Réquiem por una pyme española

Los programas electorales de todos los partidos están llenos, de nuevo, de propuestas para pymes y emprendedores, dado que, como es sabido, las pymes forman la mayor parte del tejido empresarial español. Que si rebajas del Impuesto de Sociedades, que si todas las facilidades del mundo para constituirlas, que si alfombra roja para los emprendedores (dado que los emprendedores suelen empezar constituyendo una pyme, no una multinacional) que si (por enésima vez) desaparición de trámites y obstáculos administrativos, que si 3.000 euros por cada trabajador que contraten… En fin, la eterna cantinela.

La realidad es que estas promesas, además de ser más o menos las de siempre y por eso poco creíbles a estas alturas -vean si no como seguimos descendiendo en el ranking del Banco Mundial “Doing bussiness”   y recuerden cuántas veces se nos ha repetido, por ejemplo, que se iban a eliminar las trabas administrativas y a reducir los gastos para constituir una empresa- llegan tarde para la mayoría de las pymes que se han quedado o se van a quedar en el camino sin conseguir llegar a la tierra prometida que se extiende más allá del 20N. Y cabe preguntarse por las causas de esta extinción masiva prematura, incluso cuando la pyme gozaba aparentemente de buena salud (es decir, era capaz de vender productos y servicios que el mercado demandaba) y si estas causas tendrán algo que ver con las políticas y con la gestión de estos políticos tan bienintencionados y que tanto prometen en época electoral y tan poco cumplen cuando gobiernan, ya sea en el ámbito estatal, en el regional, o en el local.

Porque lo cierto es que en este momento las pymes se siguen muriendo –el propio programa electoral del PP dice que desde el año 2008 han desaparecido 500.000- y en eso algo tiene que ver (además de la crisis global y los malvados mercados) la específica crisis financiera española, las 17 políticas públicas españolas, la 17 regulaciones españolas y la consiguiente ruptura de la unidad de mercado nacional, el déficit de las Administraciones Públicas, las corruptelas o directamente la corrupción en la contratación administrativa, el régimen de subvenciones, la financiación vía pago de IVA de facturas no cobradas a la Hacienda Pública, etc, etc.

Resumiendo las causas de muerte de la pyme muy brevemente: En primer lugar, nadie financia a una pyme. En segundo lugar, prácticamente ninguna Administración u organismo público las paga en plazo, y eso si hay suerte y las paga. En tercer lugar, hay un montón de trabas administrativas y de gastos absurdos para constituir una empresa de cualquier sector, que además difieren según la parte del territorio nacional donde se establezca o/y pretenda vender sus productos o servicios, lo que tiene que ver con la estructura territorial española y las competencias o pseudocompetencias autonómicas y locales y con la ruptura de la unidad de mercado, por no mencionar los intereses de algunos colectivos que se benefician de dichas trabas. En cuarto lugar, a una pyme le resulta muy difícil internacionalizarse (lo que ahora mismo suele ser bastante crítico habida cuenta de cómo está el mercado nacional) dado que requiere una inversión considerable en tiempo y dinero que –de nuevo- nadie le financia. En quinto lugar, las ayudas públicas, y eso en el mejor de los casos, suelen estar más concebidas para hacer las políticas que los funcionarios y gestores públicos consideran más interesantes para la pyme (por ejemplo, pagarles consultores para diseñarles un plan estratégico para internacionalizarse o pagarle el sueldo de una persona para hacer I+D) que las actuaciones que a la pyme le parecen más interesantes (abrir una oficina comercial en el exterior, cobrar a sus acreedores, etc). En sexto lugar la contratación administrativa, aún en los casos en que es objetiva y rigurosa –lo que empieza a ser, desgraciadamente, más la excepción que la regla general- suele establecer importantes barreras de entrada en forma de requisitos de solvencia muy complicados de alcanzar para una pyme. Y así podríamos seguir un buen rato enumerando causas de muerte de la pyme que tienen relación directa con los políticos y las políticas (las públicas, no las señoras que se dedican a la política).

