Civilización vs bestialidad. Una reflexión a propósito del experimento de Milgram

Adolf Eichmann, el criminal nazi condenado a muerte en Jerusalén por crímenes contra la Humanidad y ejecutado en 1962, no entendió el odio que despertaba. En su diario escribió que las órdenes eran lo más importante de su vida y que había que obedecerlas sin discusión. Los psiquiatras certificaron que Eichmann estaba sano.

 

Intrigado por este comportamiento, Stanley Milgram, un psicólogo social, ideó en 1963 un experimento que se llevó a cabo en la Universidad de Yale. Un voluntario participa en un supuesto juego en el rol de maestro, y otro aparente voluntario, pero que en realidad es un actor, tiene el rol de alumno. Éste se coloca en una silla, conectado a cables eléctricos. El voluntario como maestro ha de ir formulando preguntas al alumno, y cuando falla debe accionar un mecanismo de castigo en forma de descarga eléctrica a éste. A medida que va equivocándose más, la teórica intensidad de la descarga aumenta. El actor no recibe en realidad ninguna descarga, sino que lo finge con gritos cada vez mayores. A partir de 300 V, el actor deja de gritar y de dar señales de vida. Si el voluntario dudaba, el investigador presente en el experimento le tenía que dar cuatro órdenes de continuar, cada una más imperativa que la anterior. Si a la cuarta orden desobedecía, el experimento quedaba suspendido.

 

Los resultados fueron muy sorprendentes y escalofriantes a la vez. Milgram creyó que la mayoría de los voluntarios se detendrían una vez aplicadas las primeras descargas y solamente algunos llegarían al voltaje límite y teóricamente mortal de 450 V, pero no fue así. Todos pasaron el límite de 300 V, y más del 60% llegaron hasta el final. El experimento se repitió con diversas variantes y puede verse una recreación del mismo en la película “I, como Ícaro”   (primera parte)  (segunda parte).

 

El experimento puede analizarse desde varios puntos de vista. Obviamente el primero es el de la sumisión a la autoridad, hasta qué punto estamos condicionados para obedecer a aquéllos que reconocemos como superiores, incluso en países democráticos y en personas con niveles estimables de educación y cultura. Quizá sea tema para un futuro post, porque quiero poner el acento en otro aspecto del mismo, igual de inquietante: ¿sentían los voluntarios del experimento, a los que se les eximía de responsabilidad por sus actos, cierto placer bestial en la tortura que estaban provocando? O dicho de manera más general, ¿si nos liberaran de toda la responsabilidad, seríamos capaces de infligir sufrimiento a otras personas no solamente porque nos lo ordenen, sino por una crueldad intrínseca al ser humano? Aristóteles cree que no, pero con todo el respeto al Estagirita, me inclino por pensar que sí. Parece ser que Eichmann siguió enviando judíos a los campos de exterminio incluso después de que Himmler diera orden de parar, cuando ya el estímulo no podía ser la obediencia debida. Había algo más, una mezcla de odio y placer, algo repugnante pero perpetrado por una persona que no era un ser anormal: según dijo Peter Malkin el agente del Mossad que le detuvo, “lo más inquietante de Eichmann es que no era un monstruo, sino un ser humano“.

 

Somos crueles y primitivos, somos bestias violentas apenas contenidas. Es únicamente la civilización la que somete esa pulsión y la encauza, la acalla pero no la hace ni mucho menos desaparecer. Eduardo Punset lo asume en su libro El alma está en el cerebro: “El secreto para entregarse a la crueldad es desprenderse de la responsabilidad: libres del sentido de culpa, aparece el lado más oscuro de la naturaleza humana”. Cuando nos sentimos irresponsables, la única referencia es nuestro propio yo, y en él habita lo que Vargas Llosa denominó el llamado del abismo. Comentando la extraordinaria novela corta La muerte en Venecia, escribió: “Leída y releída una y otra vez, siempre se tiene la inquietante sensación de que algo misterioso ha quedado en el texto fuera del alcance incluso de la lectura más atenta. Un fondo oscuro y violento, acaso abyecto, que tiene que ver tanto con el alma del protagonista como con la experiencia común de la especie humana; una vocación secreta que reaparece de pronto, asustándonos, pues la creíamos definitivamente desterrada de entre nosotros por obra de la cultura, la fe, la moral pública o el mero deseo de supervivencia social(…) ¿Cómo definir esta subterránea presencia que, por lo general, las obras de arte revelan de manera involuntaria, casi siempre al sesgo, fuego fatuo que las cruzara de pronto sin permiso del autor? Freud la llamó instinto de muerte; Sade, deseo en libertad; Bataille, el mal.”.

