“Colgar el hierro”, de Javier Gomá

Probablemente el asunto principal de este blog es la defensa del Estado de Derecho y quizá nos ocurra en ocasiones, enfrascados como estamos en debatir cuestiones particulares, que dejemos de percibir la maravilla de la civilización que supone que en un momento muy concreto de la historia, el hombre occidental renuncie voluntariamente a la venganza privada y asuma un procedimiento pacífico para la resolución de los conflictos. El terrorista, así, no solamente es un asesino o cómplice de él, sino que además es una antigualla en el peor sentido de la palabra porque todavía no ha dado ese paso.

Javier Gomá Lanzón, hermano de quien esto les escribe y de otro de los editores, nos recuerda en un muy interesante artículo publicado en El País y titulado “Colgar el hierro” que nos hallamos en presencia de un avance prodigioso, resultado de un doloroso aprendizaje colectivo, y que nos hace elevarnos por encima de nuestras propias pulsiones primitivas. Y que esto ha ocurrido, después de tantos milenios, hace menos de tres siglos.

De vez en cuando hay que dejar los detalles y poner en valor los aspectos fundamentales que tiene nuestra civilización. El artículo lo hace, y puede leerlo aquí.

 

Mariano Rajoy: los momentos nos hacen grandes

Comparado con Zapatero, casi cualquiera podría parecer un hombre de Estado. Rajoy – con las mismas virtudes y defectos que le condujeron a las derrotas electorales de 2004 y 2008- aparece ahora como un estadista serio y solvente ante los ojos de casi toda la prensa y de buena parte de la sociedad española. Y es que, como decía Churchill, no somos grandes, son los momentos los que nos hacen grandes.

Numerosos periodistas y los miembros del PP que criticaron el dedazo de Aznar en 2003, o el talante timorato y la falta de liderazgo de Rajoy tras los fracasos electorales de 2004 y 2008, celebran hoy, alborozados, su altura moral y política.

¿Qué ha cambiado? Nada más que el triunfo. Unos cuantos votos de más convierten a un fracasado en un hombre de Estado. Y su apariencia en más atractiva. Como dice el Demóstenes de Clemenceau, “nunca se dejará de querer, de festejar a la personas cuando se tenga demasiado claramente necesidad de ellas”.

Por contra, “no habrá motivo más que para desahogarse en recriminaciones cuando el viento haya cambiado”. Este es el sino de quienes, tras haber conocido las mieles del poder y del triunfo, han de saborear luego la amargura de la derrota. Rubalcaba, quien hasta hace pocos meses nos parecía un político brillante y sagaz, poco menos que un Fouché, ya no nos cautiva. Ya ni siquiera nos parece que mueva las manos con su antigua habilidad de prestidigitador.

Pero más allá del hecho cierto del triunfo del PP, convendría preguntarse si esa victoria constituye una conquista personal de Rajoy. Afirmar tal cosa sería demasiado decir (ni el “aparato del partido” lo cree de verdad). Lo imperdonable es que, en esta situación, Rajoy hubiera perdido. Afortunadamente no ha sido así, pero esa victoria no puede inducir al espejismo de convertirlo, con palabras grandilocuentes, en un salvador. El tiempo confirmará o desmentirá su altura política. Ahora, casi todo está por hacer.

Decía Heidegger que cuanto más nos acercamos al peligro, tanto más se iluminan los caminos hacia lo que salva. En este sentido debemos agradecer a un incapaz como Zapatero, y a su nefasta política, el haber facilitado la ocasión propicia para que Rajoy haya, por fin, ganado. Ni a Fernando VII se las ponían tan fáciles, dicen los jugadores de billar.

Pena que la situación económica haya tenido que deteriorarse hasta tal punto que Rajoy, sin mojarse demasiado en casi nada, haya podido salir airoso. Si la categoría de un ganador se mide por la altura de sus rivales, muchos votantes del PP hubieran preferido un Nadal/Federer, o un Madrid/Barsa a un Rajoy/Rubalcaba en el contexto de una España desolada por la ruinosa política del PSOE.

La situación del país es tan grave que la victoria del PP ha sido recibida con esperanza. Mas no con entusiasmo. Algunos votantes y dirigentes del PP se interrogan discretamente sobre qué estarán haciendo mal para que, con la que está cayendo, sigan cosechando resultados tan escasos en el País Vasco o en Cataluña,

A Rajoy le toca ser Presidente en un momento histórico. Ha dicho que antepondrá el interés general a cualquier interés particular y que “contará con todos”. Si no se pone de perfil y afronta la situación con la valentía y el coraje que se requiere para enderezar el rumbo, España saldrá beneficiada en su conjunto.

Quiero pensar que, cuando Rajoy dice que “contará con todos”, ello no significa – como ha ocurrido otras veces- que pospondrá las reformas importantes con el pretexto de buscar consensos imposibles con sindicatos y demás partidos. Descafeinar las reformas y, por esa vía, contentar a ciertos intereses particulares es la mejor manera de traicionar el interés general.

Y como los partidos no tienen naturaleza sino historia, bueno será recordar aquí que los anteriores gobiernos del PP han hecho eso algunas veces. Dejaron reformas importantes sin hacer, pese a llevarlas en el programa electoral, unas veces porque al no concitar el consenso de terceros, les faltó el coraje de liderar tales reformas en solitario y hasta el final, aunque tenían mayoría absoluta (por ejemplo, la reforma laboral decretada en 2002 fue posteriormente descafeinada y desnaturalizada transigiendo en 7 de los 8 puntos que exigían los sindicatos tras su huelga general). En otras ocasiones, como en la del mal llamado Pacto de Estado por la Justicia (de los Sres. Michavila/López Aguilar), adulteraron el contenido y finalidad pretendida en su programa electoral en aras de un consenso con el PSOE cuyas consecuencias son hoy tan evidentes como deletéreas.

Me gustaría creer que Rajoy no transigirá sobre las cuestiones de principio ni dejará de hacer las reformas necesarias, ni edulcorará su contenido, posponiendo así los problemas que deben ser resueltos hoy. Un estadista verdadero acomete fríamente las tareas pendientes y las reformas que convienen al interés general sin pensar en el agradecimiento del pueblo o en el desgaste personal que la adopción de las mismas pueda suponerle. Aunque pierda popularidad. Porque, como decía Clemenceau, “cualquier hombre consagrado por entero a una gran causa no esperará nunca de la virtud ajena una recompensa que, por lo mismo que es una remuneración, no podría sino rebajarle ante sí mismo”.