Pero aquí, sobre todo, querría centrarme en una, que es además la que más conozco de primera mano: la falta de pago de las Administraciones Públicas a sus proveedores no ya en plazo, que eso ya parece ciencia ficción, sino de pago, a secas, es una causa de muerte violenta de muchas pymes españolas y va en aumento a medida que se desboca el déficit autonómico y local.  No se molesten en leer lo que dice la Ley sobre los plazos que tiene la Administración para pagar (ley 15/2010 de 5 de julio) porque ni se cumplen ni pasa nada si se incumplen, como ya comenté aquí.

Lógicamente esta causa de muerte violenta afecta no sólo a las pymes que son  contratistas directas de las Administraciones, sino también a las que son subcontratistas o proveedores de las empresas más grandes a las que las Administraciones también han dejado de pagar, ya que lo habitual es que nadie pague a su proveedor mientras el cliente no le pague a él. Pero la diferencia es que mientras las grandes empresas tienen medios de presión –para entendernos, pueden dejar a oscuras las calles, , pueden canjear deudas de las Administraciones por otros contratos más grandes en otros sectores, o canjear deudas por favores administrativos o regulatorios (ya saben, contratos “dirigidos” a dedo para un proveedor, prórrogas o modificaciones de contratos existentes más allá de lo permitido legalmente, licencias, concesiones urbanísticas, recalificaciones, subvenciones o cambios normativos para beneficiar a alguien con cara y ojos)  o, en último término, pueden aguantar mejor los problemas de financiación, las pymes no pueden hacer nada de eso. Sencillamente financian a sus acreedores, las Administraciones, hasta que ya no pueden aguantar más y mueren. Pero esto no es una muerte natural, es un auténtico homicidio.

Es más, mientras dura esa agonía -por lo menos por ahora, ya que el programa electoral del PP recoge algunas propuestas en la buena dirección,-la pyme tiene que pagar religiosamente el IVA de todas las facturas que no ha cobrado todavía, y también el de las que no cobrará casi con seguridad, si bien en este último caso puede después regularizar la situación con Hacienda. Y tampoco puede compensar las deudas de las Administraciones Públicas con lo que la pyme debe a Hacienda. Es decir, la pyme (o el emprendedor) además de a las Administraciones morosas, financia también a la Hacienda Pública. Y por supuesto, pagará religiosamente nóminas y Seguridad Social de todos sus empleados, incluidos los que estén trabajando en proyectos para las Administraciones que no le pagan. La verdad es que es muy interesante ver como una modesta pyme (o un audaz emprendedor) financia con sus ahorros o los de su familia al Estado, la Comunidad Autónoma o el Ayuntamiento de turno.

Y una última reflexión: como las Administraciones no pueden suspender pagos jurídicamente (recuerden que en nuestro ordenamiento jurídico no se contempla el supuesto de que una Administración pública entre en concurso, o dicho de otra forma, se presume siempre que una Administración pública es solvente, por aquello de “the King can do not wrong” ( vean el postde  Sevach al respecto)   resulta que, en la práctica tenemos un concurso de acreedores o una suspensión de pagos encubierta, y de paso totalmente desordenada, porque es “de facto” y no “de iure”. Nada que ver con lo que establece la  Ley Concursal 22/2003 de 9 de julio. 

Así que, cuando una Administración pública no paga, es el sálvese quien pueda. Los proveedores no tienen más remedio que presionar para intentar cobrar lo que se pueda, cuando se pueda y como se pueda, dado que no pueden ir a un Juzgado de lo mercantil a pedir el concurso de esa Administración. Y calculen ustedes en esa lucha por la supervivencia que es lo que puede hacer una pequeña pyme frente a una gran empresa. Ah, y cuidado con recurrir a los Tribunales o dar la lata demasiado, porque entonces puede ser que no se le adjudiquen más contratos. Eso sí, a Florentino Pérez seguro que le pagan las deudas de una forma o de otra.

Y si creen que estoy exagerando echen un vistazo a los  datos que se recogen aquí  

En fin, menos alfombras rojas y menos Leyes de emprendedores y más pagar lo que se debe.

