Personalidad jurídica y responsabilidad o las vueltas que da la vida

El concepto de persona jurídica se suele estudiar comenzando por las teorías que la explican que, aunque son numerosísimas, podríamos resumir en dos: la teoría de la ficción legal, que venía a entender que la persona jurídica era simplemente una agrupación de personas a la que la ley reconocía capacidad para ser titular de derechos y obligaciones; las teorías realistas que, además de ese reconocimiento legal, entendían que es preciso que exista un sustrato previo a ese reconocimiento, como un fin supraindividual, una voluntad colectiva, una permanencia o una organización.

 

Pero las distinciones doctrinales no son inocuas porque, como ya a principios de los 60 señalaba Federico de Castro en “Formación y deformación del concepto de persona jurídica”, la tesis de la ficción legal y el consiguiente reconocimiento de personalidad jurídica con rigurosa separación de patrimonios entre la sociedad y los socios  -que no responden personalmente de las deudas sociales- a supuestos en los que falta un substratum  u organización que los distinga  de la mera asociación de personas individuales, del simple contrato, ha producido una grave “deformación del concepto de persona jurídica” que puede dar alas a fraudes de acreedores, elusión fiscal, encubrimiento de actividades delictivas, etc, sin que, al menos teóricamente las autoridades puedan traspasar las barreras que ellas mismas han creado para encontrar la realidad subsistente tras la forma.

 

Desde el punto de vista civil, esta idea tiene una cierta conexión con el famoso e intrincado concepto de causa de los contratos, cuya exigencia en los Derechos civiles latinos permite que la legalidad del fondo de los contratos aparezca en la realidad jurídica y pueda ser controlada; mientras que en los germánicos, esa causa puede permanecer oculta, por medio de los negocios abstractos. Por ello, puede decirse que los primeros priman la justicia y los segundos la seguridad del tráfico: protegen al comerciante y al que compra. Con la personalidad jurídica pasa algo parecido pues en muchos Derechos europeos, (saco esto del libro Instituciones de mi señor padre don José Enrique, al que no puedo plagiar impunemente al ser lector y colaborador de este blog), predomina la idea de que el reconocimiento de la personalidad jurídica a un ente cualquiera no puede ser arbitrario sino que tiene que obedecer a la existencia en la realidad social de un “substratum”, de un cierto grado de organización supraindividual que tiene vida propia y genera esa voluntad nueva digna de ser titular de derechos y obligaciones. Lo que ocurre es que este principio ha ido olvidándose con el tiempo hasta quedar reducido prácticamente a la nada. El legislador, influido quizá por los modelos anglosajones, ha ido siendo cada vez más generoso en la concesión de la responsabilidad limitada a toda clase de organizaciones e incluso al socio único.

 

Ahora bien, como es sabido, la propia jurisprudencia norteamericana tuvo que encontrar un remedio al “abuso de la personalidad“, creando la teoría del levantamiento del velo“, según la cual los jueces pueden, si es necesario, desconocer la existencia de la persona jurídica para atribuir directamente relaciones o responsabilidades jurídicas a aquellas personas físicas que hayan creado o utilizado aquélla sin un propósito práctico real sino con el mero designio de esquivar las consecuencias de sus propios actos. Tesis, por otro lado, aceptada por nuestro Tribunal Supremo.

 

Porque lo cierto es que no es lo mismo la gran sociedad en la que los socios no intervienen directamente en la gestión social, como ocurre en las sociedades anónimas primeras y típicas cuyo objeto era reunir grandes capitales mediante la apelación al ahorro público que la sociedades de capital pequeño y asequible constituida por unos pocos socios que se conocen perfectamente y que llevan directamente la gestión. Por ello nuestras leyes más recientes agravan cada vez más la responsabilidad de los que están delante o detrás de la sociedad gestionando, aunque no sean los administradores, alejándose del dogma de la personalidad para conseguir sus fines.

 

Por ejemplo, el art 172 bis de la ley 22/2003, Concursal, añadido por la ley 28/2011 de 10 de octubre establece que cuando la sección de calificación hubiera sido formada o reabierta como consecuencia de la apertura de la fase de liquidación, el juez podrá condenar a todos o a algunos de los administradores, liquidadores, de derecho o de hecho, o apoderados generales, de la persona jurídica concursada que hubieran sido declarados personas afectadas por la calificación a la cobertura, total o parcial, del déficit. Con su propio patrimonio. Y obsérvese que uno puede figurar en el Registro Mercantil como apoderado general sin haberse enterado y que este no es un cargo orgánico, aunque es verdad que es frecuente que lo sean los socios de control que no quieren o pueden ser administradores.

