El caso Ignacio González como paradigma del funcionamiento del sistema político español

Durante el día de hoy la Asamblea de la Comunidad Autónoma de Madrid va a otorgar por mayoría absoluta su confianza al candidato propuesto por el PP, Sr. Ignacio González, que hasta ahora ostentaba el cargo de vicepresidente. En consecuencia, conforme al art. 18 del Estatuto de Autonomía, el Rey procederá a nombrarle de manera inmediata presidente de la Comunidad. El nombre fue propuesto por la Sra. Aguirre, pues no en vano el candidato fue su mano derecha y colaborador fiel desde hace más de veinte años. Por su parte, tanto la secretaria general del PP como su presidente, Sr. Rajoy, han apoyado la propuesta.

 

Hasta aquí todo parece muy normal, incluso lógico, pero si reflexionamos un poco veremos que no lo es tanto, y que este caso nos puede servir a la perfección como paradigma del funcionamiento (defectuoso) del sistema político español.

 

Lo primero que llama la atención es que los diputados del PP de la Asamblea apenas hayan tenido vela en este entierro, o nacimiento, por ser más exactos. Efectivamente, según el artículo anteriormente citado la competencia para el nombramiento les corresponde a ellos, pero ya sabemos que, en España, esto es una formalidad sin consecuencia alguna. Pasa incluso en el Consejo General del Poder Judicial. La Ley dice que designan unos, pero en realidad son otros los que lo hacen. En este caso al Sr. González le ha bastado con el consentimiento de Esperanza Aguirre y de María Dolores de Cospedal, y a ningún diputado se le ha preguntado su opinión.

 

Probablemente, si la designación para entrar en la lista electoral no dependiese del partido -de tal manera que el diputado no le debiese todo al partido y nada a sus electores- la cosa cambiaría. Por ejemplo, en el Reino Unido, el candidato en estos casos lo designa el grupo parlamentario en una votación interna, sin que el partido tenga nada que decir. Y a la hora de decidir es obvio que los parlamentarios tienen muy en cuenta la idoneidad del candidato y cómo será recibido por sus electores.

 

Esta consideración nos conduce precisamente a la segunda particularidad sorprendente de nuestro sistema político: en España la idoneidad del candidato para ejercer su función es lo de menos. Tal cosa puede parecer a primera vista muy chocante, pero es una regla constante. Fijémonos precisamente en el caso del Sr. González

 

El nuevo presidente ha actuado durante todos estos años en una relativa sombra, debido a que la que proyectaba la Sra. Aguirre, pese a su tamaño físico, era singularmente amplia, dado su gran carisma político. Pero eso no le ha impedido ser un protagonista destacado, tanto en lo bueno como, especialmente, en lo malo. Porque ya se sabe que los jefes pretorianos no pasan a la historia por sus virtudes morales, sino por mantener con vida a sus emperadores, en este caso con vida política (y, a cambio, los emperadores se acostumbran a no hacer preguntas). Sin embargo, por desarrollar ese cometido pagan un precio, no sólo por la multiplicación de enemistades que esa tarea genera, sino también en carisma y en reputación, especialmente en una Comunidad Autónoma que ha pasado por un escándalo tan serio como el caso Gürtel. De hecho, en relación a este tema ya hubo cierto alboroto en la prensa por el famoso ático marbellí y su polémica investigación judicial. Pero la fanfarria viene de más lejos (aquí).

 

La consecuencia evidente es que, desde el punto de vista electoral, esta opción no es la mejor para el partido en el Gobierno. El PP arriesga con ella varias cosas. En primer lugar, que en los próximos meses o años surjan graves disensiones internas o nuevas revelaciones desagradables con riesgo de hundir aun más la confianza de la ciudadanía en general (y de su electorado en particular) en la clase política española, todo ello en un momento político y social muy delicado. Es más, según informa la prensa, el Sr. Rajoy solicitó a su Ministro del Interior garantías en relación con ese tema, y no accedió hasta que le fueron concedidas (curiosa petición y curiosa contestación, sin duda). En segundo lugar, como consecuencia de esa pérdida de carisma y prestigio, el PP arriesga la mayoría absoluta en una Comunidad Autónoma tan decisiva como es Madrid.

