Hollande y la falacia de la zapatilla

Se ha aireado mucho en los medios que el Presidente francés, François Hollande, podría haber mantenido una relación con una joven actriz y que, ante la noticia, su compañera sentimental se ha llevado un buen disgusto, hasta el punto de tener que ser ingresada en un hospital.
¿Qué juicio merece esta información, desde un punto de vista jurídico? Pues para mí no ofrecía dudas. Hace años comenté una Sentencia de nuestro Tribunal Supremo sobre un caso similar. Luego mi vida profesional ha tomado otros derroteros, pero creo que no me equivoco si digo que nuestros Jueces y probablemente también los franceses condenarían este tipo de intromisiones. La vida de un ciudadano es un santuario, que solo se puede profanar por razones poderosas, y el caso de los personajes públicos no es una excepción. Ser artista o político no equivale a una renuncia a la privacidad, salvo en la medida en que el sujeto lance, con su propia conducta, el mensaje contrario. Es el caso del famoso que vende las vicisitudes de sus amoríos. O el del político que predica un programa que luego conculca en privado.  Verbigracia, el anti-abortista que manda a su hija a Londres a interrumpir su embarazo o el revolucionario que explota a su empleada de hogar. Mas la libertad de información no es una patente de corso para husmear en cualquier aspecto de la vida de los personajes públicos. El interés público no debe confundirse con el interés o la curiosidad, más o menos sana, del público. En particular, en el caso de los gobernantes, solo está justificada la intromisión cuando el asunto que se desvela está relacionado (normalmente choca) con la tarea de gobierno del personaje en cuestión, pues de esta manera se pone de manifiesto que el tipo está engañando al electorado.
Ahora bien… ¿y si el político no ha engañado directamente a sus votantes, sino a su profesor o a su socio o, como Hollande, a su pareja? Pues me ha sorprendido la tesis de este artículo de EL PAÍS, que he leído con mucho interés. Según el autor, también en ese caso puede y debe la prensa denunciar y, lo que es más importante, debe el afectado dimitir, pues no se puede “gobernar así”. La razón sería esta: “quien engaña (…) en lo privado, ¿por qué no va a engañar en otros asuntos más o menos trascendentes?” Debo reconocer que la idea es incisiva. Si Hollande pensaba alegar que su vida sexual no guarda relación con la pública, este argumento parece desarmarle. Viene a significar: usted “es” mentiroso y si miente, lo hará en todas partes, en la cama y en la tribuna. Una vez que alguien encaja en el concepto de “tramposo”, ya no hay vuelta de hoja: esa etiqueta le persigue a todos los efectos.
El tema tiene dos vertientes: la jurídica y la política. En cuanto a lo primero, admito que de facto, hoy en día, en un mundo globalizado, es harto difícil defenderse contra este género de ataques. Para empezar, la agresión puede proceder de un país donde sea legal.  Ciertamente, el ordenamiento francés, como el nuestro, no recoge la exceptio veritatis: si la divulgación de un hecho privado es ilegítima, será perseguible, incluso penalmente, aunque el dato sea cierto. Pero en los países anglosajones sí se admite el test de verdad y será difícil que un tribunal francés, por ejemplo, pueda actuar contra un periódico británico. En cualquier caso, a través de Internet es fácil difundir estas informaciones de modo anónimo y con impunidad.  Así pues, la de la protección jurídica es una batalla ardua, si no perdida. ¿Pero y la política? ¿Debería Hollande, contrito, renunciar a su cargo de Presidente de la República francesa?
Aquel artículo lo propugna con vehemencia e invoca en su apoyo un libro del colaborador de este Blog, Javier Gomá, Ejemplaridad pública. En este sentido, presenta el caso de algunos grandes líderes (como Churchill, De Gaulle o el propio Felipe González), que reputa ejemplares. También menciona, como era de esperar, el affaire de Clinton con la famosa becaria y apunta que en aquella ocasión lo que repelía al público anglosajón no era tanto (o solo) la inmoralidad de la relación sino el hecho de que el Presidente americano la negara. De nuevo, la mentira.
