No querer hacer las cosas bien

Reproduzco aquí una versión más larga de mi “cuarta”de ayer en El País sobre el nombramiento de cargos en las instituciones en España. Al escribirla me enfrentaba con un límite de unas 1300 palabras. Tal límite es útil al obligar a la concisión a la que tan poco somos dados en Español. Pero en este caso, dado que tenía mucho “material” que incluir, también supuso que algunos argumentos han quedado solo apuntados en la versión publicada. Aprovecho la ausencia de restricción de espacio en el blog para, sin abusar en exceso de la paciencia del lector, ser más explícito en varios párrafos. Ahí va. Jesús Fernández-Villaverde.
 
¿Por qué no hacen bien las cosas los gobiernos? Esta es una pregunta clave para los que, de manera profesional, estudiamos las sociedades modernas. Si hacer las cosas bien genera más bienestar, riqueza y empleo, ¿por qué hacerlas mal?
A grandes rasgos, existen tres explicaciones. La primera es que a los gobiernos no les queda más remedio. Por ejemplo, reformar la universidad española supone enfrentarse con los beneficiarios del caos actual, en particular los decanos. Un gobierno puede carecer de fuerzas o de votos para vencer esa resistencia. La segunda explicación es que los gobiernos no saben qué hacer. Una nueva regulación financiera es complejísima. Incluso los mejores expertos pueden ser incapaces de entender todos los detalles de la misma o de predecir todas sus consecuencias. Las cosas salen mal porque es difícil hacerlas bien. La tercera explicación es que los gobiernos no quieren hacer las cosas bien. Liberalizar mercados puede perjudicar los intereses personales de un ministro o los de sus colaboradores más cercanos. Una reforma fiscal puede castigar a los grupos económicos que apoyan a un partido.
En el mundo real cuesta distinguir entre estas tres hipótesis. Si un gobierno toma una mala decisión, ¿es que no puede, no sabe o no quiere hacerlo mejor? Casi siempre existen indicios a favor de cada hipótesis. Además, normalmente, las tres razones influyen de manera más o menos importante. Por ello, para aprender cómo se determinan las políticas, lo que podemos hacer es buscar casos donde estemos razonablemente seguros de que solo uno de los tres factores impera. Así, identificamos el motivo detrás de una mala decisión y podemos diseñar mecanismos para evitar su repetición.
Tristemente, en España, uno no tiene que buscar mucho para encontrar esta identificación. La política de nombramientos en instituciones del actual gobierno solo se explica desde la voluntad de no querer hacer las cosas bien. Desde el nombramiento de Elvira Rodríguez como presidenta de la Comisión Nacional del Mercado de Valores a los consejeros de la nueva Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia pasando por los miembros del Consejo de Seguridad Nuclear y muchos otros, hemos asistido atónitos a decisiones que desafían la credulidad.
¿Por qué estos nombramientos solo se explican por el deseo de no querer hacer las cosas bien? Nombrar a personas independientes y competentes, lejos de generar rechazo, hubiera sido aplaudido dentro y fuera de España. Si algo esperaríamos es una ganancia en prestigio del gobierno y quizás de votos. Por tanto, la primera explicación, las imposibilidades políticas, no se sostiene. La segunda explicación, no saber qué hacer, tampoco es plausible. La evidencia de que la buena selección de directivos públicos incrementa el bienestar es abrumadora. Nuestros gobernantes, especialmente los del área económica, la conocen de sobra y la Unión Europea nos la recuerda constantemente. Por eliminación, nos queda la tercera explicación: el no querer hacerlo bien.
La siguiente pregunta es inmediata. ¿Qué gana el gobierno con tales nombramientos? Dos cosas. La primera el controlar las instituciones. Una Comisión Nacional del Mercado de Valores o una Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia vigorosas pueden cercenar la libertad de actuación futura del gobierno. A nuestros políticos esta idea no les gusta por dos razones. Primero porque esta libertad es muy valiosa para ellos. España tiene una economía pequeña y intervencionista. La ausencia de limitaciones al poder ejecutivo permite que desde Moncloa se puede hacer o deshacer a antojo en grupos industriales o actividades varias. Esto permite premiar a amigos, castigar a enemigos o simplemente tirar hacia dónde la inspiración de uno le diga en aquel momento. El reciente sainete de la subasta de electricidad ilustra este argumento de manera transparente.