Aquí hay algo que no funciona (I)

Nuestra sociedad se ha instalado desde hace tiempo en una peligrosa inercia del binomio competitividad/precariedad como inevitable; en una cada vez mayor disparidad en el reparto de la riqueza, en una consciente pero paralizante convicción de que los Estados nacionales no son capaces de cambiar las corrientes del mercado sin tampoco proponer remedios colectivos en la UE; en un aplazamiento de las deudas a las siguientes generaciones y, en fin, en una huída generalizada hacia adelante sin proyecto concreto. La última campaña electoral sin apenas mensajes atractivos y la falta de confianza que suponen los miles de votos nulos y en blanco emitidos, son elocuentes.

Hace unos meses el Centro de Investigaciones Sociológicas publicaba datos contundentes sobre la ínfima confianza que los políticos despiertan entre la población española, avanzando en una preocupante desafección ciudadana que amenaza la legitimidad del sistema y su futuro (por más que de momento los políticos sigan instalados en el mecanismo). Las periódicas encuestas sobre la Justicia muestran el enorme descontento que provoca su funcionamiento y, en fin, parece habérsenos perdido por algún lado nuestro celebrado espíritu de la transición –a quien, por otro lado, los recientes episodios viscerales sobre la memoria histórica han puesto en su sitio-.

Todos estos conflictos entre grupos, generaciones, clases o intereses en conflicto, son bien conocidos, pero en este artículo quisiera referirme a otro conflicto que no debería existir, poco conocido por los ciudadanos y que tiene un enorme impacto en la eficacia del aparato público. Se trata de la grieta, de la barrera de desconfianza que existe entre los políticos elegidos para dirigir temporalmente el Estado y los funcionarios, nombrados para ejecutar y llevar a cabo  las directrices y los proyectos liderados por el Gobierno. Se trata de una relación fría, inamistosa (salvando equipos y grupos concretos que han logrado compartir un proyecto) que no genera explosiones visibles pero que lastra la enorme capacidad de que dispone la Administración Pública.

Frente al paradigma liberal de cese de los funcionarios con cada cambio de gobierno basado en la desconfianza (¿Cómo van a hacer mis proyectos si los nombraron o trabajaron para el anterior Gobierno?), tras la Segunda Guerra Mundial se fue extendiendo otro modelo, basado en la neutralidad y la competencia -ha de haber una garantía de funcionamiento y estabilidad de las políticas, gestionar en un entorno complejo como la Administración es un oficio que no se aprende en dos días y la sociedad no se puede permitir novatos cada cuatro años- y en la subordinación del aparato burocrático a los representantes elegidos por los ciudadanos. Sin embargo, la desconfianza sigue siendo, con otro traje, la norma de funcionamiento.

Quienes llevamos muchos años en la Administración Pública sabemos que, salvo excepciones, los políticos llegan con una gran desconfianza hacia los funcionarios. La hasta hace poco vicepresidenta del gobierno, Mª Teresa de la Vega, no se recataba de exponer en público su negativa opinión al respecto; el ex director del ICAA, el polémico Ignasi Guardans, comenzó pronto sus celebradas ocurrencias “poniendo a caldo” a los funcionarios del organismo que le había tocado en suerte (aunque cercano a su cese concentraba sus lamentos en otras direcciones) y muchos periodistas conocen bien las quejas de los ministros – ¡con estos funcionarios no se puede hacer nada!, ni están preparados, ni motivados, ni saben idiomas, ni tienen interés…-. Para cuando los políticos se han hecho cargo de la complejidad de la gestión, se van porque han pasado sus cuatro años… y vuelta a empezar. Mensajes como los oídos recientemente (“son 3000 enchufados del PSOE y los vamos a echar”), no son la mejor carta de presentación ante la sociedad del trabajo de los técnicos que han trabajado para el anterior Gobierno y deberían hacerlo igual de bien o de mal para el siguiente.

