Garzón y “La justicia del señor juez”

En los últimos días han aparecido algunas noticias relativas al juez Garzón – véase El confidencial – y ello me ha impulsado a escribir este post, que tenía en cartera desde hace algún tiempo. Este magistrado presentó inicialmente, desde un punto de vista mediático, una imagen muy positiva de luchador contra las mafias y el terrorismo, de justiciero, o llanero solitario entre una masa de jueces abúlicos o demasiado garantistas (o eso parecía); en una segunda fase, se nos presenta como un político despechado que vuelve al juzgado y empitona a sus compañeros de partido, destapando eso sí, unas tramas de corrupción política; en una tercera fase, aparece como abanderado de grandes causas universales que le dan gran fama, aunque ello va acompañado de rumores sobre su deficiente modo de instruir. En el último capítulo, aun pendiente de concluir, el alguacil resulta alguacilado a consecuencia de presuntas irregularidades en distintos asuntos.

Es un personaje, pues, que genera odios y amores porque pesan en su haber esa actuación decidida en la lucha contra el crimen y en plantear ciertas causas (quizá esto también debe estar en el debe), que hay que reconocer han conectado con ciertas corrientes ideológicas, y en su contra –aparte del resultado que puedan tener los procedimientos abiertos contra él- ese regusto de la regla “el fin justifica los medios” y la poca consideración al procedimiento que exudan sus actuaciones, así como su excesiva exposición mediática, impropia de un juez y la falta de resultado prácticos en sus procesos. Seguro que a ustedes se les ocurren más motivos de uno y otro.

A mí, la verdad, sin conocer el asunto, me pesaban más los argumentos en contra, pues, prima facie, me parecía un caso, de los que tanto proliferan hoy en día, de patrimonialización de la función, es decir, de lo que hace la persona que no interioriza y hace suyos, como debería, los postulados de la función que desempeña para servirla, sino que adquiere y hace suya la función misma, a la que hace servidora de sus fines, totalmente distintos de los de aquélla. Pero claro, esto es sólo una impresión personal, un doxa, producto quizá de prejuicios y postulados políticos y sociales, que no se puede elevar a la categoría de verdadero conocimiento, el episteme, sin analizar de cerca al fenómeno de los jueces estrella.

Por ello me ha resultado enormemente reveladora, y escalofriante, la lectura del libro “Riofrio. La justicia del Señor Juez”, de Santiago Muñoz Machado” (Edhasa, 2010). El libro narra, a modo de novela, un caso real acaecido al autor -conocido y prestigioso catedrático de Derecho administrativo- y sus clientes con motivo de la instrucción de un proceso dirigido por un juez innominado a consecuencia de un presunto fraude fiscal y unas supuestas infracciones a la ley de televisión privada por parte de Tele 5. Cuenta la terrorífica peripecia real de unas personas que se ven envueltas en el procedimiento, sin prueba objetiva alguna que lo avale, por la única razón real de que a un juez estrella le interesaba encausar a Silvio Berlusconi. Para capturar este apetitoso pez, el juez no duda, a decir del libro, en incurrir en lo que el autor llama “incongruencia omisiva”, es decir, que ante un alegato de cien páginas bien fundamentadas, el juez contesta en dos líneas rechazándolo todo (p.23); en declarar prisión con fianza altísima por recónditas razones (p. 49); en cambiar las imputaciones a medio camino cuando el abogado le demuestra que están equivocadas (p.117); en omitir u ocultar las pruebas presentadas por la defensa, sin explicar la razón por la que no se les presta atención (p. 126); en amañar pruebas, pues los llamados “informes periciales obrantes en la causa” eran en realidad el trabajo de un funcionario adscrito a la fiscalía (lo que en realidad le convertía en denunciante), al que se le entrega toda la documentación con la frase: “a ver qué encuentras” (p. 127 y ss).

Y todo ello durante diez años y aunque las imputaciones no tenían sentido: en cuanto al delito fiscal, la Agencia Tributaria no había emprendido acciones y en cuanto a la supuesta titularidad de más de un 25 % de una televisión (delito inexistente en nuestro Derecho), el Tribunal Supremo había dictaminado a favor de los imputados.

Es de señalar la sorpresa del abogado-autor –sin duda “juez” y parte, pero altamente creíble- ante esta situación que no puede creer se pudiera dar en nuestro país, presuntamente un estado de Derecho, lo que le lleva a decir que “no existe ninguna garantía de los derechos durante la instrucción penal en España” (p. 48). Y es una sorpresa porque aunque –eso es claro- este no es el caso general, no han funcionado los mecanismos que hubieran debido impedir que tal excepción se prolongara, ya sea porque los Tribunales superiores preferían esperar al juicio por la complejidad de la causa o porque una querella por prevaricación hubiera sido contraproducente (p.87). Y sentencia: “un juez no aplique la ley, sino que modifique a su antojo las decisiones del Parlamento, y además, ponga al poder ejecutivo a sus servicio, estará concentrando en su mano todos los poderes del Estado y arrasando, al hacerlo, todos los valores en que se basa la Constitución” (p. 188).

En alguna ocasión, yo mismo he hablado de la vinculación de los jueces a la ley en este blog, pero esto es distinto: se trata de un caso excepcional gravísimo –y seguro que denostado por la mayoría de la nobilísima e importantísima profesión judicial- pero lamentablemente posible en España.

El autor no menciona en ningún momento el nombre del juez, seguro que en un alarde de elegancia o en un deseo de criticar situaciones y no personas (aunque no es de excluir que como Harry Potter no quiera mentar a Voldemort); pero decidan ustedes, mirando aquí.