La “palabrita” volvió antes del verano a las primeras páginas de los periódicos en una de sus acepciones –como sinónimo de honor-, con ocasión de la dimisión de un responsable político cuyo cargo lleva precisamente como apelativo el de “muy honorable”. Pero no es a esa acepción a la que quería referirme, sino a otra utilizada en nuestra legislación administrativa para referirse a la cualidad exigida como condición de la capacidad jurídica para ser autorizado para el ejercicio de ciertas profesiones. Una condición vinculada al comportamiento o trayectoria de desempeño profesional y que hace a una persona ser o no digna de la confianza o del crédito que requiere la autorización del ejercicio de cualificadas profesiones. Un concepto al que esta publicación ha aludido en los últimos meses (“Todo por la pasta…”).
Han pasado bastantes semanas del emplazamiento que se me realizó en este blog para que diera mi opinión sobre algunos aspectos de la exigencia de honorabilidad en las profesiones financieras. Finalmente, me decido a responder, aunque lo haré sin referirme a ningún caso concreto, y no por las razones apuntadas por algún participante en el blog. Seguro que ello defrauda a algunos lectores pero espero que satisfaga a los más interesados en el debate jurídico. Mi respuesta intentará ser directa y sintética, lanzando unas cuantas ideas capitales sobre el modo en que entiendo este concepto jurídico.
Hace ya casi 25 años, los expertos (Aspectos jurídicos de las crisis bancarias (Respuestas del Ordenamiento Jurídico), edit. CEJ y Banco de España) destacaron que la mayoría –si no todas- las crisis del sector financiero aparecen vinculadas al comportamiento deshonesto o imprudente de unos gestores bancarios. Más modestamente, yo me permití con ocasión del asunto Enron (Escándalos Financieros, o la confianza del paciente forastero, “El País” del 22 de mayo de 2004) recomendar que se fuera más riguroso sobre sus cualidades antes de que la enfermedad puesta de manifiesto por ese y otros casos se convirtiera en un síndrome. Los hechos lamentablemente demuestran que conviene que nos tomemos en serio las cualidades éticas y el comportamiento de los profesionales y no esperemos a que el daño esté hecho para que actúe el sistema penal. Es ahí donde entra en juego la exigencia de honorabilidad a estos profesionales, sobre la que apuntaré las siguientes ideas.
1. Adelantaré que me parece que nuestra legislación es, en relación con este requisito, manifiestamente mejorable. Adolece de defectos de técnica legislativa, como la falta de criterio y coherencia sistemática. Por poner algún ejemplo: son hoy más estrictas las condiciones impuestas a los directivos de las cooperativas de crédito que a los de los bancos; a veces se hace de peor condición al procesado que al condenado con sentencia recurrida. Tampoco es infrecuente que exista una falta de programación normativa, dejando a quien está llamado a su aplicación la definición del contenido de esta exigencia o la determinación de la duración de los impedimentos para el acceso o continuación en el ejercicio de una profesión. Éste es un terreno abonado para que quien cuente con una buena asistencia jurídica o encuentre un aplicador rigurosamente formal pueda eludir ser excluido por falta de concurrencia de este requisito.
2. En lo que se refiere al contenido de esta cláusula, lo primero que debe quedar claro es que la exigencia de honorabilidad es -o debe ser- algo más que la mera ejecución de las sanciones penales o administrativas. Para dar efecto a la pena o la sanción administrativa no hace falta exigir honorabilidad. Si se exige honorabilidad o buena reputación y se integran en ese concepto, entre otros elementos, las conductas que en el pasado merecieron un reproche penal o sancionador, la exigencia de honorabilidad no consiste en la simple aplicación de la pena o sanción durante la duración de éstas. Uno de los principios de interpretación de las normas es el del efecto útil de estas, y desde otra perspectiva se habla del principio del “legislador económico”: si el legislador ha previsto al establecer las condiciones de ejercicio de una profesión que una persona condenada no pueda ejercer una actividad, es porque el legislador ha querido que los efectos de ese impedimento vayan más allá del mero cumplimiento de la pena o sanción.
