Sin sentido pero ¿con salida?

La pregunta que formula el nombre de este blog ‒¿Hay Derecho?‒ merece una respuesta en diferentes planos.
 
Desde la perspectiva de la moralidad colectiva, el mundo progresa o al menos lo hacen las sociedades occidentales. Las democracias contemporáneas representan el punto más alto de la historia universal del progreso moral de los pueblos. Nada inventado por el hombre en el pasado resiste la comparación con estas sociedades nuestras que combinan, en feliz equilibrio, soberanía popular a través de elecciones periódicas, derechos individuales garantizados en la norma suprema, protección de minorías tradicionalmente marginadas, libre mercado, resolución pacífica de conflictos en el marco del Estado de Derecho, redistribución de rentas y prestaciones directas por el Estado social. Nadie que no supiera la posición que ocuparía en la sociedad, de tener que elegir una etapa de la historia para vivir, dejaría de escoger la nuestra: esto es ya de por sí muy elocuente. Además, la llamada globalización como tendencia general observable en las últimas décadas se resuelve, en altísima medida, lisa y llanamente en una occidentalización del mundo, pues el resto del mundo anhela y emula nuestras instituciones y nuestro estilo de vida (hasta, asombrosamente, nuestra corbata), de manera que esa muerte de Occidente como cuerpo político y económico que hoy tanto se proclama puede que finalmente deje como legado el inesperado triunfo del espíritu occidental a un nivel planetario.
 
Ya este progreso moral sería suficiente de por sí para dignificar una sociedad como la nuestra. Pero lo cierto es que, en los últimos sesenta años, el progreso moral ha ido en paralelo ‒segundo de los planos‒ a una prosperidad económica sin precedentes. Hay muchísima más riqueza material para compartir y, aunque también aumenta la población, la renta per cápita se ha incrementado extraordinariamente en el último medio siglo. Y a este enriquecimiento universal han contribuido los avances de una ciencia que eleva nuestra esperanza de vida, cura nuestras enfermedades y alivia el dolor corporal y psicológico, y también la innovación tecnológica que multiplica nuestra productividad y provee de utilidades, comodidades y entretenimiento a esa vida humana previamente ampliada y mejorada.
 
Si las democracias occidentales han sido capaces de dignidad y de prosperidad en una proporción desconocida en todos los siglos anteriores, ¿por qué cunde por doquier el negro pesimismo?  Es bueno que los ciudadanos desarrollemos nuestras facultades críticas a fin de pensar por nosotros mismos y no con conceptos prestados, pero, exagerando esa virtud hasta el paroxismo, se diría que ahora desenfundamos demasiado rápido la pistola de nuestra crítica disparando locamente en todas las direcciones contra las deficiencias del sistema y olvidadizos de todos los logros colectivos que hemos conseguido entre todos con grandísimo esfuerzo, como si los descontáramos o estuvieran ahí desde y para siempre. Hombre culto es quien tiene conciencia histórica y sabe que todo lo humano es en realidad una conquista contingente y consiguientemente, como todo lo nuestro, precaria y reversible. Y, sin embargo, son muchos los ciudadanos de extensa cultura (lo que no los hace cultos en el sentido antedicho de tener conciencia histórica) que argumentan que nos hallamos a las puertas de un inmenso colapso civilizatorio. Todo es posible, pero los mencionados antecedentes sugieren lo contrario. Entonces, ¿por qué esa abundancia de descreimiento hacia nuestra civilización, esas enfáticas denuncias de sus insuficiencias, esas amargas quejas por sus imperfecciones, esas resonantes profecías sobre su declive inevitable? ¿A qué viene esta atmósfera de derrota y desesperación, contraria a los hechos, incluso en lo más profundo de la actual crisis? Yo creo que este clima responde a dos causas, relacionadas entre sí.
 
La primera tiene que ver con nuestra mayor riqueza de bienes dignos de protección. Un esclavo de la antigüedad podía lamentar su triste estado pero no quejarse de él porque asumía que la esclavitud era natural y su vida carecía de valor en sí; hoy, en cambio, no poseer una vivienda o no recibir una prestación no contributiva se considera un atentado intolerable a la dignidad personal, siempre a flor de piel. El “mínimo vital”, aquel por debajo del cual estimamos que la vida sería casi invivible, se ha elevado extraordinariamente a consecuencia de un muy refinado sentimiento de los derechos emanados por nuestra condición de ciudadanos. Percibimos que son muchísimos más los riesgos que amenazan nuestra existencia por lo numeroso y valioso de los bienes ahora en juego, todos ellos potencialmente en peligro. De manera que la sensación general de colapso vendría a demostrar lo contrario de lo que se pretende: nos invade el pánico y ponemos el grito en el cielo, agitando con furia los puños, no porque estemos desprovistos de bienes materiales y morales sino porque los poseemos en grado sumo.
 