Es frecuente la sensación en los políticos, de que tienen que arrastrar la pesada carga de un aparato que tiene sus propios intereses, que no les sigue y que, eso sí, es especialista en poner obstáculos… con lo que sacar los proyectos es un esfuerzo titánico. Si ya bastante tienen con la crisis, las luchas de partido, la prensa y la oposición, la sociedad, el presupuesto y las dificultades de todo proyecto, si ni siquiera el equipo de que disponen es fiable ¡Apaga y vámonos!

También son conocidas las restricciones que atenazan a un político: no puede retribuir mejor a los funcionarios que le funcionen porque la cosa está más que tasada; no pueden fichar la gente que querrían porque los puestos están reservados a funcionarios, porque a base de hacer contratos “al margen de la plantilla” con falsos contratos mercantiles, lo único que se hace es poner parches (y se hacen a montones) y, en fin,  cualquiera despide a un funcionario… En parte por ello, y en parte por la recompensa para los militantes que supone el botín de ganar las elecciones, es por lo que han proliferado hasta el disparate las empresas públicas[i], fundaciones, entes y similares que, con cargo al erario público, intentan afanosamente escapar a la ley de contratos del sector público y al sistema de selección de personal.

Duplicados y triplicados los servicios, ninguneados los funcionarios, que ven como se encargan a cientos, informes que ellos podrían hacer gratis, la desmotivación que produce ver esto en primera fila sin poder decir nada, es enorme y paralizante.

Así, la sensación de los funcionarios hacia los políticos es difícil que empeore. La transición democrática supuso la posibilidad de “limpiar” al Estado del aparato burocrático franquista. El primer gobierno socialista, por su parte, se vio a sí mismo como el encargado de hacer la tarea de limpieza que no había sabido o podido hacer la UCD y puso las bases de un sistema que, tras la reforma de la Ley Orgánica de  Organización y Funcionamiento de la Administración General del estado (LOFAGE) hecha por el PP en 1997 y hasta el Estatuto Básico del Empleado Público aprobado en el año 2007,  ha regido hasta ahora con pequeños retoques.

La gran reforma de 1984 fue pasar de pagar por lo que eres a pagar por lo que haces, simplificar la miríada de organismos y micro cuerpos funcionariales existentes, reducir al máximo la reserva de puestos y funciones a colectivos determinados y regular la libre designación (y cese) de los puestos directivos ocupados por funcionarios. El objetivo de todo ello era una mezcla variable de conseguir eficacia, “liberar” al Gobierno de un excesivo poder de los funcionarios y dotarle de capacidad de acción.

Desde aquel entonces, la degradación de las herramientas y la acumulación de parches es un hecho insoportable de enormes consecuencias para la eficacia del trabajo de casi tres millones de empleados públicos,  un porcentaje muy grande de la población activa española.

Pero afinemos un poco más: no trataremos en este artículo la situación de cientos de miles de funcionarios aparcados, sin apenas posibilidad de promoción y desprestigiados en una masa gris sin imagen pública.  Cuando, en un esfuerzo enorme se intentaba justificar la no congelación del sueldo, se aludía a nuestros maestros, médicos, bomberos… Gente en fin que hace algo, pero los oficinistas… ¡Esa masa informe de gente ineficiente y caradura, que diariamente tramita subvenciones, controla contratos públicos, gestiona becas, inspecciona declaraciones!… ¿Esos?… . Y, encima, al desprestigio que cala desde arriba hacia la labor de los funcionarios se suma a la irritación de los ciudadanos presa del desempleo y la crisis, que nos ven como privilegiados intocables.

No, en este post querríamos poner el foco en la situación de los ya no cientos de miles sino de unos miles de directivos públicos que, no sindicalizados y sin capacidad de defensa de sus intereses, se han diluido en un vago corporativismo “light” y en hacer cada uno la guerra por su cuenta, sin modelo, sin interlocución y sin reto colectivo.

