España siempre pierde

 
Tal y como está planteado el perverso debate de la secesión catalana, España siempre pierde. Ese es uno de los problemas que plantea la perniciosa cuestión catalana de mantenerse las inercias actuales. Mientras que la negociación constituyente de 1978 fue afrontada entonces por todas las partes con una estrategia de negociación basada en el principio “ganar-ganar”, ahora, y desde que comenzó a tramitarse el nuevo Estatuto de Autonomía, el inevitable proceso negociador que -querámoslo o no- ya está en marcha, solo puede entenderse en términos “ganar-perder” o “perder-perder”.
Una diferencia fundamental entre un nacionalismo disgregador como el catalán y un nacionalismo integrador como es actualmente el español (a pesar de que algunos pretendan equipararlos), radica en que mientras el segundo ha permitido, en especial durante el último medio siglo, unas relaciones y sinergias que en términos generales han aprovechado a todos basadas en una estrategia colaborativa, la negociación entre nacionalismos disgregadores solo permite adoptar estrategias de negociación basadas en el principio “ganar-perder”, de forma que solo una de las partes gane a costa de la otra y, en ese proceso, siempre cabe la posibilidad de que ambas –en términos globales-, terminen perdiendo respecto de la situación de partida.
Si como colofón a este proceso se alcanza un acuerdo por el que Cataluña adquiere una posición de mayor privilegio dentro del reparto de los recursos nacionales en detrimento del resto de las comunidades autónomas –tanto si se alcanza un nuevo acuerdo de financiación más ventajoso, como si se acepta la falaz tesis del Estado asociado, con la que conservarían todas las ventajas de pertenecer a una entidad superior de las dimensiones y relevancia de España y, por ende, de la Unión europea, pero eludiendo muchas de las cargas que ello comporta-, el resultado ¿final? sería que Cataluña gana pero que el resto de España pierde.
Si, finalmente, los separatistas triunfan en sus objetivos –un escenario cada vez más plausible- y se produce una declaración unilateral de independencia, todos perderemos. Con la secesión de aproximadamente una quinta parte de su territorio y población, España perdería peso específico dentro de Europa (tanto demográfico como económico) y haría aún más perceptible su decadencia en el contexto internacional; se agravaría la crisis institucional interna y se abriría la puerta a nuevas secesiones aunque, también es posible que, en lo económico, pueda servir de revulsivo para que en otras regiones empiecen a producirse bienes, productos y servicios para cubrir el vacío que actualmente ocupan las empresas catalanas. Pero Cataluña también perdería, como muchos economistas han puesto de manifiesto, pues al quedar en un principio fuera de la UE se encarecería el acceso de sus exportaciones a sus principales mercados, acrecentaría sus gastos al tener que hacer frente a servicios que ahora tiene cubiertos bajo el paraguas español y tendría dificultades para financiar su importante deuda pública. Difícilmente podría mantenerse el nivel de vida que ahora tienen sus ciudadanos y muy posiblemente entrará en una difícil situación económica que incrementará las tensiones y conflictos sociales. En definitiva, de una manera u otra todos pierden. Dejo que sean otros los que jueguen al estéril ejercicio de valorar quién pierde más.
Pero incluso en este escenario, los nacionalistas pretenden actuar como auténticos jugadores de ventaja y se guardan en la manga la carta de la doble nacionalidad por si surge esa previsible crisis económica que dificulte el mantenimiento de los servicios públicos en su territorio. Así, aunque Cataluña se independice, muchos catalanes podrían mantener inicialmente la doble nacionalidad. Es más, la legislación actual (artículos 17 y siguientes del Código civil) inspirada en el criterio de la estirpe más que en el de la territorialidad y que está pensada para favorecer la conservación de la españolidad en los descendientes de los emigrantes en Latinoamérica, implicaría que, aunque la secesión comportara de forma preceptiva la elección entre una nacionalidad y otra, nada impediría que, más tarde, una parte importante de la población catalana descendiente de los inmigrantes de otras regiones de España pudiera volver a recuperar su nacionalidad española y, en caso de irles mal las cosas en esa nueva Cataluña independiente, retornar a la tierra de sus ancestros para convertirse en una carga añadida. Alterar los requisitos para la adquisición de la nacionalidad por esta causa generaría perjudicar también a los descendientes de españoles en el extranjero.
Nuevamente todos pierden, pero de mantenerse las actuales reglas del juego, lo que quedara de España tras la escisión siempre perderá más. De una manera u otra –ya llegará el momento de exigir responsabilidades- nos hemos dejado arrastrar a un proceso negociador perverso en el que, salvo algunas élites extractivas catalanas y no catalanas, los españoles tanto de dentro como de fuera de Cataluña no tenemos nada que ganar. Desde este punto de vista resultaría comprensible la actitud del Gobierno de no querer jugar esta partida de poker con cartas marcadas.
Mientras reflexiono sobre estas cosas, me viene a la memoria un viaje que hice de joven. Corría el verano del año 1985 cuando un grupo de amigos nos fuimos en tren  a recorrer Europa. Con nuestros sacos de dormir y tiendas de campaña fuimos acampando por distintos sitios y, durante algunos días atravesamos lo que por entonces aún era Yugoslavia. Cuando estuvimos en Zagreb conocimos un joven muy simpático que hablaba inglés y se ofreció a enseñarnos la ciudad. Pasamos una mañana muy agradable pero de sus explicaciones, cada poco, podía vislumbrarse un notable desencanto con el estado yugoslavo y al mostrarnos el edificio del Parlamento de Croacia recuerdo que se quejaba  con resquemor de que allí no se decidía nada, sino que todo se resolvía en Belgrado. Más tarde, en el tren que nos llevaba a la costa dálmata, un grupo de jóvenes con los que entablamos conversación, nos preguntó con cierto resentimiento qué cómo se nos había ocurrido hacer turismo en aquel “fuck country”.
En general, ninguno podía suponer que pocos años más tarde sucedería la sangrienta guerra civil que asoló esa región y a aunque nos llamó la atención la actitud que vimos, la interpretamos como un desencanto por la sociedad comunista entonces imperante más que con las disputas territoriales que luego salieron a la luz. En cualquier caso, existen pocas dudas de que entonces aquellos nacionalismos disgregadores yugoslavos perdieron el control de un proceso de negociación basado en la estrategia “ganar-perder” y el resultado fue catastrófico para la población de todas las partes ¿Alguien cree realmente que hubo un ganador?
Ahora, cuando veo las constantes noticias acerca de la desafección catalana y el, cada vez más maduro, proyecto de secesión no puedo evitar recordar esa breve estancia en aquella Yugoslavia, que ensimismada en sus tensiones y problemas cotidianos no podía imaginar que terminaría estallando de la manera en que lo hizo. Diríase que son situaciones completamente distintas y en muchos aspectos lo son, pero no dejan de existir puntos en común. Lo malo de las negociaciones en las que las únicas alternativas son perder y perder, es que siempre puede haber quien esté tentado a romper la baraja. Y lo malo de las revoluciones, como la historia no se cansa de demostrarnos, es que se sabe cómo comienzan pero nunca cómo pueden terminar.