizar los servicios ya presentes y aprovechar las sinergias administrativas, que sería otra opción y totalmente lógica y válida, difícilmente vamos a pasar de la garantía del derecho plasmado en un BOE a la realidad de esa garantía “en vivo y en directo”.

España ratificó en diciembre de 2007, a bombo y platillo por la entonces vicepresidenta primera del Gobierno, en Nueva York, la Convención de Derechos de las Personas con Discapacidad de UN, que de este modo entró a formar parte de nuestro ordenamiento jurídico el 3 de mayo de 2008. Quizás para paliar esta blancura de legislatura, el Gobierno acaba de publicar en el BOE la ley 26/2011, una tímida, muy tímida adaptación de nuestro ordenamiento a la mencionada Convención. El texto de la ley no tiene desperdicio, y parece sorprendente cómo los eruditos defensores del sector de la discapacidad, teóricamente bien formados e ilustrados, se quedan tan conformes y satisfechos con la nueva ley, que debiera significar un salto cualitativo inapreciable en el camino hacia la igualdad y no discriminación de las personas con discapacidad. Máxime, estando, y hemos de suponer que no sólo de palabra, también respaldado por la UE, quién también ratificó la Convención en diciembre de 2010, primera vez en la historia de nuestra Europa común que las instituciones europeas ratifican una Convención de UN con carácter institucional. Claro que los compromisos políticos ya sabemos que están muchas veces para incumplirlos, y si no para excusarlos en función de fuerzas y premisas económicas malsanas y conspiradoras contra las buenas intenciones de nuestros responsables.

Recomiendo leer esta ley. Se realiza un verdadero ejercicio de imaginación, para dedicar la mitad de su texto a reformular las definiciones, de nuevo, de la ley 51/2003, volver a establecer las mismas teóricas obligaciones de desarrollo de las condiciones básicas de accesibilidad que ya figuran en ella,  volver a establecer los mismos plazos de cumplimiento pero demorados en algún caso, volver a reiterar las obligaciones de accesibilidad a los medios de comunicación social para las personas sordas, con discapacidad auditiva y sordociegas ya previstas en la ley 27/2007, y así unas cuantas más. En definitiva, un verdadero ejercicio imaginativo de refuerzo de contenidos ya aprobados, a lo mejor con toda la buena voluntad del mundo de, al hacer más complejas las redacciones y un poquito más amplias, parezcan que son mejores y más efectivas.

Claro que si el sector social está de acuerdo será que los políticos tienen razón. Sería un verdadero problema, sin duda, aprobar leyes y normativas legales que vinieran a solucionar de verdad los problemas, y si se van acabando los problemas y las desigualdades, ¿qué van a hacer los políticos, y qué va a poder pedir el sector social? El resto del texto de la ley de adaptación a la Convención está plagado de pequeñas joyitas. Entre otras, se modifica la Ley 34/2002, de 11 de julio, de servicios de la sociedad de la información y de comercio electrónico, para obligar a los gestores de redes sociales que  facturen ¡más de 6 millones de euros! a sus web sean accesibles. Me pregunto, ¿una red social no es en definitiva una web, que entraría ya en la obligación del RD 1494/2007 por su contenido?. También se modifica la Ley 13/1982, de 7 de abril, de integración social de los minusválidos, para obligar a que todas las viviendas de protección oficial (es decir, financiadas con dinero público) tengan un 4% de viviendas accesibles. Me pregunto de nuevo, ¿Por qué no todas, y solucionamos el problema, cuando una vivienda diseñada accesible no tiene por qué ser más grande, sino bien distribuida? ¿Y si mañana el que compra una vivienda no accesible, padece una discapacidad y tiene movilidad reducida? ¿se compra otra, o hala, a una residencia?. En plena crisis de empleo, se modifica de nuevo la Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público, y se institucionaliza la obligación de reservar un 7% de plazas para personas con discapacidad en todas las convocatorias de empleo de las Administraciones, siendo el 2% para personas con discapacidad intelectual. Pero dejamos tranquilos al sector privado, porque la redacción del art. 18 de la Ley 30/2007, de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público, también se modifica, y no tiene desperdicio. Dice que las Administraciones, en los procesos de contratación pública, “ponderaran” que las empresas obligadas a la reserva del 2% de trabajadores con discapacidad, “cumplen la ley”; e incluso dice, que en los pliegos de clausulas administrativas “podrán incorporar” la obligación de que se aporte un certificado que demuestre que cumplen la ley. Resulta curiosa nuestra legislación, que en vez de exigir siempre su cumplimiento, parece que lo único que intenta muchas veces es asustar un poquito “a los malos”.