Como directivo-desprestigiado-del-sector-público, entiendo que es crucial conectar con los ciudadanos y poder compartir información relevante sobre aspectos que merman la eficacia de su Administración Pública, que no es otra cosa que la suma de unos medios, humanos, técnicos y materiales, puestos al servicio, no de los propios funcionarios, sino de los ciudadanos.

Para que quien no conozca la Administración por dentro lo entienda fácilmente, diremos, simplificando mucho, que hay dos tipos de funcionarios: los que tienen su puesto fijo y los que pueden ser cesados en el puesto que ocupan (y vuelven a otro de menor rango). Los directivos a los que me quiero referir ocupan estos puestos, para cuya ocupación –supuesta la pertenencia a una determinada categoría funcionarial- sólo se exige el currículo y no ha de motivarse la decisión, ni para nombrarle ni para cesarle.  Sólo el buen criterio del cargo público y su necesidad de que el nombrado le haga un buen trabajo pueden garantizar un adecuado encaje candidato/puesto. Pero, como todos sabemos, no siempre es fácil pedir cuentas a la Administración y se puede priorizar nombrar en los cargos a los amigos o, peor aún, a quien, funcionario él, “pasaba por ahí”, como luego explicaremos.

Esa situación, la posibilidad de ser cesados sin necesidad de motivación, con la pérdida de estatus, funciones y sueldo que ello comporta, además de la situación concreta del afectado, supone -y eso es lo interesante en esta tribuna- una notable debilidad para que los directivos públicos profesionales velen por el interés público. El correlato de la lógica capacidad de los políticos electos de poder formar equipos  -es impensable la imposición de un “poder funcionarial” intocable- es la debilidad de la sociedad para que los altos funcionarios del Estado (no lo olvidemos, del Estado no del Gobierno), arriesguen su posición y se destaquen denunciando anomalías o irregularidades.

Para reequilibrar esta situación la ley 7/2007 de 12 de abril, que aprobó el Estatuto Básico del Empleado Público, preveía en su artículo 13 la regulación del estatuto del directivo público profesional.

Ese reequilibrio pasaba por deslindar política y gestión, por crear la oficina del directivo público, por ofrecer otro puesto similar al directivo cuyo cese no haya sido por incompetencia sino por incompatibilidad con un nuevo alto cargo, por regular la carrera directiva, por diseñar su formación, por crear un banco de perfiles y de vacantes discreto y confidencial que evite la actual forma de seleccionar directivos (comentar a los cercanos “¿Conocéis a alguien disponible para este puesto?” que genera redes clientelares), por un sistema profesional, a inventado hace años por los cazatalentos, etc., etc.

Han pasado cuatro años y no se ha movido ni una coma del mencionado estatuto. Siguen pendientes cuestiones que no sólo afectan a los directivos sino a la sociedad. El Gobierno saliente ha destacado por su desinterés y displicencia hacia el funcionamiento de la Administración Pública tras el cese de Jordi Sevilla como Ministro de Administraciones Públicas, cuyo interés e iniciativa fueron claramente frenados desde Hacienda y desde Presidencia. Ahora, como cada cuatro años, ponemos el contador de la esperanza a cero: ¿Querrá o sabrá el nuevo Gobierno hacer algo con los funcionarios aparte de recortar servicios y sueldos?



[i] «Según el Informe sobre el Sector Público Empresarial y Fundacional 2007» publicado por la IGAE para el periodo 1998-2007, y para 2008 y 2009, del «Inventario de Entes de Comunidades» publicado por el Ministerio de Economía y Hacienda, tales entes alcanzaban la cifra de 2.200. De ellos, en cifra redonda, el 30% eran consorcios; el 28%, sociedades mercantiles y el 22%, fundaciones. También, en 1998 existían 455 empresas autonómicas y en 2009, 962, por tanto algo más del doble. Las administraciones locales han descubierto este procedimiento impulsado por las comunidades. En el periodo de 1998-2009 se han creado así más de 1.100 empresas públicas. Contrasta esto con el proceso de privatización que el Estado ha llevado a cabo claramente este periodo: en 2009, el número de empresas públicas estatales era la tercera parte de las existentes en 1998.