Voto identitario y corrupción

 
Los titulares de los periódicos nos ofrecen todos los días una sucesión de escándalos de corrupción en los que se ven inmersos los principales partidos españoles. En esta situación, y desde una cierta perplejidad, no está de más reflexionar sobre las razones que llevan a los ciudadanos a entregar su voto a uno u otro partido.
 
Para situar el contexto de la reflexión sobre lo que condiciona el voto de un ciudadano en España, quiero empezar este post mencionando el ensayo sobre el Estado de Bélgica que Tony Judt publicó en 1999 en The New York Review of Books, y que posteriormente fue recogido en su libro Sobre el olvidado Siglo XX”. Aún hoy este ensayo sigue ilustrando la historia y los vicios que han perseguido a las democracias europeas a lo largo  del último siglo.
 
Bélgica fue creada en 1831, a instancias de las potencias de la época (Francia, Prusia y Gran Bretaña). Su vida política desde el principio se configuró alrededor de los denominados “pilares”, grupos sociales organizados que en gran medida sustituían al estado. Inicialmente estos pilares fueron dos, los católicos y los anticlericales, que se configuraban alrededor de los partidos católico y liberal. Posteriormente, para cubrir a la creciente clase obrera, se creó el Partido Socialista a finales del siglo XIX. Estos partidos servían para mucho más que para ganar elecciones y acceder al poder, realmente se configuraban como comunidades económicas, culturales y sociales cerradas. A lo largo del siglo XX, a estos tres pilares se sumó el vector de la lengua. El creciente protagonismo económico y cultural de Flandes, con una expansión espectacular a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, introdujo en la vida política reclamaciones de mayor protagonismo de la lengua neerlandesa, y con ello, una duplicación de los tres partidos tradicionales, para configurar seis partidos, tres en cada lengua. A los seis partidos tradicionales, que hoy son el liberal, el socialdemócrata, y el democristiano, en sus versiones flamenca y valona, se han sumado en los últimos tiempos partidos independentistas en la región de Flandes.
 
Este abanico de partidos políticos en Bélgica ilustra perfectamente las razones por las que los belgas han venido votando a uno u otro partido a lo largo de gran parte de su historia. La lengua, la religión y la clase social definían el partido al que votarían. En este escenario, los partidos configuraron un sistema clientelar para los grupos que representaban, que desembocó en un sistema complejo y corrupto de acuerdos y tratos.
 
Esta historia no es muy diferente a la que se ha desarrollado en otros países europeos. A medida que la religión ha ido perdiendo protagonismo en la vida pública, la fidelidad del voto por la religión ha ido perdiendo importancia, aun cuando debates morales y sociológicos como el aborto y el matrimonio homosexual sigan teniendo un papel muy relevante. Igualmente, a medida que se han reducido las distancias entre clases sociales, ha crecido la clase media, y se ha implantado el estado de bienestar y protección social en los estados europeos, el concepto de partido de clase se ha ido difuminando. En una democracia moderna, con una mayor cohesión social, y una sociedad más laica, el voto tenderá a definirse no por estos atributos de identidad tan básicos (religión, clase social, lengua), sino por aspectos más ligados a valores morales, programa económico,  o a la confianza en los líderes políticos.
 
Probablemente un indicador muy básico del grado de madurez de una democracia podría encontrarse en el porcentaje de personas que han votado a diferentes partidos a lo largo de su vida. En la medida en que gran parte de la población entregue su voto al mismo partido a lo largo de toda su vida, es una muestra clara de un voto ligado a la identidad personal, y por tanto de un sistema democrático inmaduro.
 
España dentro de las democracias europeas tiene una historia singular. La guerra civil y los años de dictadura han configurado una sociedad en la que aún hoy, 74 años después del final de la guerra, y 37 años después de la muerte de Franco, los factores identitarios juegan un papel muy relevante. La base electoral de los grandes partidos nacionales, PP y PSOE, ha sido extraordinariamente amplia. Electores dispuestos a perdonar cualquier decisión a su partido, y dispuestos a seguir entregándole su voto se han mantenido muy fieles desde el inicio de nuestra democracia. El voto a “los míos” aún hoy sigue teniendo un amplio protagonismo, y no deja de ser sonrojante la forma como el recurso a los “bandos” en la guerra civil siguen teniendo protagonismo en todas las campañas electorales.
 
Para un partido político, el voto identitario es un modelo perfecto. Poco esfuerzo es necesario para explicar el programa o el ideario, y poco esfuerzo es necesario para rendir cuentas de los resultados obtenidos o las acciones emprendidas. El grupo se mantendrá fiel al partido en la medida en que el partido siga representando su identidad. Igualmente, en una sociedad con un voto fuertemente identitario, es difícil que en el debate político puedan encontrarse argumentos sólidos, y que el comportamiento ético de los dirigentes tenga algún protagonismo. Tristemente esta situación describe el actual escenario político español. El debate sobre la privatización de la gestión de la sanidad madrileña es solo el último de los ejemplos. Ante una decisión de tanta trascendencia, uno esperaría una argumentación basada en razonamiento económicos y de eficiencia en la gestión. Lo que hasta ahora ha predominado son razonamientos básicos sobre la idea primaria de que “la derecha privatiza” y la “izquierda socializa”. Sin duda “debates de gran profundidad intelectual” y que sin duda “arrojarán mucha luz sobre la idoneidad de la decisión”.
 
Los ejemplos de estos debates en la vida política española son innumerables, pero sin duda, el aspecto más pernicioso de un voto fuertemente identitario es la corrupción. Seguir observando como los partidos políticos siguen incorporando en sus listas a personas inmersas en procesos judiciales por corrupción, con total impunidad, u observar el escaso peaje que pagan los partidos políticos por casos de corrupción tan graves como los EREs en Andalucía, o el caso Gürtel en Valencia, no invita al optimismo. Cuando las noticias sobre el ex tesorero del Partido Popular Luis Bárcenas, y los pagos opacos a sus dirigentes, sobre la corrupción en CIU y los indultos a cargos políticos, copan las portadas de los periódicos, aún seguimos preguntándonos qué tiene que suceder para que se rompan los lazos entre la identidad y el voto en España.
 
Probablemente los partidos políticos ya no representan los intereses de esa identidad con la que muchos electores lo asocian. En gran medida hoy los partidos políticos defienden sus propios intereses, pero es esa base electoral identitario la que les permite mantener impunes sus comportamientos de opacidad y corrupción. El voto identitario confiere impunidad y por tanto no hay motivo para erradicar la corrupción si el voto va a entregarse al partido en cualquier caso.
 
Mientras la corrupción salga tan barata, en términos de votos, a los partidos políticos, cabe poca esperanza de regeneración en la vida democrática española. Uno solo puede esperar que en las próximas elecciones cada español se piense muy bien a quien entrega su voto.