El hurto del sufragio pasivo: una de las claves del éxito del nacionalismo

 
Cincuenta años después de que Martin Luther King pronunciase su famoso discurso, el muy ocurrente president de la Generalitat catalana ha recordado su sueño para proclamarse heredero de sus ideales. Para Mas, el revolucionario sueño del nacionalismo catalán (una de cuyas formulaciones más precisas es «¡Los impuestos para quien los paga!», en palabras de mi amigo Ángel de la Fuente) es perfectamente equiparable al de Luther King.
 
Esta singular comparación no ha ido más allá de provocar unas risas en algunos foros de prensa y Artur Mas ha podido salir de otro charco sin más pena que la del ridículo. Pero merece la pena sacarle punta al comentario, porque nos revela una de las claves que explican el éxito del nacionalismo en Cataluña. El caso es que Mas acierta al fijar el campo de observación, pues el daño a los derechos civiles es, en efecto, un asunto nuclear tanto en la lucha contra el racismo como en la normalización de los catalanes. Las conclusiones que cabe extraer de esta comparación, sin embargo, me temo que no son las que interesarían al muy ocurrente president.
 
Para empezar, una que salta a la vista es que si en Cataluña hay «negros», en el sentido del símil presidencial, éstos no son precisamente los catalanes con los que Mas se identifica y por ende representa. En lo que llevamos de democracia, si un colectivo en Cataluña puede lamentarse de haber visto sus derechos civiles atropellados ése no es, desde luego, el de los catalanistas. A estas alturas de la mentira, cualquier lector informado sabe que Cataluña es uno de los pocos lugares de Occidente (¿el único?) donde el grueso de las medidas de discriminación positiva (especialmente generosas en Cataluña) ha beneficiado al colectivo ya discriminado positivamente por nacimiento. La minoría catalanista gozaba a principios de le transición de una privilegiada situación económico-social, y es a favor de ella que se levantó la barrera de la identidad. De ahí que tras años de actuación gubernamental, la movilidad social se ha reducido en Cataluña.
 
Pero en este post no me interesa tanto denunciar el censurable proceso de ingeniería social llevado a cabo en Cataluña a lo largo de las últimas tres décadas, como poner el foco en una de las causas que, a mi juicio, más han contribuido a que ese mecanismo de conversión haya tenido un éxito notable. Me estoy refiriendo al grave detrimento que la gran mayoría de los catalanes sufrieron al iniciarse la transición en uno de sus derechos civiles básicos: el sufragio pasivo.
 
Ya señaló Carl Schmitt, filósofo de cabecera de Francesc Homs, que estos derechos de participación política «no son para extranjeros, porque entonces cesaría la unidad y comunidad política y desaparecería la posibilidad de distinguir entre amigos y enemigos», y es común en las Constituciones reservarlos a los ciudadanos del Estado; pero el nacionalismo ha enriquecido esta doctrina ampliando en su provecho el alcance del término «extranjero».
 
Conviene recordar que cuando se abrió el juego al debate político público, tras el tiempo de silencio de la Dictadura, el porcentaje de catalanes que hablaban con normalidad catalán no superaba el 20% de la población. Y si a ello se sumase el requisito de dominar la lengua catalana con la competencia que se le debe exigir a un representante político, el porcentaje de ciudadanos que entrarían dentro de este sufragio pasivo «censitario» sería muy inferior al apuntado.
 
Si en tiempos de la Dictadura el activismo político había aglutinado el antifranquismo y el nacionalismo (de modo que era perfectamente posible hacer política en castellano para reclamar, por ejemplo, el derecho de los catalanohablantes a recibir educación en su lengua materna), desaparecido el primer elemento, el nacionalismo pasó a ser la única argamasa. Los nacionalistas institucionalizaron la barrera social de la lengua y sus circunstancias, mientras que los catalanistas de izquierda renunciaron a eliminar esa barrera y en su lugar optaron por fomentar la ingeniería social encaminada a ayudar a saltarla a los millones de catalanes que habían quedado al otro lado del muro (sobre este proceso, sígase el debate entre Félix Ovejero y Albert Branchadell).
 
Así, de un plumazo, el catalanismo dejó fuera de juego a la competencia. Aproximadamente un 85% de los ciudadanos de Cataluña vieron cómo se les hurtaban derechos básicos en aras de la construcción nacional. La mayoría empezó a aprender a ser silenciosa en el inicio de la transición, al aceptar como algo natural que su incompetencia en catalán los convertía en ciudadanos no aptos para el liderazgo político (la tropa era otra cosa, como demostró el PSC, siempre que asumiese que la generación de ideas, discurso y estrategia política no les correspondía a ellos). Gracias a ello, la minoría nacionalista pudo disfrutar de barra libre para fijar desde un principio las líneas maestras de lo que sería la política durante los siguientes treinta años. Incluso hoy, partidos como Ciudadanos o UPyD, comprometidos en derribar estas barreras, tienen enormes dificultades para escoger como cabezas de cartel a candidatos que no sean perfectamente bilingües.
 
En fin, dejamos para otro momento nuestra reflexión acerca de si la existencia de este requisito es legítima, pertinente o éticamente sostenible. Lo que me importa señalar aquí es, en primer lugar, que esa limitación al sufragio pasivo ha existido en Cataluña, en la práctica, en la forma de un efectivo techo de cristal, y en segundo lugar que esa barrera ha determinado el mapa político catalán, y en consecuencia la realidad de Cataluña, favoreciendo que los intereses soberanistas de quienes en 1978 eran una exigua minoría de catalanes acabaran siendo aclamados por 120 de los 135 parlamentarios catalanes el 30 de septiembre de 2005.