La inamovilidad de los funcionarios públicos

Vivimos tiempos difíciles para las organizaciones públicas. La crisis económica global ha golpeado duramente a España por las peculiaridades de su sistema productivo (baja productividad, bajo nivel de formación de su fuerza de trabajo, elevada tasa de paro estructural,  burbuja inmobiliaria, elevado endeudamiento privado) que, junto con otros factores han disparado el déficit público y han obligado, finalmente, a adoptar duras medidas de contención del déficit entre las que están la reducción de las retribuciones de los funcionarios, la congelación de las convocatorias de acceso a la función pública en la Administración General del Estado (lo que supondrá una reducción del número de efectivos), congelación de pensiones, etc. Pero hay quien opina que ello no es suficiente y se plantea desde diferentes ámbitos, básicamente empresariales, además de la reducción del sector público, el cambio de modelo de Administración y de Función Pública en España, incluso que los  funcionarios “tengan una estabilidad en el empleo similar al de la empresa privada” (Isak Andic, presidente del Instituto de Economía Familiar). Esto es, que se pueda despedir libremente a los funcionarios.

La cercanía de las elecciones y el previsible cambio de gobierno aconsejan que este tipo de propuestas no sean pasadas por alto y se discutan, para demostrar que no se trata de formulaciones acertadas para los intereses de España, es decir, de sus ciudadanos, sino todo lo contrario.

El sistema de selección de cuerpos de funcionarios (especialmente superiores) es muy riguroso, exige un notable esfuerzo personal y una decidida vocación de servicio público (las retribuciones son, en general, francamente moderadas) y quién accede a la condición de funcionario dispone de una garantía que es la inamovilidad en el desempeño de su empleo que se pierde solo cuando se cometen las infracciones previstas en el régimen disciplinario o los delitos del Código Penal. Esta inamovilidad en el empleo no es un privilegio personal sino una garantía funcional que el sistema de función pública profesional tiene para que los funcionarios ejerzan sus tareas con imparcialidad y objetividad, es decir, en una posición de neutralidad respecto de quien ejerza la dirección política de la Administración Pública, como consecuencia de los procesos electorales.

La función pública profesional e inamovible supuso en el siglo XX un paso de gigante al superar el viejo sistema del “spoil system” o sistema de despojos que se basaba en el hecho de que el partido político que ganaba las elecciones despedía a los funcionarios que hasta ese momento trabajaban en la Administración y los sustituía por otros afines a sus planteamientos políticos para llevar a cabo su programa político y, obviamente, para pagar antiguos servicios prestados y comprar anticipados servicios futuros. ¿Alguien se imagina a un empleado público, que se sabe temporal, negándose a orientar en el sentido que le sugiera su superior, un informe del que dependen un contrato o una subvención a una empresa, cuando su continuidad en el puesto pueda depender de ello?

La función pública profesional e inamovible garantiza la pericia y la continuidad experta en el desempeño de las complejas actividades públicas propias de las sociedades avanzadas económica, social y democráticamente. La empresa privada puede seleccionar libremente a su personal, discriminar a sus clientes, considerar que no le son rentables y por tanto no contratar con ellos, dar de baja en una póliza de seguros a quien le resulta oneroso, no asistir en un hospital a quién no garantice el pago o no aceptar en el colegio al inmigrante que puede retrasar la clase por la falta de dominio del idioma. Por el contrario, como algunos han apuntado, “la Administración es una fábrica de derechos para los ciudadanos” y el funcionario es quien debe garantizar que estos se aplican sin discriminación alguna, independientemente del turno político. La garantía para los ciudadanos de disponer de una función pública profesional se encuentra recogida en la Constitución Española en su artículo 103 (“servir con objetividad los objetivos generales” e “imparcialidad en el ejercicio de las funciones”). Quebrar ese modelo introduciendo el despido libre es dar un paso atrás en la Historia y abrir el camino para facilitar la tarea de quienes pretenden que la Administración Pública atienda más a la satisfacción de sus intereses personales o de grupo que a los generales.

La existencia de los cuerpos de funcionarios que ejercen funciones de dirección, regulación, control, gestión económica, asesoramiento jurídico e inspección, es la que ha permitido, en importante medida, que en los últimos años, salvo casos muy aislados y limitados, la Administración General del Estado haya podido resistir a la penetración de las poderosas redes de corrupción que han hecho estragos en otras administraciones donde contratados y asesores de diverso tipo han estado ejerciendo funciones públicas que no les correspondían en conexión con los poderes políticos de turno.

La pasada semana el semanario “The Economist”, poco sospechoso de falta de crítica  hacia  el sector público, señalaba que una de las dos razones por las que Grecia había fallado “en poner su casa en orden” ha sido “la incompetencia de los funcionarios de viejo estilo, profundamente politizados. Y con los funcionarios duramente golpeados por la última ronda de recortes, la huelga de celo ha devenido la norma”  Ver aquí.

Habrá quién a la vista de la argumentación anterior opine que esta posición  es previsible en un funcionario que no quiere verse expuesto a la posibilidad de ser despedido. Nada más lejos de la realidad, por razones de calendario no hay intereses personales en la anterior reflexión. Se trata simplemente de la creencia en un modelo que a lo largo de más de treinta años de servicio público me ha permitido ejercer independencia de criterio profesional al servicio de los ciudadanos diciendo “no” con libertad a mis superiores en la organización cuando he considerado que no les acompañaba la razón y que me ha obligado a aceptar idéntico comportamiento de mis colaboradores cuando ellos lo han considerado del mismo modo. En ambas casos, la organización resultó beneficiada, independientemente de la decisión que finalmente se adoptara, porque tanto unos como otros lo que deseábamos era hacer lo mejor para los intereses de los ciudadanos.