Segundo, porque la mayoría de los políticos españoles nunca ha interiorizado el espíritu del estado de derecho y la idea de controles y contrapesos. Mientras que formalmente proclaman su adhesión a tales principios (lo contrario sonaría extraño en la Europa contemporánea), nuestros políticos piensan que las normas, como en el viejo pase foral, se acatan pero no se cumplen. ¿Europa nos pide una Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal? No pasa nada. Como el gobierno no cree que tal autoridad sea buena idea, escribe una norma que, formalmente, satisface los requerimientos de Bruselas para luego desvirtuarla en los detalles normativos, en retrasos en su implementación y en los nombramientos de sus gestores. Ya lo hicieron anteriormente con la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera y se han salido con la suya con toda la tranquilidad del mundo ante la indiferencia de la sociedad civil.
En una interpretación capciosa de la constitución, estas arbitrariedades se disfrazan de actos políticos legitimados por las urnas. Para los que nos acordamos de Ruíz-Gallardón (padre) argumentando en 1985 contra la Ley Orgánica del Poder Judicial y lo que llamó “la creación de un órgano de depuración de la magistratura”, no deja de ser irónico ver a Ruíz-Gallardón (hijo) defender los nombramientos por el Congreso del el Consejo General del Poder Judicial en 2013 como un acto de la soberanía popular. Tal contraste se explica por la cruel necesidad de evitar sorpresas inesperadas. Las arbitrariedades del poder han de escudarse en un Consejo General del Poder Judicial seleccionado por los políticos para generar una magistratura temerosa de controlar al ejecutivo y comprensiva de los “errores” de políticos (casos Blanco, Matas y Barcina) y empresarios (caso Alierta). Alianza Popular, en 1985, estaba lejos del poder y se podía permitir defender la separación de poderes. El Partido Popular, en 2014, está en el poder y tales lujos son muy caros. Es mucho más cómodo asumir un jacobinismo infantil y trasnochado que solo llama la atención por la superficialidad de los argumentos.
La segunda ganancia del gobierno de su política de nombramientos es recompensar a los colaboradores de los partidos políticos. Los dirigentes de los mismos comprenden que necesitan palos (la amenaza de salirse de la lista electoral) y zanahorias (los cargos a repartir) para asegurar la dócil cooperación de los militantes y de la nube de simpatizantes que se mueven en sus órbitas. Estas designaciones son el pegamento que sostiene un ecosistema de políticos profesionales que raramente han alcanzado la excelencia en el mundo privado.Las sinecuras de los organismos públicos son el estado del bienestar de nuestros políticos.
Este sistema sobrevive por la ausencia de una fiscalización efectiva de la actuación pública. Los jueces no osan trazar la frontera entre la arbitrariedad y la discrecionalidad de los poderes ejecutivos y legislativos. Nuestros magistrados, una y otra vez, se aferran a una interpretación formalista de la ley que permite a la clase política campar a sus anchas. El mundo empresarial sonríe ante todos estos nombramientos pues permiten una captura más sencilla del regulador, una complicidad con el poder en detrimento de los consumidores y una notable inmunidad contra sus propios abusos. Los medios de comunicación prestan poca atención a la buena gobernanza, sobre todo si los pecados son “de los míos”. Cuando algunos protestamos al respecto se nos acusa de intereses propios (“¡mama, quiero un cargo!”) o de hacerlo por ojerizas personales. La sociedad civil, invertebrada, raramente combate las inmunidades del poder, en parte por falta de capacidad pero también, más tristemente, por falta de interés.
En resumen: la selección de directivos en nuestras instituciones públicas no es un accidente. Es una respuesta estructural dados los incentivos existentes. Los gobiernos no quieren ser controlados, unos políticos de mala calidad necesitan de salidas económicas personales y los mecanismos de control no operan.
En los ejemplos anteriores me he referido al gobierno actual por ser quien, respaldado por una mayoría absoluta, toma hoy las decisiones. Pero el análisis, al ser estructural, no se limita al PP. El PSOE, Izquierda Unida (que cuando ha podido, como en Caja Madrid, ha demostrado saber jugar este juego como el mejor), CiU y PNV han participado con alegría en el sistema por décadas. Las organizaciones empresariales y los sindicatos mayoritarias también han sabido acomodarse al reparto de cargos y obtener jugosas rentas de su colaboración.