En segundo lugar, el progreso material y moral de la civilización occidental como proyecto colectivo es perfectamente compatible con un sentimiento de angustia individual. El abandono de la imagen antigua del mundo, que otorgaba a cada ente una reconfortante función dentro de un orden cósmico general, ha dado como resultado el nacimiento de la individualidad moderna, pero simultáneamente ha hecho surgir la pregunta por el sentido. Durante la premodernidad, nadie preguntaba por el “sentido de la vida” porque era demasiado obvio qué era lo que a cada uno le correspondía hacer conforme a una jerarquía natural y eterna de las cosas. El mundo era entonces verdadero, bueno y bello, y la muerte de uno de los habitantes de la tierra podría representar una desgracia para él pero en nada menoscababa la majestad eterna del cosmos, que seguía tan perfecto como antes. En cierta manera, no sería inexacto afirmar que la muerte es un invento moderno, ya que sólo mueren de verdad, en toda la radicalidad de su significado, los individuos, no las entidades genéricas, y la individualidad, como conciencia del valor absoluto del yo, es un hecho culturalmente reciente. Tan pronto la individualidad se emancipó del cosmos clásico-medieval y asumió su dignidad incondicional como entidad autónoma y autorreferente, siempre fin en sí misma y nunca medio, se percató del destino indigno que el mundo le tiene preparado: la muerte. Dignidad de origen, indignidad de destino: esa es la extraña suerte del hombre moderno en busca de un sentido para su vida sin hallarlo nunca. De ahí la desesperación, el absurdo y el sinsentido como estado general del ciudadano contemporáneo y la comprensible tendencia de éste a proyectar el pesimismo vital que como individuo le domina a su visión objetiva del mundo, aunque éste nunca haya progresado tanto ni en lo moral ni en lo material.
 
Con esto el argumento se desplaza al último y definitivo de los planos que se mencionaron al principio en respuesta a la pregunta sobre si hay o no Derecho en este mundo. Podemos porfiar por mejorar las condiciones políticas, sociales y económicas y tratar de construir una sociedad más justa; podemos, también, gracias a la ciencia y la técnica incluso corregir algunas de las injusticias en que incurre la Naturaleza, que reparte tan desigualmente sus dones. Pero luego hay una injusticia estructural que desgraciadamente no tiene solución: el hecho de que el mundo permita el nacimiento y maduración de los individuos y luego los condene a la destrucción definitiva de la muerte, haciendo desaparecer ese yo único e irrepetible que antes dejó crecer. En esto el mundo es y será siempre injusto, y al respecto hay que decir con voz potente: “No hay derecho”.
 
Ante este mundo estructuralmente injusto, la conciencia dirige un imperativo moral al individuo que rezaría así: compórtate en tu vida con tal dignidad que tu muerte sea en tu caso particularmente injusta, haz que el mundo se empobrezca irremisiblemente cuando mueras. Pero, por otro lado, resulta de lo más natural que ese individuo se interrogue si, con total y absoluta seguridad, es la tumba el final definitivo de la historia del yo, si la injusticia estructural del mundo supone una sentencia irrevocable, si es o no pensable alguna posibilidad de prorrogar la historia de lo humano más allá de la muerte, si podemos esperar un suplemento de ser en el trasmundo que desmienta la tradicional asunción positivista de que el mundo de la experiencia agota toda la realidad y ostenta su monopolio. En fin, la pregunta de si este mundo, que no tiene sentido, ofrece, sin embargo, alguna salida.
 
Este es el tema que aborda mi último libro, Necesario pero imposible, o ¿qué podemos esperar? (Taurus, 2013). Adopta una perspectiva antropológica que indaga sobre las posibilidades existenciales de una continuidad post-mortem de lo humano, sin que los elementos sobrenaturales o divinos tengan participación principal salvo como colaboradores necesarios en la realización de esa esperanza de perduración personal. Además, tratándose de realidades respecto de las que no hay experiencia, el libro limita su alcance a formular una propuesta creíble, con independencia de que luego el ciudadano moderno, consultada su conciencia, le preste o no su asentimiento íntimo. El libro quiere ser una recuperación para filosofía de la cuestión involucrada en el antiguo tratado sobre la inmortalidad del alma –la esperanza en una supervivencia de nuestra individualidad‒, central en nuestra tradición filosófica desde Platón hasta Kant pero olvidada en los dos últimos siglos dominados por el positivismo. Y, sin embargo, en ese empeño nada menos útil paradójicamente que la propia doctrina griega sobre la inmortalidad del alma, porque para ella el enemigo del hombre no parece ser la muerte sino el cuerpo (soma sema), el cual hoy creemos que forma parte indisoluble de la identidad del individuo tanto como el alma, de manera que ninguna supervivencia individual creíble podrá ser pensada como incorpórea. Un obstáculo éste que supera, en cambio, la esperanza judeo-cristiana en la resurrección de la carne, que salva el individuo entero, también el cuerpo (no sólo el alma), de la destrucción de la muerte, la auténtica adversaria, cuyo poder, antes definitivo, quedaría así neutralizado.
 
Si esta hipótesis mereciera crédito ‒que es lo que se celebran las Iglesias cristianas hoy, domingo de resurrección, la festividad más solemne de todo el año litúrgico‒ el mundo seguiría siendo injusto pero la injusticia no sería la última palabra sino sólo una etapa dentro de una más extensa historia de la individualidad.