De árbitros de fútbol y magistrados del Tribunal Constitucional

Hemos conocido, y no por declaración propia, que el presidente del Tribunal Constitucional ha sido militante del Partido Popular antes de su nombramiento como magistrado e, incluso, una vez designado como tal. De inmediato se ha suscitado un importante debate jurídico, político e institucional al respecto. Para tratar de aclarar las cosas conviene recordar que el estatuto de un magistrado del Tribunal Constitucional no es el mismo que el de un juez o magistrado del Poder Judicial porque la Constitución, acertadamente o no, así lo ha querido.
 
Es la Norma Fundamental la que dispone en su artículo 127.1 que los jueces, magistrados y fiscales en activo no podrán pertenecer a partidos políticos o sindicatos; en su apartado 2 ese precepto ordena a la ley establecer un régimen de incompatibilidades de los miembros del poder judicial. Así, la propia Constitución diferencia, en lo que afecta a jueces y magistrados, entre una prohibición y una incompatibilidad y, en consecuencia, la Ley Orgánica del Poder Judicial también las distingue: si se incurre en incompatibilidad se debe optar entre el cargo judicial y el otro con el que resulta incompatible o cesar en la actividad no compatible; si se incumple la prohibición de militar en partidos se comete una falta muy grave, que puede ocasionar la suspensión, el traslado forzoso o la separación de la carrera judicial.
 
A los magistrados del Altro Tribunal la Constitución no les permite compatibilizar su cargo con el ejercicio de funciones directivas en un partido o sindicato (artículo 159.4) pero no excluye la pertenencia a dichas organizaciones. Es verdad que ese mismo artículo 159.4 dice que tendrán las mismas incompatibilidades que los miembros del poder judicial pero, como hemos visto, la militancia en un partido no es una incompatibilidad de los jueces y magistrados sino una prohibición. El propio Tribunal Constitucional dijo, en una época en la que no era, o no tanto, un “sospechoso habitual”, que “la Ley Orgánica de este Tribunal, de aplicación prioritaria respecto de la Ley Orgánica del Poder Judicial no impide que los Magistrados de este Tribunal puedan pertenecer a partidos políticos y sólo les impide ocupar dentro de los partidos cargos de carácter directivo, pues una posible afinidad ideológica no es en ningún caso factor que mengüe la imparcialidad para juzgar los asuntos que este Tribunal debe decidir” (Auto 226/1988, de 16 de febrero de 1988).
 
Es llamativo que la Constitución les exija más a jueces y magistrados del poder judicial –no militar en partidos- que a los miembros del Tribunal Constitucional –no ocupar cargos dirigentes-, máxime cuando la incidencia política de la función de los segundos es abrumadoramente mayor que la de los primeros pues, no en vano, pueden, entre otras cosas, declarar la nulidad de una Ley, que es la expresión parlamentaria de una mayoría política. Quizá el constituyente desconfió más de un poder judicial nutrido por magistrados reclutados durante el franquismo, aunque hubiera muchos que, obviamente, no eran franquistas, que de un Tribunal que nacía con el sistema democrático y se iba a nutrir de “juristas de reconocida competencia”.
 
El problema hoy es que se ha asentado en el opinión pública el convencimiento de que el optimismo del constituyente sobre el Tribunal Constitucional era injustificado. Y por lo que respecta a su conversión en un “sospechoso político habitual”, la responsabilidad hay que endosarla tanto a los encargados de nombrar a los magistrados del Alto Tribunal como al comportamiento de parte de los últimos miembros de la institución. Se ha recordado estos días que el “examen” previo al nombramiento por el Senado del actual Presidente del Tribunal Constitucional duró unos pocos minutos y fue absolutamente complaciente; ocurrió exactamente lo mismo con sus cuatro colegas nombrados hace menos de un año por el Congreso de los Diputados: la exposición de su currículum y las preguntas de los diputados -en buena medida meros halagos- duraron unos 30 minutos, más o menos el tiempo del examen oral de un estudiante de primero de Derecho.
 
Es indudable que el actual Presidente del Tribunal Constitucional debió mencionar en dicha comparecencia su militancia política, cosa bien conocida en el caso del  magistrado Andrés Ollero, diputado del Partido Popular durante 17 años. También son sabidas las simpatías políticas, por mencionar otro caso reciente, de Enrique López, que como vocal del Consejo General del Poder Judicial se convirtió en ariete político contra el Gobierno de Rodríguez Zapatero.
 
Que cualquier juez, como toda persona, tiene una ideología política es obvio; que dicha ideología no debe interferir en su función también lo es. Ahora bien, si se prohíbe su militancia en los partidos se debe a la pretensión, como dijo Ignacio de Otto, de preservar la imagen de la justicia, manteniendo una apariencia de neutralidad no necesaria para el ejercicio de la jurisdicción sino para su legitimación pública.
 
Creo que el Presidente del Tribunal Constitucional no vulneró la Constitución al militar en el Partido Popular, pero que lo haya ocultado en el actual contexto de deslegitimación institucional causa una grieta importante en una casa al borde de la ruina. ¿Alguien se imagina que el Presidente del Comité de Árbitros de Fútbol siguiera siendo socio del Madrid o del Barcelona? ¿Toleraría la sociedad española esa situación? Quizá no pero puede que eso se debiera a que, como dijo Bill Shankly, entrenador del Liverpool, “el fútbol no es una cuestión de vida o muerte, es algo mucho más importante que eso”. Es evidente que en España las instituciones no están a ese nivel de importancia.