¿Estado del Bienestar garantizado o subvencionado para los colectivos en riesgo de exclusión?

Conviene preguntarse cómo vamos, al menos en los próximos diez años, a ser capaces de sostener este que denominamos sistema del bienestar actual. Y conviene analizar, y muy en profundidad, si el sistema del bienestar que hemos construido en nuestro país, en lo relativo a las grandes poblaciones en riesgo de exclusión, cumple todo su objetivo cuando tratamos de creernos que con una teórica seguridad social  universal, una educación gratuita aparentemente universal y un fuerte sistema prestacional de pensiones para nuestras clases pasivas, hemos llegado al paraíso. Cierto es que estos regímenes han venido a  mejorar el bienestar de los ciudadanos, comparándolo en la evolución temporal e histórica, pero, ¿lo regulado con legislación, realmente completa el sistema del bienestar?.

Hay algo que no debe funcionar muy bien, si atendemos a lo que se está produciendo en los últimos meses dentro del colectivo de personas con discapacidad y poblaciones en riesgo. Las manifestaciones que se están sucediendo desde hace meses en todo el país por colectivos de personas con discapacidad, ante la preocupación por el retraso e incluso impago de las subvenciones “acostumbradas” y aprobadas, nos hacen pensar que se puede estar desmoronando un sistema de servicios asentado sobre la débil base del mantenimiento en función de la situación económica. En España, para bien y también para mal, poseemos una fortaleza y estructura asociativa sin comparación en ningún país de nuestro entorno. Esta estructura asociativa, dividida y distribuida en verdaderas redes sociales locales, autonómicas y nacionales, y aglutinadas en el caso de la discapacidad en una macro federación organizada en torno a ONCE, Fundación ONCE y CERMI, se ha convertido en verdadera gestora de servicios que indefectiblemente nunca debieran dejar de ser responsabilidad de los poderes públicos. Derivado aún de la mentalidad asistencial de finales de los setenta y principios ochenta del siglo pasado, el tercer sector se ha ido encargando, bajo la argumentación de completar las evidentes carencias sociales que tienen millones de ciudadanos, de tratar de paliar las condiciones de desigualdad que el Estado no era, o no ha querido, garantizar. Así, en torno a los regímenes de subvenciones del 0’7 del IRPF, y del Régimen General, completado con cientos de convenios, contratos directos y figuras análogas, se han ido construyendo verdaderos negocios de servicios derivados de la que debiera ser responsabilidad pública, y por ende, el tercer sector y toda su red asociativa se ha acostumbrado a que así sea. De tal forma, que en manera similar al régimen convenial laboral, se ha convertido casi en derecho consolidado el recibir año a año cantidades multimillonarias de subvenciones revalorizadas.

Juego muy fácil para el poder político, y muy cómodo de asumir por el tercer sector, estructurado en las mencionadas redes complejas a través de asociaciones, confederaciones y federaciones de todo tipo. El político firma el cheque de subsistencia o mantenimiento, y la estructura asociativa tan contenta al recibirlo. Sistema asistencial puro y duro, e irónicamente contradictorio con las proclamas a bombo y platillo de la nueva filosofía de los colectivos de las personas con discapacidad o mayores, abogando por una nueva era de participación activa.

¿Y cuando el dinero se acaba, al menos temporalmente? ¿Cómo mantenemos el sistema de derechos, bienes y servicios que hemos ido garantizando? Sólo es posible a través de un replanteamiento tanto del concepto como de la gestión y eficacia en el gasto sin merma de derechos.

