La crisis de los servicios públicos ¿cuestión de ideología o de mal gobierno?

¿En qué consiste gobernar bien? ¿En ganar unas elecciones y poner en marcha “mágicamente” determinas políticas bien intencionadas que darán sin más los resultados esperados? ¿O se requiere algún añadido? Los planteamientos teóricos y las propuestas programáticas tienen por supuesto su influencia en el fracaso colectivo o generacional de tener que asumir con cierta resignación el tener uno de los mayores paros de la OCDE, unas prácticas corruptas bastante generalizadas, o, hasta hace poco, uno de los mayores déficits comerciales del mundo. Pero ¿se requieren sólo nuevas políticas para que mágicamente cambien las cosas?, ¿o hace falta modificar también el modo de diseñar y llevar a la práctica esas políticas?
 
Despreciar el nivel de la gestión, de la eficacia y de la eficiencia es un error político-cultural-estratégico de primer orden pues supone desconocer que la Teoría de la evolución se aplica también a los sistemas políticos y económicos, donde suelen prevalecer y subsistir los más fuertes, que no necesariamente coinciden con los más justos o los más morales. Así pasó con el imperio romano cuando fue sustituido por los bárbaros, y así está ocurriendo hoy con la confrontación Europa-China. Aviso a navegantes en aguas turbulentas: el barco requiere una buena sala de máquinas, una buena tripulación y un buen capitán, si no, no importan los principios y valores que proclamemos, naufragaremos. Nos jugamos mucho en esta empresa. Y es que mientras los derechos políticos tal vez puedan garantizarse con leyes y tribunales (y aun así, como sabemos, no siempre baste con ello), los derechos sociales sólo se garantizan si existe detrás una buena gestión eficaz y eficiente de las políticas y recursos públicos. Hay alcaldes que promueven su reelección presentando como “logros” las nuevas adquisiciones del Ayuntamiento o cuántas instalaciones se han creado, en lugar de presentar como hoja de deberes el estado de la tesorería, la cuenta de resultados y el plan de financiación de sus deudas, pues sólo a partir de aquí sería cuando se puede hablar de un futuro asegurado para el pueblo o la ciudad de turno, y de sus instituciones de gobierno.
 
El dilema tecnócratas-políticos es un falso dilema. A los tecnócratas se les llama cuando previamente el político ha fracasado porque no se tomó el arte de gobernar en serio. Cuando los excesos ideológicos o el enjuague de los intereses personales no han dejado ver el bosque de las necesidades de una  gestión rigurosa. Cuando se ha abusado del lema de que los problemas no nos estropeen un buen titular o un eslogan con pegada mediática. Por supuesto que cada partido político puede y debe plantear las ofertas de reforma social que considere oportunas, las cuales podrán tener legítimamente un tinte ideológico u otro, pero lo que suele ignorarse es que si esas medidas no están diseñadas correctamente, teniendo en cuenta los costes y necesidades de gestión, así como su propio mapa de riesgos, lo más probable es que, con independencia de sus posibles bondades teóricas, acaben en fracaso cuando no provocando efectos y costes perversos no previstos que produzcan nuevos problemas en lugar de aportar soluciones. La construcción de aeropuertos y líneas de AVE, sin estudios de mercado y usuarios potenciales, o el famoso Plan E, son buenos ejemplos, pero hay muchos más, tal vez demasiados.
 
Por tanto, ¿quiénes serían los mayores enemigos de los derechos sociales? Pues aquellos que impulsan, favorecen, permiten o justifican la banalidad en la gestión. Lo demás es pura ingenuidad demagógica. Cualquier objetivo por valioso que sea puede derivar en fracaso si no va acompañado de una gestión inteligente y de calidad de los recursos disponibles. Aquí las declaraciones de amor pueden no dejarnos ver el bosque de los resultados, pues tan enemigo del estado de bienestar es quien admite querer su destrucción como el que, declarándose su más ferviente partidario se dedica a dilapidar los recursos disponibles en proyectos espurios o corruptelas varias, lo que acaba convirtiéndolo en económicamente inviable. Es como el padre de familia que presume ante sus hijos de querer procurarles el mejor colegio y la mejor casa de la zona, y que cuando llega la madre y les dice que tienen que mudarse a un barrio de las afueras y dejar su colegio de élite, los hijos indignados con la madre recortadora acuden con sus protestas ante el padre, el cual (en un gesto de sinceridad y humildad nada frecuente en política) les reconoce que se ha gastado los ahorros de la familia en el juego. Importante lección en democracia y en gestión pública (como en la vida o en el amor): para no acabar en la decepción o en la melancolía lo que importa son los hechos y los comportamientos, no las bellas palabras o las declaraciones poéticas. También aquí la fe no basta sin obras pues son éstas las que demuestran que la fe es auténtica o mero ilusionismo.
 
El “arte de gobernar” implica, entre otras cosas, ser capaces de adelantarse a los acontecimientos y prever riesgos (sea la crisis económica, la crisis institucional o la inmigración ilegal), elaborar estrategias a corto, medio y largo plazo para no actuar por impulsos del momento, oportunismo o improvisación permanente, así como diseñar políticas públicas pensando en el bienestar real de los ciudadanos y no en el cálculo electoral, la propaganda o la manipulación de sentimientos diferenciadores. No se trata de hacer “muchas” cosas, sin ton ni son, sino de hacer lo que hay que hacer (al menos prestar los servicios públicos esenciales) lo mejor posible y al menor coste. Para esto debe servir la democracia si no queremos ver cómo desaparece por las cloacas de una mala gestión irresponsable. Sorprende que precisamente cuando más difícil resulta gobernar (mundo globalizado, complejo y cambiante) menos atención se preste a “cómo” se ejerce la labor de gobernar.
 
La misión prioritaria e inaplazable de esta época es hacer que el Estado y todas sus instituciones aspiren a la excelencia o al menos que funcionen de forma lo suficientemente eficaz y eficiente como para no poner en peligro ni el Estado de bienestar, ni el Estado de derecho, ni la propia democracia. Ante esta tarea las diferencias ideológicas deben quedar en un segundo plano.