Soberanismo y procrastinación

En España todo llega tarde. Y como la democracia, el destape o los triunfos futbolísticos, también se hizo esperar la posmodernidad -quizá la dictadura retrasó su llegada-de la que, como todos ustedes saben, tanto me gusta hablar porque explica la raíz profunda de muchas cosas que nos están pasando; pero el caso es que muchos hemos sido educados en la modernidad pero ahora tenemos que vivir en la posmodernidad. O sea, que tenemos graves carencias para la adaptación al medio.
Y eso se manifiesta en que hay cosas que nos chocan de tal manera que te generan ansias represoras. Pero reprimir no es posmoderno, con lo cual sería peor el remedio que la enfermedad, y hay que aguantarse e intentar negociar, seducir, convencer.
Vale, sea. Pero, ¿hasta qué punto?: ¿se puede decir cualquier cosa sin consecuencias? ¿Se puede hacer cualquier tropelía sin que pase nada?
Estas reflexiones me vienen a la cabeza a raíz de las manifestaciones de Nuria de Gispert, presidenta del parlamento catalán relativas a que la declaración soberanista sigue adelante a pesar de la decisión del Tribunal Constitucional y su consecuente decisión posterior de que va a presidir la comisión soberanista, aunque algunas otras declaraciones son mucho más taxativas, como las de ERC de que el parlamento se mantendrá fiel a su hoja de ruta “diga lo que diga” el Tribunal Constitucional, o las del propio Artur Mas manifestando que no congelará su hoja de ruta hacia una consulta de autodeterminación: “Seguiremos el camino trazado. Y de esto no debe haber ninguna duda“. Y ello por no hablar del desacato al Tribunal Supremo en materia de educación, las declaraciones “de independencia” de muchos ayuntamientos o el incumplimiento de la normativa de banderas.
Algunos –buenos- articulistas plantean esta cuestión como un enfrentamiento entre nacionalismo y Derecho. Así, Francesc de Carreras, nos viene a decir que para los nacionalistas el derecho es un simple instrumento para conseguir sus fines, y enfocan esta cuestión desde el punto de vista de la superioridad de la voluntad del pueblo sobre la norma y la libertad de expresión, y que les gustaría que la ley fuera un mero instrumento de negociación, lo que considera incompatible con el Estado de Derecho. En el mismo sentido, Pedro G. Cuartango hace unas “Vidas Paralelas” entre esta señora y Wilhelm Frick, el responsable nazi que consiguió que nazificar la vida pública haciendo que las normas estuvieran supeditadas a la voluntad del führer.
Vale, están muy bien esas comparaciones, muy brillantes. Pero ¿ahora qué? ¿Se van a asustar estos señores  y se van a volver llorando a casa?. Me temo que no.
Y es que el Derecho no es lo mismo la política. Ésta es el arte de lo posible, y ahí sí puede entrar la seducción y la negociación. Pero el Derecho define el conjunto de las reglas justas, los límites que no se deben traspasar, que nos ponemos todos para una pacífica convivencia y que pueden ser impuestas coactivamente a todos por igual, y para ello se representa a la Justicia, ciega, con la balanza y la espada. Y precisamente porque marcan esos límites (amplios en una democracia) es muy importante que se cumplan o, si no, que se hagan cumplir, porque de otra manera cunde el desánimo en los gobernados que piensan que si no se les aplica a otros tampoco se les ha de aplicar a ellos. El agravio comparativo es de lo peor desde el punto de vista psicológico para la aplicación de las normas. Piensen si no, en la cuestión de la amnistía fiscal, que tanto hemos tratado en este blog. Y que para tan poco y tantas cosas malas ha servido (acuérdense de Bárcenas  y otros evasores y sus regularizaciones).
Personalmente creo que hay que hay algo antijurídico en muchas de estas actitudes, algo que supera los límites de la libertad de expresión porque no constituyen simples opiniones, deseos o aspiraciones, sino la voluntad de incumplir la ley y la incitación al pueblo para hacer lo mismo. Sinceramente –no es mi especialidad- no sé que precepto haya que aplicar a estas actuaciones, pero alguno debería haber. Desde luego, está el delito de sedición, que el 544 del Código penal entiende que cometen quienes “se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes”. No sé si esto es un “alzamiento público y tumultuario” que permitiera la aplicación del delito, pues para todo hay interpretaciones, ni si es lo mismo lo que dice de Gispert -que dentro de lo que cabe es light porque parece referirse al carácter no vinculante de la declaración- que lo que las manifestaciones de otros de incumplir paladinamente lo diga el Tribunal Constitucional o el Supremo.