3. Si la honorabilidad es algo más que la mera ausencia de un impedimento impuesto por el Derecho penal para el ejercicio de una profesión, de lo que se trata es de evaluar unos hechos, no desde la perspectiva del reproche penal que merecen, sino acerca de si tal forma de actuar o “trayectoria personal” –por emplear la terminología del legislador español- es digna de la confianza que requiere una profesión. Al igual que los bancos pueden denegar legítimamente la concesión de un préstamo al deudor incumplidor por ser un riesgo excesivo –haya sido o no condenado o declarado deudor civilmente el solicitante-, los poderes públicos pueden denegar la autorización al gestor que no ha actuado anteriormente de forma correcta, pues son excesivos los riesgos que con ello asumirían los intereses generales y particulares afectados. El peligro de una evaluación de este tipo es que cuando hay poca definición o programación normativa se corre el riesgo de conceder un peso excesivo a la discreción administrativa o, en el peor de los casos, a la arbitrariedad. Ahora bien, los instrumentos jurídicos para suplir o intentar evitar este peligro están en nuestro sistema jurídico y en los de los países de nuestro entorno (por poner también algún ejemplo, desde el sistema de relación de “hechos relevantes” y plazo de relevancia, a los sistemas de menor concreción pero mayores garantías administrativas en términos de transparencia, motivación y vinculación por el precedente).
4. Un apunte sobre ese contenido del requisito de honorabilidad no vinculado al componente penal: en otras latitudes se es especialmente riguroso con la honestidad del administrado en sus relaciones con la Administración y los poderes públicos. Quien miente, falta a la verdad u oculta información que está obligado a suministrar a la Justicia o a la Administración (ya sean procedimiento judiciales, tributarios, o los propios de la actividad que se quiere desarrollar, etc…) no suele ser merecedor de la confianza pública que el ejercicio de ciertas profesiones comporta. Soy consciente de que sonará algo extraño en estas latitudes. Pero me permito recordar que hay todo un señor ex Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica que no fue cesado en el cargo al no prosperar el procedimiento de impeachment, pero que, sin embargo, fue excluido del ejercicio de la profesión de abogado por mentir o no ser leal con un tribunal. Y, además, pidió la baja de la lista de abogados autorizados a actuar ante el Tribunal Supremo antes de exponerse a ser excluido de por vida. Una estrategia que también utilizó otro ex Presidente, en este caso el republicano Nixon. Todo ello en aplicación de las exigencias de previstas en la legislación de ese país para ejercer como abogado y en otras muchas profesiones.
5. Al parecer, el Señor Clinton se gana muy bien la vida, lo que me lleva a apuntar otra idea. Impedir a una persona ejercer una cualificada profesión cuando ha demostrado que no reúne las cualidades de honestidad que esa actividad requiere no es obstáculo para que siga ganándose la vida con su trabajo. Lo que así se evita es que elija un trabajo para el que no es digno de confianza por su comportamiento precedente. Basta observar nuestra realidad más próxima para corroborar los riesgos que tienen algunos reincidentes en determinadas prácticas empresariales.