 

La explicación de por qué se quiere asumir ese riesgo es, como tantas cosas de nuestra partitocracia, exclusivamente de consumo interno. El aparato de Génova está encantado con la desaparición de Esperanza Aguirre, única y débil amenaza a la tiránica “oligarquía” -en expresión del politólogo Robert Michels- representada por la actual cúpula del PP, sin darse cuenta de que esa desaparición es desastrosa para los intereses electorales del partido a medio plazo. Cambian encantados un enemigo interno con carisma por otro que consideran más vulnerable, cualquiera que sea el precio que haya que pagar por ello. Que electoralmente el cambio es nefasto lo sabe cualquiera que no piense exclusivamente en su situación personal dentro de la estructura, lo que nos conduce a la siguiente nota curiosa de nuestro sistema: la cúpula del partido es inmune a las derrotas electorales del partido, por lo que la situación personal en su estructura no depende de ganar o perder.

 

Efectivamente, la tercera característica es que los dirigentes de un partido pueden perder elecciones sin sufrir desgaste alguno. Esto lo hemos comprobado en los últimos años hasta la saciedad. Aznar perdió dos elecciones hasta que ganó. Luego se fue porque, hay que reconocerlo, era el único que se creía verdaderamente su propia doctrina. Luego Rajoy perdió otras dos (y una saliendo desde el Gobierno, que tiene más mérito) hasta que ganó por agotamiento, y ahora le toca el turno a Rubalcaba, que está muy animado con los precedentes, y pese a perder de manera catastrófica hace un año, piensa que todavía puede perder otra vez. Esto no ocurre en casi ningún otro país del mundo. Pero en España las derrotas no menoscaban el poder del líder porque, como todos los aspirantes dependen de él para entrar en las listas y en los múltiples cargos a repartir, no puede tener oposición dentro del partido. No obstante, esa tiranía tiene una excepción importante que la cúpula de Génova no está valorando adecuadamente y que nos conduce a la última nota que quiero destacar ahora: el poder territorial.

 

La cuarta y última nota verdaderamente curiosa de nuestro sistema político es que nuestra organización territorial ha conseguido crear la maravilla de que sus políticos sean tan incontrolables por los ciudadanos como por los dirigentes de sus partidos. La cúpula de Génova piensa que podrá desactivar próximamente al Sr. González bloqueando su acceso a la dirección del partido regional, que todavía ostenta Esperanza Aguirre. Pero sospecho que lo va a tener complicado. Si hasta Tomás Gómez, una vez instalado cómodamente al mando de la estructura le ganó el pulso a Zapatero, ¿qué cabe esperar  en el caso de Ignacio González, que es infinitamente más listo y que va a pasar a controlar desde hoy un presupuesto millonario?

 

No se trata sólo de la capacidad de controlar el partido internamente. Los presupuestos que manejan las Comunidades permiten crear con enorme facilidad redes clientelares lo bastante densas como para que no se escape ningún pececillo. No hay que olvidar que las CCAA casi reparten más bicocas que el propio Gobierno de España. A ello hay que añadir su funcionamiento como verdaderas taifas, sin apenas control ni fiscalización de ningún tipo. Esperanza Aguirre va a proporcionar a su valido el tiempo necesario para que cuando llegue el momento ya no la necesite. El poder territorial es una piedra filosofal que permite transformar tibios en incondicionales a una velocidad pasmosa. Pues bien, en ese instante se habrá alcanzado el milagro de estar blindado tanto frente al partido como frente a los electores. Es cierto que puede perder las próximas elecciones, y seguramente va a hacerlo, pero no hay problema, porque se aplicará entonces la regla tercera y continuará, como su correligionario Tomás Gómez, de derrota en derrota hasta la victoria final.