Los Estados y el sistema financiero: un idilio a costa del contribuyente.

Los Estados, desde que comenzaron a decantarse allá por el siglo XV, siempre han precisado financiarse, pues habitualmente sus necesidades han ido muy por delante de sus medios. Su configuración, como la entendemos hoy día, no sería la que es sin el apoyo recibido de los grandes banqueros históricos: los Fugger, los Medici, los Welser, los Spínola…
 
La apuesta inicial de estos financiadores por el Estado de los monarcas absolutos, no carente de riesgos dado el abierto enfrentamiento con el papado y los municipios, incluso con el islam, fue a caballo ganador, pues aquél se erigiría en modelo predominante de organización política y monopolizador, dentro de sus fronteras, del uso legítimo de la violencia (aunque el sistema de Estados, en las relaciones interestatales, siguió —y sigue— rigiéndose por la yuxtaposición de fuerzas).
 
Desde el principio, los Estados acapararon y aglutinaron el aparato monetario y fiscal aunque atribuyeron un importante privilegio a los banqueros, consistente en la facultad de conceder operaciones de préstamo con cargo a los fondos recabados de los depositantes, siendo suficiente con que conservaran en efectivo (o en activos fácilmente transformables en efectivo) una reducida fracción de los fondos depositados, con fundamento en la ley de los grandes números. De esta forma se fraguó el sistema de reserva fraccionaria, cuestionado constantemente cada vez que hay una crisis bancaria, por mucho que exista un prestamista de última instancia (el Banco Central) que debe cerrar el sistema y darle consistencia.
 
Este privilegio de los banqueros, del que queda rastro en el artículo 1 del Real Decreto Legislativo 1298/1986, implicaba —e implica— la facultad de crear dinero: el dinero bancario o escriturario. De hecho, para cuantificar el dinero existente, el Eurosistema ha definido tres agregados monetarios para la zona del euro, llamados M1, M2 y M3, respectivamente. El agregado M1 se compone de los billetes y monedas en circulación y de los depósitos a la vista en entidades bancarias.
 
Sin embargo, no fue hasta la Gran Depresión, en el marco del New Deal de Roosevelt, cuando se creó un fondo de garantía en beneficio de los depositantes, que sirvió como marco de referencia para otras jurisdicciones.
 
Así fue, a grandes trazos, como se forjó una estrecha relación entre los Estados y los bancos. Posteriormente, en la segunda mitad del siglo XX, los Estados ampliaron sus funciones y fines dando lugar a los Estados del Bienestar, y los bancos extendieron su actividad a los mercados de valores, y de seguros y fondos de pensiones, conformando los actuales sistemas financieros en torno al pilar bancario.
 
En el proceso de formación de la Unión Europea esta estructura meramente nacional está siendo replicada (y superada en ocasiones, pensemos en el supervisor bancario único que debería iniciar su actividad en 2014) por otras superestructuras de ámbito europeo, tanto monetarias como financieras (aunque algún día, si se pretende que Europa avance de veras, habrá que afrontar la creación de un Tesoro único, no sin antes reducir las disparidades económicas entre los Estados miembros).
 
En los primeros años de la actual crisis financiera y económica los Estados tuvieron que socorrer, a veces con soporte externo —con recurso a los fondos soberanos, por ejemplo—, a las entidades bancarias sacudidas por la inversión en activos amparados por las “hipotecas basura” norteamericanas. En los Estados Unidos se puso en marcha el denominado “Plan Paulson”, en España se crearon el Fondo de Adquisición de Activos Financieros y el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria, en Europa se pusieron en funcionamiento la Facilidad Europea de Estabilización Financiera y el Mecanismo Europeo de Estabilidad… En total, billones de dólares o euros puestos sobre la mesa, salidos en una parte sustancial del bolsillo del contribuyente, para paliar o minimizar los daños derivados del desastre.
 
Nos podemos preguntar por qué no se dejó quebrar a las entidades financieras mal gobernadas, al modo de Lehman Brothers. La respuesta la brinda el imprescindible preámbulo de la Ley 9/2012: es preferible proceder a la “resolución” de una entidad, en aras de la estabilidad financiera y por su menor coste para el contribuyente, que abrir un procedimiento concursal por el que se liquide y disuelva la empresa en cuestión.
 
Debemos sobreentender que en la estabilidad financiera queda comprendida la confianza de los depositantes, pues de faltar esta confianza, sobre todo en un sistema de reserva fraccionaria, todo el entramado resultaría seriamente estremecido.
 
Además, habría que añadir que, en este bucle e imbricación de lo público y lo privado, tan perjudicial sería que los Estados no “ayudaran” a los bancos, como que éstos no pudieran suscribir, o renovar, deuda pública.
 
Durante los últimos 500 años nadie, ni dentro ni fuera de sus fronteras, ha sido capaz de cuestionar la preeminencia estatal, aunque, curiosamente, los tenedores de deuda soberana impagada (o en trance de serlo con carácter inminente), ahora gozan de amplios medios para cobrar o garantizar la percepción de lo que se les debe, poniendo en entredicho al leviatán estatal y a las inmunidades de jurisdicción y ejecución y, de paso, el delicado equilibrio histórico tan penosamente alcanzado. Ahí tenemos, por ejemplo, el continuo atosigamiento al Estado argentino de los tenedores —fondos de inversión— de deuda impagada no reestructurada a raíz del default de 2001. Los mercados financieros no entienden de soberanía ni de territorios.
 
Que los financiadores/acreedores tratan a los Estados sin complejos, de tú a tú y sosteniendo la mirada, también lo hemos experimentado bien cerca. De un lado, con la sorpresiva reforma en verano de 2011 del artículo 135 de la Constitución para asegurar la estabilidad y sostenibilidad de las finanzas públicas (en consonancia con el Pacto de Estabilidad y Crecimiento y el Pacto Fiscal) y para reforzar el pago prioritario a los tenedores de deuda pública española, tanto del capital como de los intereses. Y, de otro, con el Memorando de Entendimiento firmado en julio de 2012 por el Gobierno con la “Troika”, que pretende poner orden en el sistema financiero y en la estructura estatal para evitar perjuicios a los acreedores de ambos (apostillamos que se parece olvidar que las inversiones implican riesgo, y que unos días se gana y otros se pierde; estos inversores ganan siempre).
 
En los primeros días de septiembre de 2013 el Banco de España ha difundido la cuantía total de las ayudas públicas comprometidas para la recapitalización del sistema bancario español. Los cálculos incluyen las aportaciones en diversas formas de capital, desde mayo de 2009 hasta el momento presente, sin computar elementos tales como los avales concedidos a las emisiones de las entidades en los mercados de capitales, los esquemas de protección de carteras de activos (EPA) o la participación pública en el “banco malo” (Sareb).
 
El resultado es que en este período no ha quebrado, en sentido estricto, ninguna entidad bancaria, pero la factura por el “idilio” entre el Estado y el sistema bancario español asciende a 61.366 millones de euros (en torno a un 6% del PIB), sin que aún podamos conocer qué importe se recuperará en el porvenir por la venta de las diversas entidades y cuál será asumido por los confiados ciudadanos.