Más en concreto: aunque los socialistas ahora protesten, cuando estuvieron en el poder, actuaron igual o peor. Como hemos visto recientemente con el Consejo General del Poder Judicial, a la hora de la verdad, populares y socialistas se reparten cargos sin rubor. Los socialistas saben que, eventualmente, regresaran al poder y tienen tan poco interés en quedar fiscalizados como los populares. Y, mientras tanto, hay que contentar a muchos.Ambos partidos responde a la misma lógica: mismos incentivos, mismos comportamientos.
Las razones que han llevado a esta situación se encuentran en la economía política de la transición a la democracia. Unos partidos nuevos y débiles necesitaban afianzarse y las instituciones del Franquismo renovarse. Colocar a los “nuestros” cumplía, así, una doble misión. Con el argumento de la democratización de las instituciones, tal actuación era fácilmente vendible a una sociedad que, acostumbrada a ser ignorada, tampoco exigía mucho.
Los males del sistema se incrementaron con el tiempo. Al modernizarse la economía española y abrirnos al exterior, las alternativas a las carreras administrativas y jurídicas (los caladeros tradicionales de nuestras élites políticas) se multiplicaban. Al mismo tiempo, las reforzadas burocracias de los partidos iban expulsando a aquellas personas más capaces e independientes o, más comúnmente, impidiendo su promoción en la organización. Ambas fuerzas llevaron a un desplome de la calidad media de los políticos. La burbuja inmobiliaria agudizó el proceso de manera dramática. Por un lado, la burbuja multiplicó las rentas que los políticos podían extraer del sistema. Por otro, la aparente prosperidad anestesiaba a la sociedad frente a los abusos.
El reto es romper el sistema actual. La regeneración institucional de nuestra democracia es fundamental para una expansión sólida de la economía. Nuestra clase política va a emplear la excusa del magro crecimiento que probablemente tengamos en los próximos años para cantar victoria. Armados con tal argumento y con la garantía implícita del Banco Central Europeo para refinanciar nuestra deuda, cesará todo esfuerzo reformista.
Rajoy, reacio por temperamento a cualquier movimiento, no verá razones para hacer nada. Sus ministros se ceñirán a cambios cosméticos. El mejor ejemplo, casi demasiado claro para ser verdad, ha sido el reducir el número de impresos de los contratos de trabajo pero no modificar el contenido de los mismos. Así se salva la cara con Europa y se puede afirmar en público que se ha hecho algo sin sonrojarse en exceso. El electorado conservador, mucho del cual vive cómodamente en la actual organización económica de España, no pondrá presión en el partido mientras este cumpla con sus otras prioridades (aborto, Cataluña, etc.) y la economía crezca al 1-1.5%. Los socialistas estarán aún menos interesados en cambios que jubilarían a la mayoría de sus dirigentes. Simplemente esperarán a que el desgaste natural del gobierno les devuelva al poder. Su llegada al mismo podría ser bien liderando una variopinta coalición de “todos los que no son PP” o, si esto no funciona, en una gran coalición con los populares que se presentaría como un “ejercicio de sentido del estado”. IU y UPyD se enfrentarán a la realidad de nuestro sistema electoral y la cruel aritmética de circunscripciones electorales pequeñas.
Paradójicamente, este letargo puede retroalimentarse. El PP, por ejemplo, ha ido perdiendo a buena parte de las clases profesionales en Madrid y otras grandes capitales a favor de UPyD. Los populares, por tanto, tiene menos incentivos que nunca a satisfacer las aspiraciones reformistas que estos grupos suelen apoyar. Muchos de los jóvenes más descontentos y mas capaces emigran. Aunque muchos seguirán votando, la realidad de la distancia limitará su participación. Yo mismo no pude votar ni en 2008 ni en 2012 porque las papeletas llegaron en ambas ocasiones tarde a mi casa en Estados Unidos. Los votantes que se quedan en España, al ir envejeciendo, verán poca ganancia de cambios que pueden solo resultar fructíferos en horizontes largos.
Ante la falta de voluntad del sistema político, la parte más concienciada de la sociedad civil, con su movilización política, legal y mediática, tendrá que liderar el esfuerzo de quebrar el deterioro de las instituciones y restaurar el estado de derecho en España. Nos jugamos mucho en ello.