 

También hemos de recordar la  ley 10/2010, de 28 de abril, vulgarmente llamada “del Blanqueo”, norma trasversal y omnicomprensiva que establece en su art. 4 como uno de los principales deberes de los sujetos obligados el de la averiguación del “titular real” de las sociedades con quienes mantienen relaciones disponiendo que los sujetos obligados no establecerán o mantendrán relaciones de negocio con personas jurídicas cuya estructura de propiedad o de control no haya podido determinarse. Es más, si se trata de sociedades cuyas acciones estén representadas mediante títulos al portador, se aplicará la prohibición anterior salvo que el sujeto obligado determine por otros medios la estructura de propiedad o de control.

 

Tampoco ha de olvidarse el supuesto del art. 43 de la Ley General Tributaria, que hace responsables subsidiarios de la deuda tributaria y de las sanciones a los administradores de hecho o de derecho de las personas jurídicas que, habiendo éstas cometido infracciones tributarias, no hubiesen realizado los actos necesarios que sean de su incumbencia para el cumplimiento de las obligaciones y deberes tributarios, hubiesen consentido el incumplimiento por quienes de ellos dependan o hubiesen adoptado acuerdos que posibilitasen las infracciones. Incluso de las que estén pendientes a su cese. Pero es que en la letra g), añadida por la ley 36/2006 de 29 de noviembre, ya va directamente a por el socio considerando responsable subsidiario a “las personas o entidades que tengan el control efectivo, total o parcial, directo o indirecto, de las personas jurídicas o en las que concurra una voluntad rectora común con éstas, cuando resulte acreditado que las personas jurídicas han sido creadas o utilizadas de forma abusiva o fraudulenta para eludir la responsabilidad patrimonial universal frente a la Hacienda Pública y exista unicidad de personas o esferas económicas, o confusión o desviación patrimonial. La responsabilidad se extenderá a las obligaciones tributarias y a las sanciones de dichas personas jurídicas”. O sea, que aquí se hace el levantamiento del velo a la voz de ya.

 

Pero lo genial es que la letra h) de ese mismo precepto hace el “levantamiento del velo al revés”, disponiendo que si es el obligado tributario el que tiene el control efectivo de una persona jurídica, ésta es también responsable subsidiaria de las deudas de quien tiene el control. Toma.

 

En la misma línea, la reciente ley 7/2012 de 29 de octubre (la que prohibe los pagos en metálico de más de 2500 euros) introduce en la LGT, en el art. 170.6 la posibilidad de que, en caso de embargo de participaciones sociales, se ordene la prohibición de disponer de los bienes inmuebles de la sociedad, para evitar su despatrimonialización, si el deudor tiene el control efectivo de ésta.

 

En resumen, el derecho anglosajón echa por la puerta el control previo de la realidad subsistente, pero lo admite por la ventana mediante la corrección por vía jurisprudencial del exceso, cuando a lo mejor lo que no debería permitir es la creación en Delaware de sociedades fantasma totalmente incontroladas. Pero allí prima el primero dispara y después pregunta. Aunque es más riguroso en la constitución de las personas jurídicas, nuestro Derecho acepta en la práctica la idea de la ficción legal, al punto que la DGRN en res. de 21 de junio de 1990 llega a decir que la concepción “realista” está en franca decadencia porque lo que importa es la unidad artifical de imputación “válidamente constituida”. Pero al final la “realidad” -nunca mejor dicho- se impone y no hay más remedio que saltarse el dogma buscando, mediante otras leyes, responsabilidades más allá de la pantalla que el sistema ha permitido crear. Sobre todo cuando esas responsabilidades afectan a Hacienda, claro: en este caso presumimos el fraude, lo declaramos nosotros mismos y a cobrar, aunque a lo mejor haya otros socios que no son de control y que resultan perjudicados por esa presunción.

 

Es ni más ni menos que la revisión posmoderna de un gran concepto decimonónico que ha hecho crisis, como tantos otros. Pero quizá convendría tener las ideas más claras.