Cenicienta, el matrimonio homosexual y el Estatut

Hace ya siete años que el Partido Popular interpuso recurso de inconstitucionalidad contra la Ley 13/2005, de 1 de julio, promovida por el Gobierno del PSOE, que equipara el matrimonio homosexual al heterosexual.  El diario EL PAÍS pronostica que la Sentencia del Tribunal Constitucional llegará en breve y será favorable a la Ley. Creo que la mayoría de los ciudadanos, incluidos muchos votantes y militantes del  PP, así lo preferirían. Yo también. Me alegraré por las personas que conozco y han hecho uso de esta posibilidad legal. Pero confieso que lo que más interesa del tema es el fundamento teórico de la futura Sentencia. Se le presenta a nuestro Tribunal Constitucional una magnífica oportunidad para sentar cátedra sobre lo que es un concepto jurídico y, me atrevería a decir, cualquier concepto. Y no sé si lo hará, pero para redondear su argumentación, el Alto Tribunal bien podría apelar a su propia Sentencia sobre el Estatut de Catalunya y traer a colación el cuento de Cenicienta. Explicaré por qué.

 

El recurso del PP defiende que la admisión del matrimonio entre personas del mismo género no es una exigencia constitucional. Probablemente en esto tiene razón. También apunta que, ante un eventual conflicto entre el deseo de los homosexuales de casarse y los derechos de los menores, habrían de prevalecer los segundos. De nuevo esto es correcto: si se probara que es pernicioso para el desarrollo de los niños tener padres homosexuales, habría que prohibirlo. Sin embargo, el recurso no se arremanga para analizar esta cuestión. No apela a estudios científicos que abonaran,  si los hubiera, la tesis de que daña al hijo criarse entre padres homosexuales. Es más, el recurso constata que la Ley no prohíbe a un homosexual soltero adoptar a un hijo y no reacciona ante este hecho como parece que debería para ser consecuente: eso habría que prohibirlo, pues si fuera malo tener dos padres homosexuales, casi sería peor tener solo uno… No, los recurrentes no van por ese camino sino por el contrario. A la postre no rechazan el matrimonio homosexual por sus implicaciones prácticas para los menores, sino que más bien razonan a la inversa: dicen que la unión homosexual no “es” matrimonio y por eso no es buena para los niños. En una versión light, que a menudo se escucha en la calle, esto último se matiza y solo se reclama que el legislador hubiera utilizado una palabra distinta para referirse a las nuevas parejas. El recurso va más allá: cree que el legislador podría haber concedido efectos jurídicos a la convivencia more uxorio entre homosexuales, pero no todos y no desde luego no los más señeros. En cualquier caso, lo que me importa destacar es que su crítica a la Ley no se apoya en un estudio sociológico o psicológico, sino en la “naturaleza de las cosas”: dar cabida en el matrimonio a las parejas gays altera o quiebra la institución  “más allá de lo que su propia naturaleza y fundamento tolera”.

 

Ahora bien, ¿quién determina lo que es la auténtica “naturaleza” del matrimonio?

 

Un candidato para esta tarea era el Diccionario de la Real Academia Española. Mas la Academia, al fin y al cabo,  no es más que otro “legislador” y de hecho ¿por casualidad? acaba de modificar la definición de matrimonio, para recoger sin mayor problema la acepción homosexual. La impugnación del PP sugiere en algún momento que es la propia Constitución la que acota el matrimonio admisible, pero su argumento es débil. El art. 32 CE se limita a establecer que “El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica”. Como apuntaba al principio, el recurso argumenta y quizá con razón que esa redacción solo consagra el derecho de hombre y mujer a casarse “entre sí”. Pero eso no significa que el legislador constitucional prohíba lo que no salvaguarda: desde luego su letra no proscribe que la Ley pueda acoger dentro del paraguas del matrimonio otras formas de convivencia como la homosexual. Para que así fuera, habría que argumentar bastante más. Habría que probar que el espíritu de la institución la hace incompatible con todo lo que no sea el matrimonio clásico. En diciendo “espíritu”, viene a la mente el argumento religioso. Pero los recurrentes tampoco se atreven a echar mano de la autoridad eclesial. Así las cosas, a falta de otros valedores, al redactor del recurso solo se le ocurre invocar la “imagen comúnmente aceptada de la institución”, “la imagen que de la misma tiene la conciencia social”. O sea, la tradición, el uso y, a poco que se rasque, el prejuicio.

