El derroche del Senado

Ninguno de los partidos mayoritarios concurrió a las pasadas elecciones con la propuesta de suprimir el Senado en su programa. No es sorprendente, pero sí decepcionante. El escaso impacto en la clase política de las muchas peticiones de supresión de este órgano legislativo que se han repetido a lo largo de los últimos meses, aconseja volver a incidir en la “peculiar” situación del Senado español.  

Por empezar con un poco de historia, el origen del Senado se remonta al Estatuto Real de 1834, dictado por la regenta de Isabel II, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, como sustituto de la Constitución de 1812, en el que se  introduce la bicameralidad en sustitución de la unicameralidad que introdujo la primera Constitución Española. Su diseño actual se remonta a la Ley de Reforma Política por la que las Cortes Franquistas se disolvían para convocar elecciones a las Cortes Generales que debían abordar la redacción de la Constitución. Torcuato Fernández Miranda, artífice del diseño inicial, consideró que el Congreso estaría dominado por dos partidos mayoritarios nacionales sin cabida para partidos de ámbito regional, por lo que promovió el resurgimiento del Senado como cámara de representación territorial. El artículo 66 de la constitución española de 1978 consagra las bicameralidad de las Cortes Generales, que se ha mantenido hasta la fecha, y que consolida el Senado como cámara de representación territorial en el artículo 69.1.

El Senado en su diseño actual se compone de un número variable de senadores elegido por un sistema mixto, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 69:

  • Senadores de elección directa, elegidos por sufragio universal. Se eligen 4 senadores por cada provincia (a excepción de las insulares), 3 por cada una las de islas o agrupaciones de islas y 2 senadores por cada una de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla. En total en las últimas elecciones se eligieron un total de 208 senadores.
  • Senadores designados por las comunidades autónomas. Se eligen por la asamblea legislativa de cada comunidad autónoma a razón de un senador inicial y otro más por cada millón de habitantes de su respectivo territorio. Tras las últimas elecciones se designaron 58 senadores, lo que supone que el número total de senadores en su actual composición ascienda a 266.

Las funciones atribuidas al Senado, pueden resumirse en funciones de integración territorial, legislativas, de control e impulso político y de control de la política exterior (ver aquí). Todas las funciones se solapan con las ejercidas por el congreso y el Senado ejerce únicamente una labor de segunda lectura. La única atribución exclusiva del Senado es la que le otorga el  art. 155 de la Constitución, que prevé que el Gobierno debe contar con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, para adoptar las medidas necesarias contra una Comunidad Autónoma que esté actuando contra el interés general. Nunca hasta la fecha ha sido necesario el uso de esta atribución.

Desde el primer Senado constituido en el año 1977, han pasado 34 años, y lo único en que todo el mundo parece estar de acuerdo es que el Senado es una cámara que en estos 34 años no ha aportado nada al panorama político español. Si el tango dice que “veinte años no es nada”, 34 parecen años más que suficientes para comprobar que el diseño inicial ha desembocado en una cámara que hoy es un símbolo del despilfarro en la estructura de la administración española. Los designios iniciales que justificaron el interés de la estructura bicameral utilizados por Torcuato Fernández Miranda no se cumplieron, dado que los partidos nacionalistas alcanzan habitualmente representación en el Congreso, y es allí donde se debaten y dirimen todos los temas de verdadero alcance político, muy en particular los referidos a las Comunidades Autónomas.

Si durante muchos años el Senado ha mantenido un perfil bajo, y la mayoría de los españoles desconocían cuál era su utilidad y solo suponían que jugaba algún papel en la revisión y la aprobación de las leyes, la “extravagancia” aprobada en la pasada legislatura de permitir el uso de todas las lenguas cooficiales, forzando la necesidad de incorporar traductores en las sesiones del Senado, trajo por primera vez en mucho tiempo esta cámara al primer plano político.