Sin embargo, creo que hay algo que se les ha escapado a nuestros responsables políticos, ya que se les ha colado un artículo verdaderamente importante y esencial para la vida de muchas personas con limitaciones funcionales de movilidad, y para la mayoría de nuestras personas mayores. Resulta que el art. 15 modifica la Ley 49/1960, de 21 de julio, sobre Propiedad Horizontal., ampliando a 12 mensualidades de las cuotas comunitarias la obligación de hacer obras de accesibilidad o instalar los elementos mecánicos necesarios para eliminar barreras en los edificios a petición de cualquier propietario que lo necesite, con discapacidad o mayor de 70 años. Estarán obligados todos los propietarios, siempre que la renta familiar no sea inferior a 2’5 el IPREM. Resulta que en España tenemos a miles de personas encerradas en sus casas, que no pueden salir tan siquiera a la calle por no ser accesibles sus portales o entradas. Sí, decenas de miles, aunque se diga pronto y no se vean. Vaya, resulta que esta modificación de la LPH sí puede ser efectiva, y se les ha colado. ¿la volverán a modificar cuándo se den cuenta de que esto puede generar mayor autonomía a miles de personas, mejorar su salud y bienes, y reducir enormemente coste y gastos sociales?

No esperemos más en lo que queda de legislatura. Y demos gracias. A lo mejor, dentro de cuatro años, hemos sido capaces de encontrar la piedra filosofal: la ley que obligue a cumplir las leyes que se hayan aprobado, y aquellas que modifican las otras leyes y normativas legales que ya habían sido aprobadas, y que a su vez, en muchos casos, ya había también modificado otras leyes y normativas legales que también se habían aprobado aún antes.

 

Prescripción de las penas en la Ley Orgánica 5/2010: ¿Un indicador de calidad del Estado de Derecho? (y II)

En la anterior entrega, señalábamos cómo una institución como la prescripción podía servir de indicador de calidad de un sistema legal al permitir valorar su contribución a la seguridad jurídica mediante su propia regulación, percepción de su actividad jurisdiccional y relación que, al resolver sobre la cuestión prescriptiva, mantienen los diversos órganos o instituciones estatales. Restaba, pues, la cuestión relativa a cómo, mediante diversas reformas, el legislador contribuía a la seguridad jurídica al establecer medidas tendentes a neutralizar el conflicto institucional toda vez éste se mostraba irresoluble por la normal actividad resolutiva de tales órganos. Pasamos pues a comentar éste aspecto.

En efecto, ésta es la segunda cuestión reseñada pues, retomando el hilo argumentativo, así se produjo el conflicto entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. Uno más, lamentablemente, por la falta de límites a la función del Tribunal Constitucional; lo que, por otra parte, se torna tan de difícil definición, en tanto supone delimitar el contenido de su función interpretadora del texto constitucional, como de deber inexcusable del legislador ordinario. Tan es así el conflicto que este legislador ha tenido que acudir –afortunadamente- a la reforma del precepto penal para, valga la expresión, poner las cosas en su justo término y definir el estado de la cuestión mediante la nueva redacción del citado art. 132 CP.