 

Y aquí es donde acude Cenicienta en apoyo del intérprete. Ando empeñado (véase este post anterior y este otro) en resaltar el valor epistemológico de su historia y el presente ejemplo viene al dedillo a estos efectos. El cuento ensaña que un concepto teórico es algo eminentemente práctico: el dilema entre teoría y praxis es en buena medida falso. El concepto se inventa por un motivo bien tangible, alguna necesidad de la vida cotidiana: verbigracia, el Príncipe busca una esposa y reina. Para lograr ese objetivo, el estudioso se apoya en un indicio, un medio que tiene una conexión lógica con el fin de que se trate: presume que la zapatilla que la chica perdió es la mejor manera de volverla a cazar. Obsérvese el orden: primero es el fin; luego se detecta el medio que coadyuva a su consecución. El concepto no se construye en abstracto, en el cielo, y luego se determina con ese pie forzado quiénes o qué cosas o situaciones lo llenan, aunque ello comporte consecuencias absurdas o dolorosas. Eso solo tiene sentido cuando en verdad el intérprete se apoya en una supuesta revelación metafísica. Pero la racionalidad no compartimenta la realidad con prejuicios apriorísticos: las clasificaciones se apoyan en un objetivo práctico, de modo que son buenas si lo promueven y malas si estorban.

 

En nuestro caso, el quid de la cuestión es precisamente lo que el recurso del PP solo apunta pero luego soslaya: el bien del menor. En tanto el mismo no padezca, en tanto el compromiso de convivencia y protección y apoyo de los padres o madres baste para promover el bienestar físico y psicológico de los hijos, lo demás es irrelevante: son cuestiones accesorias a estos efectos; adherencias insustanciales y prescindibles.

 

Ciertamente, esto significa que Cenicienta es un bien fungible. En efecto, este es uno de los aspectos más llamativos del cuento. Al Príncipe le vale cualquier jovencita que cumpla la función que de ella espera. No le vale cualquiera, ciertamente. En los posts anteriores resaltaba que es peligroso pensar que la zapatilla es suficiente, en todo caso y bajo cualquier condición: a menudo la verdad solo resulta de la combinación de distintos instrumentos, de complejas ecuaciones. No es Cenicienta todo lo que encaja en la reluciente zapatilla, si no cumple el fin propuesto. Pero ahora procede poner de manifiesto la otra cara de la moneda: cuando sí se cumple el fin de que se trate, sí es Cenicienta todo lo que se calza el zapato. No hay que rasgarse por esto las vestiduras: caben en nuestra Constitución y en el concepto jurídico de familia y matrimonio tantas formas, tantas variaciones como uno quiera imaginar, siempre que hagan felices a los cónyuges y a los menores de cuyo desarrollo aquellos se responsabilizan.

 

Cuestión diversa es que una distinción que es irrelevante en un plano puede serlo en otro. Evidentemente, los homosexuales no pueden reproducirse mediante el sexo. He aquí una diferencia biológica. Quien le encuentre a este rasgo diferencial una utilidad práctica, que la explote y establezca una distinción conceptual, útil para sus fines. Pero esa noción quedará en la esfera privada. Será como la proclamación de Cataluña como Nación que hizo el Preámbulo del Estatut: un concepto de uso personalísimo, que ni tiene ni pretende tener efecto jurídico.