El ver a políticos que perfectamente podían entenderse en castellano hablar en diferentes lenguas, según la Comunidad Autónoma a la que representaban, con la consiguiente necesidad de traducción simultánea, fue para muchos el momento de descubrir que existía una Cámara cuya utilidad era muy difícil de concretar, y que además se permitía el lujo de contratar con el dinero de todos los españoles traductores para mayor gloria de los senadores autonómicos. La frase del entonces President Montilla, “las lenguas no tienen precio”, ha quedado sin duda como una de esas frases lapidarias que muestran como para muchos políticos todo aquello que se paga con los impuestos de los ciudadanos nunca tiene precio. Esta muestra de un uso discutible del dinero público abrió de nuevo el debate sobre la necesidad de un órgano que no ejerce ninguna función útil, y que cuesta cada año la nada despreciable cantidad de 55 Millones de Euros (presupuesto del año 2011). Como expresado en euros siempre parece que las cantidades son menores, conviene recordar que esta cifra supone más de 9.000 millones de las antiguas pesetas. Para algo de dudosa utilidad, el presupuesto no es nada barato.

En los últimos años el Senado se ha convertido en acomodo para políticos desubicados tras unas elecciones autonómicas o que han perdido peso dentro de su partido. Lo que en lenguaje más coloquial se conoce como un “cementerio de elefantes”.

Las continuas llamadas a la reforma del Senado para que de verdad se constituya en una cámara de representación territorial no acaban de concretarse, ni tampoco parece que este enunciado pueda plasmarse en algo verdaderamente efectivo. La complejidad de la actual estructura de la administración española desde luego precisa clarificación de competencias y organismos de coordinación entre las diferentes administraciones. Pero esta necesidad más parece que debe concretarse en un órgano en el que tienen que estar representados los gobiernos de los diferentes niveles de la administración, y no tanto senadores elegidos por sufragio universal que nada añaden a los ya elegidos para el Congreso.

Las referencias al modelo del senado alemán, suelen obviar el punto anterior. El senado alemán (Bundesrat) es un Consejo Federal que actúa como órgano de representación de los dieciséis Estados Federados de Alemania, que tiene por función aprobar, rechazar o sancionar las leyes federales que afectan a las competencias de los estados federados y cuyos miembros son nombrados por los Gobiernos de los estados federados. Sus miembros no son elegidos por sufragio, sino que es el propio gobierno federal el que designa sus miembros en el Consejo. El número de miembros depende de la población de cada estado. El Senado cuenta con 69 miembros, un número notablemente inferior al senado español. Los gobiernos federales pueden nombrar a cualquiera de sus miembros como senador suplente, lo que significa que en la práctica todos los miembros de los gobiernos federales pertenecen al Bundesrat. Quizás el elemento más interesante del funcionamiento del Senado alemán es que un estado vota siempre en bloque, debiendo coincidir siempre el sentido de todos sus votos. Se trata por tanto de un órgano de representación de los gobiernos federales, ponderado por su población.

Poco tiene que ver este concepto con el actual Senado español, y tampoco la estructura de estado federal alemán se corresponde con el estado autonómico español. Podríamos continuar el análisis con el funcionamiento del senado americano, el inglés, el francés o el italiano. Cada uno responde a una idiosincrasia política y a una separación de funciones entre las cámaras. Pocos casos pueden compararse a la situación española, y no son pocos los ejemplos de cortes unicamerales (Dinamarca, Noruega, Suecia,…).  Si tras 34 años no ha sido necesario que el senado realice ninguna función, plantear la reforma del Senado para atribuirle alguna función, más parece la búsqueda de una solución a un problema inexistente, que una verdadera necesidad de la sociedad española. Un diseño de la cámara alta similar al vigente en Alemania, plantearía no pocos problemas a la hora de discernir qué leyes deben aprobarse en cada cámara, lo que no haría sino complicar aún más la ya de por si compleja estructura de la administración española.

Quizás una interesante forma de afrontar la etapa de austeridad en esta nueva legislatura sea iniciarla comprometiendo la necesaria reforma constitucional para eliminar el gasto superfluo que supone mantener una institución como el Senado.