Recordemos que era reiterada la doctrina del Tribunal Supremo relativa a que la mera denuncia o querella, por considerarlas ya parte del proceso, bastaban para considerarlo acto interruptivo de la prescripción regulada en el CP de 1995 (en redacción heredada del texto refundido de 1973 y por tanto, no reformada ni en 1995 ni en las parciales posteriores). Después, tal parecer fue matizado en sentido de que no bastaba tal incoación cuando la notitia criminis se refería a personas indeterminadas o distintas de las luego resultantes culpables; no obstante, no era necesario, por contrario, el formal auto de procesamiento o imputación y que debía acudirse al caso concreto para observar si había o no atribución nominal (STS de 25-1-94); finalmente, en la hoy consolidada, se consideraba que sería suficiente, a estos efectos, que tales personas estuvieran suficientemente definidas en dicha denuncia, querella o investigación judicial (STS de 30-12-97). El problema se centraba pues, en todo caso, en el grado de determinación o definición del sujeto que luego resultaría culpable. Pero el acto interruptivo podía ser la denuncia o querella.

Sin embargo, el Tribunal Constitucional, en STC 63/2005 de 14-3-05 y STC 29/2008 de 20-2-08, consideró que el modo en que opera la prescripción era cuestión constitucional, al afectar a la interpretación de la norma penal, y, en cuanto al fondo del asunto, que la interrupción se producía no con tal denuncia o querella, por mucho que identificara sujetos responsables, sino con la resolución judicial de admisión de la misma. Por tanto, el día a quo se desplazaba, y de modo considerable por la carga de trabajo de muchos órganos, al del momento del dictado de la resolución judicial. Huelga decir el conflicto doctrinal y social (tal pronunciamiento recayó en un conocido asunto político-empresarial) y… jurídico pues el Tribunal Supremo siguió considerando (y añadimos nosotros: velando por su máxima función interpretadora de la norma penal ordinaria)  que su tesis no quedaba invalidada, en primer lugar, por no ser ámbito del Tribunal Constitucional (Acuerdo del Pleno no jurisdiccional de la Sala 2ª del Tribunal Supremo 12-5-05) y, luego, por considerar suficiente la incoación de diligencias como título interruptor de la prescripción (vid. sus elocuentes Acuerdos del Pleno no jurisdiccional de aquella Sala de 25-4-06 y 26-2-08 y STS 643/2005 de 19-5-05 – Id Cendoj: 28079120022005100033-).

Postura que no sería tan desacertada cuándo hasta la Fiscalía Generaldel Estado emitió –con el alcance general y unificador que conlleva- la Instrucción 5/2005 por la que señalaba –a todo el Ministerio Fiscal- que la tesis a sostener era la del Tribunal Supremo.

Así pues, se traspasaba el límite de conocer de la legalidad ordinaria únicamente en, dicho en síntesis, aquellos casos de arbitrariedad, irracionalidad o error patente de la interpretación de la norma lo que, en nuestra opinión, es difícil de admitir cuando el Tribunal Supremo tenía establecida su doctrina sobre la interrupción de la prescripción. Y, frente a ella el Tribunal Constitucional estudia la prescripción acudiendo a su fundamento material o procesal: en definitiva, la cuestión jurídica ordinaria de la norma penal recogida en el art. 132 CP. Es más, añadía al debate material o procesal otra cuestión, pues negaba la posibilidad de iniciar el proceso una vez transcurrido el plazo, a lo que, doctrinalmente, también cabía obstar -como hacía el Tribunal Supremo- la naturaleza procesal de la denuncia o querella. Huelga decir que, antes de tales resoluciones, no eran “ya” admisibles las resoluciones de mero trámite (por lo general providencias “de relleno”) a efectos de interrumpir la prescripción. Y también que no hubo cambio en la tendencia constitucional. No obstante, a fuero de honradez dialéctica, cabe reseñar el dictado de solventes votos particulares a tal doctrina constitucional en tal STC 63/2005.

