Política y Derecho. En torno a Cataluña y a las autonomías

Frente al desafío catalán, creo que deben distinguirse dos planos superpuestos pero distintos. Uno, jurídico. Otro, político.

 

En el plano jurídico-constitucional, cuando el Congreso de los Diputados reciba la petición formal de Cataluña para celebrar un referéndum consultivo de autodeterminación, los diputados rechazarán esa petición por mayoría absoluta.

 

A su vez, cada norma o resolución que adopten las autoridades catalanas con el objetivo puesto en la independencia será impugnado por el Gobierno ante Tribunal Constitucional y ello producirá la suspensión de la norma o del acto correspondiente, según dispone el artículo 161.2 de la Constitución. Todos queremos pensar que esto será así porque los miembros del gobierno han jurado guardar y hacer guardar la Constitución, y cabe pensar que defenderán al Estado en ese ámbito, incluso recurriendo al artículo 155.

 

Pero, ¿dónde queda la política en todo esto? ¿La política consiste en limitarse a cumplir lo que dice el artículo 161.2 de la Constitución? ¿Es la política una tarea de mera administración de lo que hay, o de liderar en todos los ámbitos, y no solo en el plano jurídico, un proyecto más ambicioso?

 

En este segundo ámbito, el político, buena parte de la ciudadanía está perpleja con la actitud de Rajoy ante las sucesivas intervenciones de Mas. Incluso muchos de los votantes del PP echan de menos una respuesta más rápida, un discurso más claro, más firme, más solemne. Algunos excusan al timorato Rajoy diciendo que ya ha hablado tal ministro o la vicepresidente, o que Rajoy hablará dentro de unos días, “cuando toque”. Pero eso no es suficiente.

 

Estamos en una democracia mediática, y la gente necesita oír a su Presidente, y que éste, con su sola presencia, con su sola palabra, transmita confianza y estabilidad al país.  Esto es lo que Rajoy no entiende. Hay que hablar claro y responder con diligencia, con prontitud, porque eso infunde seguridad al conjunto de la ciudadanía sobre el hecho de que la situación está controlada.

 

Y es curioso que Rajoy no lo entienda porque, el pasado mes de julio, tuvimos un buen ejemplo del poder mediático de las palabras firmes, alentado por el propio Rajoy. Ante la crisis creciente del euro y la escalada de la prima de riesgo española, intervino el gobernador del BCE, Sr. Draghi. No adoptó ninguna decisión, pero advirtió solemnemente a los mercados de que haría “whatever it takes to save the euro”. Los problemas no se resolvieron con esa frase, pero tan solo pronunciar esas palabras hizo dispararse al alza a la bolsa y reducirse inmediatamente la prima de riesgo. Rajoy agradeció el gesto de Draghi. Y del mismo modo nosotros agradeceríamos que Rajoy hiciera algo parecido. Porque del mismo modo que la fuerza de Draghi no la tienen sus subordinados en el BCE, la fuerza del Presidente del Gobierno no la tiene la ministra portavoz.

 

Los gobernantes españoles, desde 1978, han renunciado a pronunciarse con claridad ante el problema del nacionalismo separatista. Y por eso éstos se han ido creciendo cada vez más. Lo vemos ahora nítidamente, pero el problema lleva arrastrándose décadas.

 

Toda realidad que se ignora prepara su venganza, decía Ortega. Y eso les ha pasado a nuestros políticos desde que, en 1978, la Constitución sacrificó la claridad en busca del consenso, desconstitucionalizando la estructura del Estado, en una maniobra que algunos calificaron ya entonces de “compromiso indecisión”. No quisieron (o no supieron) abordar el problema y lo pospusieron en el tiempo, dejando al albur de cualquier insensato su evolución. Ahora que ha llegado el insensato de Mas, parece una tragedia, pero podemos tomarlo también como una ventaja. Ya no cabe más indecisión, por fin el Estado tendrá que tomar medidas políticas, en vez de limitarse a administrar pasivamente la situación.

 

Yo no pongo en duda la buena voluntad de muchos de los políticos de la transición que alumbraron aquel compromiso por la indecisión que es el Título VIII de la Constitución. Mas una cosa es tener buena voluntad y otra, muy distinta, acertar. No debemos olvidar que en esos años hubo personas que advirtieron de todos estos peligros con análisis que el tiempo ha demostrado certeros. Y nadie les hizo caso. Julián Marías, por ejemplo, criticó la redacción del artículo 2 de la Constitución, señaló que los nacionalismos son, por esencia, insaciables y, en consecuencia, dio un consejo a nuestros gobernantes: “no hay que intentar contentar a quien nunca se va a dar por contento”.

 

El tiempo ha demostrado que la fórmula escogida entonces está agotada y necesita una revisión integral. Ahora bien, no sería justo pensar que la evolución del Estado Autonómico, Cataluña incluida, es culpa exclusiva de los nacionalistas. Por el contrario, en ella tienen una responsabilidad grave los sucesivos gobiernos de PSOE y PP, que, ni con mayorías absolutas en las Cortes, han estado a la altura. No olvidemos que ni González ni Aznar ni Zapatero ni Rajoy se han esforzado en estos treinta años por poner en práctica las recomendaciones del Informe Enterría de 1982 para que las Autonomías no tomaran la deriva que luego han tomado, y fueran viables a largo plazo. Y eso que ese Informe tuvo el aval del PSOE y de UCD, y algunos de sus integrantes fueron ministros de Administración Territorial por esos partidos. Estos días la prensa considera a la Sra. Cospedal poco menos que una heroína por poner en práctica en Castilla-La Mancha una recomendación de aquel Informe, la de que los diputados autonómicos no cobren sueldo. Una sola recomendación aplicada, y treinta años después.

 

Tampoco los sucesivos gobiernos de la nación han tenido el menor interés en modificar la legislación electoral para evitar que los nacionalistas tuvieran un peso desproporcionado en las Cortes Generales y condicionaran la política de todo el Estado. Ni han tenido interés en aprobar leyes de armonización para encauzar el desarrollo autonómico cuando éste iba a la deriva. Tampoco las autoridades del Estado han tenido interés por hacer que ciertas sentencias del Tribunal Supremo o del Constitucional se ejecutaran, sino que, ante la resistencia de los obligados a cumplirlas, han mirado para otro lado. Todas estas renuncias del Estado a defender el orden constitucional subyacen a lo que hoy está pasando.

 

La aprobación en 2006 del nuevo Estatuto de Cataluña por las Cortes Generales, con la mayoría decisiva del PSOE, demuestra otra vez que la culpa no ha sido solo de los independentistas catalanes. Pero tampoco el PP ha estado a la altura. No olvidemos que, desde 2006, en casi todas las autonomías donde gobernaba, propició la modificación de sus Estatutos, copiando en buena parte el esquema del Estatut catalán.  Y qué decir de la responsabilidad del Tribunal Constitucional en toda esta deriva, con sentencias equívocas, argumentos ambiguos, traslación del reparto de cuotas partitocráticas en su composición al contenido material de las sentencias. Y no de sentencias menores, sino de sentencias que afectan de manera decisiva a la estructura misma del Estado.