Impuestos y demagogia

Basta con leer la mayoría de los comentarios publicados a partir del anuncio de la subida de impuestos por parte del Gobierno, para llegar a la conclusión de que nuestros nuevos gobernantes, nada más tomar posesión, han continuado con una práctica tradicional de todos los partidos políticos: decir una cosa en la campaña electoral y hacer otra bien distinta una vez han llegado al poder. Sin embargo, no estaría de más reflexionar un poco más a fondo sobre la circunstancia señalada, sobre todo, cuando la promesa proclamada en campaña electoral es una promesa relativa a impuestos.

Llama ante todo la atención que muchos comentaristas manifiesten su sorpresa por el grave “fraude” que para los electores supone el incumplimiento de una promesa electoral. Es algo así como “rasgarse las vestiduras”  ante un acontecimiento que por regla general casi que podría decirse es consustancial al funcionamiento del sistema electoral en los países democráticos. Una cosa es lo que se dice en la campaña electoral con respecto a determinadas cuestiones y, en particular, las relativas a impuestos,  y otra bien distinta lo que se hace (o puede/debe hacerse) una vez se ha alcanzado el Gobierno. Es esta una máxima que todos los ciudadanos conocen perfectamente, y que ni mucho menos supone una desvalorización por sí misma del propio sistema, sino más bien, una característica ínsita en las reglas por las que se rige la actividad política democrática.  Cualquier partido político (máxime si el mismo tiene expectativas fundadas de alcanzar el poder) emplea, dentro de ciertos límites, como táctica para alcanzar sus objetivos, no tanto la mentira, como la demagogia, que es algo bien diferente.  La promesa del PP de que si llegaba al Gobierno no iba a subir los impuestos, era, en mi opinión, una clara promesa demagógica, en el sentido de que cualquier elector mínimamente informado sabía a ciencia cierta que en las actuales circunstancias económicas en las que se encuentra España, la vía de aumentar la carga impositiva que recae sobre los ciudadanos era algo inevitable. Significativamente, de la misma forma que el PP empleó en su campaña electoral de forma demagógica el lema de no aumentar los impuestos, es ahora el PSOE el que utiliza de forma demagógica el hecho de este incumplimiento electoral por parte del PP a fin de así empezar a erosionar desde el punto de vista político la actuación gubernamental. Lo cual no sólo es legítimo que lo haga, sino que es algo consustancial al “juego político”. Bastaría con pensar en todo caso qué hubiese hecho el PSOE en materia de impuestos de haber ganado las elecciones, pues los antecedentes nos indican que la vía podía haber sido, otra vez, una medida mucho más regresiva como resulta ser el aumento de la imposición indirecta.

Mayor importancia y preocupación reviste el hecho del mensaje reiterado por parte de algunos dirigentes  o ideólogos próximos al PP, de que la existencia misma de los impuestos es un obstáculo objetivo para el desarrollo económico de nuestro país. Pero aquí ya no nos encontraríamos en sentido estricto ante una promesa electoral, sino ante una declaración más general en vía de principio o de tipo ideológico, que supone asumir como “filosofía” de actuación la maldad intrínseca de cualquier impuesto por el simple hecho de su propia existencia. Y esto es ya “harina de otro costal”, puesto que como bien ha señalado significativamente Juan Rosell, Presidente de la CEOE, los impuestos en los países democráticos son signo de civilización, y si esto no se tiene claro y es mayoritariamente asumido por la ciudadanía, pero sobre todo, por la clase política, difícilmente vamos a poder llevar a cabo en términos individuales los sacrificios que sean necesarios para salir de la crisis o simplemente para vivir en una sociedad civilizada. Es precisamente en este ámbito donde habrá que reclamarle al  nuevo Gobierno un compromiso firme a favor de la adopción de medidas que restablezcan la confianza de los españoles en un sistema tributario fundamentado en los principios de justicia que marca nuestra Constitución, pues de ello dependerá en gran medida que el coste de la crisis sea debidamente repartido entre todos y, por ende, debidamente comprendido y asumido. Desde esta óptica, no son mal presagio  las medidas recientemente adoptadas por el Gobierno en el ámbito del IRPF y del IBI que, siendo provisionales, auguran sin embargo una voluntad real por dejar atrás promesas demagógicas y planteamientos ideológicos que poco tienen que ver con la realidad de una sociedad del siglo XXI.

En el año 1977,un Gobierno de la UCD (es decir, un Gobierno “de derechas” en la terminología del siglo XX), siendo ministro de Hacienda F. Fernández Ordóñez,  estableció las bases de lo que por primera vez en la historia de España iba a ser un sistema tributario moderno (Ley 50/1977, de 14 de noviembre), introduciendo figuras entonces  tan revolucionarias como la supresión del secreto bancario o la regulación del delito fiscal. Los años  transcurridos y las sucesivas modificaciones legislativas acontecidas en el diseño de nuestro sistema tributario,  creo que han desdibujado en gran medida los parámetros de equidad a los que debe responder el mismo, pero también, las exigencias de claridad y simplicidad que deben presidir su aplicación en aras al principio de seguridad jurídica y cumplimiento “natural” de las normas por parte de sus destinatarios (Administración y contribuyentes).

La actual coyuntura que atraviesa España es motivo de fundada preocupación, pero también, de fundada esperanza en que podamos acometer entre todos, con nuestras propuestas, actuaciones y críticas, los cambios o las actualizaciones que sea preciso realizar para “poner a punto” una sociedad que precisa  -y mayoritariamente demanda- consensos básicos en cuestiones fundamentales de las que depende nuestro futuro.  Y en lo atinente al ámbito tributario, si algo de verdad sobra, es la demagogia… al menos hasta la próxima campaña electoral.