Pues bien, yo también creo, como Javier Gomá, que los titulares de cargos públicos deben ser ejemplares. Aunque suene elitista decirlo, al pueblo hay que educarlo y como mejor se enseña es con el ejemplo. Ahora bien, cuando se pide ejemplaridad, a lo mejor podemos conformarnos con que el estadista tenga alguna virtud grande, que lo haga imitable. Tampoco hace falta que reúna el surtido completo, que lo lleve al Cielo. No voy a mantener que Hollande obró bien. Si quería cambiar de pareja, podía haber manejado el tempo y las formas con más tino. Al no hacerlo, se la jugado a su chica. Pero eso no significa que sea un traidor a la patria.
Comprendo que el ensanchar el ámbito de los conceptos es tentador. Esto de buscar patrones con los que clasificar la realidad es un rasgo muy humano. Hace poco tiempo leía el magnífico libro de Leonard Mlodinov, The Drunkard’s walk, que nos advierte que el ojo humano tiende a encontrar patterns donde solo hay randomness, sentido en lo que es fruto del azar. Precisamente el autor pone como ejemplo el hecho de que veneramos a muchos personajes públicos cuando lo que les diferencia de otros tantos fracasados desconocidos es solo una pizca de suerte, que les hizo ganar el Match Point de Woody Allen. He dado en pensar que hay una razón darwiniana detrás de esa tendencia: está ahí porque representa una ventaja evolutiva, porque en nuestro devenir como especie nos fue provechosa. Y, en efecto, ayer escuchaba en la radio que nos gustan los automatismos mentales por la sencilla razón de que de esa manera ahorramos energía: al cerebro le resulta menos costoso tirar de rutinas.
Ahora bien, esta afición a los atajos, a los principios mágicos que resuelven antinomias y colman lagunas, a los grandes “sistemas” (que por cierto algo tienen que ver con las religiones y las ideologías),  con ser útil, no se debe llevar al extremo. Eso es lo que llamo “la falacia de la zapatilla”. Sabido es que no es oro todo lo que reluce, ni es Cenicienta todo lo que se calza la zapatilla que apareció en las escaleras de palacio, ni deja de serlo quien no se la puede calzar. ¡A lo peor su hermanastra se ha recortado los dedos o igual Cenicienta ha engordado! Precisamente, si queremos madurar como especie, debemos poner los conceptos en cuarentena y no ser sus esclavos cuando aquellos, como tantas cosas que nos ha legado la evolución, son contra-producentes. Habría que dejar de ser Homo Conceptualis y empezar a ser de verdad más Sapiens.
Volviendo al tema, la máxima de “lapidemos (civilmente) al infiel porque nos mentirá a todos” no resiste el stress test de confrontarla con la historia. Por poner un ejemplo,  he “googleado” para saber algo de la vida privada de uno de los líderes antes mencionados, Winston Churchill. No le he encontrado renuncios en su rol de marido, pero sí en el de padre.  Se dice en esta biografía que descuidó a sus hijos. Y no en vano, de cuatro que tuvo, tres llevaron vidas torcidas: una se suicidó y dos anduvieron enzarzados con el alcohol. De haber trascendido este defecto, los británicos podrían haberse preguntado: “¿cómo va a cuidarnos quien ni siquiera saca adelante a sus propios retoños?” Afortunadamente no lo hicieron. Churchill sería mal padre, pero gobernó bien. En cuanto a Hollande, habrá que juzgarle por su desempeño en economía y política y no por sus correrías nocturnas. Más bien, cuando se pierde el tiempo con esas historias, se esconde el verdadero debate. Hay que estar en guardia contra el peligro de convertir la política en el arte de descubrirle al otro los trapos sucios de su vida íntima, que no vienen a cuento.  Si no, nos gobernará el que arme un mejor ejército de espías y cotillas, en lugar del más apto.