Los inspectores de Hacienda, la amnistía fiscal y las responsabilidades institucionales

Una vez conocidos los resultados de la “amnistía fiscal”, se empiezan a hacer las primeras valoraciones, entre las cuales destaca la llevada a cabo por la Asociación Profesional de Inspectores de Hacienda (IHE), acompañada por algunas manifestaciones adicionales  que recogen un posicionamiento crítico respecto de las decisiones adoptadas en este asunto por los responsables políticos del Ministerio de Hacienda.
 
Desde que se publicó el Real Decreto-ley12/2012 en el que se regulaba la “declaración tributaria especial” de activos ocultos, el centro principal del debate ha sido de orden ético, cuestionándose una medida que privilegiaba con unos tipos muy inferiores a los generales del IRPF precisamente a quienes habían ocultado los bienes que ahora se podían aflorar. Pero lo cierto es que en el ejercicio del poder siempre hay algo de inmoral, pues no pueden alcanzarse todos los bienes mediante la acción política, siempre hay que sacrificar algún bien o, lo que es lo mismo, hacer algún mal.
 
El desarrollo económico de las últimas décadas ha propiciado un modelo en el que eso ha permanecido semioculto, pues el político ha podido presentarse como un mero gestor de los asuntos públicos, en lugar de un elector de ciertos fines abandonando otros, un “repartidor de dolor” como recientemente dijo el Ministro de Justicia. Al incrementarse permanentemente los recursos disponibles, se relajan las tensiones intrínsecas a las luchas por el “reparto del pastel”. La bonanza había permitido dejar en la sombra el ejercicio de esa función institucional del político; pero al mostrarse crudamente, con ocasión de la crisis, que no se pueden realizar todos los sueños ni dar satisfacción a todas las convicciones, el ejercicio de la política se hace visible. Pero nuestros políticos, tras tantos años de dejación, no están ahora preparados para responder de acciones que contravienen convicciones éticas. Este asunto de la regularización fiscal ilustra bien esta situación.
 
El Gobierno escogió la opción de sacrificar el rechazo ético al fraude fiscal, a cambio de obtener unos recursos adicionales para satisfacer otras necesidades del Estado. Políticamente, y con independencia del juicio moral, estaba legitimado para ello y señaló a los ciudadanos la meta perseguida mediante dicha medida: recaudar 2.500 millones de euros. Pero la obtención de ni siquiera la mitad de la cantidad fijada por el propio Gobierno a cambio del sacrificio del ideal ético de la justicia tributaria representa un palmario fracaso. Y si institucionalmente no existen instrumentos para exigir responsabilidades al político, dicha exigencia acaba manifestándose por otras vías.
 
La valoración de los Inspectores de Hacienda es una muestra de ello, pero evidencia una subversión de los papeles propios del político y del burócrata (para utilizar la terminología acuñada por Max Weber). El Gobierno, habiendo dejado de lado cualquier responsabilidad, se ampara en el mero instrumentalismo de buscar unos euros adicionales, eludiendo el debate sobre los fines y la idoneidad de sus elecciones. El burócrata, por su lado, al ver invadidas sus competencias naturales, la de fijar los medios para los fines señalados por el Gobierno, se desplaza hacia los fines y se convierte en el paladín de una ética de convicciones. El fenómeno no es exclusivo del Ministerio de Hacienda: médicos, profesores, rectores, jueces, fiscales, todos en pie de guerra señalando los fines más deseables para la sociedad, mientras el Gobierno se ampara en su intento de buscar medios instrumentales eficaces para esos fines que el maximalismo teleológico de los burócratas impediría alcanzar.
 
¿Cómo calculó el Gobierno Rajoy la cifra de 2.500 millones? Si lo hizo utilizando al personal técnico del Ministerio de Hacienda, los Inspectores están escurriendo el bulto al hablar de “graves errores de cálculo” del Gobierno, pues la responsabilidad del error sería de ellos mismos, que calcularon mal. Si, en cambio, la cifra de 2.500 millones fue pura invención del Gobierno, una cortina de humo para ocultar otros intereses inconfesables a cuyo servicio se implementó la medida, la denuncia de los Inspectores no debería ser de orden moral, sino de orden político institucional, denunciando la medida como insensata, por carecer de estimación técnica; si es que no como torticera y falaz.
 
Acabar totalmente con el fraude fiscal es imposible. Pero la Inspección de Hacienda actualmente cuenta con herramientas de investigación y comprobación potentísimas que incluso conllevan gran sacrificio de libertades individuales. Por tanto, exigir más medios en la lucha contra el fraude no es una demanda que pueda ser atendida sin un debate profundo sobre la eficacia de los medios ya disponibles. Y el segundo debate fundamental en este asunto de la amnistía fiscal debería versar sobre lo siguiente. Esos 12.000 millones que han aflorado como consecuencia de la regularización fiscal, ¿estaban al alcance ya, o lo iban a estar de forma inminente, de Hacienda o presumiblemente no lo iban a estar nunca? Porque si es lo primero, deberían los Inspectores denunciar el trato de favor que el Gobierno ha dispensado a ciertas personas ya identificadas o próximamente identificables; lo que en su momento llamé indulto, y no amnistía. Pero si es lo segundo, a los Inspectores sólo les corresponde reconocer que, al fin y al cabo, el Estado ha ingresado 1.200 millones de euros que, de otra forma, no habría obtenido nunca.
 
Lamentablemente los Inspectores de Hacienda del Estado, al tirar por elevación en este asunto, adoptando el papel del moralista, han perdido una buena ocasión de informar a los ciudadanos sobre la difícil relación que se ven obligados a mantener con un poder político que elude sus verdaderas responsabilidades e invade las competencias técnicas que unos funcionarios de carrera, inamovibles precisamente para salvaguardar su independencia de criterio técnico, acaban abandonando sumidos en la frustración y el hastío personal.