El difícil equilibrio

Que en términos económicos vivimos tiempos convulsos no parece una afirmación extravagante o realizada al albur de una visión catastrofista de la realidad, propia en este último caso de una izquierda que de manera permanente sigue soñando con el paraíso comunista y anunciando la inevitable e incluso próxima debacle del sistema capitalista. Bastaría con mirar hacia atrás para comparar y comprobar cómo en general ha cambiado todo para mejorar nuestro modo de vida y nuestras posibilidades de desarrollo como ciudadanos: desde el acceso a la educación y la cultura, pasando por la garantía de contar con una asistencia sanitaria universal de calidad, con un sistema de atención y protección a las personas discapacitadas o terminando por la mejora en cuanto a calidad de vida que el sistema garantiza a las personas jubiladas o que no pudieron contribuir en su momento a financiar sus pensiones para la vejez. La expresión “Estado del bienestar” condensa posiblemente en términos comprensibles para la ciudadanía una realidad que, siendo evidente para los que han experimentado el cambio, lo es menos sin embargo para aquellos otros que se han encontrado con los resultados alcanzados como con algo dado y casi que “natural”, es decir, logrado sin esfuerzo y sacrificio (entre otros, mediante el pago de impuestos) y, por consiguiente, indebidamente valorado. Tal vez esto último explique en parte el nivel de desasosiego, incertidumbre o desconfianza que tienen muchos jóvenes al comprobar cómo una crisis económica como la que estamos pasando puede poner en cuestión sus legítimas aspiraciones vitales.

Como seres humanos somos proclives a trasladar las causas de los males que nos afligen a la responsabilidad de otros. Ejemplo paradigmático de ello es la “clase política”, que en períodos de crisis se conforma como blanco de nuestras iras y reproches por haber permitido, por activa o por pasiva, que el disfrute se transforme en sufrimiento de un año para otro. Sin desconocer la irresponsabilidad en la que pueden incurrir muchos políticos cuando ejercen su papel de representantes, no parece sin embargo que la causa fundamental del problema radique exclusivamente en ellos, entre otras razones, porque los mismos son en buena medida un fiel reflejo nuestro: suelen gastar más de lo que tienen para así sentirse realizados en su rol político, pues de esta forma no sólo cubren su ego, sino que además están convencidos de que así satisfacen en debida forma las “necesidades” de sus representados. Si a esto le unimos la tendencia irrefrenable a gastar por la vía del endeudamiento propiciada por el hecho de no contar con límites jurídicos expresos que lo impidan (y menos aún de la exigencia de responsabilidades por un uso ineficiente de los recursos públicos), el resultado no puede ser otro que el que ahora mismo vivimos: la urgente necesidad de restablecer el equilibrio.

Y aquí entra en juego, de nuevo, la omnipresente política, pero también, la responsabilidad de cada ciudadano en su propio quehacer cotidiano. Personalmente no vivo aún como tragedia el denominado “déficit democrático” actual de las Instituciones europeas a la hora de adoptar medidas tendentes a salir de la crisis. Se podrá o no estar de acuerdo con tales medidas o con el cuestionamiento de la adopción de acuerdos sin el criterio de la unanimidad, pero es preciso no olvidar tampoco que las dificultades objetivas en las que se encuentra en este momento la Unión Europea requiere de la inmediatez en alcanzar acuerdos y de su puesta en práctica casi simultánea. Es posible incluso que la “filosofía” que inspira el férreo control del déficit presupuestario de los Estados miembros no sea la más acertada desde una óptica económica, pero también es posible que ello conlleve en el seno de cada país y, en particular en el nuestro, a un replanteamiento serio y riguroso del gasto público que efectivamente cumpla con el mandato del artículo 31.2 de la Constitución española: “El gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía”. Junto a ello, son los momentos difíciles propiciados por la crisis económica los que a su vez pueden servir de acicate para afrontar reformas necesarias que no pueden continuar aplazándose. Por supuesto que se precisa el consenso entre las fuerzas políticas, y buena prueba de ello es que tanto el partido ganador de las últimas elecciones generales como el partido perdedor, han coincidido en el apoyo a las medidas propuestas por los dos países claves en la construcción europea, Francia y Alemania. Lo deseable, en todo caso, es que dicho consenso se extienda también al ámbito de la política interna y puedan implementarse las soluciones más idóneas para el interés general.

En todo caso, hay que estar atentos a las medidas que se vayan a adoptar por parte de nuestras autoridades políticas nacionales, autonómicas o locales, pero no porque las mismas puedan suponer en abstracto un “ataque” al “Estado del bienestar”, sino más bien, porque tales medidas no vengan acompañadas de una explicación transparente que justifique su adopción en función de necesidades objetivas. Es este el principal reto que tiene el Gobierno del Sr. Rajoy. Un reto difícil pero no imposible, y que además sólo puede tener éxito si somos capaces de asumir nuestra propia responsabilidad individual en algo que nos compete a todos.

A título puramente ejemplificativo, me atrevo a apuntar que el nuevo Gobierno de la Nación podría empezar por perseguir con más seriedad y rigor el fraude fiscal, pues el Gobierno saliente se ha despedido indultando, entre otros,  a determinados ejecutivos de una empresa que habían defraudado a la Hacienda de la Unión Europea.  Todo un ejemplo a no seguir de conductas desequilibradas e irresponsables