 

Esta abyección, esta miseria quizá no inmoral, sino previa incluso a la propia existencia de la moralidad, se manifiesta en muchos momentos en los que la responsabilidad individual decae por cualquier causa; en todas las guerras hay masacres, violaciones y humillaciones que no tienen sentido ni siquiera dentro de la siniestra lógica del combate. Pero no la vemos solamente en situaciones excepcionales sino también en las más cotidianas en las que por cualquier causa actuemos de manera anónima. El anonimato es una forma de impunidad ya que no hay adjudicación de responsabilidades, y  en nuestra vida cotidiana está presente por ejemplo en la comunicación por medio de las nuevas tecnologías. La posibilidad de participar y opinar en multitud de foros como el presente blog debería propiciar un debate abierto y un intercambio de ideas enriquecedor. Sin embargo, a poco que naveguemos por casi cualquier página de cierta relevancia, incluso aunque el tema sea nimio y sin aristas, nos podemos encontrar con comentarios hirientes, insultos, descalificaciones, con odio en definitiva. Un ejemplo es este comentario de una defensora del lector. ¿De dónde sale esa violencia verbal? ¿Sería igual si los que vierten esos sentimientos tan negativos tuvieran que identificarse? Probablemente no. Es la impunidad la que propicia la irracionalidad, el primitivismo.

 

No creo que el origen de esa crueldad provenga de nuestra parte animal. Nuestra bestialidad no es consecuencia de nuestra condición de animales antes que seres racionales, no existe en la naturaleza ningún animal evolucionado que sea capaz de gozar con una violencia sádica y gratuita. Es, por el contrario, enteramente humana, aunque pudiera ser que su origen se perdiera en los albores de la Humanidad. En la Sima de los Huesos de Atapuerca se encontró un trozo tallado de cuarcita al que se llamó Excalibur, de 400.000 años de antigüedad. Por el lugar encontrado, se cree que pudo haber sido arrojado con una función simbólica a la sima para acompañar a los muertos en su viaje por la otra vida. Nos podemos entonces imaginar la vida de unos homínidos hace medio millón de años, siempre con miedo: a los depredadores, a otros homínidos, a las noches oscuras, a que no salga de nuevo el sol, al frío, a la enfermedad, al dolor, y, quizá, ya entonces con miedo a morir sin saber qué hay más allá. Suficientemente humanos para ser conscientes de su terrible vida, percibiéndola con una intensidad que no podría alcanzar ningún otro animal pero desconocedores de los mecanismos naturales que regían el mundo, sobrevivían acorralados, aterrados, violentos. Es posible que nuestro lado más oscuro sea el eco de esa edad atroz.

 

Si así fuera, ello hace aún más admirable la evolución del Hombre. Lastrado por el peso de miles de años de angustia y terror, llevando en su ADN los demonios del odio, consigue evolucionar, organizarse, crear costumbres sociales, civilizaciones, sistemas de convivencia sofisticados hasta llegar ayer, como quien dice, a lo que en otro post llamé la maravilla de la civilización que es el Estado de Derecho, la renuncia a la violencia privada y el sometimiento a una abstracción en aras de una convivencia pacífica entre todos. Es una de las creaciones más extraordinarias de la historia, hasta tal punto que para muchos pensadores marca el inicio de una nueva era. Carl Sagan dijo una vez que para que él pudiera comerse una manzana, había sido necesario primero crear todo el Universo. Pues para que yo pueda escribir libremente estas líneas sin temor ni odio alguno, el Hombre ha tenido primero que inventarse a sí mismo. No es poco mérito.