Es evidente que el sector asociativo cumple un papel fundamental en nuestra sociedad, pero éste debe ser de apoyo a los ciudadanos con determinadas dificultadas, y nunca entender al sector asociativo como un “subcontratado” del Estado. Esta es la función asignada a las subvenciones del Régimen General. ¿Pero y las del IRPF y Convenios en su contenido actual? Entiendo que más cuestionable, mucho más, bien entendido siempre dentro del objeto que hoy cubren. Porque a través de las subvenciones del IRPF, de los Convenios, los contratos menores, se financian programas enteros destinados a los denominados SIL, Servicios de Integración Laboral. Es raro encontrar una Federación o Asociación del tercer sector de la discapacidad que no tenga uno, ¿y no sería esta una actuación inherente a nuestro servicio público de empleo? Recordemos que el derecho a un empleo digno está presente en nuestra Constitución. A través de las multimillonarias subvenciones derivadas del IRPF se han venido creando verdaderas redes de servicios de asistencia domiciliaria y acompañamiento, ¿no es ésta una labor que debiera gestionar y garantizar nuestra red de servicios sociales y sociosanitarios, y por supuesto, la Ley de Autonomía Personal y Atención a la Dependencia?. Con dinero recibido directamente de las subvenciones del IRPF el sector asociativo gestiona y trabaja en poner en marcha productos y servicios relacionados con la comunicación, de forma que las grandes telecos les proporcionen, en la mayoría de los casos a través de sus Fundaciones y no de sus empresas, productos accesibles para hablar y comunicarse, ¿no es esta una obligación que debiera cumplir nuestra Administración Pública? ¿Y la realización de estudios, informes y análisis de necesidades que se derivan al Tercer Sector, para que se gasten enormes cantidades anuales en hacer estos documentos sobre sus propias necesidades?.

Al mismo tiempo, quizás sea el momento también, aún siendo impopular dentro del sector asociativo, de buscar el camino para racionalizar el gasto público, y mejorar sustancialmente su efectividad. Es España rige todavía un sistema de inclusión laboral surrealista desde el año 1982, potenciando claramente el empleo protegido (Centros Especiales de Empleo), ratificado hace un mes en la Estrategia de empleo: buscando incentivar la contratación de personas con discapacidad, un empresario que contrate en indefinido recibe 12.000 €, 0 15.000 € si tiene determinadlo grado y patología, además de las bonificaciones del 100% de la cuota empresarial a la SS y otras ayudas. Esto es aplicable tanto si la persona contratada tiene un certificado de discapacidad del 35% porque le falta una mano o falta de visión en un ojo, como para una persona con parálisis cerebral, tetraplejia o autista. Mientras, la subvención por incorporar a un trabajador con discapacidad a la empresa ordinaria es tan sólo de 8.000 € si la persona tiene especiales dificultades. Con esta estrategia difícilmente se va a conseguir el objetivo de la normalización laboral. ¡Surrealista! Las empresas están repletas de pequeños discapacitados, y los grandes, los que tienen verdaderas dificultades, siguen marginados.

A lo mejor tenemos que introducir en nuestra ley de dependencia, verdaderos recursos tecnológicos de autonomía personal para reducir costes, generando ahorro reinvertible, y dejar de derivar recursos económicos al sector asociativo para que hagan la labor que debiera ser del Estado. Mientras somos ricos, los cheques funcionan. Pero cuando llegan años de sequía, nos damos cuenta que el pozo del que sacamos el agua no tiene tanta profundidad. Una racionalización objetiva del gasto no sólo no tiene que reducir derechos, más bien debe reforzar los mismos. La configuración de la ley de dependencia es insostenible, si no se introducen otros recursos enfocados a la autonomía personal, sin olvidar ni despreciar, en absoluto, la introducción de tecnologías accesibles domóticas, de comunicación e interactuación.

Igualmente podríamos decir en lo referente a la garantía de comunicación accesible para personas sordas, con discapacidad auditiva o sordociegas. Reducción de costes a través de herramientas tecnológicas, como las videoconferencias. Sólo la Administración Central gasta más de 2’5 M de euros en servicios presenciales de intérpretes de lengua de signos, que además son proporcionados por el propio sector asociativo, convirtiéndose en un círculo cerrado retroalimentado. La Administración tiene recursos de sobra para garantizar los derechos, y mejorar su cumplimiento incluso, en muchos casos, con reducción drástica de costes, a través de su propia infraestructura, reducción que puede destinar a otros servicios.

El mantenimiento del estado del bienestar poniendo cheques, subvenciones, encima de la mesa, manteniendo así apaciguado al sector asociativo pero en plena situación de subsistencia, no soluciona nada. Clara que es mucho más sencillo, derivar flagrantemente responsabilidades públicas hacia la sociedad civil, que como estructura está contenta, pero no como ciudadano individual. Una persona con discapacidad no quiere subsistir, quiere interactuar con plena autonomía como ciudadano, con igualdad de oportunidades. Por supuesto que el sector asociativo tiene una función, y no debe desaparecer el apoyo desde las instituciones públicas; pero es necesario dar un giro completo en su concepto, y en la función que debe cumplir.