Así las cosas, y latente el conflicto, el legislador penal –eso sí, años después y tras varias reformas penales- ha terciado con la reforma señalada y, en conclusión, acoge ambas posturas pues, si bien considera que debe darse una resolución judicial determinada, no bastando pues con la mera presentación de denuncia o querella, a la vez, establece, en postura positiva, que el plazo prescriptivo quedará suspendido de modo que, de admitirse tales escritos iniciadores e incoarse las debidas diligencias, el dies a quo será no el de esta incoación sino el de aquella interposición; si, finalmente, no procede la apertura de procedimiento penal, el tiempo operará en sentido contrario (art. 132 CP). Tal solución es novedosa en nuestro ordenamiento y supone un criterio conciliador de ambas doctrinas y, en definitiva, debe servir para fijar una posición clara y, con ello, aumentar la seguridad jurídica. En este sentido, siguiendo la hipótesis dialéctica, debemos concluir con que resulta de calidad la intervención legislativa.

Pues bien, sentada así la cuestión, y con la reforma penal vigente operada por LO 5/2010, el Tribunal Supremo ha tenido ocasión de recordar su doctrina y referirla a la reforma en su STS 80/2011 de 8-2-11 (Id Cendoj: 28079120012011100043) al señalar que la cuestión es si la “providencia … interrumpe la prescripción … acorde con la jurisprudencia de esta Sala, doctrina del Tribunal Constitucional y a la vista de la reforma llevada a cabo en el artículo 132”.

Pero, en otro indicador de la calidad del sistema, y por si alguien consideraba que el legislador es infalible, nuevamente tenemos otra cuestión que planteará conflictos interpretativos. Se trata de que la STC 97/2010 de 17-12-2010, en contra de la común práctica judicial, ha resuelto en cuestión íntimamente relacionada con la ya comentada: la interrupción de la pena. Señala el TC que no existe causa interruptiva del plazo prescriptivo de las penas. Polémica decisión pues, en el caso concreto, se trataba de que la suspensión de la ejecución de la pena se había producido –precisamente- para tramitar la solicitud de indulto del penado.

Por tanto, bien puede darse un interesante interrogante: ¿qué prevalece: la ejecución por el Estado de una pena firme o la suspensión de tal ejecución porque el penado ha solicitado un indulto y durante por cuya tramitación precisamente dicho penado puede verse favorecido por el tiempo que dure tal tramitación al no ser ésta causa de suspensión/interrupción? Es decir, ¿un incidente instado por el penado –sea con la legítima finalidad del indulto- servirá para que, finalmente, pueda verse no ejecutada una pena firme?. El precepto regulador, sin embargo, nada dice al respecto: art. 134 CP.

Finalmente, como el tiempo transcurre y a fin de no cansar al paciente lector, no entraremos en otras cuestiones salvo para un botón de muestra más de la calidad y seguridad jurídica del legislador penal. Tras una reforma largamente tramitada cual la LO5/2010, nos encontramos con que, a los siete meses de la publicación de aquella (pero a poco más de un mes de su entrada en vigor tras una positiva vacatio legis de 6 meses), y en el mismo periodo de sesiones, el legislador, mediante la Disposición Final 2ª LO 3/2011 se acuerda, en una norma de reforma del régimen electoral general, de otra reforma de la prescripción.

Nueva modificación que, además, considera como “corrección” pero, como no podía ser de otra manera, tramita como “reforma”: “Disposición Final Segunda. Modificación del Código Penal. Se corrigen los siguientes artículos y apartados de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, en la redacción dada por la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio. 1. En el artículo 131.1, se suprime el siguiente párrafo: “Los delitos de calumnia e injuria prescriben al año.”…”. Se trata de una reforma meramente sistemática y coherente, pues no altera el tradicional régimen prescriptivo anual del delito de calumnia e injuria, y enmienda el “olvido” de mantener tal inciso 6º siendo que la materia ya estaba regulada en su precedente art. 131.1 inciso 4º CP.