6. Una de las cuestiones más difíciles de precisar es la relativa a la trascendencia que puedan tener los antecedentes penales o por sanciones administrativas que han sido cancelados o que puedan ser indultados. Desde mi punto de vista, tal como he señalado anteriormente, no se trata aquí de valorar la conducta del profesional desde la perspectiva del reproche penal. Lo determinante es si han venido ejerciendo su actividad de forma respetuosa con las leyes y normas que rigen la profesión y con las buenas prácticas mercantiles o profesionales –por continuar con la terminología del legislador-. Por tanto, esos antecedentes, aunque ya no tengan vigencia o no la hayan llegado a tener, si están próximos en el tiempo, o cuando siendo lejanos no están desmentidos por una conducta irreprochable posterior, pueden ser considerados como demostrativos de la falta de honorabilidad. Lo mismo cabe decir de las conductas que aún siendo merecedoras de reproche punitivo no llevan finalmente aparejada una sanción por algún obstáculo distinto de la falta de prueba de los hechos o de participación en ellos del imputado. Esta posición, sin embargo, no es la que mantuvo el Tribunal Constitucional en dos sentencias referidas al mismo asunto (SSTC 174 y 206/1996) cuando en virtud de la cancelación de los antecedentes penales consideró que el abogado condenado por estafar a un cliente no perdía por esta condena, una vez no constan los antecedentes en el Registro de Penados, la condición de “jurista de reconocida competencia” a efectos de acceder a la Carrera Judicial. Como he escrito en alguna ocasión esta interpretación de la cancelación de antecedentes de la que discrepo supone convertir en comportamiento irreprochable, en ese caso incluso digno de reconocimiento, lo que no lo fue, y eso me parece ir mucho más allá de la virtualidad que tiene o debe tener el sistema de antecedentes penales y su cancelación. Máxime teniendo en cuenta la actual regulación de los requisitos y del plazo que debe transcurrir para tal cancelación.
7. Otro aspecto polémico es la distinción entre autorización inicial y revocación de la autorización. No es lo mismo conceder la autorización para el acceso a una actividad que revocar la autorización concedida. En la medida en que la revocación supone privar del ejercicio de un derecho del que ya se está disfrutando, el principio de proporcionalidad permite que el legislador dé respuestas distintas en cuanto a los efectos impeditivos que una determinada situación (estar procesado, por ejemplo) pueda tener sobre el ejercicio de la profesión. No es lo mismo no permitir el acceso a la profesión que expulsar de ella al que ya la ejerce, y ello puede tener su incidencia cuando el demérito a valorar no ha adquirido plena firmeza o está sujeto a una situación de pendencia. Eso no quiere decir que haya que esperar siempre a la firmeza de una resolución judicial o administrativa para que actúe el mecanismo preventivo de la honorabilidad. El legislador bien puede prever para esas situaciones una posible suspensión de la autorización, en lugar de la revocación, o, cuando el titular de ésta es una entidad, bien valdría la mera separación temporal de sus funciones por la persona afectada como condición para que la entidad pueda mantener la autorización.
8. La existencia de una situación que acarrea la falta de honorabilidad no puede tener siempre, o con carácter general, efectos de por vida. Ahora bien, sus efectos -siento ser tan reiterativo en esto- no pueden agotarse con los efectos de la pena o sanción. Lo primero puede suponer un rigor excesivo y una condena perpetua que, por cierto, la legislación de función pública aplica –sin que se hayan alzado voces contra ello- a los separados del servicio por sanción administrativa, aunque no a los que lo son por una inhabilitación penal. Lo segundo haría innecesaria la existencia de esta cláusula o requisito de honorabilidad. Por tanto, lo que hace falta es que el legislador establezca alguna forma de delimitar esos efectos temporales. De nuevo aquí el derecho comparado ofrece alternativas, no excluyentes entre sí: entre otras, la fijación de un plazo de relevancia de los hechos o la regulación de una suerte de rehabilitación atendiendo a la conducta posterior del profesional.
Para concluir, pues la reflexión podría prolongarse mucho más, si de verdad alguien se quiere tomar en serio la utilización de la cláusula de honorabilidad, como instrumento de prevención del ejercicio irregular de determinadas profesiones especialmente relevantes, son necesarias dos premisas. La primera que el legislador sea riguroso y concienzudo, que no actúe sólo por cubrir las exigencias impuestas por el Derecho comunitario, ni coja atajos cuando se asusta de las consecuencias de su previa decisión. En segundo lugar, se requiere un supervisor serio, transparente y vigilante que aplique la norma cuando procede con todo rigor y con todas las garantías para el administrado.
No hay nada que produzca un efecto más desmoralizador para una sociedad y que mine más las cualidades cívicas de sus integrantes que contemplar cómo la norma se incumple o sólo se aplica según quien sea el afectado por ella.
Abogado del Estado. Doctor en Derecho