Pero si no es delito, ¿no será una falta, una sedición en grado tentativa o una infracción administrativa? ¿no hay ninguna norma que pueda reprimir estas conductas? Al final, si no se aplica precepto alguno seguiremos con este continuo goteo de ayuntamientos que se declaran independientes, normas relativas a la educación que no se cumplen, declaraciones extemporáneas, desafíos de todo tipo (por no hablar de los insultos y desprecios no punibles). Y si a mí me hacen una inspección de Hacienda o me ponen una multa de tráfico o lo que sea, quiero que a los demás se les aplique también la norma correspondiente; es que soy muy antiguo.
Por supuesto esto no es agradable ni posmoderno. Cuando la aplicación de la justicia recae sobre un ciudadano normal, el que la aplica sale indemne y se siente ufano en su poder; pero cuando recae sobre un personaje público que quizá esté respaldado por grupos de población que jalean sus exabruptos, la cosa se complica. Pero por eso precisamente es tan importante aplicar la justicia en estos casos, porque la “contrajemplaridad” de quien tiene estas actitudes influye en la población y en las conductas que adoptarán en el futuro (aunque diré entre paréntesis que es preocupante el fenómeno evidente de que nos hemos habituado a contar con que las cosas que dicen los políticos responden casi siempre a una realidad virtual y que ellos saben que nosotros los sabemos: estas disonancias cognitivas darían para otro post)
Ya decía Ihering en la La Lucha por el Derecho  que éste es una idea que parte de su propia antítesis pues por un lado tiene el objetivo de conseguir la paz social mediante reglas, pero por otro tales reglas no se pueden imponer sin una lucha contra la injusticia: el derecho es una lucha constante, no sólo un conjunto de reglas abstractas. Curiosamente, el concepto de «lucha» que maneja Ihering nos viene al pelo, porque quiere resaltar la posición activa del individuo en la construcción del Derecho frente a las posturas por Puchta, Gustav von Hugo y Savigny, que concebían el Derecho como la manifestación de la historia de un pueblo, completamente ajena a la intervención activa del hombre, en curiosa coincidencia con las posturas nacionalistas.
Pero conste que no me estoy refiriendo en absoluto a los fines que se persigan, sino a los medios;  no a las justas -o injustas- reivindicaciones que pueda tener Cataluña, ni siquiera a sus pretensiones de independencia: la cuestión es, como siempre, el Estado de Derecho, si respetamos las normas y los procedimientos o si se hacen cumplir, como hace algún tiempo nos recordaba Elisa de la Nuez.
Pero, volviendo al caso, lo que nos encontramos con el soberanismo catalán no es desde luego una imputación penal, ni siquiera un simple rechazo o descalificación; no, lo que nos encontramos es que el gobierno toma en consideración las reivindicaciones de Cataluña para la flexibilización de su déficit, en el Consejo de Política Fiscal y Financiera y fuera de él. ¿Posmodernidad, seducción, aplicación de las normas por medio del convencimiento?¿O simpe debilidad para no complicarse la vida y pasar el problema a la siguiente legislatura, en un evidente ejemplo de procrastinación? No lo sé, pero en todo caso, cornudos y apaleados: no sólo no se cumple la norma sino que encima se considera posible dar al incumplidor un trato de favor. Claro que como eso supone otro agravio comparativo contra las Comunidades Autónomas que sí que han hecho sus deberes en los recortes, los dirigentes de éstas, que no han protestado con los agravios comparativos a los ciudadanos, empiezan a protestar ahora airadamente, incluso dentro del propio PP.
Tengo para mí que esta actitud condescendiente no es solamente injusta, es que además es inútil e ineficaz, como lo fue la política “appeasement” (apaciguamiento) del dirigente británico Neville Chamberlain justo antes de la Segunda Guerra Mundial.
El ejercicio del poder es un arte: no vale imponer pero tampoco es suficiente seducir. No puedes dejar pasar actitudes individuales, porque contagiará a todos. No puedes castigar a unos sí y a otros no, porque se te rebelarán. No contemporicemos tanto, que no va a servir para nada y, como ya recordé en otro post, conviene traer a colación lo que dijo Churchill: Os dieron a elegir entre el deshonor o la guerra, elegisteis el deshonor y tendréis la guerra”